3
Desde el comedor, la música marcaba el ritmo con el que nos balanceábamos. Atrás quedaron olvidados nuestros vasos y las botellas en la mesa cuando Alicia se puso de pie, nos cogió de las manos a ambos y nos arrastró hasta vuestra habitación. Parecía sacada de un catálogo de decoración con aquellas paredes rosa palo, las cortinas blancas vaporosas, una cama de matrimonio con más de esos cojines con pelo de peluche tan horribles, dos mesitas de noche, dos butacas y un tocador grande con espejo lleno de productos ordenados, junto a una puerta cerrada que a saber a dónde daba. Atrapada entre nosotros, deslicé mi mano por el abdomen de Alicia, sobre la tela del vestido, y apreté mi entrepierna contra su trasero mientras ella masajeaba nuestras pollas por encima de los pantalones. Al otro lado de Alicia, evitabas que nuestras miradas se cruzaran a toda costa.
¿Qué hacía allí aún? ¿Por qué no me había largado?
No era como si la advertencia velada de Alicia o sus prejuicios me hubieran achantado o me sorprendieran. A esas alturas, mi abuelo me tenía más que inmunizado con sus comentarios variopintos. Gays, bisexuales, transexuales, negros o mujeres: día sí, día también, no había persona que no fuera víctima de su lengua afilada cuando escupía algún insulto vejatorio contra alguien, quien fuera, aunque su pasatiempo favorito era cebarse conmigo o mi ligue de turno si estaba en Valencia e iba a comer con ellos.
En cierta forma, me tranquilizaba pisar terreno conocido, ¿sabes?
Me incomodaba esa atracción que sentía por ti o que solo hubiera aceptado hacer esta locura porque podría tenerte más cerca, tocarte y conocerte. ¿Te das cuenta de lo peligroso que es dejarse llevar por unos deseos que, en circunstancias normales, me asquearían? No, no me hacía ni puta gracia cómo te trataba Alicia, pero di gracias porque me hubiera parado los pies y hubiera puesto las cartas sobre la mesa.
Aquello solo iba a ser sexo. Punto.
Ella quería usarme para follar, seguramente para alardear luego con sus amigas de que había estado conmigo, y a eso sí podía hacerle frente.
Aquel guion sí me lo conocía de memoria.
Atrapé el bajo del vestido con los dedos y lo recogí poco a poco mientras Alicia rompía el beso que había iniciado contigo y me buscaba a mí. Por segunda vez, evadí su boca y dejé un suave mordisco en su cuello. Ella ronroneó y me dedicó una mirada intensa mientras me restregaba contra su nalga desnuda y acariciaba su muslo, muy próximo a su ingle. Separó los labios en un suspiro inaudible y sus pupilas se dilataron aún más, el negro de la pupila adueñándose del verde con vetas marrones de su iris. Como un leopardo sobre su presa, Alicia giró dentro de nuestro abrazo con rapidez y pegó sus pechos contra mi camisa, manteniéndote una vez más lejos de mí.
Le sostuve la mirada.
Esbocé una media sonrisa que ella me devolvió enseguida mientras llevaba sus manos al botón de mis pantalones de vestir. La minicadena calló en ese momento, y el siseo de mi cremallera fue atronador en el silencio. Con dedos diestros, Alicia coló la mano dentro de mi ropa interior y cerró los dedos en torno a mi polla, dura y necesitada ya. Despacio, sin dejar de retarme con la mirada, empezó a masturbarme y pronto se me escapó un gemido ronco.
—Alicia... —dijiste, pero ninguno de los dos te miramos—. Alicia, espera. No sé si...
—Francis, cállate un poquito y sigue acariciándome, ¿quieres? ¿No ves que estoy ocupada ahora mismo? —Se puso de puntillas y trató de capturar mi boca, pero alcé el mentón con un gesto burlón y, en su lugar, mordió mi barbilla—. Mmmm. ¿Te estás haciendo el difícil o qué? —Hizo un giro experto con la muñeca y casi puse los ojos en blanco—. Qué ganas de tenerte dentro de mí, Dios. La tienes súper gorda y durísima. Estoy que no puedo más. ¿Es eso lo que quieres? ¿Te gusta tenerme así de desesperada y necesitada?
