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Yo: ¿Qué tal todo?
Yo: ¿Algún nuevo proyecto en mente?
Yo: El otro día me vi con Alicia una peli en la que salías, esa policíaca, y me gustó mucho
Yo: Ahora estoy tratando de convencerla para que nos veamos la serie de los mafiosos
Atrapé el labio inferior entre los dientes, sin pestañear para no perderme ningún cambio en la pantalla del móvil. A pesar de que era la segunda vez que te hablaba desde que, hacía un poco más de una semana, me tomé la libertad de interpretar tus palabras como un permiso, no me hacía demasiadas ilusiones de que me respondieses o me soltases mucho más que un «bien» seco o algún monosílabo por el estilo. Aun así, no puedes culparme ni enfadarte conmigo por intentar acercarme a ti, interesarme por tus trabajos o no darme por vencido, Ventu. Mi abuela siempre solía decirme que era terco como un mulo, lo cual me vino bien en tu caso, sobre todo al principio.
También solía reñirme por ello porque decía que muchas veces esa convicción inquebrantable en algo solo me llevaba a negarme a ver y aceptar mis propios errores hasta que era demasiado tarde y estos me explotaban en los morros.
Pero mejor en eso no pensemos, que ya sabemos de sobra cómo se cumplió con nosotros.
Dejémoslo en que es un defecto familiar del que no me siento muy orgulloso.
Aquel domingo, aprovechando que Alicia había quedado para ir a la playa con unas amigas, le mandé un mensaje a mi hermano por si quería quedar. Así fue como acabé en su piso, repantigado en su nuevo sofá de tres plazas, del que yo estaba seguro que era color granate, pero que él se había apresurado en corregirme con un: «Desde luego, tete, gradúate de nuevo la vista porque tienes los ojos en el culo. ¡Granate! Ja. Eso es cereza. ¿Tanto cuesta de entender?». Fuese granate o cereza, el caso es que era muy cómodo y eso era todo lo que me importaba.
Y ahí era precisamente donde estaba cuando cedí otra vez a mi nueva obsesión y saqué el móvil del bolsillo para hablarte de nuevo.
¿Se podía ser más idiota?
Me aguanté un suspiro. Al parecer sí, porque ahí continuaba contemplando la pantalla.
El sofá se hundió de repente, sobresaltándome. Un Isaac aún en pijama, pese a que ya eran casi las dos de la tarde, se había dejado caer casi encima mía con una exhalación melodramático. Cuando me levantó los brazos para recostar la cabeza en mi regazo, me dejé hacer, apagando deprisa el móvil. Luego, lo embutí entre el hueco del asiento y mi muslo mientras mi hermano se recolocaba las gafas de pasta negra y centraba en mí sus ojos, aún delineados por restos de lapiz de ojos negro difuminado, con un puchero.
—Este calor me está matando. Echo de menos el aire acondicionado del súper.
Emití una risa nasal, apartándole algunos mechones largos del flequillo que se adherían a su frente.
—Quién hubiera dicho que llegaría el día en que te oiría que prefieres estar en el tajo que vagueando en casa.
—Si no hiciera tanto calor... —refunfuñó, al tiempo que se acomodaba y desviaba la mirada a su móvil en alto. Las pulseras de cuentas multicolores que adornaban sus muñecas contrastaban con el negro de sus uñas—. Nah. Qué digo. La culpa de que me esté derritiendo lentamente es de la casera, que se niega a poner aire acondicionado.
Soltó un quejido lastimero.
Su compañero de piso, otro veinteañero como él que se llamaba Daniel, entró en ese momento en el comedor, cargado con la litrona de refresco, los vasos y las papas que muy seguramente mi hermano se había escaqueado de tener que traer en cuanto había metido las pizzas que íbamos a comer al horno. Sus ojos me buscaron y los puso en blanco. Sin perder esa sonrisa alegre de dientes blancos que le caracterizaba, inclinó su alto corpachón para dejar la botella bañada ya en condensación en la mesa, seguido, uno a uno y con parsimonia, de lo demás.
—Que no te engañe. Lo que le pasa es que anda frustrado porque ayer conoció, y cito, «al hombre de sus sueños» —dejó escapar un suspiro y pestañeó rápido, poniendo ojitos soñadores que llevó al techo. Era tan fiel a la expresión que habría puesto Isaac que me arrancó una inesperada carcajada— y ahora está de mal humor porque su Adonis griego le pidió su número de móvil y es tan malo que aún no le ha mandado ni un solo mensaje. —Negó con la cabeza, alborotando sus rizos oscuros, con un gesto reprobador y serio que no le pega nada. Me volví a reír—. ¿Te lo puedes creer? Eso sí, olvidémonos convenientemente que han estado dale que te pego hasta hace tres escasas horas, que no me han dejado pegar ojo o que al tío en cuestión apenas le habrá dado tiempo a llegar a su casa y quizá lavarse la polla.
