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10


Durante la siguiente semana, fuiste mi refugio, Ventu.

Hablar contigo y verte todos los días se volvió un acto casi tan esencial como respirar. Eras el único soplo de aire fresco en mi vida en aquellos momentos en lo que todo lo demás pendía de un hilo, lo que era terrorífico de pensar porque ¿a qué persona en su sano juicio se le ocurriría refugiarse en una persona que, por más que amase, estaba de paso en su vida? Solo era una parada más en tu vida, un breve repostaje antes de que te lanzases a la aventura y regresases a tu rutina de gente cautivadora en el mundo de la farándula con guiones, paparazzis y escándalos en la que yo no encajaba por ningún lado, como una pieza de puzle traspapelada que nunca forma parte de un todo.

Aun así, me dije que lo disfrutaría mientras durase.

Sería aún más idiota si no lo hubiera hecho, ¿no? O eso preferí creer, para ser honestos. A fin de cuentas, era mucho más sencillo volcar todo mi interés y atención en ti que en la gran incertidumbre con la que compartía piso desde que le diese ese ultimátum a Alicia. Por eso, no me extraña que aquel miércoles veintisiete de abril, después de trabajar, acabase entre tus sábanas y bajo tu cuerpo una vez más, mientras me mordía el labio inferior y temblaba con cada estocada tuya, sujeto a tus hombros y con las caderas en alto. Cada beso que me dabas, cada caricia que compartíamos, hacía que el mundo exterior y los problemas que allá me aguardaban fueran un poquito menos importantes.

Incluso después de corrernos, solo existías tú.

Jadeante y saciado, me acurruqué contra ti y luego deslicé una mano por tu abdomen húmedo por el sudor. Nuestras respiraciones no tardaron en regularse y mis parpadeos se volvieron más lentos y pesados, presa de una modorra que tenía mucho que ver con lo tenso e incómodo que estaba en el piso últimamente y la falta de una cama real sobre la que dormir por las noches. Una crisis matrimonial era el peor momento para descubrir que al sofá-cama del comedor se le había saltado más de un muelle y que mi pobre espalda corría peligro como decidiese dormir allí muchos días más.

Con una protesta por mi parte, colaste un brazo por debajo de mi cuello y me abrazaste contra ti para, acto seguido, apretar un beso contra mi sien. Eso me arrancó una tenue sonrisa que escondí contra tu pecho.

—Dime la verdad: solo vienes a verme por mi colchón y a pegarte una siestecita.

Comprimiendo mis labios sonrientes, alcé un hombro y dije en un tono bajo y adormilado:

—Si esperas que diga que no para que se te infle aún más el ego, lo llevas claro. Las cosas como son: tu cama es la única razón por la que vuelvo todos los días. De hecho, llevo días urdiendo un plan para secuestrarla y hacerla desaparecer sin que te des cuenta. Solo me faltan los pormenores. —Entreabrí un ojo y eché la cabeza hacia atrás hasta encontrar tus ojos mientras te daba unos toquecitos confortantes en el vientre—. Siento decepcionarte, pero no eres tan irresistible y, si alguien te dijo alguna vez lo contrario, solo lo hizo para tenerte contento.

—Serás cabrón. Con que no soy tan irresistible, ¿eh? Ahora verás tú.

Atacaste mis costados y pronto me tuviste retorciéndome bajo tuya otra vez falto de aire, aunque en esa ocasión por razones diferentes. Cualquier vestigio de sueño se esfumó. Entre carcajadas y lágrimas surcando mi cara, te pedí que parases, pero solo me mordiste el cuello y gruñiste contra él que no pararías hasta que me retractase, a lo que chillé que nunca. Craso error. Redoblaste tus esfuerzos y, no importó cuánto patalease, mis carcajadas retumbaron por toda la casa y se escaparon por la puerta entreabierta del balcón mientras me sometías a base de pedorretas, más mordiscos y cosquillas.

De alguna manera, al final acabamos los dos aferrándonos el uno al otro, muertos de la risa.

Nunca hubiera pensado que una relación podría estar compuesta por piezas tan extrañas y fascinantes como aquellas: un amigo con el que nunca te aburrías, con el que te sentías a gusto para ser tú mismo en todo momento y con el que conectabas dentro y fuera de la cama. Un amigo con el que podías hablar de cualquier cosa sin miedo a ser juzgado. Un amigo con el que compartir tantos momentos relajados como pasionales sin que hiciera la mayor diferencia ni más expectativas que disfrutar de ese limitado tiempo juntos del que disponíamos.

Era toda una revelación para mí.

Aunque no se me subía a la cabeza. Tenía mucho cuidado para que no fuese así.

Sin rastro alguno de sueño, me puse de medio lado para contemplarte, posición que imitaste al apoyar la cabeza en tu mano y observarme desde unos centímetros por encima de mí con nuestros dedos entrelazados entre nuestros cuerpos. Los rayos del sol jugueteaban por entre los mechones despeinados y alborotados de tu cabello, suavizando aún más tu sonrisa de labios aún enrojecidos e hinchados y derritiendo el azul hielo de tu mirada a un azul cristalino de un mar apacible y tranquilo.

Un calorcillo envolvió mi corazón. Echaría de menos que alguien me mirase así cuando las cosas entre nosotros llegasen a su fin.