Torcí más el gesto y arremetí contra su mano antes de inclinarme y susurrar contra sus labios:
—Quién sabe...
Hizo otro nuevo intento, y me erguí antes de que su sonrisa se fundiera con la mía. Sus ojos resplandecieron con una mezcla de irritación y diversión. Que pensara lo que quisiera. Si quería creer que no la besaba para ponerla más cachonda, pues que así fuera. No necesitaba saber que así era como me comportaba con todos mis polvos de una noche.
—Alicia. —La separaste de mi cuerpo por las caderas y me fulminaste con la mirada—. Joder, Alicia, que no quiero que...
Esta te dio un codazo y ladeó la cara.
—¿Quieres parar ya? Estás fastidiando por completo el momento.
Durante unos segundos interminables, os observasteis. Cuando Alicia empujó su cuerpo contra ti con determinación e inflexibilidad, tus ojos revolotearon durante un breve instante hasta mí; luego, los desviaste con el ceño fruncido, suspiraste y dejaste caer tus hombros. ¿A quién pretendías engañar? Alicia proclamaba que eras hetero, pero tu interés en el baño de la discoteca o en el comedor minutos atrás me decía una historia completamente diferente. Mínimo debías ser bisexual, si no es que un gay reprimido de esos. Lo que no entendía era por qué Alicia estaba tan segura de lo contrario. ¿Acaso lo escondías de ella o pretendías ser alguien que no eras?
¿O quizá me estaba volviendo loco y ya empezaba imaginar lo que no era?
Mierda, ¿qué más daba? Ni siquiera tendría que importarme.
Encajé la mandíbula y deshice la distancia entre Alicia y yo, atrapándola otra vez entre nuestros cuerpos. Enseguida, esta reanudó su atención a mi polla mientras te desabrochaba los vaqueros y sumergía su otra mano en ellos. Nuestros jadeos resonaban en la habitación y tú volviste a besarte con Alicia con los ojos fuertemente cerrados. Yo no podía dejar de estudiarte mientras deslizaba mis labios por el cuello de Alicia y exploraba con dos dedos bajo el tanga apretado. En un arrebato, embestiste contra Alicia, lo que ocasionó que la cabeza húmeda y caliente de tu polla resbalase y pintase una línea curva e invisible en mi antebrazo.
Te estremeciste. Tu boca se apartó de Alicia y emitiste un gemido al tiempo que abrías los ojos de golpe y los clavabas en mí con perturbación.
Como si de por sí la situación no fuera lo bastante rara de cojones, te echaste hacia atrás como si mi piel te hubiera quemado, te desembarazaste de las caricias de Alicia y musitaste un apresurado:
—Tengo... tengo que ir al baño... Ahora vengo.
Y nos dejaste ahí solos. Alicia bufó. Arrugué el ceño mientras estudiaba la entrada del cuarto sin comprender nada. Todavía sentía la estela caliente que había dejado tu polla sobre mi piel. ¿Estabas nervioso o... tal vez odiabas la idea del trío? ¿Era eso? ¿Te ardían las entrañas cada vez que me veías tocar a Alicia o cuando esta me prestaba demasiada atención?
Si era así, ¿por qué estabas haciendo algo que, al parecer, no querías?
¿Por qué me mirabas con esa intensidad desde el principio?
Me obligué a despegar la mirada de la puerta y me volví hacia Alicia, que tenía los labios apretados, la barbilla tensa y los ojos puestos en la entrada.
—¿Quieres ir a hablar con él? Puedo esperar sin problemas.
Ella zigzagueó la mano en el aire en un gesto displicente.
—No. Dale un rato para que se le aclaren las ideas. No sé cuál es su problema, si está claro que estaba como una piedra y lo estaba disfrutando.
