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9

El domingo de la semana siguiente, estaba sentado a lo indio en tu sofá mientras le echaba más horas al juego que te había regalado hacía dos viernes y me llevaba a la boca cucharadas ocasionales de cereales de chocolate con leche del tazón que descansaba de manera precaria en el reposabrazos a mi derecha.

Sin dejar de masticar, se me escapó una risita.

Tal y como descubrí el martes pasado, la tarde del día de tu actual cumpleaños, se te daba mejor jugar de boca que jugar de verdad. No es que no le pusieras interés o que no fueras entusiasta, pero se te daba fatal. Eras lento, te perdías en medio de cada misión que hacíamos y teníamos que volver a empezar una y otra vez porque no dejaban de matarte.

¿Lo mejor? La manera en que te encrespabas.

No sabías perder.

―¡Me cago en la puta hostia! Pero tú lo has visto, ¿no? ―Con las cejas elevadas, me echaste una mirada incrédula una de esas veces al tiempo que apuntabas al televisor con el mando―. ¡Estaba a punto de conseguirlo! Ese hijo de puta salió de la nada y me reventó la cabeza. ¡Será mamón!

Aunque apreté los labios y traté de contenerme, una sonrisa me traicionó y entrecerraste los ojos, a la vez que apretabas tu hombro contra el mío y te inclinabas hacia mí.

»Oh, así que te parece muy gracioso, ¿no? Matan a tu hombre delante de tus narices, el mismo día de su cumpleaños, ¿y tú te partes la caja ante su aciago final? ―Negué con la cabeza deprisa, hundiendo los dientes en el labio inferior y aguantándome la risa―. Ya, ya, a mí no me engañas. Te he visto. Te he visto y ahora no te vas a escapar de mi furia. Ya verás lo letal que puedo ser, aunque no lo parezca.

Y te echaste sobre mí a hacerme cosquillas, de las que no pude huir por más que grité, rogué y culebreé. No paraste hasta que me tuviste llorando de la risa, sin aliento y con agujetas en los abdominales y la zona de las costillas.

No, no se te daba nada bien perder.

Pero nos lo pasamos muy bien ese día, como el resto de los días desde la madrugada del domingo. Las pocas veces que había regresado al piso fue para coger más ropa limpia, regar las plantas o coger algunos juegos más, entre ellos los que me regalaste, pero siempre me apresuraba a salir rápido de allí porque estar demasiado tiempo entre esas paredes hacía que me acordase de Alicia, de la situación precaria en la que nos encontrábamos y las pocas ganas que tenía de que volviese.

La sonrisa se desvaneció, pausé el juego y recuperé el bol. A estas alturas, los cereales se habían reblandecido y la leche, achocolatado.

Comí ya sin ganas, con el estómago hecho un nudo.

Prefería centrarme en ti, en todo lo que habíamos vivido la última semana, en la manera en que el culo me escocía de manera agradable si me movía demasiado o me sentaba de cierta manera, como un recordatorio constante y necesario de que no nos habíamos podido quitar las manos de encima y que, cada vez que volvía de currar, nos comíamos la boca sin desenfreno, como si hiciera siglos que no nos veíamos, en lugar de unas cuantas horas.

La manera en que, el domingo anterior, me despertaste pegando tu cuerpo desnudo y húmedo a mi espalda, tu sexo ya erecto acomodado contra mis nalgas. La manera en que mojaste mi vientre y mi pecho al deslizar tus manos por ellos mientras acariciabas mi oreja con tus labios y me susurrabas:

―Despierta ya, tronquito, que llevo horas esperándote. ¿Qué tal dormiste? ¿Te duele mucho?

Y colaste tus dedos en la hendidura de mi trasero hasta hallar la carne sensible de mi entrada y masajearla con dedos cuidadosos.

Me recorrió un escalofrío al tiempo que recuperaba la sonrisa.

Me puse de pie con el cuenco en mano. Sí, mucho mejor pensar en ti.

*

Con el trasero apoyado en el borde del mármol de la cocina, me comí un segundo bol de cereales mientras tarareaba para mí.

El sonido de la ducha ya se había apagado, así que no me sorprendió mucho cuando apareciste en la cocina con unos pantalones de chándal cortos y oscuros mientras te frotabas el cabello con una toalla más pequeña. Me dedicaste una media sonrisa que me fue imposible no corresponder y te dirigiste a la nevera, seguro que a sacar todos los ingredientes para hacerte uno de esos batidos de proteínas.

Como buen hombre de costumbres que reconoce a otro, poco a poco fui aprendiéndome tu rutina: fuera cual fuera la hora a la que te acostabas, madrugabas todos los días, bajabas y te encerrabas cuarenta y cinco minutos en tu gimnasio privado a levantar pesas, hacer piernas o lo que fuera que hicieses allí adentro; luego, te dabas una larga ducha y, ya por fin, bajabas a desayunar, que era cuando coincidíamos entre semana antes de que yo me fuese a trabajar. Durante el resto del día, por lo que había podido sonsacarte entre medias de miradas huidizas y encogimientos de hombros, era que ibas a visitar a tu abuela, aprovechando que seguías en Valencia y que aún no tenías un proyecto nuevo.

En silencio, te observé meter trozos de plátano, arándanos y mango congelados dentro de la jarra de cristal de la licuadora junto a un puñado de espinacas frescas, un chorro de leche vegetal, un cazo de proteína y mantequilla de cacahuete en polvo y un poco de algo llamado espirulina.

Cuando por fin te recostaste a mi lado, le diste un trago, cerraste los ojos y lanzaste un suspiro de manera exagerada, como si realmente ese mejunje espeso pudiera estar bueno.

Enarqué una ceja.

—Por más veces que hagas ese ruido no te voy a creer. —Hice una mueca—. Tiene pinta de estar asqueroso. No me metería eso en la boca ni aunque me pagaran todo el dinero del mundo.

—Eso no es lo que decías anoche cuando me comías otra cosa.

Con una sonrisa pícara y juguetona, acunaste el bulto de tu entrepierna sobre la prenda de algodón. Debajo, según descubrí hacía unos días, no llevabas ropa interior, ya que, al parecer, no te gustaba sentirte constreñido ahí abajo después de hacer ejercicio y una ducha relajante. Todo el cuerpo se me calentó, en especial la cara y las mejillas, y mi pene dio un breve tirón de interés.