—¿Qué? ¿Tengo algo en la cara? —Arrugué el ceño ante la intensidad de tu mirada, que recorría despacio mi rostro. Me pasé la mano libre por la cara, pero solo sentí los rastros de humedad de las lágrimas—. Vas a tener que decírmelo porque no soy adivino. ¿Es una legaña o una pestaña? —Soltaste una risa baja y ronca, a lo que te di un ligero manotazo en el brazo—. No tiene gracia. —Aun así, mis labios se curvaron un poco hacia arriba—. Sabes que odio que me hagan cosquillas y, ¿qué vas y haces?, justo eso.

Pero no te tragaste ni mis refunfuños ni mi mohín.

Sin dejar de mover tu pulgar en círculos sobre la palma de mi mano, seguías sonriendo. Eras tan diferente al Ventura en quien te transformabas lejos de aquellas cuatro paredes, de aquella casa, que a veces era difícil creer que esa persona de sonrisa burlona, lengua cáustica y gran carisma fueras tú.

Tras un momento, sacudiste la cabeza con un suspiro y dijiste:

—Tan ingenuo como siempre. No cambies nunca, Currito.

—¿Qué significa eso?

—Nada, nada. No me hagas caso.

Ya, pero no podía desoír lo que habías dicho. El estómago se me encogió. ¿No había dicho Alicia algo similar el sábado cuando puse las cartas sobre la mesa? Aunque, bueno, más que dicho ese «eres un iluso y un pardillo» quedaba implícito en su tono desdeñoso cuando le dije que, aunque tardase, me acababa dando cuenta de lo que fuera, como de esa necesidad suya que de encontrar a otros fuera de nuestro matrimonio. ¿Pensarías tú lo mismo de mí? ¿Creerías que, de lo crédulo que era, era tonto?

Qué preguntas me hacía. Claro que sí.

Y, si te enterases de que estaba enamorado de ti, ese pensamiento solo se intensificaría en tu cabeza. ¿En qué estaba pensando?, te preguntarías. ¿Es que no entendía que lo que teníamos no pasaba de algo conveniente que, aunque era divertido, tenía una fecha de caducidad en el horizonte? Pobre idiota, pensarías. Pobre idiota que se aferraba a la primera persona que le hacía caso como un náufrago desesperado.

—¿Cómo andan las cosas por casa? ¿Todo bien con Alicia?

¿Por qué me preguntabas eso? ¿De verdad te importaba? Con la vista centrada en la mano que no sostenías y que arrastraba contra la suavidad de las sábanas de algodón, me encogí de hombros.

—¿Como el resto de la semana? No sé, la verdad. No hemos vuelto a hablar sobre nosotros. —Rasqué la tela de algodón con una uña—. Ya te dije que, si no actúa como si nada hubiera ocurrido, me ignora y me hace el vacío, como cada noche cuando me ve abrir el sofá-cama y ponerle las sábanas.

Hiciste un ruidito pensativo con la garganta.

—Quizá deberías sacar el tema otra vez o estaréis en ese limbo todo lo que ella quiera. —En un murmullo, te pregunté que qué harías tú en mi lugar. Frotaste tu pulgar contra mi palma, a pesar de que tenía las manos empapadas y frías—. ¿No es evidente? Cogería al toro por los cuernos y abordaría el asunto de cabeza. —Bufaste—. Odiaría vivir en ese suspense continuo. Joder, no es tan difícil decidirse, ¿no? Sobre todo viendo que no es la primera vez que busca a otros fuera de vuestro matrimonio. A mí me suena a que está alargando la situación lo máximo posible por alguna razón.

Elevé la vista con el ceño fruncido.

—¿Para qué?

—Qué sé yo. Eso solo ella lo sabrá.

Nos quedamos un rato en silencio, tú con una expresión contemplativa que no dejaba traslucir nada y yo... analizando lo que habías dicho. Me costaba creer que Alicia estuviera haciendo tiempo a propósito o fraguando nada. Por una vez, y en ese momento más que nunca, esperaba que se tomase en serio mis quejas y mis preocupaciones respecto a nuestro futuro. En cierta manera, tenía la pequeña esperanza de que, debajo de las múltiples capas de frivolidad y mordacidad, aún estuviera esa adolescente de ojos curiosos y sonrisa divertida que me había atrapado.

Aunque estuviéramos al borde de un cambio importante en nuestras vidas, de una separación que parecía la única conclusión lógica y posible, no quería que quedásemos en malos términos.

¿Era demasiado pedir?

Tu suspiro me sacó de mis elucubraciones. Te dejaste caer a mi lado al tiempo que me soltabas la mano y me atraías a ti con el brazo hasta que estuve apretado contra tu pecho. Luego, me diste un pico y dijiste:

—Olvidémonos de ella. Faltan diez minutos para que te vayas y no quiero desaprovecharlos.

¿Y sabes qué? No podía estar más de acuerdo.

*

La noche del día siguiente debería haber notado que algo no marchaba como siempre nada más abrir la puerta del piso y aspirar un olor apetecible que nunca habría relacionado con Alicia.

Pero supongo que estaba demasiado distraído mientras abría la cerradura y entraba.

Y todo se lo debía a la maravillosa tarde que había pasado contigo, Ventu. Ese día, más que los anteriores, fue duro despedirse de ti. Ese fin de semana tenías un evento ineludible en Madrid e ibas a aprovechar también para dejarte caer en casa de tu padre, lo que se traducía en que estaríamos unos tres o cuatro días sin vernos. Cada vez que había hecho amago de irme, tirabas de mí y capturabas una y otra vez mi boca en un nuevo beso con tanta urgencia y fogosidad que el recuerdo aún me hacía contraer los dedos de los pies y que los labios me hormigueasen.