¿Quizá el hecho de que no quería que otra persona, yo, tocase a su chica?
Una sonrisa repentina surcó el rostro de Alicia, una que hacía que sus ojos chisporroteasen con malicia. Como si hubieras pasado a un segundo plano en su cabeza, se acercó a mí con paso gatuno y atrapó el cuarto botón de mi camisa, que pasó a desabrochar a continuación mientras me contemplaba.
Arqueé una ceja.
—Se me ha ocurrido cómo darle la bienvenida. —Se rio entre dientes mientras seguía desbotonando mi camisa—. Ya verás. Se va a poner como una moto.
La sujeté por la muñeca con el ceño arrugado.
—¿Estás segura de que será lo mejor?
Ronroneó una afirmación al mismo tiempo que se ponía de puntillas y besaba mi cuello, por el que luego arrastró los dientes. Un escalofrío me recorrió entero y cerré los ojos mientras permitía que me abriese la camisa y expusiese mi polla caliente al ambiente más templado de la habitación. ¿Qué puedo decir? Soy un hombre débil y, si un bellezón me baña en atenciones, no voy a negarme a ellas. Habría que ser idiota para negarse a algo así.
O tener corazón y conciencia, algo en lo que nunca he destacado particularmente, según mis ex.
Paso a paso, retrocedí hasta que el borde de una banqueta tapizada que había a los pies de la cama tocó la parte trasera de las rodillas. Me senté, lo que la dejó a ella por encima de mí. Atrapé mi erección y, en un murmullo ronco y autoritario, le ordené que se quitara ese diminuto vestido rojo que llevaba tentándome toda la maldita noche. Mientras me masturbaba despacio, se bajó la cremallera de la espalda ella sola y, luego, se giró; echó las largas ondas oscuras sobre el hombro contrario y me miró por encima del izquierdo con ojos entornados y sonrientes.
Me humedecí los labios.
Poco a poco, deslizó el tirante del vestido fuera del hombro, acción que repitió con el otro antes de cimbrear el cuerpo, inclinarse y bajar el vestido hasta los pies.
Sin nada más que un sujetador sin tirantes negro y ese puñetero tanga del mismo color tan tentador que partía a la perfección su trasero redondo y prieto en dos, volvió a echarme un vistazo con una sonrisa traviesa que terminó por destruir mi paciencia. Con el brazo izquierdo, cerqué su cintura de avispa y tiré de ella hacia mí, lo que le arrancó algunas risitas mientras luchaba sin mucho ahínco. Sin embargo, se sentó en mi regazo y se dejó hacer mientras agarraba con suavidad un puñado de su pelo, exponía su cuello y mordía allá donde este se unía al hombro.
Sin previo aviso, se puso a horcajadas sobre mí, me sujetó los brazos y echó hacia delante su peso hasta que me dejé caer hacia atrás.
No ponía despegar los ojos de sus tetas.
En cuanto mi espalda tocó el colchón, volví las tornas con brusquedad y, al instante, la tuve debajo de mí, sujetando sus muñecas por encima de su cabeza con una mano mientras ella me atrapaba entre sus piernas, arqueaba la columna y yo luchaba con el cierre del sujetador.
Pronto, sus pechos generosos quedaron expuestos y capturé uno de los pezones con mis labios.
Mientras lo chupaba, bajé una mano por la concavidad de su estómago, pasé por encima de la tela de encaje del tanga hasta hallar una zona húmeda y colé dos dedos bajo de este.
No tardé en tenerla retorciéndose debajo de mí, rogándome entre jadeos que me quitara los pantalones de una vez. Fue gracioso verla tratar de conseguirlo con las rodillas. Tras unos momentos, hizo un puchero y me lanzó una mirada que podría haber matado al héroe griego más fuerte y valeroso. Con una media sonrisa, la solté, enganché los pulgares dentro de los pantalones y los bóxers azules y tiré de ellos hasta mis caderas, lo justo para exponer mi entrepierna. La cubrí de nuevo con mi cuerpo hasta que quedamos cara a cara y empecé a restregarme contra su muslo, lo que la hizo gruñir de impaciencia. No mucho después, metía las manos entre nuestros cuerpos y se hacía con mi polla, que guio hasta ella.