Isaac le echó una mala mirada.
—Já, já. No tiene ninguna gracia. —A pesar de todo, permitió que Daniel le moviese las piernas para sentarse. En cuanto lo hizo, el otro las puso de nuevo sobre sus muslos—. Además, tú lo has visto esta mañana. ¿Estaba bueno o no?
—Oh, sí, claro que lo estaba, pero mis huevos no os agradecen nada la nochecita que me habéis dado. Si aquí hay alguien que tendría que quejarse, ese soy yo, que tengo al novio aún perdido por tierras inglesas y no me como un rosco desde hace meses.
—Encima que te doy material para que te la casques...
—Eh, no me apetece pensar en ti teniendo sexo mientras me la pelo, gracias.
Isaac bufó.
—Como sea. Tú has visto con tus propios ojos que estaba como un tren. No estoy tan loco como para decirle que no si quiere repetir. —Y añadió por lo bajo—: O algo más. —Agitó la mano derecha en el aire—. Pero, como sea, ¿y qué si quiero que sea algo más o le veo potencial? Vosotros no estabais en mi habitación mientras me follaba. No visteis cómo... cómo me miraba. Hubo algo especial entre nosotros; una conexión, estoy seguro.
Con las entrañas apretadas, me incliné con cuidado y me llené un vaso con cola, intentando por todos los medios ignorar el recuerdo de tu mirada o lo familiar que se me hacía ese mismo sentimiento que explicaba mi hermano.
—Ten cuidado, Isaac, que ya sabemos cómo suelen acabar estas cosas y no quiero que te hagan daño otra vez.
—No seas muermo, Milhouse.
—No lo soy. Solo estoy siendo precavido. —Y hablando por experiencia propia—. No digo que no a que hables con él y volváis a quedar para... —hice una mueca y meneé la cabeza mientras me encogía de hombros. Por fin, logré escupir—: eso. —Qué difícil es hablar de sexo con tu hermano pequeño—. Si quieres hacerlo, hazlo. Solo te pido que tengas cuidado.
Daniel movió la cabeza afirmativamente.
—Eso. A ver, yo lo vi interesado y que no tenía ojos más que para ti, así que ya verás como te habla pronto. ¡O hazlo tú! No esperes a que él lo haga, si tanto te gustó el chaval.
—¿Tú crees? —preguntó Isaac, mordisqueándose el labio inferior. El otro asintió, lo que pintó una sonrisa de oreja a oreja en el rostro de mi hermano—. Vale. Pues ahora mismo voy a mandarle yo un mensaje. Parecerá tonto y precipitado, pero yo sí que sentí que había algo especial entre nosotros. Estoy deseando volver a verlo.
Después de que Isaac se tomase un par de minutos para redactar un mensaje, lo consultase con nosotros y por fin lo mandase, le dimos al play y nos pusimos a ver un capítulo de «Queer As Folk», una serie americana que mi hermano recién había descubierto y con la que estaba obsesionado ya, mientras esperábamos a que el horno pitase. Y aunque la primera parte del capítulo estuve más o menos atento, mis ojos no paraban de irse al rostro de mi hermano y al móvil que aferraba contra su estómago.
Me preocupaba cómo pudieran acabar para él las cosas con ese chico.
No era un secreto que otro mal que parecía correr por las venas de los Jimenez, además de tener nula capacidad para ganar peso o músculo, era que ambos carecíamos de suerte en temas del corazón.
A él siempre se lo terminaban rompiendo.
Y a mí siempre me habían rechazado. Nunca parecía gustarle a la persona que a mí me interesaba, al menos hasta Alicia.
Hasta que apareciste tú.
Casi al final del capítulo, el zumbido de un móvil me puso en alerta. Con el pulso en la garganta, amagué a coger el mío en un acto reflejo. Sin embargo, antes de que pudiera alcanzarlo, el chillido emocionado de mi hermano me disuadió. Desoyendo el malestar en el estómago, cerré el puño y lo apreté contra mi muslo. Al parecer, según nos informó Isaac en voz alta, el chaval le había respondido y estaba más que dispuesto a que hubiera una repetición, que se lo había pasado muy bien la noche anterior y esa mañana.
Bueno, por lo menos, a uno de los dos le fue bien ese día.