Desviando la mirada, me subí las gafas.

—No me líes ni trates de distraerme, que eso no cambia el hecho de que tiene un color poco fiable y salubre.

Soltaste una risa nasal.

—Es verde. ¿Qué tiene de malo ese color?

—Corrección: es verde vómito. Míralo, por favor. Da... grima.

Apunté con un dedo al interior de la jarra, en la que flotaban algunas partículas de un verde más oscuro en un mar radioactivo que, por más que dijeses, no tenía buena pinta. Lanzaste una dentellada al aire, muy cerca de mi dedo índice, que aparté de un sobresalto con un chillido tan agudo del que es mejor que no quede constancia más que en mis recuerdos para que nadie, mucho menos mi hermano, pueda sacarlo a colación para meterse conmigo.

Golpeé uno de tus hombros, que se agitaba con tus carcajadas.

»No seas capullo. —A pesar de tener la cara ardiendo, mis labios temblaron y una esquina se curvó hacia arriba—. Sabes que tengo razón. —Me metí otra cucharada cargada de cereales en la boca y, sin dejar de masticar, dije—: Prefiero diez mil veces mi Chocapic a... esa cosa que tanto te gusta beber.

—Eso lo dices porque nunca lo has probado. Está dulce, en serio, con un toque salado. Viendo lo goloso que eres —acariciaste mis costados, a lo que me removí entre risas—, no me extrañaría que acabara gustándote incluso más que eso.

Señalaste con la barbilla a mi cuenco. Puse los ojos en blanco.

—Imposible. Está demasiado bueno.

Rodeando mis hombros, abriste la boca y te inclinaste hacia a mí hasta que te di a probar un poco. Masticando despacio, hiciste un ruidito apreciativo mucho más falso y exagerado que el anterior.

—Mmmmm. Qué buen sabor a químicos y conservantes. Me encanta.

Controlando mi sonrisa, te empujé con el hombro con fingida molestia.

—Si esas son tus dotes interpretativas delante de las cámaras, temo mucho por tu carrera a largo plazo. —Meneé la cabeza con una exhalación. De un salto, bajé de la encimera—. Además, tampoco es que pueda decir algo mucho mejor de la avena esa que te preparas. Está más sosa que sosa.

—Pero ¡qué dices, hombre! —Te llevaste una mano al corazón con una expresión herida y dramática—. ¿Cómo puedes decirme eso? ¿Encima que el otro día te preparé el desayuno y vas y me lo pagas así? —Tu expresión cambió a una de decepción mientras negabas con la cabeza—. Muy mal, Curro Jiménez. No me lo esperaba de ti. Pensaba que eras todo bondad y justicia, como tu tocayo, pero ya veo que me equivocaba. En tu interior escondes un corazón oscuro y pétreo que no conoce la luz del día.

—Bueno, vale, si le pongo tres kilos de azúcar, chocolate y algo de fruta... he de admitir que está hasta comestible. ¿Te sirve? ¿Ya me he redimido?

Casi se me cae el tazón de las manos cuando volviste a atacar mis costados con esos dedos ágiles y diestros que ya se conocían mi cuerpo incluso mejor que yo mismo. Me revolví contra ti entre carcajadas mientras rogaba que tuvieras piedad, que pararas, por favor, cosa que no hiciste. Más allá de dejar la jarra de cristal o el bol en la encimera, seguiste haciéndome cosquillas mientras mordisqueabas mi cuello y prometías que me lo ibas a hacer pagar.

Y así hubiéramos seguido hasta a saber cuándo si no fuera porque mi móvil sonó.

Con la respiración ahogada y un resquicio de risa, te di un codazo suave para que te apartaras un poco mientras pescaba el móvil del bolsillo de mis pantalones del chándal.

El nombre de mi abuela en la pantalla me borró la sonrisa de un plumazo.

Mi pecho se oprimió. Palpé el otro bolsillo, en busca de la pitillera y de un cigarro, que me encendí enseguida bajo tu intensa y perspicaz mirada. Coloqué el móvil bocabajo sobre el mármol, como si eso pudiera silenciarlo o hacer desaparecer la llamada. Di una profunda calada y expulsé el humo despacio. Aún sin mirarte, me giré hacia el fregadero, dejé el cigarro en un cenicero de barro que habías comprado para mí y tiré los restos de mi segundo desayuno a la pila.

Con manos temblorosas, me puse a fregar el cuenco.

A mi lado, de nuevo con la jarra en mano, suspiraste y preguntaste:

—¿Es que no vas a responder? Ponía que era tu abuela.

Con el estómago revuelto, negué con un movimiento rígido de cabeza. Seguramente llamaba porque el fin de semana pasado me había saltado la comida familiar del domingo con la excusa de que no me encontraba muy bien. Y era verdad, en cierta medida; el domingo pasado, con todo lo de Alicia tan reciente, me sentía raro y lo último que quería era estar con mi familia, que, aunque no tenían la culpa de nada, me habrían recordado constantemente el atolladero en el que me encontraba. Por otro lado, estaba el hecho de que acababa de tener sexo con un hombre, de manera oficial, por primera vez, y la novedad y la euforia me tenían mirando a las musarañas, sonriendo por nada y fantaseando más seguido de lo normal a la mínima. ¿Cómo habría sido capaz de reprimir ese caos que se agitaba y arremetía en mi interior delante de ellos?

Quitando a mi abuela, ni siquiera sabían que... que también me gustaban los hombres.

¿Cómo se suponía que los mirase a la cara cuando tantas cosas importantes que no podía contarles estaban pasando en mi vida?

»Deberías ir a comer a casa de tus padres. —Tu voz era suave, con una nota comprensiva que me hizo tragar con dificultad y agachar la vista—. Cuanto más tiempo les des largas, más te costará enfrentarlos, aunque no vayas a contarles nada.

Volví a negar con la cabeza.

—No podría mirarles a la cara. No se me da bien fingir.