Cuando mi erección se deslizó con facilidad por la humedad de su coño desnudo, eché los ojos hacia atrás y me mordí el labio inferior.
Oh, cuánto me habría gustado hundirme en ella en ese momento.
Ni siquiera se me ocurrió preguntarme dónde estarías o por qué tardabas tanto en volver. Estaba a lo que estaba.
Apretándome contra su sexo, inicié un vaivén con las caderas mientras nos sosteníamos la mirada, como si el que primero la retirase sería el perdedor. ¿De qué? Sigo sin estar seguro. ¿Quizá el control de la situación? Puede que sí. Eso es algo que a los dos nos encanta y por lo que peleamos en la cama en los meses venideros. La cabeza de mi polla tropezó con su entrada y la atravesó un poco, aunque a la siguiente embestida siguió de largo en aquel recorrido enloquecedor que empezaba a raspar mi paciencia.
De forma inesperada, alguien me agarró del hombro y me apartó de ella con brusquedad. Solo tuve tiempo ver tus ojos colmados de algo oscuro y peligroso antes de que estrellases tu puño contra mi mandíbula.
*
Alicia gritó.
Yo me caí de culo sobre el colchón con una mano en la cara, y tú temblabas de pie a cabeza con el semblante lívido. Enseguida, te subiste a la cama y me sujetaste por los dos extremos de la camisa abierta mientras yo trata de recuperarme de la conmoción y movía despacio la mandíbula, que punzaba como una condenada. Esa no era la manera en la que me había imaginado cerca de ti durante toda la noche. No me habría opuesto a que hubieras acabado encima de mí, pero, desde luego, sobraban algunas cosas en aquella estampa, como la furia que desfiguraba tus facciones o el hecho de que parecieras querer romperme la crisma.
—¡Cómo te atreves a tocarla así! Es mi mujer, ¿me oyes? Es mi mujer y no quiero que nadie, y mucho menos tú, le ponga las putas zarpas encima. Dios, qué imbécil he sido. Seguro que estabas esperando a que me largase para caerle encima como una puta sanguijuela. —Me zarandeaste y yo fruncí el ceño. ¿De qué hablabas?—. Me importa una mierda quién seas o qué tan famoso seas. No tengo miedo, ¿me escuchas? Pienso destrozarte esa cara de...
Alicia apareció a tu lado y te empujó hacia atrás repetidas veces hasta que me soltaste mientras repetía:
—Ya basta. —Con la mandíbula adolorida, me incorporé sobre mis codos mientras tú seguías sobre mí. Alicia te clavó las uñas en el brazo—. ¿Qué te crees que estás haciendo?
Tu expresión enfurecida se vino abajo de un plumazo.
—Estaba encima de ti... Estaba a punto de... de...
—¡Para eso estamos aquí!
—¡No! Para eso estás tú aquí. En ningún momento dije que esto me pareciera bien. ¿Te piensas que me gusta ver cómo otro hombre se acuesta con mi mujer? ¿Que no me duele? ¿Que no es como si me clavases un puñal en las entrañas y lo retorcieses cada vez que le tocas?
—¡No digas sandeces! Aceptaste cuando te lo propuse.
—¡Porque quiero arreglar las cosas contigo! ¡Porque quiero hacerte feliz!
Alicia resopló con los labios torcidos.
—Pues estás haciendo un gran trabajo ahora mismo, Francis. —Aplaudió de forma pausada—. Un muy gran trabajo. No haces más que arruinarlo todo. No sé qué coño hago malgastando mi vida conti...