Porque tú no me contestaste hasta el día siguiente y con otra ronda de monosílabos, como si eso fuera todo lo que mi esfuerzo por llevarnos bien se merecía.
Aun así, aunque ese claro desinterés me quemaba en las entrañas más de lo que me hubiera gustado admitir en aquel entonces, no me di por vencido: el resto de la semana siguiente, me armé de paciencia y seguí intentándolo todos los días. Aun si fueran una o dos palabras las que conseguía arrancarte, era mucho mejor que tu fría indiferencia.
El viernes, sin embargo, rompiste ese silencio de un machetazo.
*
Estaba siendo un día lento en la tienda de informática, tanto que pude pasarme la tarde entera en la trastienda sentado en una mesa de cara a la puerta abierta que daba al deslunado de la finca, rodeado de memorias RAM, placas base, ventiladores para la CPU sucios y demás componentes, junto con un soldador que tenía enchufado a la pared, varias brochas de diferentes tamaños y una fila de cinco destornilladores. Mi compañera de trabajo estaba en el mostrador, seguramente jugando en el emulador a Pokémon Rojo o alguno de los otros juegos retro a los que recurríamos cuando había poco movimiento y nos aburríamos muchísimo.
Y si no estaba el idiota de nuestro jefe cerca, claro.
Aunque me gustaba la meticulosidad de trabajar con las piezas y montar y desmontar portátiles o torres y se me daba bien, llevaba más de un año pensando en mandarlo todo a freír espárragos y buscar otro trabajo en el que no me tratasen como a un esclavo barato.
Dejé la varilla del soldador en su lugar y me eché hacia atrás, sujetándome un hombro mientras movía el brazo en círculos después de casi veinte minutos encogido sobre la mesa. En la trastienda flotaba el olor a quemado de las piezas que estaba reparando. Mientras le preguntaba a mi compañera si había encontrado algún Pokémon interesante, mi vista se desvió al móvil que había estado callado toda la tarde. Por la mañana, Alicia me había avisado de que se iba a comer y a pasar la tarde a la playa con sus amigas, que lo más seguro es que volviese tarde.
Y tú seguías sin haberme contestado a los mensajes que te había mandado la tarde anterior.
Suspirando, cogí el móvil, lo desbloqueé y te busqué en WhatsApp.
Arrugué el ceño. Estabas en línea en esos momentos.
Sin pensármelo demasiado, me lancé a hablarte:
Yo: Sé que dije que no volvería a preguntarte al respecto, pero esto ya raya lo absurdo
Yo: ¿Se puede saber qué te pasa conmigo? Porque no recuerdo haber hecho nada para que te portes así conmigo
Yo: Digo, si obviamos el golpe de la puerta o el puñetazo que te di
Yo: ¿Es que no podemos llevarnos bien?
Yo: Porque el día que nos conocimos lo conseguimos sin problemas
Yo: No sé qué más quieres que haga o diga
Yo: Si he hecho algo que te molestase o te hiciera daño, lo siento
Yo: Fuera lo que fuera, te aseguro que no lo hice adrede
Yo: ¿No podemos hacer borrón y cuenta nueva?
Ahí quedaba dicho. Suspiré.
Y, al momento, el corazón se me aceleró cuando reparé en que aún estabas en línea y lo más seguro es que estuvieras leyéndome. Me reajusté las gafas mientras mi pierna botaba debajo de la mesa, lo que hacía que me golpease la rodilla una y otra vez contra esta. Cuando el estado «en línea» cambió a «escribiendo», mis latidos redoblaron su esfuerzo y me quedé muy quieto, casi sin atreverme a respirar y con los ojos muy abiertos.
Por fin ibas a responderme.
Y vaya si lo hiciste.
Segundos después, me dejaste una ristra de mensajes:
Ventura: Y encima tienes la desfachatez de pedirme empezar de cero?
Ventura: Lo tuyo es muy fuerte, macho
Ventura: Bravo
Ventura: Ya has logrado que se me hinchen las pelotas 👏👏👏👏
Ventura: Quieres saber lo que me cabreó tantísimo? Quieres saberlo?
Ventura: Pues a ver si tienes los santos cojones de presentarte aquí y repetirme toda esa sarta de gilipolleces a la cara
Me dejó una dirección que estudié sin pestañear. La Cañada. Eso estaba cerca de Paterna, ¿no?
Ventura: Y más te vale que no se la des a nadie
Ventura: Aunque claro viendo lo gallina que eres seguro que ni te atreves
Bufé. ¿Por qué te empeñabas en provocarme a diestro y siniestro con todas esas pullas?
