12
Más de un mes después, en la segunda semana de agosto, me dejé arrastrar por Alicia a la playa.
No tenía nada de ganas. Últimamente, no tenía ganas de muchísimas cosas, no cuando lo más mínimo, aunque ni siquiera estuviera relacionado contigo, me recordaba a ti; no cuando tus palabras y las de Isaac seguían taladrándome la cabeza a cada momento de calma que tenía. Pero tenía que poner de mi parte para recuperar esa normalidad con Alicia que era mi vida antes de que aparecieses tú, Ventu. Tenía que dejar de regodearme en mi propia miseria. ¿Sabes la de veces que me descubrí en esas semanas con el móvil en mano y un mensaje a medio escribir que luego me tocaba borrar? Demasiadas. ¿O la de veces que mi dedo titubeaba sobre tu nombre para llamarte? Demasiadas también. Tenía tantas cosas que contarte, nimias e importantes.
Hasta jugar a la Play ya no era lo mismo porque me hacía pensar en ti y las rabietas que tenías cuando perdías.
Así que allí estaba, pasando el día en la playa de la Malvarrosa, con Alicia, sus amigas y las parejas de estas para tratar de sacarte de mi cabeza aunque fuesen unas horas. Y, en un principio, parecía funcionar. Me bebí unas cervezas mientras conversaba con ellos y me metí al mar con Alicia cuando esta insistió.
Pero, después de comer, acabé junto a la orilla del mar junto a la pequeña de un año de una de sus amigas, dándoles la espalda a ellos y jugando a lo que ella quería mientras el sol calentaba mi cara y la leve brisa salobre acariciaba mi piel, lo que consistía en construir castillos y luego sujetarla de la mano para que saltase sobre ellos y los destrozase entre risitas. Cuando su madre me lo pidió, le puse bronceador en la cara y los brazos sin que la niña dejara de moverse en ningún momento.
De cuclillas en el suelo y arrastrando el rastrillo por la arena húmeda, protestó un poco cuando le encajé un gorrito para el sol en la cabeza, aunque enseguida se olvidó y se echó a reír cuando una ola nos sorprendió y me tiró de culo, salpicando mis gafas.
Sonriente, me incorporé otra vez de rodillas y atrapé su cuerpecillo para hacerle cosquillas. Casi, casi podía dejar volar la imaginación y fingir que era un padre más con su hija. ¿Sería así cuando Alicia por fin se quedara embarazada y tuviéramos a nuestro pequeño? Si la respuesta era sí, entonces quizá valdría la pena extrañarte y la perpetua opresión horadándome el pecho ante tu ausencia.
Una de las amigas de Alicia comentó lo buen padre que sería.
Sin poder ocultar la sonrisa que tiraba de mis mejillas, hinché el pecho mientras escarbaba la arena húmeda con ayuda de la pequeña y tenía una oreja puesta ante la conversación a mis espaldas. Alicia comentó que, si por ella fuera, nada saldría de entre sus piernas, pero que «lo hago por mi Francis». La brisa arrastró las risas cacareantes de todas. Más de una concordó con que Alicia tenía el instinto maternal de un zapato de diseño, que nunca la habrían imaginado ni en mil años en esa situación.
Y siguieron carcajeándose.
Mi sonrisa se aplacó un poco. Yo no estaba de acuerdo. Ningún padre nacía enseñado, ¿no? Todos partíamos desde cero al tener nuestro primer hijo y aprendíamos a marchas forzadas porque otra no quedaba. Sí, pudiera ser que Alicia fuese la última persona que habría visualizado con un bebé, pero se merecía el beneficio de la duda para demostrar que incluso ella podía ser una buena madre, sin importar la clase de infancia que hubiera tenido o el mal ejemplo que hubieran sido sus padres.
Todos tenemos derecho a serlo y eso no implica que vayamos a cometer los mismos errores que nuestros padres. No somos el reflejo de ellos.
Alicia resopló una risa baja y desdeñosa.
—Admito que me da asquito lo babosos y cagones que son. ¿Por qué tienen que secretar tanto? No lo entiendo. Me da igual lo que digáis, pero no es normal. —Incluso los maridos y los novios se rieron—. Y me pone de los nervios no saber por qué lloran cada dos por tres. Serán todo lo monos que quieran, pero, cuanto más lejos de mí, mejor. Son demasiado confusos y dan una grima que te mueres, sin ofender. Hasta que no puedan hablar y sostener una conversación inteligente, prefiero no estar cerca de ninguno.