Te empujé con violencia, lo que atrajo la atención de ambos. Con la mandíbula encajada, metí la polla, ya flácida gracias a vosotros, dentro de la ropa interior y me arrastré fuera de la cama. Una vez de pie, me subí de un tirón los pantalones sin quitaros la vista de encima. Mis ojos quizá estuvieron más tiempo del necesario en ti, pero es que tenías mi cabeza hecha un puto lío. ¿Qué cojones pasaba contigo? A veces, te me quedabas observando con esas miradas eternas e incomprensibles, como si estuvieras deseando que te aferrase por la nuca y te comiera la boca sin darte tiempo a cuestionarte nada.
Otras, como en ese instante, me apuntillabas con miradas acusatorias.
Como si yo tuviera la culpa de todos tus males.
—Aclaraos de una puta vez, joder. No soy un jodido juguete al que podáis zarandear a placer. ¿Estamos? —escupí con tanta sequedad y dureza, sin dejar de mirarte, a lo que hiciste una mueca y retiraste la mirada—. O queréis que sigamos con el puto trío de los cojones o me largo a mi casa, porque os aseguro que tengo mejores cosas que hacer que aguantar a gente que no sabe ni lo que quiere en la vida.
Di media vuelta y salí de la habitación echando humo. Alicia me llamó, pero la ignoré. Que hablaseis de una vez porque no iba a aguantar ni un puto segundo más aquella actitud cambiante de ahora sí, ahora no. Mientras abría y cerraba puertas en busca del baño, vuestros cuchicheos airados se colaron por el pasillo. Para cuando me encerré en el lugar adecuado, la voz de Alicia era la que más sobresalía, ahogando por completo la tuya.
*
En la oscuridad del baño, tanteé las baldosas de la pared de malos modos hasta que di con el interruptor. La luz blanquecina me cegó un momento y no pude más que gemir al recaer en la funda de la tapa del retrete: era de peluche rosa. ¿Es que la mierda esa me iba a perseguir por todas partes de ahora en adelante?
Qué obsesión más rara tenía Alicia, joder.
De una zancada, me planté delante del lavabo y del espejo. Me mojé la cara y, seguidamente, me lavé las manos con movimientos bruscos mientras estudiaba mi reflejo. Por si la rojez en mi frente y la nariz, algo hinchada, no fuera suficiente, la herida en mi labio se había vuelto a abrir y la mandíbula me pulsaba. Y, para más inri, el puto baño apestaba a jazmín, un olor dulzón tan penetrante y nauseabundo que podría haberme perforado el cerebro. Sacudí las manos contra el espejo, llenándolo de gotas. Que os jodieran. Era lo mínimo que podía haceros después de la nochecita de mierda que me estabais dando.
Yo que había salido a pasármelo bien, olvidarme de mis problemas familiares y metérsela doblaba al viejo una última vez y había acabado en una situación aún peor.
¿Era aquello el karma? Porque, si así era, ya podían darle por culo.
Me sequé las manos en las perneras del pantalón. Luego, cacé con dos dedos ligeramente húmedos el móvil del bolsillo derecho y, aunque no me hacía mucha gracia, me senté sobre la funda de peluche, no sin antes fulminarla con la mirada. Mientras metía la contraseña en el móvil y quitaba el modo avión, ojeé mi alrededor. Era un calco más del resto de la casa, con esas baldosas azul pastel y las cortinas blancas florales de la ducha.
Arrugué la nariz.
Qué ganas tenía de escapar de la casita de chocolate de Hansel y Gretel, joder.
Tenía un par de llamadas perdidas y varios mensajes de mi madre. Revisé estos últimos al tiempo que me masajeaba la zona dolorida y movía la mandíbula con cuidado.
Maite: ¿Dónde estás?
Maite: Ay, hijo, qué difícil es dar contigo.
Maite: Respóndeme o cógeme la llamada, ¿quieres?
El último mensaje era de hacía una hora.