Con un resoplido de risa y un «no hace falta que lo jures» más cariñoso que socarrón, dejaste la jarra medio vacía sobre el mármol con un ruido débil y luego amoldaste tu torso desnudo, fuerte y caliente, contra mi espalda a la vez que apoyabas el mentón en mi hombro. Durante un rato, acariciaste mi vientre antes de asentar tus manos en mi cadera. Al instante, las mías detuvieron todo movimiento, apreté el estropajo y me dejé caer contra ti con un suspiro.

Besaste mi hombro, mi cuello y, a continuación, el hueco de detrás de mi oreja. Suspiré.

—¿Sabes lo que vamos a hacer? —Con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, sacudí la cabeza—. Vas a parar lo que estás haciendo, me vas a acompañar al cuarto, vas a dejar la mente en blanco y me vas a hacer la mamada de tu vida. Haré que te olvides de todo lo que no sea yo.

Y, cuando cerraste el grifo y me tendiste la mano, no dudé ni un segundo en tomarla y seguirte adonde me llevaras.

*

Rato más tarde, después de una ducha en la que me habías ayudado a relajarme al enjabonarme con las manos todo el cuerpo, luego de arrodillarte delante de mí y devolverme el favor con una felación que convirtió mis muslos en gelatina y mi cerebro en sopa, nos dejamos caer en tu cama, aún sin hacer, desnudos y con el cabello húmedo y alborotado. Con una sonrisa tonta, me di la vuelta y hundí la cara en la almohada a la que me abrazaba.

Inspiré hondo. Tu olor amaderado y picante se diluía con el mío, a bergamota y cítricos, en una mezcolanza perfecta.

El ligero toque de tus dedos empezó a recorrer el descenso que creaba el surco de mi columna. Ladeé la cabeza en tu dirección. Acodado en la almohada y con la cara en tu mano libre, contemplabas mi espalda con una expresión difícil de precisar ante la falta de gafas. Parecía pensativa, pero no podía decirlo con certeza. ¿Qué es lo que rondaba por tu cabeza? ¿No me habías pedido que dejase la mente en blanco y me centrase solo en ti? ¿Por qué no hacías tú lo mismo?

Arqueé una ceja.

―¿En qué piensas?

―En ti. ―Tus labios dibujaron una suave y difusa sonrisa. Mis mejillas se llenaron de calor―. En los últimos días. ―Alzaste un hombro al tiempo que trazabas la curva de una de mis nalgas, mi piel erizándose a tu paso―. En todo. En nada. En todo lo que quiero hacerte y que hagamos en el tiempo que tengamos juntos. En cómo ahora mismo quiero hincar los dientes en tu culo, partírtelo en dos y torturarte con mi lengua hasta que solloces por mi polla.

Me ofreciste una sonrisa maliciosa y chulesca difícil de resistir. Escondí la cara en la almohada. El rostro me quemaba de pura vergüenza y, aun así, la sonrisa boba regresó con la fuerza de mil soles.

―¿Aún no te has cansado? ¿Después de todo lo que hemos hecho?

―¿Qué puedo decir? Cuando alguien me inspira, me inspira y no puedo quitarle las manos de encima, como queda más que comprobado. Y, bueno, no todos los días tengo la oportunidad de llevar al lado oscuro y corromper a un ejemplar tan... ingenuo como el que tengo delante.

Traviesos, tus dedos descendieron por la separación de mis nalgas. Sin pensarlo, separé las pierna y elevé las caderas al tiempo que te buscaba con la mirada por encima del hombro. Resoplaste una risa y me diste un manotazo en el trasero que me hizo respingar. La piel latía y daba leves pinchazos agradables, a los que mi pene respondió con un agotado interés que no pasó a mayores.

»Cabrón, no me tientes otra vez que no salimos de la cama en todo el día.

Con una ceja enarcada, me giré de forma perezosa mientras me desperezaba, arqueada la espalda y recogía una pierna al tiempo que estiraba la otra a propósito. Mi cuerpo, delgado, larguirucho y desgarbado, no era ni la mitad de fornido ni sensual que el tuyo o toda esa gente con la que habías estado y estarías antes y después de mí, pero fue satisfactorio el caminillo de fuego que prendió en mi piel el recorrido descendente que describiste con los ojos.

―¿Yo te tiento? ¿Seguro? Si no hago nada.

―Ya está. Te la has ganado. Mira que te he avisado y quien avisa no es traidor.

Solté una risilla mientras me cubrías con tu cuerpo; nuestras bocas sonrientes se encontraron a medio camino y se fundieron en un beso tranquilo y fogoso al tiempo que deslizaba mis brazos por tu espalda y mis piernas entre las tuyas y te apretaba más y más y más contra mí, hasta el punto en que no estaba seguro de querer dejarte ir jamás. Si hubiera sabido entonces lo que pasaría en pocos meses, no lo habría hecho. Sin embargo, como aún me aferraba a esa burbuja que construí a nuestro alrededor, estaba ciego a todo lo que no fuera el ahí y el ahora.

Cuando te separaste y me arrastre contigo al tumbarte, me dejé llevar. Recostado sobre tu pecho, jugueteé con el vello rubio oscuro en tus pectorales, enredando mis dedos en él y peinándolo.

Afuera, los pájaros trinaban y el ruido ocasional de algún motor rompía la quietud.

—¿Sabes? Sonará estúpido y cobarde, pero no me apetece aguantar a mi familia ahora mismo. Sé que no lo hacen a mala fe, que tengo muchísima suerte de que me quieran y se preocupen tanto por mí, pero me agobia pensar en el hecho de que, en cuanto traspase la puerta, podrán verme en la cara que algo ha ocurrido —murmuré a la vez que dibujaba con la punta del dedo el contorno de tu pezón, que se endureció bajo mis atenciones—. Quizá sea un malagradecido porque no todo el mundo puedo decir que tiene una buena familia que esté tan unida como la mía, pero, joder, me pone de los nervios saber que entraré, mi abuela me verá y empezará un interrogatorio entre ella y mi madre.

Hiciste un ruidito.

—¿Eres muy cercano a ella?