Todas las amigas se echaron a reír, algunas dándole la razón.
Solo una, la madre de la niña, le riñó, aunque su tono jocoso no terminó de borrar el escozor que las palabras de Alicia habían causado. Me giré a verla con una sonrisa de circunstancias. Sin embargo, recostada en su tumbona y con los pies sobre la neverita que habíamos traídos con nosotros, Alicia estaba más ocupada en agitar una mano en el aire para darse aire con una expresión a caballo entre enfadada y divertida.
—¡Es la pura verdad! Juro que, hasta entonces, lo dejaré todo en manos de mi Francis. Lo último que quiero es que el niño o la niña salga igual de jodido que yo. ¡Al menos él sabrá lo que se hace!
Luego, se puso de pie y, mientras reforzaba el nudo del pareo en torno a su cintura, avisó de que iba a comprar un helado, que no podía más con el calor. Dos de sus amigas y la pareja de una de ellas la acompañaron al chiringuito y yo me volví con el ceño fruncido hacia el castillo a medio construir.
El murmullo de las olas zumbaba en mis oídos. Las palabras de Alicia pesaban en la boca de mi estómago como ocho toneladas de piedras. Alicia estaba muy equivocada si pensaba que yo sería el único que haría de padre de la criatura que tuviésemos. Yo quería que mi hijo o mi hija tuviera dos padres, no una madre que se lavaba las manos hasta que decidiese que su retoño era lo bastante bueno para que le hiciera caso. Luego, en casa, hablaría seriamente con ella, porque eso no era lo que tenía en mente cuando acordamos dar un paso adelante en nuestra relación.
La niña llamó mi atención al enseñarme su sonrisa mellada de dientes pequeños y el cuerpo largo y ondulante de un gusano.
Riéndome, le dije que devolviese al pobrecillo a su casa y procedimos a enterrarlo de nuevo antes de que la niña se levantase y echase a correr por la orilla de la playa. Enseguida, me puse de pie y la seguí para evitar que se tropezara y se cayera o se clavara algo en los piececitos. Una de esas veces que volvimos al parapeto en el que estábamos todos congregados, una de las amigas de Alicia le dio un codazo a otra con los ojos muy abiertos y una risa aguda e incrédula mientras no dejaba de mirar hacia atrás, hacia el chiringuito.
—Mira. No me puedo creer que lo esté haciendo aquí delante de... ya sabes quién.
La otra me echó una mirada de soslayo que fingí no ver. A pesar de que mis músculos faciales dieron un ligero espasmo y casi frunzo las cejas, mantuve una sonrisa cartonizada en mi rostro mientras guiaba a la pequeña por la orilla.
—Esta tía tiene los ovarios del tamaño de dos sandías enormes.
—Es mi heroína, te lo digo desde ya —musitó la primera detrás de su mano entre risitas—. Yo lo flipo. Hace con él lo que quiere y el tío es tan tonto que ni se entera. ¿Dónde hay que firmar para conseguir a uno así?
Con el rostro ardiendo, me arrodillé en la arena, haciendo como que le mostraba a la niña una concha marina del color del nácar. Tenía una corazonada sobre lo que hablaban, pero no quería descubrir si estaba en lo correcto o si solo eran viejos fantasmas una vez más, como cada vez que me emparanoiaba después de una de las infidelidades de Alicia y le sacaba la punta a cada mínima señal que creía ver. Con disimulo, con los murmullos de la conversación de las otras a mis espaldas, busqué con el rabillo del ojo a Alicia.
Recostada de medio lado en la barra, Alicia tenía las gafas de sol a media nariz y le ofrecía una sonrisa coqueta a un hombre alto y atractivo que parecía el típico metrosexual de gimnasio. Cuando el otro le tocó el brazo y se inclinó para decirle algo, ella rio y comprimió sus pechos con los brazos de manera provocativa.
Poco después, el camarero ponía una bebida delante de ella y el cachas metrosexual se guardaba la cartera.
La sonrisa en mis labios se desintegró como el papel mojado.