¿Qué querría? Antes de marcharme del dúplex, le había prometido que, al día siguiente, iría a desayunar con ellas y estaríamos a las nueve de la mañana en el hospital sin falta. ¿Qué más había que decir? ¿Es que seguía dándole vueltas a todo lo que se nos vendría encima cuando el viejo estirase la pata?
Eché un nuevo vistazo a la hora. Eran las tres y cuarto. ¿Seguiría despierta?
En lugar de llamarla y arriesgarme a despertarlas, sobre todo cuando mi abuela necesitaba más descanso que nadie, escribí:
Yo: Qué quieres? Estaba algo ocupado
Enseguida, apareció el «en línea» arriba y luego un «escribiendo». Qué extraño.
Maite: Llámame.
Yo: Ahora? No es un buen momento
Maite: Ventura. Que me llames.
Maite: Ya.
Resoplé. Qué tremendista era mi madre a veces, joder.
Salí del WhatsApp y busqué en el historial de llamadas la última que me había hecho. Unos toques en la puerta, sin embargo, previnieron que pulsase su nombre. Alcé la cabeza de golpe. ¿Sería Alicia? Porque no había nada que pudiera decirme que me hiciera volver a ese cuarto.
—¿Quién es?
—Soy... soy yo. —A pesar de que la puerta amortiguaba tu voz, la reconocí enseguida. La tensión volvió a mi cuerpo. Me puse de pie con el móvil empuñado contra mi muslo—. ¿Puedes abrir? Me... me gustaría hablar contigo y disculparme.
Bufé una risa. Cuánto se te habían bajado los humos, ¿no?
En dos zancadas, estaba delante de la puerta, que abrí con más fuerza de la necesaria. Al otro lado, diste un respingo y elevaste la vista del suelo. Tras cruzar los brazos, me recosté contra el marco y me aseguré de darte la sonrisa más sardónica e indiferente que tenía en mi repertorio. Tu semblante estaba consumido por alguna emoción que me costaba distinguir. ¿Preocupación? ¿Aprensión? ¿Arrepentimiento? Bajo mi axila, metí las uñas en uno de los huecos de la carcasa del móvil.
—¿Estás seguro de que no vienes a terminar lo que empezaste?
Alzaste las cejas.
—¿Qué? ¡No! Claro que no. Es solo que... —Arrugaste el ceño y evitaste un instante mis ojos mientras te rascabas la nariz. Cuando tu mirada recayó en mi mandíbula, diste un paso adelante e hiciste amago de tocármela—. Tu cara...
Me eché hacia atrás con brusquedad.
—Di lo que tengas que decir y lárgate. Solo estaba echando una meada. ¿O es que también lo tengo prohibido? —Torcí el labio superior hacia arriba—. Prometo pirarme en cuanto acabe. ¿Contento?
—No. ¿Por qué tendría que alegrarme? —En tu frente aparecieron algunas arrugas—. Me sabe fatal haberte pegado. Pero es que... —Apretaste los labios, y luego chascaste la lengua, como si no encontraras las palabras apropiadas—. ¿Te duele mucho? ¿Necesitas hielo? Creo que en el congelador aún nos queda algo de la última vez que Alicia invitó a sus amigos.
—Estoy bien.
—¿Cómo puedes estarlo? No he hecho más que atizarte en toda la noche. Primero hago que te comas la puerta del baño y ahora esto... —Internaste los dedos temblorosos de tu mano derecha en tu tupé, despeinándolo—. ¿Quieres que vayamos a urgencias?
Eso era lo mismo que me habías preguntado en el baño... El estómago me dio un vuelco agradable ante tu preocupación, aunque enseguida se me endureció. No, era todo mentira. Lo único que debías buscar al preocuparte por mí era que se me pasase el cabreo para que no te metiera una demanda. No podía olvidarme de eso: al fin y al cabo, todos quieren algo de ti. Nadie se acerca a otra persona si no es por una buena causa.
La carcasa del móvil crujió dentro mi puño.