Por lo que, como entenderás, es normal que no me percatase enseguida de que había algo diferente esa noche cuando eras todo lo que habitaba en mis pensamientos, cuando estaba deseando que los siguientes días pasasen rápido para volver a fundirme entre tus brazos.

O puede que simplemente fuese el memo que todo el mundo parecía creer que era.

Navegué por el pasillo con la mente muy lejos de allí y el piloto automático puesto. Las paredes salmón eran un borrón en mi periferia y el fuerte olor a jazmín del perfume de Alicia me advertía que esta ya estaba en casa. Cuando me asomé a la cocina para saludarla, sinceramente, lo que menos esperaba era encontrármela delante de la vitrocerámica cocinando y no, no estaba preparando uno de sus platos para conejos, llenos de verduras insípidas por doquier, sino uno de mis favoritos: pisto con longanizas.

El aroma a tomate frito era incluso más potente y más apetecible en la cocina.

La boca se me aguó. En todo el tiempo que conocía a Alicia, podía contar con los dedos de una mano las veces que ella había cocinado y aún me sobrarían dedos. Casi todas las veces era cocido si yo estaba con gripe o resfriado y no me podía ni mover del sofá. Y no es que cocinara mal, todo lo contrario. Supongo que era algo que no le gustaba hacer si podía evitarlo, si tengo que guiarme por sus comentarios molestos si se fastidiaba una de sus uñas acrílicas o el pestuzo horrendo, según ella, que se le impregnaba en el pelo o en las manos.

Carraspeé. Vestida con un pantalón de chándal diminuto y un top también grisáceo, se giró hacia mí con una gran sonrisa.

—¡Francis! Ya estás aquí. No estaba segura de cuándo llegarías. Como últimamente parece que pasas mucho tiempo con tu hermano después del trabajo, no sabía si me daría tiempo a terminar antes de que llegases.

La mano en el marco de la puerta se me tensó y el rostro se me calentó. Sí, claro, con mi hermano...

—Oh. Gra-gracias, supongo. ¿A qué se debe la ocasión?

—¿Es que hay que tener un motivo para todo? —Por lo usual, sí. Fruncí el ceño, pero ella le restó importancia al zigzaguear la cuchara de palo en el aire—. No le demos más vueltas al asunto. ¿Por qué no te vas a cambiar? Esto casi está y el pan que puse a calentar en el horno, ese de tu panadería favorita, ¿sabes cuál digo?, pues ya casi está también. Has llegado justo a tiempo. ¿No es maravilloso?

Oh, sí, maravillosísimo.

Murmuré un asentimiento y me fui al dormitorio. Mientras me cambiaba, no dejaba de darle vueltas a su actitud tan extraña. Tiré de los cordones del pantalón del chándal hasta que estos se ajustaron en torno a mis caderas e hice un nudo. ¿Quizá ese día por fin dejaríamos de ignorar que las cosas entre nosotros no iban bien y hablaríamos?

Ese pensamiento se quedó conmigo durante el resto de la cena, en la que Alicia llenó el silencio con una injusticia que le había sucedido en el trabajo.

Era raro que estuviera tan parlanchina después de días fingiendo que no existía o de hacer un mohín cuando era inevitable que coincidiéramos en algún punto del piso. Aun así, asentí e inserté algún ruidito aquí o allá para que supiese que le estaba prestando atención, aunque no fuese así. Y, a pesar de lo rara que estaba resultando la noche y de las ganas que tenía de sacar el móvil de manera subrepticia debajo de la mesa para contártelo todo, la cena estuvo deliciosa, tanto que no pude evitar rebañar la salsa del plato con el pan o repetir.

Rato después, con el estómago lleno, le dije que se fuera al comedor, que yo recogía porque era lo mínimo que podía hacer ya que ella había cocinado.

Por segunda vez en aquella noche, me sorprendió y turbó cuando se negó.

Así que, en un silencio incómodo y tenso, al menos por mi parte, tuvimos la cocina impecable en tiempo récord. Luego, se enganchó a mi brazo y sacó los labios en un puchero adorable mientras se quejaba otra vez de lo poco que nos habíamos visto desde que había vuelto del viaje.

—Me tienes muy abandonada, Francis.

¿Es que se había olvidado ya de lo que habíamos hablado el sábado? No era la primera vez que ignoraba algo que yo o cualquier otra persona le hubiera dicho si iba en contra de su opinión. Pues lo llevaba claro porque no pensaba seguirle el juego. No esa vez. ¿Quién en su sano juicio podía hacer como si su matrimonio no se hubiera ido al traste? Ese es un nivel de pasotismo al que yo no podría llegar jamás, incluso si ya no estaba seguro de mis sentimientos por ella.

El colmo del colmo fue, sin embargo, cuando nos sentamos en el sofá y, sin soltarme el brazo, se apretó contra mí mientras alcanzaba el mando del televisor.

Se lo quité de las manos.

—¿Puedes parar un segundo? —Ante la manera en que ladeó la cabeza y su mirada se tornó confusa, me mojé los labios. Dios, ¿dónde había metido la pitillera?—. No sé qué pretendes, pero todo esto me está incomodando mucho. —Me deshice de su agarre y me moví unos centímetros lejos de ella—. Estás muy rara. Esta no eres tú para nada. Creo que la última vez que cocinaste para mí fue hace un par de años.

Con un mohín, resopló y se cruzó de brazos.

—¿Qué tiene de malo que una quiera hacer algo por su marido?