Más tarde, esa noche, cuando me acosté de espaldas a ella, me quedé observando la pared durante largas horas, dándole vueltas a la cabeza. Estaba seguro de que Alicia y el cachas habrían intercambiado números en algún momento, que se verían en algún punto de aquella semana y follarían a mis espaldas, como había ocurrido todas y cada una de las veces que Alicia me había puesto los cuernos. Sin embargo, aquella vez no sentía que me hubieran clavado un cuchillo en el estómago ni que el corazón se me constriñera ni mucho menos que los celos me devoraran las entrañas desde adentro.
Simplemente... no había nada.
Ni me importaba ni me dejaba de importar. Me daba igual.
Y era... extraño. Inesperado. Lo único que circulaba sin parar en mi cabeza era: ¿y si Ventu e Isaac tenían razón? ¿Y si me estaba aferrando a Alicia y a unas promesas huecas? ¿Y si estaba cometiendo el mayor error de mi vida al querer tener una familia con ella y condenaba a mi futuro hijo a una vida en la que su madre no quería saber nada de él o ella y unos padres que ni siquiera se querían? Porque, si una cosa me quedaba clara al verla con aquel tipo, era que ya no sentía nada de nada por Alicia.
*
Aunque la respuesta a todas aquellas preguntas fue un sí rotundo, no estaba preparado para decirle adiós a la posibilidad de ser padre.
Durante la semana siguiente, las dudas me carcomieron por dentro.
A ratos, estaba seguro de que lo mejor para todos era ponerle fin a mi relación con Alicia. Al fin y al cabo, ninguno de los dos quería lo que teníamos ni esperábamos lo mismo en la vida ni éramos felices juntos. No éramos la persona adecuada el uno para el otro. Mientras que ella siempre había sido un alma libre y alocada, yo prefería la tranquilidad de mi casa y alguien a mi lado con quien sentar la cabeza. De alguna manera, tal y como me habías dicho, Ventu, Alicia y yo nos habíamos aferrado a lo que teníamos con una dependencia que ya era costumbre a aquellas alturas, sin ser conscientes de que había un mundo de posibilidades más allá de nosotros.
Alicia tenía una probadita cada vez que se acostaba con un hombre nuevo.
Y tú me habías abierto los ojos a mí con tu amistad, tus caricias y tus besos; me habías enseñado a ser feliz de nuevo y cómo era sentirse querido, después de años de autoengaño y ceguera, como un caballo que cabalga con anteojeras toda su vida hasta que se la quitan y descubre lo amplio y grande que es el mundo que le rodea.
A ratos, sin embargo, me decía que no podía dejar a Alicia, que era mi única oportunidad de tener hijos y tener una familia, que nadie más querría conmigo lo que tenía con ella...
Que tú no querrías nada tan serio conmigo...
Y así pasaba cada momento del día: refutándome a mí mismo, una y otra y otra vez.
*
El miércoles por la tarde llegué a mi límite.
Necesitaba hablar con alguien que supiera del dilema en el que me encontraba; necesitaba a alguien que me conociera y me entendiera al dedillo. Hacía tantísimo tiempo que no hablaba contigo que no sabía qué esperar de ti, por lo que le mandé un mensaje a mi hermano y le pregunté si podríamos quedar aquel miércoles por la tarde. No habíamos vuelto a tocar el tema de Alicia y del posible embarazo desde aquel domingo de julio en el que celebramos su cumpleaños, quizá como una manera de mantenernos alejados de otra posible pelea como la que tuvimos y que ninguno de los dos quería repetir.
Desde luego, yo me arrepentía de haberle hablado así. Me avergonzaba haber sido tan mal hermano, tan mal amigo con él.
Después de trabajar, me pasé por su piso y hablamos durante un par de horas.
Por fortuna, Isaac se lo tomó en serio y dejó a un lado las bromitas sobre Alicia para calmarme y meter algo de sentido común en mi cabeza. Al despedirnos, bajo el umbral de la puerta, me dio corto abrazo y susurró contra el oído que, eligiera lo que eligiese e hiciera lo que hiciese, él me apoyaría y sabía que nuestros padres y la yaya harían lo mismo.
Una vez en el coche, sin embargo, el estómago se me hizo un nudo tras otro; las palmas me sudaban frío y resbalaban contra la piel del volante.
Gotas de sudor caían por mis sienes, empapaban mi nuca y se perdían espalda abajo.
A pesar de haber hablado con Isaac, seguía necesitando escuchar tu voz y hablar contigo.