Yo: No soy ningún cobarde
Ventura: Ah no? Pues demuéstramelo. Ven a verme
Ventura: Si es que tienes lo que hay que tener, claro
Nunca he sido de dejarme llevar por provocaciones; siempre me han parecido más cosa de gente volátil que se deja llevar demasiado por sus emociones, pero esa tarde, contigo, apreté los dientes con el corazón estrellándose contra mi esternón y piqué como el que más.
Nada más echamos la persiana a las seis de la tarde, me metí en el infierno terrenal que era mi coche después de todo el día al sol, encendí el ventilador al tope y puse rumbo a la dirección que me habías dado. Te iba a demostrar que no era ningún pusilánime, que estabas equivocado. Que el único que estaba metiendo la pata ahí eras tú por la manera en que me estabas tratando. ¿Y qué si en un principio había sido mi culpa? Ni siquiera sabía qué puñetas te había hecho, pero con tu comportamiento no estabas siendo mucho mejor que yo.
El fuego de esa decisión, de mi enfado, me impulsó todo el trayecto.
*
Sin embargo, esa determinación fue menguando gradualmente hasta extinguirse cuando me metí por una de las múltiples entradas de La Cañada y... empecé a dar vueltas como un imbécil sin brújula en medio de un laberinto. ¿En qué clase de lugar me había metido? Aquello debió haber sido una trampa mortal en otra vida para gente como yo: almas inocentes que se internaban en aquella urbanización de chalets esperando encontrar calles con nombres normales, tipo «San Pío X» o «Isabel la Católica», pero que, en cambio, acaban en aquel Purgatorio terrenal donde las calles eran números dados sin orden ni concierto.
Como si el que planeó la distribución de este lugar hubiera estado colgado o poseído el día en que organizaron las calles y hubiera decidido a dedo qué número le tocaba a qué calle.
Tan pronto cruzaba por la quinientos cuarenta y cinco como me metía en la veintinueve y desembocaba en la ciento once.
Al final, tuve que estacionar en el primer hueco que encontré para sacar el móvil. Si había algo en lo que siempre se podía contar, era con el Google Maps, ¿cierto? Después de meter tu calle y el número, me eché hacia atrás en el asiento con un gemido lastimero. Estaba justo en la otra punta de donde debería estar. ¿Es que podía tener más mala suerte ese día?
Pues, al perecer, sí.
Porque ni el maldito Google Maps fue de mucha ayuda.
Terminé siguiendo las vías del metro, pasando por un centro deportivo y... dando aún más y más vueltas.
Ni cuando le pregunté a algún transeúnte sirvió de mucho.
Sí, se conocían el lugar, pero muchos estaban tan confusos como yo con la distribución de los números. Y los que tenían una vaga noción de dónde quedaba tu calle, era yo el que me perdía a la mitad de sus explicaciones; pasado cierto punto, mi mente se ponía en blanco y se negaba a retener nada más, por lo que terminé de nuevo a los pies de aquella avenida en pendiente coronada por torres de alta tensión. Rodeado por el incansable canto de las cigarras, aparqué allá donde el asfalto terminaba bruscamente y se convertía en gravilla y tierra blanquecina y seca. A mi izquierda, había un club deportivo flanqueado por cipreses desiguales y, a mi derecha y atrás, un bosque se extendía en un mar de frondosos pinos altos que se retorcían algunos sobre sí mismos en su lucha continua por alcanzar primero el sol.
Enseguida, bajé la ventanilla y me sequé la frente con la tela que cubría mis hombros. De la pista que tenía al lado, llegaba el sonido de una pelota al golpear una raqueta y las indicaciones a voz en cuello de un entrenador riguroso. De esa misma dirección, además, también llegaba el pestilente olor a basura de tres contenedores cercanos.
Me arrellané en el asiento con un suspiro de derrota. ¿Qué se suponía que iba a hacer ahora?
¿Dar media vuelta e irme? Deslicé las palmas de las manos por las perneras de los vaqueros. No, no podía hacer eso. Sería como darte la razón y así solo seguirías pensando que me daba igual lo que fuera que hubiera hecho que las cosas se torciesen entre nosotros.
¿Entonces? ¿Te llamaba o... te mandaba un mensaje?
El cuerpo se me acaloró, sobre todo las mejillas. Mejor un mensaje, sí.
Bastante había hecho el gamba por un solo día. No quería que pensases que era un inútil, aunque lo fuese.