—Eh, nada, pero esto es algo que se debería hacer cualquier día de la semana y no cuando las cosas peligran entre nosotros. —¿Es que no era evidente? Agitando la pierna, empujé las gafas hacia arriba—. Lo que quiero decir es que no hace falta que hagas todo esto. Yo solo quería que pensases en lo que te dije porque he llegado a un punto en que no puedo más, ¿vale? Y le he estado dando vueltas y creo que sí será mejor que nos divorciemos porque...

Cubriéndose la boca con una mano, los ojos se le humedecieron.

—No puedes decirme eso, Francis. No cuando... —la voz se le rompió— no cuando sabes lo mucho que te necesito. —Una lágrima se le escapó, acompañada de un hipido. El corazón se me encogió—. Sé que no he sido la mejor esposa del mundo, pero no sé qué haría sin ti en mi vida. Eres lo único constante en ella. Y tienes razón. Tienes toda la razón del mundo cuando dices que las cosas tienen que cambiar y que tengo que poner de mi parte...

Un nuevo sollozó la cortó.

Con las rodillas juntas y ligeramente encogida sobre sí misma, Alicia se secó una lágrima que bajaba por la mejilla. La garganta se me cerró. No me gustaba verla así. Y tampoco ser el causante de que estuviera llorando. Me arrastré por el sofá hasta rodear de forma titubeante su cuerpo menudo con un brazo rígido.

—Alicia... No llores, por favor.

—Pero es que tienes razón. —Borró la humedad de su rostro con movimientos feroces—. Soy lo peor. He destruido nuestro matrimonio.

—No, claro que no eres lo peor. No digas eso. Esto es cosa de los dos. Tú no eres la única culpable en todo esto.

Alicia resopló una risa nasal sardónica.

—Por favor, Francis, es muy amable de tu parte que quieras hacerme sentir mejor, pero es la pura verdad. ¿Y sabes qué es lo peor de todo? Que sé que, si hubiera tenido una infancia normal con unos padres normales que me dieran un mejor ejemplo de cómo debería ser una pareja y un matrimonio, nada de esto habría pasado. ¿Sabes lo difícil que es para mí confiar en que ningún hombre me hará daño o que no acabaré siendo una mosquita muerta como mi madre?

No respondí. No, claro que no podía imaginármelo.

Nunca había visto a Alicia así: con el rostro enrojecido por el llanto, el rímel corrido y manchando sus mejillas enrojecidas y los ojos brillantes con nuevas lágrimas atrapadas en sus largas pestañas como frágiles y titilantes gotas de lluvia en una gran telaraña. La opresión en mi pecho aumentó mientras le frotaba el brazo y la abrazaba contra mí.

—Yo nunca te haría daño.

—Lo sé, Francis. Si el caso es que lo sé. Pero prueba a crecer con un padre que el único lenguaje que entiende es el del alcohol o zurrar si no tenía la comida a tiempo en la mesa o si alguna otra cosa le molestaba.

Se sorbió la nariz. Esa era la primera vez en años que se abría conmigo sobre su vida en casa de sus padres. Siempre había sido una tumba con todo lo referente a su familia. De hecho, no fue hasta que conocí a su padre, hasta que vi cómo trataba a su madre o me convertí en el blanco en más de una ocasión de sus comentarios despectivos, que me formé una idea de la clase de infancia que había tenido. Solo entonces entendí por qué Alicia se quedaba a dormir cada dos por tres en casa de sus amigas en vez de quedarse en la suya.

Aun así, nunca me dio la impresión de que su padre la tratase mal a ella.

El hombre siempre tenía una sonrisa cariñosa y orgullosa para ella cada vez que la veía. Siempre le pedía que se sentase en su regazo, le retiraba el cabello del hombro y se le ponía cara de embobado cada vez que ella hablaba, como si cada palabra que cayera de los labios de Alicia fuera oro puro.

Pero ¿quién soy yo para juzgar si, en el fondo, su relación fue más retorcida?

Sacudí la cabeza. Me negaba a seguir esa línea de pensamiento. Me negaba siquiera a contemplar la idea de que hubiera abusado de ella de alguna manera.

—Lo siento. Lo siento mucho de verdad, Francis. —Alicia me echó los brazos al cuello y se escondió en él, sin dejar de sollozar—. Sé que he hecho mal, pero te juro por mi vida que eres lo mejor que me ha pasado y que no quiero separarme. Dame otra oportunidad, ¿sí? Por favor, por favor. Te prometo que, de ahora en adelante, haré todo lo posible para que no te arrepientas y demostrarte que tomaste la decisión acertada.

Y vacilé.

Aunque días atrás me había dicho que me mantendría firme, que no cedería de ninguna manera; aunque ya había decidido que lo mejor para los dos era que nos divorciásemos, las dudas me embargaron porque la nota suplicante en su voz, la manera en que se aferraba a mí, parecía tan sincera, tan real... Y yo no quería hacerle daño. Además, estaba el hecho de que a mi relación contigo no debía quedarle mucho. ¿Quién me aseguraba que no te cansarías de mí pronto, de una persona tan sosa, corriente y aburrida, con la de gente tan interesante que revoloteaba a tu alrededor día y noche? ¿Quién me aseguraba que no me pasaría el resto de la vida solo, sin una familia o sin ti? El estómago se me atenazó. Por algún motivo, no podía imaginar un futuro más devastador que ese.

Lo siguiente que Alicia dijo terminó por inclinar la balanza.

