INTRODUCCIÓN
¿Sabes, Paco? Antes de ti, nunca me había acostado con un matrimonio, jamás lo habría considerado, pero es cierto eso que dicen de que siempre hay una primera vez para todo y que de los errores se aprende. Aquel día en particular, el día en que te conocí, fue en medio de una catástrofe familiar. Oh, sí, muchos, desde medios de comunicación hasta extraños de la calle, se lamentaban por el pésimo estado de salud del emblemático actor José Luis Urriaga. Todos ellos parecían tener los mejores deseos en mente para una pronta recuperación, por más temporal que esta fuese. Todos ellos estaban en vilo sobre cualquier detalle de mejoría o empeoramiento de esa súbita enfermedad que había pillado a todo el mundo por sorpresa, en especial a la familia. Y así lo atestiguaba la horda de paparazzis que todos los días nos tocaba sortear, entre preguntas a voz en cuello, flashes, cámaras o micrófonos que casi me metían por la boca, cuando queríamos entrar al hospital.
Sin embargo, todos ellos desconocían la verdadera cara de mi abuelo.
Es fácil montarse una doble cara que lucir ante las cámaras y la televisión. Solo tienes que darles lo que esperan de ti, ni un gramo más ni uno menos, y los muy imbéciles se lo tragan con una facilidad pasmosa. Mi abuelo siempre fue un as en ese sentido. Todos en la familia lo somos; al fin y al cabo, tuvimos al más grande como nuestro mentor, ¿verdad?
Aunque ¿qué se puede esperar de una familia de actores? La mentira corre libre por nuestras venas desde el momento en que nacemos.
Y, como muchas otras veces, cuando una de las enfermeras entró aquel día a eso de las siete de la tarde con una sonrisa amigable iluminando un rostro maduro y delgado, agradecí las dotes que el viejo me había inculcado a base de mano dura desde que nos arrastrase a mi madre y a mí a la casa familiar hacía dieciocho años.
Con la espalda bien recta y gesto relajado, me incorporé de la pared contra la que estaba recostado, de cara a la ventana que me había apresurado a abrir un par de horas atrás para dejar entrar aire fresco que barriese esa peste a enfermedad, orín, heces y lejía. Me moví hacia mi abuela, que se acababa de incorporar del borde de la cama del viejo y planchaba las arrugas inexistentes en su falda grisácea con esa pequeña y débil sonrisa cortés que tenía últimamente con todo el personal médico o cualquier interesado por la salud de mi abuelo.
La rigidez de su brazo flaco bajo mi mano mientras la acompañaba no se relajó ni siquiera al tomar asiento en la otra butaca vacía que no ocupaba mi madre.
En todo momento, la enfermera parloteó mientras revisaba la cantidad de solución que quedaba en la bolsa medio vacía que colgaba del portasueros, luego regulaba el goteo e inyectaba algo directamente en la llave de tres vías que el viejo había intentado arrancarse, desorientado, hacía tres días. Hablaba y hablaba sobre lo mucho que admiraba el trabajo cinematográfico de mi abuelo, de la multitud de veces que había visto una película que mi abuelo había protagonizado a los veintitrés años.
—Menudo galán estaba hecho. Que no me oiga mi marido ni mis hijos, pero de jovencita estaba prendada de él. —Se rio—. Espero que no le importe que diga esto, señora Beneventi, pero su marido de joven tenía muy buena planta. Siempre me tenía suspirando cada vez que salía en una revista, en la televisión o veía una de sus películas.
Los surcos en el rostro pálido de mi abuela, la sombra bajo sus ojos, se acentuaron al forzar una débil sonrisa.
—Dime Roberta, bonita. Y no te preocupes: yo también pensaba lo mismo en esa época.
—Y dos años después, lo atrapaste durante el rodaje de «Dónde va usted, señorita». —En su butaca, mi madre recogió un mechón de su melena rubia, más claro que mi pelo, detrás de la oreja y levantó la vista de su móvil. Le guiñó un ojo a la enfermera—. Poca gente lo sabe, pero mi madre se hizo de rogar durante meses y no se lo puso nada fácil hasta que el mujeriego de mi padre sentó cabeza.
Siguieron bromeando como si aquello fuera lo más normal del mundo en una habitación donde, de fondo, el silbido de la máquina de oxígeno ponía la banda sonora en todo momento y el mencionado ya no era capaz ni de ir al baño por sí solo.
¿Ves a qué me refiero?
Agradecía la buena disposición de la enfermera, pero era difícil pasar aquella situación como normal mientras revisaba el pañal que habían empezado a ponerle al viejo hacía unos días. En cambio, mi madre era como si viviera en otra frecuencia totalmente diferente y, en vez de en un hospital velando por su padre enfermo, estuviera tomando algo en una cafetería con una de sus amigas.
No poner los ojos en blanco en aquel momento fue un esfuerzo hercúleo.
Supongo que es lo que pasa cuando mi abuelo te cría desde pequeño: te acabas olvidando de que llevas una máscara puesta de lo tan soldada que está contra tu piel, como una capa extra e invisible de epidermis en la que es un alivio refugiarse durante situaciones adversas como aquella que vivíamos. ¿Para qué dar rienda suelta a tus verdaderas emociones y preocupaciones cuando puedes aparentar que todo está bien?