—Sí. Es la única que sabe... ya sabes. —Alcé de manera efímera los ojos y nuestras miradas se encontraron. Enseguida, volví a mi posición y a tu pezón erecto—. Que soy... eso. Bisexual. O lo que sea. El caso es que siempre está diciéndome que me merezco ser feliz, que me merezco a alguien mejor que Alicia, pero... —Levanté un hombro de forma desganada—. No tengo ganas de escuchar nada de eso ahora mismo, ¿sabes? Soy consciente de que tengo que hacer algo con el tema de Alicia, pero quiero pensarlo por mí mismo, sin que nadie esté taladrándome con su «te lo dije» o encima de mí para que decida algo ya, ya, ya.

—Te entiendo. Yo tampoco tendría ganas.

Moví la cabeza hacia atrás hasta que nuestros ojos tropezaron.

—¿Sí?

—En serio, sí. —Me contemplaste con gravedad mientras tus dedos descendían por entre mis omóplatos y luego ascendían y vuelta a empezar—. Mi familia no es tan perfecta como pueda parecer en los medios. —Resoplaste una risa desdeñosa—. Está muy lejos de serlo, te lo aseguro. Y, desde la muerte de... del viejo —tus labios se contrajeron en una mueca que oprimió mi corazón. Te acaricié el pecho, queriendo borrarla—, bueno, desde su muerte, cada vez que voy a casa de mi abuela, tengo ganas de salir por piernas de allí enseguida. Mires adonde mires, hay rastros de su presencia: fotos, su taza, su reloj de pulsera y, bueno, te haces una idea.

Asentí con la garganta apretada. Aunque no fuera equiparable, ¿no me había pasado a mí lo mismo siempre que volvía al piso y me veía rodeado por unas paredes, unos muebles y objetos que me recordaban a Alicia?

»Y no sé si es que aún es pronto y tengo que darme más tiempo o qué, pero no quiero pensar en él; no quiero acordarme de él. Y, en esa casa, lo tienen en un pedestal del que nunca va a caer y ahora son todo anécdotas. Pequeños «¿te acuerdas de cuando tu abuelo hizo tal cosa?», «tu abuelo solía decir que tal y pascual» o «tu abuelo habría hecho tal o cual cosa» que me joden un montón. —Hiciste una pausa. Cuando seguiste, escupiste con voz baja y estrangulada—: ¿Es que ni muerto puede dejarme tranquilo? Y, encima, si alguna vez se lo comento a mi abuela, todo es «tienes que perdonarlo, Ventura. No puedes vivir siempre con esa rabia dentro. Tienes que entender que tu abuelo nació en otro tiempo y se crió con otras costumbres. ¿Por qué no puedes dejar ir lo malo y centrarte en lo bueno que tuvo?».

Recién me había tumbado bocabajo, recostado sobre ti, y me congelé ante aquello último. Las pulsaciones se me dispararon. Era la primera vez que hablabas de tu familia, de tu abuelo, en todo ese tiempo que nos conocíamos. Por lo usual, si alguna vez indagaba sobre ti, solías esquivar el tema con algún comentario ácido y guasón o fingías que no había dicho nada y me salías por una tangente. No podía asumir que entendía lo que estabas diciéndome ni que aquel momento de honestidad significaba más de lo que era: un descuido por tu parte porque aún estábamos vulnerables y no había barrera alguna entre nosotros en aquellos instantes; no obstante, ahí, abajo de toda esa amargura y resentimiento, se adivinaba el contorno de algo oscuro y de un Ventura que no había vivido la mejor de las infancias.

No sabía qué decir, así que no dije nada.

En todo caso, apoyé la mejilla sobre tu clavícula y te estreché con fuerza, tal y como me habría gustado hacer con tu yo infantil o adolescente.

—Lo siento. No era mi intención joder el buen ambiente que teníamos o convertirme en el centro de atención. Mierda. Se suponía que estábamos hablando de ti.

Negué con la cabeza.

—No pasa nada, Ventu. En serio. Hay veces que el peso de nuestras familias nos sofoca y nos puede llegar a aplastar, por más que nos quieran o más bienintencionados que sean.

Como toda respuesta, bufaste una risa sardónica contra mi frente y ceñiste más tus brazos a mi alrededor.

*

Los días a tu lado pasaban demasiado rápido. Las horas se me escurrían por entre los dedos como fina arena de playa. Más de una vez, deseé que existiera ese mando a distancia mágico que me permitiese parar el tiempo a nuestro alrededor y vivir atrapado contigo en aquellas primeras semanas que compartimos juntos, sin nadie que irrumpiese en nuestro pequeño fuerte de paz y felicidad más que las necesidades básicas o el hecho de que tenía que ser un buen adulto y desprenderme de ti todas las mañanas para ir a trabajar.

El jueves, sin embargo, me obligué a quedar con mi hermano al salir del trabajo.

Cuando me quejé por WhatsApp de que llegaría tarde y que te tocaría cenar sin mi, te carcajeaste y me animaste a pasármelo bien con Isaac. Dijiste que ya tendríamos ocasión de estar juntos, aunque yo no estaba tan seguro. ¿Quién me aseguraba que lo nuestro era algo más que un revolcón que tenía los días contados desde el principio? Aun así, refunfuñé para mí y me tragué cada una de mis protestas y dudas, sobre todo cuando comentaste que tú también aprovecharías para visitar a tu madre y tu abuela.

Así es como acabé en el comedor del piso de Isaac, sentado con las piernas a lo indio en su sofá, con una lata de cerveza en una mano y un cigarro en la otra, al tiempo que él se abrazaba las piernas, se pintaba las uñas con lo que parecía ser el arcoiris entero y nos poníamos al día sobre cómo ahora era él el que no se comía un rosco mientras que Daniel apenas pisaba el piso con eso de que su novio había vuelto de Reino Unido o lo idiota que era yo porque se estaba cociendo una buena en casa por mi negativa de ir los dos últimos domingos.

―Ya te vale. ¿Sabes lo mosca que está mamá?

Expulsando el humo hacia un lado, fruncí más los labios.

―Ya te he dicho que he estado ocupado. ¿Qué más quieres que te diga?

—¿Quizá la verdad? —Alzó una ceja, sin levantar la vista de su obra de arte. Ya. Ni de broma le decía la verdad—. O sea, me parece genial que estés aprovechando tan bien que la bruja no está aquí para hacer lo que quieras, pero no me trago ni por un segundo que estés tan ocupado con el trabajo —me apuntó con el pincel del verde claro con brillantina que se estaba aplicando— ni que te pases el resto del tiempo dándole tanto a la tecla que se te olvide que existimos el resto de los mortales. Aquí hay gato encerrado.