Apartándose de mí lo justo para mirarme con sus ojos empañados y llenos de súplica, soltó:

—Por favor. Te prometo que sentaré la cabeza por fin. ¿Recuerdas eso que siempre me pides? Pues he estado pensándolo también y quizá sea el momento; quizá sea hora de que lo hagamos, de que demos un paso adelante juntos. —Colocó una mano sobre su estómago plano—. Quizá es el momento de que tengamos un hijo, como querías.

*

¿Qué puedo decir que no hayamos discutido tú y yo más de una vez después de aquello?

Tener un hijo, la posibilidad de formar al fin una familia, era algo que deseaba desde hacía años y que Alicia me lo propusiera... era un sueño hecho realidad.

Aun así, no sabes lo mucho que me comí la cabeza durante los siguientes días, mucho después de que regresases a Valencia. Con una opresión en el corazón que crecía conforme más días dejaba pasar y un nudo en el estómago que no desaparecía, responderte a los mensajes en WhastApp fue cada vez más difícil, casi tanto como no ir a verte todas las tardes como solía hacer. Pero es que no me atrevía. ¿Cómo podía presentarme en tu casa cuando sabía que elegir a Alicia y la vida que me estaba ofreciendo significaba que tenía que dejarte a ti atrás?

Ni siquiera ser consciente de que solo era uno más del montón de amantes que tendrás a lo largo de tu vida lo hacía menos doloroso.

Aunque sí reforzaba todo aquello que sabía con certeza sobre nosotros: no teníamos un futuro sólido ante nosotros. Cada paso que dábamos juntos hacía que el suelo bajo nuestros pies se tambalease y crujiese con cada baldosa rota o suelta que pisábamos, sin más seguridad que los efímeros momentos que teníamos juntos. ¿Más allá de eso? Todo era lóbrego e incierto. No sabíamos cuándo pisaríamos en falso ni cuándo nos despeñaríamos.

Y tú te acabarías cansando de mí.

Lo sentía en lo más profundo de mis huesos y mis entrañas; lo sabía en el fondo de mi corazón.

Eso hacía que... eso hacía que mi futuro estuviese allá donde estuviera Alicia. Ella era mi futuro. Era la única persona que, a largo plazo, me querría y aguantaría todos y cada uno de mis defectos, aunque esa vez me aseguraría de que nuestra relación no fuese como la de antes. Si de algo me había servido esa pequeña fantasía que había compartido contigo, si de algo me había servido vivir en el oasis de tus brazos, era que yo también me merecía ser feliz y que me trataran con respeto, aunque el destino no me tuviera preparado un romance espectacular ni de ensueño.

Tú te hartarías pronto de mí y encontrarías a otra persona.

Y yo tendría la seguridad y la plenitud de tener por fin esa familia tan deseada.

Además, tampoco estaba preparado para lo que estar contigo o cualquier otro hombre conllevaría: salir del armario, enfrentar al mundo y ser juzgado por mi familia. ¿Y para qué alterar el equilibrio de mi vida cuando no habría ningún hombre después de ti que se te acercara o se te pudiera comparar? Eras único en tu especie: un ser alado que se alimentaba todos los días de libertad y guardaba un corazón de diamante en bruto bajo candado y llave para que nunca nadie pudiera llegar a él y hacerte daño; un ser alado que planeaba sobre las cabezas de meros mortales como yo que jamás podrían alcanzarte sin aproximarse demasiado al sol y quemarse los dedos.

Un ser alado que no tenía un compañero de por vida.

Todas las noticias que salían sobre ti en el televisor, en las revistas o en internet insinuaban lo mismo: eras un culo inquieto que saltaba de amante en amante, deteniéndose lo suficiente en cada uno de ellos para darte un festín y saciarte de esa persona sin llegar al hastío.

Que nadie nunca te atraparía.

Y tú, menos que nadie, te merecías que te cortasen las alas.

El día en que por fin aterrizases y quisieras anidar, si es que tal día llegaba en algún momento, tendría que ser con alguien lo bastante especial como para que compartir una vida juntos fuese un privilegio para los dos, no solo para uno de ellos.

*

Así que te evité.

No me siento orgulloso de confesarlo, ni aunque ya no te tenga delante de mí, pero es lo que hice, como un crío aterrado porque sus padres descubran la nueva travesura que ha cometido y tenga que enfrentarlos.

Cuando por fin hablamos y lo confesé todo, fue una tarde de la segunda semana de que volvieses de Madrid. Después de otra aburrida jornada de trabajo, me dejé caer en el interior del coche con un suspiro y, como de manera automática, mi mano buscó el móvil que, durante el resto de las horas del día, evitaba a toda costa. Rascándome un ojo bajo la montura de las gafas, un par de llamadas perdidas y más de diez mensajes sin leer me esperaban. El estómago se me tensó y enseguida tuve un cigarro encendido entre los dedos con la ventana bajada.

Esa situación nuestra me tenía estresado. Sabía lo que tenía que hacer, pero había cierta reticencia dentro de mí que me impedía llevarlo a cabo.

Y tus mensajes, cada día más extrañados y exigentes, no ayudaban demasiado.

Y debías haber alcanzado tu límite ese día porque, en uno de ellos, amenazabas con presentarte en la finca y esperarme junto a las verjas si esa era la única forma de que hablásemos y de que mostrase mi cara. Algo había ocurrido, decías, y no te gustaba un pelo la manera en que trataba de escurrir el bulto. La tensión en mi estómago se multiplicó y un sudor frío y pegajoso hizo acto de presencia bajo mis axilas.