Cuando saqué el móvil, me sorprendí al comprobar que eran casi las nueve de la noche. Dios, se me había ido por completo toda la tarde tratando de encontrarte. Con los hombros caídos, me repantigué aún más si cabe y te escribí:
Yo: ¿Por qué no me habías advertido que este sitio era tan laberíntico?
Yo: No sé muy bien dónde estoy
Yo: Llevo horas dando vueltas, pero no hay manera
Así sabrías que no era un gallina, que lo había intentado.
Estaba seguro de que, teniendo en cuenta lo que tardabas en responderme, no lo verías hasta dentro de unas horas o, con suerte, hasta el día siguiente. Quitándome las gafas, froté con los talones de la mano los párpados y enterré los dedos en el pelo al tiempo que me desperezaba. No me gustaba, pero lo más sensato sería que me fuera. No era plan de pasar toda la noche allí, metido en el coche, a la espera de que vieras mis mensajes ni tenía tampoco los ánimos para seguir perdiéndome por aquellas puñeteras calles.
La música de una nueva llamada entrante, no obstante, me cortó a medio bostezo.
Lo alcancé sin mirar. Seguro que era Alicia, avisándome de que ya volvía a casa y queriendo saber qué haría para cenar.
Pero no, eras tú. Pestañeé al ver tu nombre borroso.
Me puse derecho enseguida y el estómago me dio un vuelco. Con las mejillas calientes de nuevo, me puse las gafas y titubeé con el dedo sobre la pantalla. Dios, a saber qué debías pensar de mí en aquellos momentos. ¿Quería escuchar tu mofa por lo inútil que era o me lo ahorraba?
Al final, acepté la llamada con dedos desmañados y me acerqué el móvil a la oreja, al tiempo que mi voz salía en un susurro estrangulado:
—¿Sí?
—¿Dónde cojones estás?
Directo y mordaz, como me tenías acostumbrado. Eché un vistazo a mi alrededor con el corazón enloquecido y manos frías que empezaban a sudarme.
—Mmmm. ¿No lo sé? Si lo supiera, ya habría llegado.
Lanzaste un resoplido.
—¿Y no se te pasó por la cabeza llamarme en vez de pasarte horas sin saber qué haces? No creía que te fueras a tomar esto en serio. —Había algo más en tu tono que solo irritación. ¿Sorpresa?—. Tienes suerte de que en este lugar nunca pase nada y todo esté siempre en calma absoluta o te las habrías visto putas por ser tan cabezón. ¿A quién se le ocurre irse a un sitio que ni conoce sin GPS ni nada?
—Ya, bueno, lo habría hecho si no estuvieras tan... tan gilipollas conmigo —espeté, sin poder contenerme. Los músculos de mi espalda se engarrotaron—. Pero fuiste tú quien me retó a que viniese aquí y te encontrase si quería tener una oportunidad de hablar contigo. ¿Recuerdas?
Hubo una pausa. Luego, un suspiro distorsionó la línea.
—Como sea. Dime dónde estás y voy a buscarte —dijiste en tono cansino. A regañadientes, aún algo picado por tus acusaciones, te mascullé una breve descripción de mis alrededores y el número de calle más cercano—. No te muevas de allí, ¿me oyes? Ahora voy a por ti.
*
Apenas unos cinco minutos después, un BMW blanco descendió por la avenida de las torres. Mojándome los labios, moví el retrovisor para no perderte de vista; sin embargo, justo antes de que llegases a mi lado, logré colocarlo como estaba, a tiempo de que la gravilla crujiese bajo las ruedas de tu coche y dieses la vuelta para encararme con la ventanilla bajada y una nube de polvo suspendida en el aire. Te reclinaste contra la puerta, lo que hizo que los músculos de tu bíceps se marcasen y la camiseta azul oscuro entreabierta me diese un vistazo privilegiado de tus pectorales morenos, y después te pasaste los dedos por el pelo, que tenía ese toque casual y despeinado que tan bien te quedaba.
Ceñudo, me hiciste un gesto con la cabeza.
—Sígueme y no me pierdas de vista. ¿Estamos? —Ni un hola ni nada, al perecer. Luego, golpeaste con la palma de la mano abierta la parte externa de la puerta del coche—. Y la próxima vez que pase algo así, no seas un orgulloso de mierda, que en cualquier otro lugar podrían haberte comido vivo.
Me tragué mi réplica.