Con cierta rigidez, me encogí de hombros y desvié la mirada al televisor. Tampoco es como si pudiera contarle la verdad, no después de tantísimo tiempo guardándomela. Hay veces, Ventu, que uno esconde tanto un secreto que este acaba por gangrenarse y contaminar toda tu existencia porque, en el fondo, sabes que le estás privando a alguien que te quiere y solo quiere lo mejor para ti el conocer una parte intrínseca de ti mismo.

Pero ¿cómo confesarle a mi hermano que éramos más parecidos de lo que creía o que todo lo que conocía de mí era una mentira?

No quería que su percepción de mí cambiara a peor, ni la suya ni la de nuestros padres.

Y eso me aterra. Me aterra muchísimo.

Por eso, le insistí con que nos habían entrado más reparaciones de lo normal en el trabajo, lo que era más falso que falso, y que cuando llegaba a casa solo quería tirarme en el sofá y desconectar. ¿Qué tenía de malo que quisiera pasar un fin de semana en casa sin mover un dedo y relajándome?

—Nada. No tiene nada de malo, tete. Pero no creo que vaya a colar mucho más. —Entre pincelada y pincelada, me lanzó una mirada significativa—. Ya sabes cómo es mamá. Puede que un domingo cuele que estás malo, que no pongo en duda que lo estuvieses, y que otro estés cansado, pero después de una tercera vez ya no va a dejártelo pasar más, sobre todo ahora que sabe que Alicia no está en España y no está ahí para meter mierda ni hacer de las suyas para que no vengas a casa.

Esa vez, no hice nada por defender a Alicia. Ya estaba empezando a cansarme de justificarla siempre.

—Tienes razón. —Tamborileando los dedos contra mi muslo, eché una calada larga—. Y tampoco es como si no quisiera veros. Sabes que sí.

—Ya lo sé, tonto, pero a ver cómo se lo explicas tú a mamá, que enseguida se monta películas en la cabeza de un mísero grano de arroz. Hazme caso y vente este finde, que ya me la veo presentándote sin avisar al piso para exigirte explicaciones. Ya sabes, si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma.

Puso los ojos en blanco con una risita baja.

Con el pitillo contra los labios, las manos se me enfriaron más de lo normal y tuve la sensación de que el estómago se precipitaba en una caída libre antes de retorcerse de manera desagradable. Mierda. Mierda, mierda, mierda. Mi madre no podía ir al piso. No podía. Como fuera, entrara con la llave de emergencias y se diera cuenta de que hacía semanas que su hijo mayor no dormía allí, empezaría a cuestionárselo todo y las cosas se podrían poner muy, muy, muy feas para mí.

Por esa misma razón, aquel domingo me aseguré de aparecer a tiempo en casa de mis padres.

Lo último que necesitaba, encima de todo lo demás, era que mi madre descubriese detalles de mi vida de los que no quería que se enterase y me confrontase sobre ello antes siquiera de que yo llegase a alguna maldita conclusión. Contentarla fue fácil: solo tuve que presentarme con un ramo de flores de disculpa, darle un beso en la mejilla y meterme a la cocina a ayudarla con la comida.

A mi abuela, en cambio, no fue tan sencillo engañarla.

Sus ojos, pequeños y agudos, no dejaron de seguirme en ningún momento, como si hubiera entrevisto algo de todo aquello que escondía y necesitase asegurarse de lo que había desenterrado.

No sabes lo alterado que estaba, Ventu.

Luego, cuando te lo conté, me abrazaste contra ti y te reíste contra mi oído mientras le restabas importancia y me decías que eran solo imaginaciones mías, que un paranoico solo cree ver reflejado en los ojos de los demás aquello que oculta con tanto celo, pero de verdad que entré en verdadero pánico ante el escrutinio de mi abuela. Tanto que reconozco que me pasé aquel día: me refugié en bromas tontas y me reí de manera más escandalosa de lo normal por cualquier nimiedad.

Hasta mi hermano terminó mirándome como si me hubieran salido tres cabezas.

Dios, empezaba a tener un problema muy grande.

*

Y dicho problema solo se agravó con el pasar de los días.

En serio, no sé qué me ocurría contigo. No podía tener alejadas de ti ni la mente ni las manos durante mucho tiempo. Nunca tenía suficiente de ti, como si llevase años sin probar bocado y tú fueras esa primera mordida que rompe el ayuno; sin embargo, el hambre había ido creciendo y creciendo y creciendo hasta degenerar en gula. No sé de qué otra manera explicarlo ni de qué otra manera llamarlo, pero aquello tenía que ser gula, lo mirase por donde lo mirase. Si no, ¿qué otra explicación podía tener que nunca me saciase de ti, que cada día a tu lado desease más y más y más y más de lo que teníamos?

Estabas tan metido en mi cabeza, rey y señor de mis pensamientos, que me pilló desprevenido cuando llegó nuestra última noche juntos.

Fue un mazazo directo al esternón.

Pero es que, mierda, en poco tiempo te habías vuelto mi confidente, mi otra mitad, mi todo. ¿Y ahora me tocaba dejar todo eso atrás y regresar al mundo real y a una vida gris, monótona e insulsa, de la que dentro de poco desaparecerías sin dejar rastro cuando te cansases inexorablemente de mí?

No era justo.

¿Cómo podía ser que hacía unos días aún tuviésemos tanto tiempo entre nuestras manos y en ese momento ya no nos quedase nada? ¿Dónde habían ido a parar todos aquellos días, todas aquellas horas? ¿Quién nos los había robado? ¿Y cómo podía volver atrás en el tiempo para recuperarlo todo de nuevo? ¿Cómo?

Aquel jueves por la noche, hicimos el amor despacio, sin prisas, sin más palabras que nuestros besos cargados de significado. A las cinco de la mañana, me despertaste besando mi cuello y, medio dormido, de espaldas a ti, volvimos a unirnos una vez más. Luego, cuando terminamos, me abrazaste contra tu pecho sudoroso y yo empecé a deslizar las manos por los antebrazos que se ceñían en torno a mi abdomen, aún resguardados de ese cruel mundo real por la oscuridad de la madrugada.