Mordisqueándome la uña del pulgar, con el humo del cigarro danzando sobre mi cabeza, barajé mis posibilidades.

Al final, te llamé.

—¡Ya era hora! —Y bufaste a modo de saludo. Las entrañas se me removieron y bajé la vista a mi regazo—. ¿Se puede saber dónde te has metido? Llevo días tratando de dar contigo y no me vengas con que hablamos por WhatsApp porque últimamente sacarte más de una palabra seguida es todo un logro. —Hiciste una pausa. Cuando volviste a hablar, tu voz había perdido todo deje de irritación y solo había preocupación en ella—: ¿Estás bien? ¿Te ha pasado algo a ti o a alguien de tu familia? Si me lo hubieras dicho, yo...

Sacudí la cabeza. El nudo en mi garganta se hizo tres veces más grande.

—No, no. Todos estamos bien.

Suspiraste.

—Joder, no me asustes de esta manera, Currito, que ya me temía lo peor.

—Ya... Lo siento.

—¿Entonces? ¿Por qué de repente no me quieres ni dar la hora del día?

Porque sabía lo que tenía que hacer. Porque sabía que tenía que ponerle punto y final a lo nuestro y una parte de mí, una que no atendía a la lógica, se negaba a hacerlo. Porque me sentía azotado por todas direcciones por grandes olas que amenazaban con hundirme y tragárseme para siempre.

Solté una risa corta e histérica.

—Lo siento.

—Eso ya lo has dicho antes. Prueba otra vez con algo más elaborado que tenga sentido.

Silencio.

—He hablado con Alicia —me obligué a escupir después de unos segundos de batalla interna—. Hemos hablado por fin.

—¡Por fin! ¿Y qué tal fue?

Entre susurros, mientras mi mirada vagaba de forma distraída entre las personas y los automóviles que iban y venían a mi alrededor, te conté por encima sobre la actitud cambiada de Alicia, sobre la cena tan surrealista que compartimos, sobre todo lo que me dijo después y las promesas que me hizo. Conforme más avanzaba en el relato, menos apreciaciones hacías y más en silencio te quedabas, hasta que simplemente caíste en un mutismo que hizo que el corazón me latiese en el cuello y un ligero pinchazo me apareciese en la sien izquierda.

Cuando las palabras se me acabaron, no supe qué más decir más allá de un:

—¿Ventura? —Tu nombre emergió en un murmullo trémulo e inseguro—. ¿Sigues ahí?

—A ti qué coño te parece.

Tu tono era potente y letal, como un disparo.

—Di algo.

—¿Qué mierdas quieres que te diga? Si parece que ya te has decidido, a pesar de que es evidente que solo te está utilizando otra vez. Me hierve la sangre que no te des cuenta de lo que está haciendo, joder. ¿Una cena, cuatro lágrimas de cocodrilo y ya puedes perdonarle todo lo que te ha hecho? ¿En serio, Paco? ¿Es que tan poco amor propio tienes que te crees toda esa basura? Yo también he tenido una infancia jodida y no me ves usándola para justificar que a veces puedo llegar a ser un gilipollas de campeonato.

Una rigidez inexplicable soldó cada vértebra de mi columna y me hizo sentarme más derecho que nunca.

—Tú no la conoces. No sabes por lo que ha pasado. No sabes lo...

—Menos lobos, Caperucita, que tampoco me interesa. Si es que al final va a ser cierto eso de que tiran más dos tetas que dos carretas.

—No seas puerco, ¿quieres? Si le voy a dar otra oportunidad, no es por eso.

—Ah, sí, es porque tiene un coño mágico que cura y soluciona todos los problemas del mundo. Sí, por supuesto, se me olvidaba.

Con la respiración agitada, cerré los ojos y apreté la frente contra la palma de mi mano.

—No soporto cuando te pones así. Creo... creo que lo mejor será que te cuelgue y ya hablamos otro día.

—¿Sabes qué? Tienes razón.

Y me colgaste.

*

Durante las dos siguientes semanas, ni nos hablamos.

Era como si estuviésemos en una competición por ver quién era más cabezón de entre los dos, por ver quién aguantaba más y quién tenía, por ende, la razón.

A cabezonería me ganaste sin problemas.

Y también aguantaste más que yo, que no fui capaz de ceder a no verte ni hablarte. Y, a pesar de que sabía que tenía que hacerte desaparecer de mi vida; a pesar de que esa última pelea que tuvimos me daba las herramientas necesarias para cortar por lo sano y extirparte por fin, no lo hice. No lo hice porque cada día que transcurría era más doloroso no escuchar tu voz o no contemplar esos ojos azules que me habían hipnotizado desde aquella primera vez en que te estrellé la puerta de la discoteca en la cara y soltaste una ristra de insultos de lo más coloridos que habrían hecho sonrojar hasta a mi madre.

Volvía a dormir en la misma cama con Alicia.

Volvíamos a compartir una vida de casados, aunque esa vez Alicia se estaba esforzando de verdad por colaborar más en las tareas de la casa y estaba más cariñosa que nunca.

Hasta volvimos a tener sexo hacia finales de mayo.

Y, sin embargo, al día siguiente conduje a tu chalet nada más terminar de trabajar. Me recibiste con ojos gélidos y mandíbula tensa, y aunque quise decir algo, no supe nunca qué, solo me dejaste pronunciar tu nombre antes de que tu mano cayera como un cepo en torno a mi nuca y nuestras bocas colisionaran. Fue un beso agresivo y brutal que reflejaba tu cabreo conmigo y mi desesperación por volver a sentir tus manos en mi cuerpo y a ti enterrado en lo más profundo de mi ser.