Minutos después, la enfermera subió la barandilla de la cama del viejo, recogió sus enseres y no se detuvo hasta llegar al dintel de la puerta, donde titubeó un segundo antes de volverse hacia nosotros con una mueca compasiva.
—Lamento muchísimo por lo que están pasando. Quiero que sepa, señora Beneventi, que todos los enfermeros de esta planta estamos con usted. Ya lo hemos hablado y nos encargaremos de que su marido padezca lo menos posible cuando llegue el momento. Ánimos.
Tras otro breve titubeo, se fue.
Las paredes blancas de aquel cuarto, de por sí diminuto, parecieron estrecharse y cernirse sobre nosotros. Un sollozo rompió el silencio. Mi abuela se encorvó sobre sí misma y se tapó la cara con las manos. La garganta se me cerró y algo pesado se asentó en mi estómago. Mientras mi madre se sentaba en el reposabrazos y rodeaba sus hombros, yo me apuré a cerrar la puerta. Las palabras de la enfermera, por más bienintencionadas que hubieran sido, habían sido el mazazo final a las pocas esperanzas que abrigaba mi abuela.
Solo daba gracias a que al último compañero de habitación de mi abuelo le hubieran dado el alta aquella mañana y estuviésemos a solas.
Me arrodillé delante de ambas, elevé el rostro y le acaricié la rodilla a mi abuela.
—Lo importante es que no sufra, ¿sí?
Con el rostro congestionado y los ojos marrones anegados, mi abuela asintió y, acto seguido, se inclinó hasta que la atrapé entre mis brazos. Su cabello, corto y blanco, cosquilleó la piel de mi cuello. Mi madre apoyó la frente en mi otro hombro con un suspiro, y enseguida empezó a musitar que habría que llamar a tal o cual familiar, que habría que avisar de la información encubierta que nos habían dado, pero tanto mi abuela como yo fingimos no escucharla mientras acariciaba la espalda con pequeños círculos, tropezando con cada una de sus vértebras que cada día parecían más y más prominentes.
Rato después, cuando mi abuela se sosegó un poco, mi madre la tomó de la mano y le propuso ir al baño y a buscar algo de beber para terminar de serenarse mientras ella se encargaba de hacer las llamadas pertinentes.
Aspiré hondo y encajé la mandíbula para no estallar.
Señoras y señores, esa era mi madre en todo su esplendor: siempre más preocupada por las apariencias que lo que realmente ocurre en la familia.
Después de prometerles que yo me quedaría con el viejo hasta que volviesen, ambas se fueron. Una vez solo, el vello de los antebrazos se me erizó y arrastré los zapatos hasta los pies de la cama ocupada. Me aferré a los barrotes, incapaz de acercarme más a él. Tumbado en aquel diminuto colchón, con el catéter enganchado a un brazo raquítico y la máscara de oxígeno cubriendo un rostro ajado y cadavérico de piel amarillenta, aquel gigante de hierro de hombros anchos y presencia imponente que me ha acechado desde crío no era más que una sombra patética de lo que una vez fuese. Pequeño y engullido por la bata azul y las sábanas blancas, ya no podía alcanzarme.
Ya no podía hacerme nada.
El estómago me dio un vuelco, y retorcí el metal bajo mis manos de forma infructuosa.
—No nos toques más las narices y muérete de una vez, vejestorio —espeté con violencia, y tuve que limpiarme con el envés de la mano la saliva de los labios y de la espesa barba que llevaba días sin tener tiempo de recortar—. Ya no tienes poder sobre nosotros, ¿me oyes? Ya no podrás hacernos nada desde la tumba. Ya no eres nadie.
Los ojos de mi abuelo, del color del cielo raso en una mañana gélida e inmisericorde, que, por desgracia, he heredado, apenas lograron centrarse unos segundos en mí antes de revolotear alrededor, como llevaba haciendo desde que el dolor se convirtiese en agonía hacía una semana, cuando nos advirtieron que lo más seguro es que cayera en coma y muriese.
Un fuerte calor explotó en mis mejillas al tiempo que apretaba los dientes y dejaba caer la frente sobre mis manos.
Estúpido, estúpido, estúpido.
¿Qué estaba haciendo?
A mí no me importaba lo que le pasara. Me daba igual. Además, ¿qué era lo que solía decir el viejo? Ah, sí: por el amor de Dios, Ventura, espabila de una vez. ¿Cuántas veces te lo tendré que decir hasta que se te meta de una vez en la mollera? Nunca permitas que nadie sepa lo que estás sintiendo. Jamás lo hagas. Solo los maricones y las mujeres se dejan llevar por sus emociones, ¿estamos? Y tú no eres ni una cosa ni la otra, así que óyeme bien. ¿Me estás escuchando? Bien. La vida es como jugar a las cartas: en cuanto enseñas tu mano, estás perdido. Enfado, pena, alegría... Todo lo pueden usar en tu contra. No se lo pongas fácil a esos malparidos porque, en cuanto huelan tu debilidad, se lanzarán sobre tu yugular a la menor oportunidad y lo usarán en tu contra; te usarán sin pensárselo un instante. No les des tiempo; hazles creer que te tienen en su poder, que eres una carta más del montón en su haber, y úsalos tú primero sin miramiento alguno. Y no te fíes de nadie, Ventura, ni de tu propia sangre, ¿escuchas? Vale más la pena pegarse un tiro o tirarse desde un quinto piso que darle el gusto a todos esos cabrones de que te vean de rodillas y sometido a su voluntad.
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