Por la puerta entreabierta del balcón entraba una leve brisa que se colaba por entre nuestras piernas desnudas e hizo desaparecer parte de los restos de nuestra pasión.

Para mi sorpresa, fui yo el que rompió el silencio al decir:

—¿Es extraño que aún no sepa cómo sentirme respecto a Alicia? —Aunque al principio tu cuerpo se tensó ante la mención de su nombre, enseguida empezaste a relajarte. Estrechándome más, asentiste—. ¿Seguro? Porque siento que debería estar enfadado o muchísimo más dolido de lo que estoy, pero no es así. ¿Crees que haya algo mal en mí?

Ladeé la cabeza, cosa que aprovechaste para besar mi mejilla antes de apoyar tu mentón en mi hombro.

—¿Por qué debería haber algo mal en ti? No está escrito en ningún lado que tengamos que reaccionar de tal o cual modo en esta o aquella situación. No hay ningún manual, Paco, así que no te tortures precisamente por eso.

—Pero...

—En serio, déjalo.

—No, de verdad. Escúchame. Es que son nueve años juntos, Ventu. ¿No debería importarme más o hacerme muchísimo más daño?

Te encogiste de hombros contra mi espalda, el vello corto de tu barba cosquilleando la piel de mi hombro.

—A mí no me preguntes. Nunca he estado tanto tiempo con la misma persona. Lo que sí puedo decirte es que, el día que llegaste aquí, estabas muy dolido y decepcionado, eso lo pudo haber visto cualquiera. ¿Quién sabe? Quizá bloqueaste todo eso porque era demasiado para ti en ese momento.

No del todo convencido, asentí. Se hizo otra vez el silencio entre nosotros. Tenía sentido lo que decías, pero ¿no debería darme menos igual la nueva infidelidad de Alicia? ¿No debería sentir esa desesperación atenazando de nuevo mi estómago porque la perdía? No, al parecer no. Lo que sí estrujaba de manera dolorosa mi corazón cada vez que cruzaba mi cabeza, como en ese momento, era la idea de que había perdido la posibilidad de ser padre, de sujetar y acunar a mi hijo recién nacido en mis brazos, de quererlo y verlo crecer y estar allí para él.

¿Cómo se puede añorar tanto algo que ni siquiera has tenido o experimentado?

Era estúpido, pero sentía esa pérdida en lo más profundo de mi ser, como si me hubieran arrebatado a un ser querido. Despacio, me froté la quemazón en el pecho, a la altura del corazón.

—Mañana, cuando vaya a recogerla al aeropuerto, hablaré con ella sobre todo lo que pasó.

Medio adormilado, musitaste:

—¿Y sabes qué vas a decirle?

Titubeé.

—No, aún no. —Mordisqueé la uña del pulgar. Dios, cuánto habría dado por encenderme un pitillo entonces—. Pero tengo algunas ideas. Si ella no es capaz de tomarse en serio nuestro matrimonio, si no soy yo lo que quiere, estamos perdiendo el tiempo los dos.

—Esa es la actitud, Currito. Bien dicho.

Y apretaste un beso caliente contra mi hombro.

Aprovechamos para dormitar hasta las siete. Con las primeras luces del alba, nos metimos en tu cuarto de baño y compartimos una ducha. Después de desayunar en silencio, me ayudaste a meter todo aquello que había terminado mudándose conmigo allí. Para haber sido tan pocas semanas, había dos bolsas de deporte repletas de ropa, varios libros, un mando de consola y varios juegos. Las dos últimas cosas las metí en una bolsa de plástico que te di y te dije que te las quedaras, que no sería la última vez que volviera y quería que jugáramos más veces.

Bufaste una risa ácida.

—¿Es que aún no te has cansado de hacerme morder el polvo o qué?

Cerrando el maletero, me volví con una gran sonrisa hacia ti.

—¿Y perderme lo adorable que te pones cuando pierdes y te entra una rabieta? Nunca. —Con el estómago imitando a una trituradora, me mojé los labios y me planté delante de ti. Puse una mano en los músculos tensos de tu brazo—. Prometo que al mediodía te llamaré y también esta noche, si quieres.

—Pfft. Como sea. No hace falta.

Te soltaste de malos modos al tiempo que retrocedías. Fruncí el ceño.

—Claro que sí que hace falta. —El estómago se me encogió ante una nueva revelación—. ¿O es que... es que no quieres que volvamos a vernos después de hoy? —Me abracé a mí mismo y volví el cuerpo hacia el coche—. Si no quieres, no pasa nada, supongo. Es comprensible. Dame la bolsa y la guardo en el malet...

Antes de que alcanzara susodicha bolsa, apartaste tu brazo con brusquedad.

—No. Claro que quiero. —Me dedicaste una mirada entre irritada y frustrada—. Lo único que digo es que no hace puta falta que me llames si no te sale de los cojones. Punto y pelota. Ya sé que estarás ocupado con otras cosas.

Arrugué más el ceño.

—¿Se puede saber qué te pasa? ¿Cuál es tu problema? Estábamos bien hasta hace un momento ¿y ahora te pones así? Lo que no hace falta es que seas tan desagradable, joder. ¿Sabes qué? Haz lo que quieras. Ya he perdido bastante tiempo y tengo que llegar al curro antes de que levanten la persiana.

Bufando y negando con la cabeza, me giré. Masas de lava se agitaban pesadas y calientes en mi estómago. ¿Por qué tenías que ponerte así? ¿Es que era al único al que le importaba aquella despedida? ¿Acaso eras consciente de lo mucho que te echaría de menos a lo largo del día, en especial por la tarde y por la noche? Te habías convertido en una constante en mi día a día, una que me ayudaba a navegar un trabajo que cada día aborrecía un poco más y me hacía sonreír en los momentos más inesperados.

Pero si tú no pensabas lo mismo de mí, algo que tampoco me extrañaba en el fondo, pues adiós muy buenas.

Una mano se cerró en torno a mi muñeca. Aferrándome por ella, tiraste de mí y me hiciste girar. La exclamación que solté murió en mis labios al chocar contra tu torso, levantar la vista y estrellarse tus labios contra los míos en un beso profundo que borró cualquier vestigio de enfado, dejó mi mente en blanco y aceleró mi corazón a mil kilómetros por hora.