En su lugar, puse el coche en marcha y me pegué lo más que pude a ti mientras ascendíamos la cuesta. Si no me hubieras retado, si hubieras dado a torcer tu brazo antes y hubiéramos hablado como dos personas adultas normales, no estaríamos en aquella situación. Esa es la pura verdad. A pesar de que me hubiera gustado señalártelo, te seguí de cerca por algunas calles más a las que no les presté demasiada atención. Ahora que estabas allí conmigo, se me destensaron los hombros y el trayecto fue mucho más ameno y, sobre todo, breve.
Me quedé con la boca abierta cuando pasamos junto a algunas propiedades que, más que chalets, parecían mansiones por el enorme terreno del que disponían y lo grandes que eran las casas.
Nos detuvimos en una de ellas, de hecho.
Protegida por altos cipreses bien cuidados, no alcanzaba a distinguir mucho de tu casa. Las únicas entradas eran una puerta blanca metálica y una inmensa puerta corrediza del mismo material y color, que fue justo la que se abrió segundos después. Te imité al acceder al interior. Los ojos se me fueron a todas partes, como un niño pequeño en medio de un almacén de juguetes: primero, a los coloridos rosales y geranios que acompañaban a los cipreses en los lindes del terreno; luego, al olivo que debía ser centenario por el grueso de su tronco y que estaba plantado en un círculo meticuloso de piedras blanquecinas, como una isla paradisíaca en medio de ese césped verde y lustroso. Después, mis ojos repararon en la enorme piscina al fondo, que debía medir por lo menos dieciséis metros de largo con varias tumbonas preparadas en la orilla y, no muy lejos de esta, a la derecha, había una barbacoa de obra de ladrillo rojizo y azulejos blancos con motivos de la huerta valenciana que, junto al olivo, eran el único toque personal en aquel jardín de diseño. Cerca de ella, un sofá blanco con varios sillones alrededor de una mesa a los que le daban sombra tres palmeras inmensas o el cómodo sofá balancín terminaban de cerrar aquella perfecta imagen veraniega a la que pocos teníamos el privilegio de acceder en nuestro día a día.
Boquiabierto, apagué el motor y salí del coche.
Por último, mi vista hizo un barrido ascendente de la vivienda. Moderna y de dos plantas, tenía formas cúbicas con aristas toscas que, junto al color blanco de la misma, hacía pensar más en una partida inacabada del Tetris en mi vieja Gameboy, con esos bloques monocromáticos colocados uno encima del otro de cualquier manera, que en una casa particular. Lo único que la hacía más hogareña eran los grandes ventanales de la planta inferior, que dejaban entrar grandes dosis de luz, y el balcón acristalado de la planta superior, que se extendía y perdía por la cara oculta de la casa que daba a la piscina, pero en el que se adivinaba un sillón y una mesita baja.
Esos detalles eran los únicos que me pegaban con lo poco que conocía de ti.
Cuando mis ojos volvieron a recalar en tu persona, tenías los brazos cruzados y una postura defensiva. La arrugas en tu ceño se profundizaron y el músculo de tu mandíbula se marcó momentos antes de que señalases hacia la puerta de la casa con un movimiento seco de cabeza. Mientras seguía tu espalda ancha al interior de las tripas de aquel peligroso dragón blanco de escamas de cristal que era tu casa, estudié tu figura. ¿Estabas incómodo o me lo hacía a mí?
¿O tal vez estaba confundiendo tu cabreo con incomodidad?
Ya no estaba seguro de nada a aquellas alturas.
El interior de la casa era tan anodina y estéril como la fachada exterior. Era un espacio abierto y luminoso con muebles bonitos, pero las paredes estaban desnudas de fotografías o cuadros. Aquel lugar, tan frío e impersonal, no reflejaba para nada esa persona impetuosa, juguetona y ardiente que había conocido. Aún a día de hoy, sigo preguntándome por qué te niegas a poner tu marca personal en aquella casa, como si tuvieras miedo de echar raíces por alguna razón que, por desgracia, nunca se me ocurrió averiguar. Sin perder tiempo, me llevaste al comedor, donde también imperaban los tonos blancos en las paredes. Las únicas notas de color eran el negro del sofá rinconero y el par de reposapiés que acorralaban un televisor de plasma gigantesco colgado a media pared y una chimenea apagada y el verdor de cinco o seis macetas con plantas de hojas grandes que alguien había colocado estratégicamente junto a los ventanales.
Te volviste hacia mí sin avisar y di un ligero respingo.
—Vamos a dejar una cosa clarita desde ya. No me trago ni por un segundo esa actitud de simplón que no ha roto un plato en su puta vida, así que, si quieres que hablemos, más te vale que dejes toda esa actuación y seas tú mismo. No voy a permitir que vuelvas a jugar conmigo, ¿me oyes?