Lo peor es que no fue la única vez. Ni un polvo de despedida tenía como excusa.

Durante todo junio, caímos en una rutina poco sana y nos aferramos el uno al otro, como si durante días arrastrásemos los pies por un desierto inclemente que abotargaba nuestros sentidos y solo cuando nos reencontrábamos durante días sueltos y esporádicos en ese oasis que era tu casa reviviésemos y todo cobrara nitidez otra vez.

Pero ¿a costa de qué?

De mentir a Alicia y hacerle justo lo que ella me había hecho.

Y de echar por la borda nuestra amistad, que nunca volvió a ser lo mismo después de esa discusión. Ya no hablábamos; ya no nos sentábamos en tu sofá a jugar a la Play; ya no disfrutábamos de la compañía ni confiábamos en el otro. Eso fue lo que más me dolió de todo. Me habría gustado mantenerte como amigo, a pesar de todo; me habría gustado que acabar contigo no supusiese perderte incluso antes de perderte ni deshacer todos nuestros avances para pasar a ser dos extraños que solo se revolcaban en la cama cuando ya no soportaban más la sima que se había abierto entre ellos.

¿Por qué no podía dejarte ir? ¿Por qué era tan jodidamente desgarrador la idea de ponerle un punto y final a lo nuestro y decirte adiós?

*

Ese momento, cuando llegó, me pilló desprevenido, como todo lo que tenía que ver contigo.

El cinco de julio, dos días antes del cumpleaños de mi hermano, conduje hacia tu casa nada más terminar de trabajar con un solo pensamiento en mente. Hacía tres días desde la última vez que nos habíamos visto, si es que se le podía llamar así a un encuentro en el que lo único que habíamos intercambiado fueron gemidos, órdenes, gruñidos y un potente orgasmo. Todo el camino hacia La Cañada me maldije en mi fuero interno. ¿Por qué era tan débil que no podía dejar de buscarte una y otra vez? Era frustrante. Siempre me decía que sería la última vez y siempre caía sin remedio, como aquella vez que hice el propósito de Año Nuevo de dejar de fumar y, cada vez que terminaba con un cigarro entre los labios y aspirando el humo hasta que quemaba mi garganta, me decía que ese sería el último y no más.

Pero no pude lograrlo entonces.

Y contigo me estaba costando Dios y ayuda no pensar siquiera en ti durante cinco minutos al día.

Pero ese día sería diferente. Vaya si sería diferente.

Ese día por fin plantaría mis pies y te diría que ya no podíamos vernos más, que estaba con Alicia y, por lo tanto, tenía que centrarme en ella, que no quería hacerle a ella lo que ella me había hecho a mí porque sabía lo doloroso que era. Quería respetarla. Iba a respetarla. Si no por el amor que alguna vez sentí por ella, entonces sí por el bebé que queríamos tener y por esa futura familia que íbamos a formar. Ese niño o esa niña se merecía ser el centro de mi mundo y convertirse en mi prioridad.

Como las últimas veces, ni siquiera me molesté en pedirte que me dejases entrar el coche.

Aparqué de cualquier manera frente a tu casa, subiéndome incluso a la acera, y cerré la puerta casi arrancando la llave en el proceso de sacarla. La piel me tiraba, caliente y sensible. Mi cabeza bullía con imágenes tuyas y el recuerdo de esas manos y esos labios que necesitaba sobre mí.

Llamé al videoportero.

Segundos después, la puerta se abrió. Ya ni siquiera te molestabas en saludarme con ese tono afectuoso que echaba de menos o en decirme que ya me abrías. Supongo que verme en la pantalla sería suficiente para hacerte exhalar y pensar «otra vez está este pelma aquí». Sinceramente, me daba igual lo que pudieras opinar de mí en aquel instante. Traspasé la entrada, que se cerró tras de mí con un portazo agudo y metálico. Recostado contra el marco de la puerta de la casa, me esperabas de brazos cruzados con una mirada fría, tormentosa e impenetrable. A grandes zancadas, salvé la distancia y, con la respiración agitada resonando en mis propios oídos como ventista en medio de un temporal, atrapé tu rostro y tiré de ti hasta que nuestras bocas se unieron.

Solo hubo un breve titubeo de tu parte antes de que tomaras posesión del beso, me cercases con tus brazos y me arrastrases adentro de tu hogar.

Y por fin fui capaz de llenar mis pulmones de aire y volver a respirar.

Desde ahí, todo pasó rápido.

Nos arrancamos la ropa el uno al otro, dejando un reguero de prendas hasta tu cuarto, donde me empotraste contra la pared mientras sostenías mis manos sobre la cabeza, mordías mi cuello con saña hasta hacerme lanzar un quejido y acariciabas mi abdomen convulso.

Entre besos feroces, acabamos junto a la cama. Lamiéndome los labios, te empujé sobre ella y me subí a horcajadas sobre ti, sin nada ya que separase nuestros cuerpos. Mi erección se deslizó y aplastó contra tu estómago mientras enterraba los dedos en tu melena y me hacía de nuevo con tu boca. Sujeto a tu cabello, ondulé las caderas contra la extensión erecta de tu pene, que ardía allá donde se frotaba contra mis testículos.

Pero no duró mucho.