Sin importarme ya sobre lo que estábamos discutiendo, rodeé tu cuello y te afiancé del cabello mientras nos consumíamos el uno al otro de manera desesperada.

Cuando nos separamos, descansaste tu frente contra la mía y cerré los ojos.

—Lo siento. —Tu voz ronca desató un escalofrío por toda mi espalda—. No sé qué me pasa. No quería ponerme así. Por favor, no te cabrees conmigo, ¿sí? No quiero que nos despidamos así, de malas.

Suspiré.

—Yo tampoco. Pero no puedes tratarme así, Ventu.

—Lo... lo sé y lo siento, en serio.

Abrí los ojos y te robé un pico.

—Olvídalo. Dame otro beso antes de que me vaya y te lo perdono.

Enseguida, capturaste mi boca, aunque no fueron un beso, sino dos, tres, cuatro, cinco. Fue difícil separarme de ti, mucho más meterme en el coche, ponerme el cinturón y salir por la puerta mecánica.

La parte más agonizante, sin embargo, fue tu imagen empequeñeciéndose en el retrovisor mientras me marchaba.

*

Al día siguiente por la tarde, a pesar de tu mensaje de ánimo, tenía el estómago hecho un nudo y retorciéndose sobre sí mismo mientras esperaba a que las puertas de desembarque del aeropuerto se abriesen y por ellas emergiese Alicia junto a sus amigas. Seguía sin tener muchas ganas de verla o enfrentarla, pero era lo que tenía que hacer. No podíamos dejarlo pasar más tiempo.

Arrastrando los dientes por mi labio inferior, cambié el peso de un pie al otro y cacé el móvil del interior del bolsillo de mis vaqueros para darle algo que hacer a mis manos.

Los dedos me hormigueaban mientras entraba en WhatsApp. Agh. Necesitaba un cigarro.

Releí nuestros últimos mensajes.

Ventura: Ya estás allí? 😏
Yo: ¡Perdón que tardase en responder! 😓
Yo: Acabo de llegar. Había una cola enorme hacia Manises
Yo: Y encima, al parecer, se atrasará media hora el vuelo 🤦‍♂️
Yo: ¿Es que algo más me puede salir mal hoy?
Ventura: Yo te hago compañía con gusto 😉
Ventura: Y no te pongas nervioso. Sé que te va a ir bien, ya verás, Currito
Ventura: Confía más en ti mismo
Ventura: Yo ya lo hago 😉
Yo: Gracias ☺️ No sabes cuánto lo aprecio

Una nueva sonrisa volvió a aflorar en mis labios y el corazón se me calentó de una manera que empezaba a ser terrorífica por lo adictiva que era. Releí el resto de la conversación antes de responderte. Y así, en ese intercambio constante de mensajes, se me pasó el tiempo volando, como siempre que tenía que ver contigo. No fue hasta un grito risueño de Alicia llamándome por mi nombre que me di cuenta de que estaba a un metro de mí, arrastrando tras de sí la enorme maleta rosa y varias bolsas en las manos.

Enseguida, me ofrecí a cogerlas yo.

Y recibí su beso en los labios sin entusiasmo alguno.

Pronto, salimos de allí junto a sus amigas, con las que no paraba de hablar como si no hubiera pasado un mes con ellas, y los familiares de estas, que reían y hacían una pregunta tras otra.

Yo, en cambio, cerré la comitiva en silencio.

Incluso cuando estuvimos ya en el coche con los cinturones puestos y maniobré para salir del hueco en el que estábamos, Alicia continuaba parloteando sobre esto y aquello. ¿Me acordaba de la fontana de Trevi? ¡Pues la plaza era más enana de lo que parecía en las películas o fotografías! ¿Y las ruinas de Pompeya? No eran para tanto; solo un montón de piedras caídas y un suelo pavimentado que había tenido la suerte de sobrevivir al tiempo y a una catástrofe natural. Con media oreja puesta, la dejé hablar y hablar y hablar mientras salíamos del aparcamiento subterráneo y una vez me incorporaba a la autovía. Mientras ella hablaba de todo y de nada, trataba de encontrar la mejor manera de abordar el tema y las palabras correctas.

Cuando nos detuvimos en el semáforo a la entrada de Valencia capital, me aclaré la garganta y la interrumpí con un:

—Alicia, oye, ¿podemos hablar?

—¿Es que no lo estamos haciendo ya? Vaya cosas tienes, cielo.

—Sí, bueno, pero me refería a que tengo algo urgente que hablar contigo.

Por el rabillo del ojo, la cacé haciendo una mueca de hastío.

—¿Y no puede esperar? Acabo de llegar de un vuelo de dos horas, llevo de aquí para allá desde hace cinco y me ha tocado madrugar esta mañana. ¿Es que no le pueden dejar a una relajarse un poco o qué? No seas aguafiestas, Francis. Vaya manera de fastidiarme el buen humor del viaje.

Encajando la mandíbula, apreté los labios y cedí. Porque eso es lo que se me daba bien, ¿no? Eso era lo que ella esperaba de mí. Aun así, ella continuó mascullando protestas por lo bajo durante el resto del trayecto mientras revisaba WhatsApp, Facebook e Instagram. Yo hacía días que no entraba al mío, desde aquel sábado hacía tres semanas en que había terminado en tu casa, Ventu. Y, con todo, un solo vistazo a la interfaz de la aplicación provocó que se me revolviera el estómago. Para cuando nos metimos en el aparcamiento subterráneo de la finca y sacamos la maleta, Alicia blandía su mutismo con los labios fruncidos y frías miradas soslayadas que me acompañaron hasta nuestro rellano.

En cualquier otro momento, lo más seguro es que hubiera capitulado ante el peso de su enfado al agachar la cabeza y tratar de remediar la situación al ofrecerle llenar la bañera para que se diera un baño relajante.

No ese sábado ni nunca más.

No era yo el que se tomaba a cachondeo lo que teníamos. Ceñudo, solté sus cosas en nuestro dormitorio y aparqué la maleta junto a la cama. Alicia, que venía tras de mí, se quitó los pendientes y se sentó frente a su tocador, en el que los posó junto a la cadena de oro que le había regalado en San Valentín. Sin dedicarme una sola mirada, como si no estuviera allí, empezó a desvestirse.