Y otra vez con lo mismo. Me mojé los labios.
—No sé de qué hablas. —Levanté ligeramente un hombro—. Así es como soy. No sé por qué insistes en que te estoy mintiendo o engañando de alguna manera.
—¿Quizá porque es lo que haces?
—Estás muy equivocado.
Enarcaste una ceja, al tiempo que una sonrisa gélida y feroz curvaba tus labios.
—¿Ah, así? ¿Me vas a negar que no fue todo un paripé el que hiciste conmigo aquella noche cuando te me echaste encima y me besaste y luego soltaste ese discursito sobre lo incomprendido y frustrado que estás? ¿O todo eso que me hiciste creer antes? ¿Toda esa preocupación e interés en mí? ¿Me vas a decir que eso era real? Porque no me trago nada. —El gesto sonriente se te borró de golpe y dio paso a una mirada penetrante. Hundiste tu dedo índice contra mi hombro con tanta fuerza que me hiciste retroceder un paso—. Eran todo mentiras, desde el primer momento en el baño de Alegoría hasta el final. Reconócelo. Reconócelo porque es lo único que te salvaría en estos momentos ante mis ojos: que tuvieras los cojones suficientes como para admitir que me usaste como todos los demás.
A pesar del calor que quemaba en mis mejillas o el dolor en mi hombro, arrugué la nariz.
—¿De qué hablas?
—Venga ya. ¿Vamos a seguir con las mismas? —Echaste los brazos al aire y giraste sobre ti mismo, lanzando una carcajada entre incrédula y amarga—. Esto es lo que me gano por creerme una vez más que hablabas en serio cuando decías que querías limar asperezas.
—Es que... no sé de qué hablas. —Me recoloqué las gafas antes de hacer amago de sujetarte del brazo. Sin embargo, antes de que las yemas de mis dedos rozasen tu antebrazo, me volviste a encarar—. En serio. Todo... todo lo de esa noche fue verdad. ¿Qué tiene de malo que me preocupe por ti?
—¡Que es mentira! Que eres un mentiroso del que nunca debería haberme fiado.
Tu respiración trastocada reverberó en el silencio que se apoderó del comedor.
»Mira, creo que será mejor que te largues. —Con una mueca de hastío, te revolviste el cabello y luego hiciste un gesto displicente con la mano en dirección al pasillo que me cerró la garganta. Luego, negaste con la cabeza mientras suspirabas y añadiste en un tono apático y monocorde—: Os oí hablar aquella noche, ¿vale? No me vas a seguir engañando. He tenido semanas de sobra para darle vueltas a esa noche. No sé muy bien a qué cojones jugáis. No sé si es que os gusta invitar a terceros a vuestra cama y montar esas escenitas de celos porque os pone cachondos o si simplemente eres un puto reprimido de mierda que está tan aferrado a una mentira que prefiere negarse a abrir los ojos. Sea una cosa u otra, me importa tres cojones a estas alturas. Lo único que tengo bien clarito es que no voy a permitir que sigáis jugando conmigo. Mucho menos tú.
Desvié la mirada.
—Sigo sin saber de qué hablas. Lo que te dije en el baño es la pura verdad. Si te piensas que solemos hacer esto todas las semanas y con cualquiera, entonces eres tú el que está equivocado. Es cierto que... —me removí en el sitio—, bueno, que Alicia y yo no estamos en nuestro mejor momento. Y, cuando ella me dijo que podríamos probar contigo, yo solo quería hacerla feliz. —Te busqué, aunque apenas me atrevía a sostenerte los ojos—. Pero ¿lo que pasó en ambos baños entre nosotros? Eso es verdad. No me acerqué con segundas.
—Ya, claro. —Resoplaste una risa nasal corta y burlona—. Y por eso le dijiste a tu mujer que solo te acercaste a mí porque era lo que ella quería y que yo te importaba una mierda, ¿no? Venga, a otro con ese cuento, ¿eh?
Clavé la vista en ti con brusquedad. ¿Cuándo había dicho yo...?
Oh, cierto. Cuando estábamos en la cama, rato después de que te fueses a la ducha.
Aquella madrugada, el peso de Alicia entre mis brazos se me hizo un alivio indescriptible después de una noche llena de celos, confusión y un deseo inexplicable que había evitado desde el primer encuentro en el baño de aquella discoteca; por eso, me aferré a ella y la bañé en atenciones, agradecido de que siguiera conmigo un día más, que no me hubiera abandonado, pero también como si con ello pudiera hacer desaparecer o resarcirme de cada uno de los pensamientos inadecuado que tuve contigo.