—Me parto la polla contigo. ¿De verdad crees que eres tan fuerte como para hacerme daño? —Solté una risa nasal despectiva—. ¿Con esos palillos que tienes por brazos? Por favor, hasta mi abuela tendría un derechazo más potente que el tuyo.
Tu rostro se contrajo en una mueca. Me mirabas con el mismo desconsuelo que una persona a la que de verdad le importase lo que yo pudiera pensar u opinar de ella. Pero era falso, todo ese teatro era falso, y no lo sentí ni un poco.
Bueno, puede que un poquito sí, si tenía que guiarme por el pinchazo que me agujereó el corazón.
Entreabriste los labios para decir algo, nunca supe qué, pero el tono de mi móvil te interrumpió. Con el ceño fruncido, lo saqué de debajo de mi axila. Era mi madre. No entendía por qué tantísima insistencia. ¿Había pasado algo con el viejo? ¿Había tenido otro arrebato con alguno de los enfermeros o con el tío Fernando en uno de esos raros momentos lucidos que cada vez tenía menos y menos? Hacía tres semanas, antes de que su salud declinase del todo, se había puesto como un energúmeno al verse tan incapacitado que no podía ni mear por sí mismo sin que un enfermero o yo lo ayudásemos. Con ojos desenfocados, amarillentos y furibundos, gritó a diestro y siniestro hasta que las venas del rostro se le marcaron y la espuma de la saliva apareció en sus comisuras. Y cuando nadie le hizo caso, me dio de puñetazos en el pecho, en el hombro, en la cara y allá donde alcanzó para que le dejase incorporarse y ponerse de pie él solo, porque «puedo yo. El día en que me muera será el día en que deje que hagáis todo por mí. ¿Está claro? No voy a permitir que me tratéis como a un maldito lisiado y mucho menos voy a permitir que alguien me sujete el pene para que mee. ¡Hostia ya!».
Sobra decir que las cosas no fueron como él esperaba.
Acabó dándose de bruces contra el suelo con un golpe sordo y pegándose contra el bordillo de la pared, para espanto de mi abuela; desde entonces, tenía las barandillas de la cama alzadas, tres puntos en la frente y un moratón del tamaño de África en la cadera y las costillas que no terminaban de sanar como recordatorio.
Si es que siquiera se acordaba ya de nada o era consciente de su alrededor...
El roce de tu mano en mi antebrazo hizo que el corazón se me desbocase y casi se me cayera el móvil al suelo. Las arrugas en tu entrecejo se habían profundizado y me escrutabas con detenimiento.
—¿Estás bien?
Bufé.
—¿Por qué no iba a estarlo? —Tus dedos quemaban contra la cara interna de mi brazo y tuve que sacudirme tu mano. Rechacé la llamada de mi madre antes de guardarme el móvil en el bolsillo del pantalón—. En fin, como sea, ya me has dicho todo lo que tenías que decirme, ¿no? Descuida que no pienso...
—Tu expresión.
—¿Qué pasa con ella?
—Estabas... —Recorriste mi rostro con aquellos ojos marrones que me recordaban a la canela—. Se te notaba preocupado. Estresado, no sé. ¿Es por lo de tu abuelo? Alicia me ha dicho que está en el hospital ahora mismo.
¿Cómo podía una persona que ni siquiera me conocía ver más allá de lo que dejaba que atisbara el resto del mundo cuando mi familia seguía creyéndose a pies juntillas la imagen de hijoputa desalmado que proyectaba? Cuando ni mi madre ni mi padre sabían realmente quién era Ventura Gil Urriaga. Quizá, en alguna noche solitaria en la que había bebido demasiado y no había encontrado nadie que calentara mi cama, me permitía el lujo de fantasear cómo sería tener a alguien que me conociera cada rincón de mi persona casi tan bien como yo mismo o cómo sería compartir mi vida con alguien así.
Pero eran momentos de debilidad y de estupidez transitoria que desaparecía con las primeras luces del alba.