Sí, mi hermano estaba más enterado de la situación con Alicia, pero todavía había muchas cosas que desconocía sobre mí de las que tú eras ya un experto. Y, aun así, aquella extraña necesidad que desataba un cosquilleo en mi estómago del tamaño de un tornado iba mucho más allá de eso y no podía negarlo más.
Dos meses sin tenerte a mi lado o conversar contigo era demasiado.
En un semáforo rojo, me sequé el exceso de humedad de las palmas en las perneras de los vaqueros y situé el móvil en el soporte de plástico negro enganchado a las rendijas de ventilación. Atento a cuando cambiase el semáforo, busqué tu nombre y lo pulsé. Poco después, ponía el coche en marcha y el tono retumbaba en el interior del vehículo. El burbujeo en mi estómago se multiplicó; cuando me saltó el contestador automático, este se me contrajo y la pesadez se instaló en mi corazón. ¿Estarías evitándome?
Habías dicho que estabas decepcionado y desilusionado conmigo, pero no habías dicho nada de que estuvieras cabreado conmigo.
Volví a insistir mientras aparcaba cerca de mi finca. No quería ser pesado, pero...
Descolgaste con brusquedad al sexto tono, lo que me secó la boca y me dejó la cabeza en blanco. Tras unos segundos en silencio, tu exhalación resonó en la línea.
—Te dije que no volvieses a llamarme. Qué quieres.
La falta de entusiasmo o inflexión en tus palabras fue un mazazo. Desinterés y cierta exasperación era todo lo que adivinaba en tu voz, como si no pudieras esperar a colgar para seguir con lo que fuera que estuvieras haciendo. Aún a medio aparcar, con el coche en vertical y el culo asomando un poco, recorrí con la lengua seca la pastosidad en la que se había convertido mi boca.
—¿Tienes un rato libre? Me... me gustaría hablar contigo. Si estás en casa, podría pasarme por allí. —Lo que fuera por volver a ver tus ojos aunque fuera unos minutos—. Necesito verte. Tengo algunas cosas haciendo ruido en la...
Me cortaste con un chasquido y un:
—No, no puedes. Ya hemos hablado de esto, Paco. Además, ni siquiera estoy en Valencia ahora mismo.
—Ah...
Silencio. Tragué saliva con dificultad al tiempo que mis ojos revoloteaban por los edificios a mi alrededor y la copa de un roble del parque que había cerca, en busca de algo, lo que fuera, en mi cabeza que me permitiera alargar la conversación de cualquier forma posible.
Carraspeé.
»¿Cómo... cómo estás? ¿Te va todo bien? Hace mucho que no... Bueno... Hace mucho que no nos vemos y te echo de...
Una vez femenina que no conocía gritó en la lejanía tu nombre y te avisó que la grabación empezaba en cinco minutos y que un tal Gonzalo te necesitaba ya para darte unos retoques. En un tono juguetón y pícaro amortiguado, como si hubieras cubierto el móvil, y que nada tenía que ver con el que habías utilizado conmigo hasta ese momento, le gritaste que Gonzalo siempre te necesitaba porque no sabía vivir sin ti y, tras unas risas, luego le avisaste que ahora mismo irías.
Tu voz cambió y se volvió hosca y dura al responderme:
—Mira, tengo que irme. Ya te dije que no me llamases hasta que te aclarases las ideas en esa cabezota que tienes.
—¡Espera! Por favor, por favor, de verdad que necesito hablar contigo.
Bufaste.
—No tengo tiempo ahora. ¿No has oído que me tienen ocupado?
—Ya, pero no sé. —Me humedecí los labios, arrastrando las palmas de la mano una y otra vez contra la cosquilleante fibra vaquera de los pantalones con el corazón embravecido—. ¿Quizá luego, en unas horas? ¿O mañana o pasado?
—No. Ya me huelo de qué va esto y ya estoy hasta los cojones. Ya te dije todo lo que tenía que decirte la última vez —siseaste en un tono bajo y arisco—. Estoy tratando de ser paciente, así que respeta lo que te pedí, que yo estoy haciendo lo mismo. Aclárate de una puta vez y ya hablaremos. Adiós.
Tras cerrar los ojos ante el repentino picor que me atacó y reclinarme hacia atrás en el asiento, mi respiración trastocada fue todo lo que se escuchó en el interior del coche durante muchos minutos. Por alguna razón, tenía la corazonada de que las cosas contigo tampoco iban a acabar bien.
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