De cada uno de nuestros roces efímeros.
De todas aquellas miradas que habíamos compartido y que me habían calado tan hondo que me habían perforado el alma como nadie antes.
Si hubiera paladeado en aquel momento, todavía habría podido encontrar los resquicios del sabor picante de tu sexo en mi boca. Si cerraba los ojos, el hambre feroz con el que me habías devorado volvía a cosquillear en mis labios, en mi estómago, y volvía a sentir tu lengua caliente atrayéndome y conquistaba cada rincón de mi boca.
Por no hablar de esa última mirada que me habías dado, que había desencadenado en mi corazón una supernova.
Pero no podía permitírmelo. No podía porque todo aquello estaba mal. Estaba muy mal. Ya no solo porque me aterraba lo que pudiera decir Alicia de lo que había sentido contigo o si se enteraba de que aún necesitaba el toque ardiente de tus manos sobre mi piel, sino porque aquella noche no se suponía que debía ocurrir así. Tú y yo no debíamos haber ocurrido. Así que cuando ella me increpó sobre alguna mirada o caricia pasajera que creía haber visto entre nosotros, mi reacción fue inmediata.
Lo negué todo.
Lo negué porque no quería volver a caer en esa vieja discusión que solo haría que acabase odiándome aún más.
Lo negué porque, si había accedido a todo aquello, era para recuperarla y salvar nuestro matrimonio.
—Solo le dije lo que quería oír —salió de mi boca en un murmullo antes de que pudiera retenerlo, aunque me alegré porque tuvo que ser lo suficiente sincero como para que me mirases con pasmo y no irritación—. Te lo dije aquella noche: hay veces en que es muchísimo más fácil ceder a lo que sea que Alicia desee u opine antes que ir en su contra y pagar las consecuencias.
»Nada... nada de lo que pasó entre nosotros es fácil de digerir para mí. Sigo sin saber si quiero olvidarlo y hacer como si nunca hubiera pasado, aunque tal vez sea lo que mejor porque Alicia es la única persona para mí, no quiero perderla, así que ¿qué esperabas que le contestase? —Me sequé las palmas húmedas contra los vaqueros. Acto seguido, cuadré los hombros y te enfrenté, sin achantarme—. Además, ¿qué pasa con todo lo que hiciste tú? ¿Eh? ¿Te piensas que no me di cuenta de que la besaste y luego te regodeaste de ello solo para hacerme daño? Eso sin contar que me habías prometido que no lo harías. ¿Y todas tus pullas? ¿O la manera que me tratas como si yo tuviera la culpa de todo o ni siquiera existiese? ¿Te piensas que no jode?
»Si tanto me odias, si tanto detestas estar en la misma habitación que yo, quizá sí que será mejor que no nos volvamos a ver, porque te recuerdo que fuiste tú el que me hizo creer que yo también contaba cuando estábamos los tres juntos; fuiste tú el que prometió que harías que yo también lo disfrutaría, pero, a la primera de cambio, me tratáis como si fuese un adorno más de decoración o una simple lámpara en la habitación, algo de lo que todo el mundo es consciente en la periferia de su mente de que existe, pero a lo que no se le hace ni puto caso.
Con todo el cuerpo temblándome, tomé aire y me quedé observándote, retándote con la mirada a que me contradijeras.
No, no había actuado bien la noche en que nos conocimos. Había muchas cosas de las que me arrepentía, sobre todo ese puñetazo que te di, pero tú tampoco te habías comportado de la mejor manera, ni aquella ni la siguiente vez ni en aquel momento.
La cuestión era si la soberbia te nublaría el juicio o serías capaz de reconocerlo.
Porque ninguno de los dos fuimos, éramos ni seremos jamás unos santos.
* * *
¡Buenas, personitas!
¿Qué os ha parecido? Por fin tenéis el tan ansiado reencuentro entre estos dos :P Ahora lo que queda por averiguar es si Ventura dará su brazo a torcer o si va a seguir siendo un capullo integral con el pobre Paco, que, ¡aleluya!, por fin sacó esas garras que tan bien escondidas tenía. ¿Qué creéis u os imagináis que pasará?
Por otro lado, ahí tenéis un poquitín más de Isaac, que no podía faltar el chico <3
Antes de despedirme por esta semana, os quería dar las gracias por todo vuestro apoyo con esta historia. En serio que no pensaba que esta o la de Ventura fueran a tener tan buena acogida por los temas que tocan, así que gracias de corazón por demostrarme lo contrario :D <3
¡Abrazos y nos vemos la semana que viene!
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