—¿Podemos hablar ya? No podemos seguir así.

Lanzó un suspiro exasperado. Solo en sujetador y braguitas, giró la silla hacia mí.

—Si hablas de la manera en que me has fastidiado la tarde, estoy muy de acuerdo.

—No, no hablo de eso. Llevo semanas esperando a que volvieses para hablar contigo y ahora que estás por fin aquí quiero hacerlo ya, así que no, Alicia, no todo gira en torno a tu dichoso viaje.

Entrecerró los ojos y contrajo la frente, donde algunas arrugas se marcaban.

—¿Se puede saber qué puto bicho te ha picado hoy?

—Ninguno. —Me froté las manos frías contra la tela vaquera sobre mi trasero—. ¿Por?

—Porque estás muy subidito. Quién te crees que eres para hablarme así, ¿eh?

—¿Tu marido, que está harto de mentiras?

Resoplando, puso los ojos en blanco y me dio la espalda para encarar el espejo. Después de coger un cuadrado de algodón y echarle un líquido transparente, comenzó a desmaquillarse.

—Por favor. Si vas a empezar a comportarte como un gilipollas, te vas directo al sofá esta noche. No voy a dormir al lado de un hombre que no me tiene ni una pizca de respeto.

—Oh, no te preocupes, que allí es donde pienso dormir esta noche y las que hagan falta.

—Vale, ya me estás cansando. —A medio desmaquillar, con un ojo perfecto y el otro con el rímel corrido, me enfrentó de nuevo—. Esa actitud no me gusta un pelo y no la voy a tolerar, ¿me oyes? Si tienes algo que decirme, dímelo a la cara o lárgate del cuarto porque me estás poniendo de los nervios. —Bufó—. No sé qué has hecho mientras no estaba, pero este no es mi Francis ni el hombre con el que me casé.

Apreté los labios mientras respiraba de forma agitada por la nariz y mis puños temblaban contra mis piernas. Traté de calmarme. Lo último que quería era antagonizarla cuando mi propósito era descubrir si podíamos arreglar las cosas entre nosotros o no. ¿De qué me servía pelearme con ella?

—No podemos seguir así. —A pesar de que intenté controlar mi voz, esta tembló hacia el final—. Dijiste que te importábamos, este matrimonio y yo, lo suficiente como para tratar de solucionar nuestros problemas, pero siempre caes una y otra vez y acabas acostándote con alguno.

Poniendo los ojos el blanco, hizo una ademán indiferente con la mano.

—Por favor. ¿Ya estamos otra vez con eso, Francis? Sabes que los celos no te sientan bien, ¿no? Y ser tan paranoico tampoco, ya que estamos. Te recuerdo que tú también prometiste que confiarías más en mí y ahora vas y me vienes con...

—Sé lo del chaval de Roma —espeté con el corazón arremetiendo contra mi pecho. La espalda se le puso rígida—. Y no trates de hacerme creer que son solo imaginaciones mías porque sé muy bien lo que vi y lo que leí. A estas alturas, ya no sé si lo haces adrede o si es que en verdad te da igual.

—Oh, genial. ¿Ahora te dedicas a espiar a la gente?

—No trates de cambiar de tema. Sabes que tengo cuenta en Instagram, al igual que tú. ¿Es que de verdad creías que nunca entraría y lo vería? No soy tan distraído.

—Pues cualquiera lo diría, cielo —escupió mientras se quitaba el resto del maquillaje con gestos bruscos—. ¿Y qué si me lo he tirado? ¿Eh? ¿Qué pasa? No esperarías que estuviera a palo seco todo el puñetero viaje. Yo también tengo necesidades, ¿sabes? Y últimamente estás de un soso total. Si no fuera por Vent...

La corté con un:

—Me da igual. —Su mano se congeló sobre una de sus mejillas y sus ojos se centraron en mí despacio con escepticismo—. En serio, me da igual ya que te acostases con el tío ese o con todos los demás. —Al fin y al cabo, yo tampoco estaba libre de pecado, ¿no? No podía olvidarme de ti o de estas últimas semanas juntos—. Lo que sí me importa es que no... no dejas de romper tus promesas, que nuestro matrimonio parezca importarte un bledo. Esto es cosa de dos, ¿sabes? Aquí los dos traemos un plato a la mesa y estoy cansado de ser el único que ponga interés o esfuerzo en nosotros.

Ella bufó.

—Por favor, Francis. Más exagerado y no naces.

—No, no soy exagerado. Estoy... harto ya. No aguanto más, así que llámame lo que quieras porque es la pura realidad y es lo que pienso. Si no eres capaz de verlo, mal vamos. De hecho, o empiezas a cambiar de actitud y pones más esfuerzo o creo... creo que lo mejor será que nos separemos y que cada uno vaya por su camino.

El nudo en mi garganta era tan grande que mi voz había salido estrangulada en esa última parte.

Pero por fin lo había dicho.

No había vuelta atrás. Ambos teníamos nuestra parte de responsabilidad en ese matrimonio en ruinas, quisiera aceptarlo ella o no. Y ese era el punto, ¿no? Que lo reconociese y, por una vez en su vida, fuese sincera sobre lo que quería que ocurriese con nosotros. Sin embargo, Alicia seguía inmóvil frente al espejo, contemplándome en el reflejo del espejo con una expresión de confusión y duda en su rostro que no me decía absolutamente nada.

Cuando era evidente que no iba a responderme, dejé caer los hombros con un suspiro y, sin muchos ánimos, mascullé que se lo pensara antes de dar media vuelta y salir del dormitorio.



* * *


¡Buenas, personitas! 😚

¿Qué os ha parecido el capítulo? Aquí tenéis más de Paco y Ventu, para quien tuviese ganas de ver y saber más sobre ellos después del último capítulo 🤭

Aunque... no todo lo bueno dura y Alicia ya está de regreso 👀

Muchísimas gracias por leer y, plis, no os olvidéis de votar y de hacerme llegar vuestras opiniones. No cuesta nada y a mí me haréis muy feliz~ 🥰

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