Y, justo cuando encontraba a alguien que parecía encajar con aquella quimera, tuve la reacción contraria a la que siempre había imaginado que tendría: se me erizó el vello de la nuca, se me revolvió el estómago y el sudor que empapaba mi baja espalda se enfrió y volvió pegajoso.
¿Quién, en su sano juicio, desearía algo tan peligroso y espeluznante?
Era un lapsus que no dejaría que volviera a pasar. Eso solo significaba que tenía que redoblar mis esfuerzos y ponerme las pilas: me estaba volviendo uno de esos blandengues que mi abuelo tanto condenaba.
Recobré la media sonrisa mordaz.
—¿No deberías preocuparte por ti mismo? —Puse una mano en el marco de la puerta antes de echarme prácticamente encima de ti. Bajaste el mentón y te inclinaste ligeramente hacia atrás—. Yo no soy el gilipollas que tiene tal cacao mental que no sabe ni lo que quiere en la vida. Antes de meter las narices en los asuntos de los demás, deberías echarles un buen vistazo a los tuyos propios y hacer algo por solucionarlos. ¿No te parece?
Tu nuez bajó y subió despacio. Una vez más, volvías a observarme con ojos grandes, desorientados y agonizantes. Apreté los puños. ¿Es que no te dabas cuenta de lo que hacías? ¿No eras consciente de que me mirabas como si esperases que yo solucionase todos tus problemas? Pues lo llevabas claro: en esta vida, hay luchas que solo puede batir uno por sí mismo si quiere alzarse victorioso y sentirse orgulloso de sí. No hay nada como demostrarle a la vida que, no importa cuántas piedras te tire o cuántas zancadillas te haga, seguirás levantándose una y otra vez y serás un poquito más fuerte, más invencible, que la vez anterior.
No, yo no era la solución a nada, solo la vía fácil.
Con un suspiro, me enderecé, puse una mano en tu hombro y te hice a un lado.
—Mira, dejémoslo estar. Olvidémonos de esta noche y que cada uno siga por su...
Me sujetaste del cuello de la camisa. Cuando tiraste de mí con vigor, me precipité hacia ti y solo fui capaz de cogerme a tus bíceps. Tus ojos brillaban con una determinación que desconocía. Me aferraste de la nuca, obligándome a agacharme, y momentos después, estampaste nuestras bocas. Doloroso y confuso, así fue nuestro primer beso. A pesar del quejido que soltaste cuando nuestros dientes entrechocaron o cuando la montura de las gafas se nos clavó en la cara, no desististe: acariciaste mis labios con más gentileza antes de ladear la cabeza y continuar besándome.
Cerré los ojos.
Despacio, empecé a corresponderte. Los roces tentativos del principio poco a poco se volvieron más firmes, más insistentes, más desesperados. Incluso perdido en aquella vorágine de pensamientos revueltos, de un egoísmo que me gritaba que quería más, más, más de ti, tuve el acierto de rodearte la cintura, hundir los dedos en tu trasero hasta que te encaramaste a mí y encerrarnos en el baño. El ruido de tu espalda al golpear la puerta de madera reverberó en las baldosas. Aun así, no te quejaste: enterraste las uñas en mi cuero cabelludo y abriste tu boca, tentándome enseguida con una lamida en labio inferior a que me adentrase.
Cuando nuestras lenguas se hallaron, entreabrí los ojos y, a través de tus gafas torcidas y empañadas, me contemplabas con un hambre insaciable.
Empujaste tu entrepierna contra mi estómago. Ahí había una dureza inconfundible y la polla me dio un tirón mientras te tragabas mi gemido con premura, con ansias, como si fuera todo lo que necesitases para subsistir en este mundo. Volví a empotrarte contra la puerta, que retumbó, y te aferraste con los brazos a mi cuello en cuanto volví a auparte, clavándome las rodillas en las costillas, a lo que respondí hincando aún más las yemas de los dedos en tu culo y haciéndome con el control del beso.
Eras mío.
En esos momentos, eras solo mío.
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