Con brusquedad, nos diste la vuelta y devoraste mi exclamación así como devorabas mi boca: con un hambre insaciable que conocía bien y que vibró en cada fibra de mi ser al tiempo que nos empujábamos el otro contra el otro. No sé cuánto tiempo estuvimos así. El tiempo se volvió algo difuso que dejó de tener razón e importancia. En esas cuatro paredes, solo importabas tú; solo importábamos nosotros. ¿Por qué con Alicia no podía ser igual? La primera y única vez que nos habíamos acostado desde nuestra reconciliación, no había sido así, sino incómoda y mecánica. No saltaban chispas. No era como si el mundo entero se detuviera, el mar se partiera en dos y un meteorito sacudiera mi cuerpo al incrustarse e incinerar mi subconsciente, mi ser, mi corazón. Había tenido que esforzarme por complacerla y ser activo en lugar de fugarme al interior de mi cabeza, pero ya no era lo mismo.

Ya nada era lo mismo.

Hasta esa única vez tuve que cerrar los ojos e imaginar que estaba contigo.

Y, aunque ella se pegaba a mi espalda noche tras noche y trataba de iniciar algo, no me veía aún capaz y la apartaba con alguna excusa.

Rompiste el beso y, mientras jadeábamos, me diste la vuelta, apretando mi cara contra la almohada y tus dedos en torno a mi nuca. La montura de las gafas, que no caí en la cuenta de quitarme antes, se hundió con fuerza contra mi ceja derecha y la almohadilla se clavó cerca de mi lagrimal, lo que hizo que los ojos se me empañasen y el dolor irradiase por toda mi cara. Aun así, me mordí el labio inferior y reprimí un quejido.

Con movimientos ásperos, me hiciste alzar el trasero en el aire.

Tus manos recorrieron mi espalda con caricias ásperas que poco después centraste en mi trasero. No me preparaste mucho y yo te urgí entre jadeos que resonaban en mi pecho oprimido a que me penetrases ya, ya, ya. Si aquella era nuestra última vez, quería poder sentirte por días para que no te evaporases tan fácilmente de mi vida.

Te hundiste en mí de una sola e implacable estocada, a lo que me estremecí como si me hubieran dado un latigazo.

Enterrando más el rostro en la almohada, hincando los dientes en ella, mi cuerpo se sacudió con cada nueva embestida dura que me dabas y que me arrastraba sobre las sábanas a medio descorrer. La sangre se agolpaba en mis oídos. El restallido de nuestras pieles al entrechocar, tus gruñidos y mis jadeos, resonaban en la habitación como detonaciones en un campo de guerra. Mis brazos tensos, mientras me sujetaba a tus muslos, era lo único que me mantenían en el lugar y a flote, así como tus dedos presionados contra mis caderas, contra las que tus uñas se aferraban con la misma brutalidad con la que me follabas.

Enterré los dientes en la almohada y gemí mi clímax mucho antes que tú, aunque cejé de empujarme contra ti, con la saliva empapando mi barbilla y sin aflojar mi agarre en la almohadón, hasta que te corriste.

Después, te echaste a mi lado y me permití cerrar los ojos y disfrutar por última vez de la piel húmeda y el vello hirsuto de tu muslo contra el mío, del calor incandescente que radiaba de tu cuerpo y que penetraba el mío, del olor almizcle a sexo mezclado con nuestras colonias que se concentraba en esa habitación y que aspiré profundo como si se tratase de la mejor de las fragancias.

Tus resuellos pronto se atenuaron.

Y un silencio inexorable y pesado como una losa descendió sobre nosotros, lo que hizo que el canto de las chicharras y las voces infantiles, acompañadas de chapoteos y risas a la distancia, se colasen y apropiasen de la quietud de la habitación de manera rotunda y fúnebre.



* * *

¡Buenas, personitas!

Pues... ya sabéis por fin parte (y remarco ese parte) de lo que ocurrió entre Ventura y Paco, algo a lo que ya alude Ventura en su historia y también Paco al principio de esta historia cuando dice: "Seguramente, después de cinco años, ya ni siquiera te preguntes por qué la elegí a ella". 😔

Ahora queda por saber qué pasará entre Ventu y Paco y si de verdad Paco va a conformarse con lo conocido y esa promesa de Alicia y a sacrificar todo ese avance que había tenido hasta el momento y eso tan especial que tiene con Ventura por ese sueño suyo tan quimérico 😅

La buena noticia es que no tardaremos en averiguarlo 😋

La mala noticia es que me voy a tomar unas mini vacaciones por Navidades y el siguiente capítulo no lo tendréis hasta después de fiestas. ¡Lo siento! Pero necesito desconectar un poco y ver si me motivo y me obligo a empezar a escribir otra vez porque, entre lo difícil y emocionalmente extenuante que fue escribir esta historia y todo lo que ha pasado en este año maldito, no he vuelto a retomar la escritura desde que terminé de escribir Extraña necesidad a finales de agosto.

Para alguno esto no será apenas tiempo, pero para mí es una eternidad 😭

Espero que lo podáis entender.

Por eso, y aunque sea demasiado pronto, os deseo unas felices Navidades y un feliz Año Nuevo~ Sed cuidadosos, no hagáis ninguna tontería y ojalá podáis celebrarlo con vuestras familias. Os deseo todo lo mejor.

Muacks 😘

PD: No os olvidéis de votar y comentar, porfa. Escribir y revisar lleva muchísimas más horas de lo que parece y saber lo que os parece anima muchísimo a continuar ❤

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