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No mucho después de que te fueras, salí del baño mientras ojeaba a mi alrededor.

No es que estuviera buscándote. Bueno, sí, ¿a quién quiero engañar? Me había hecho gracia esa torpeza tuya o ese contraste entre lo que se te escapaba sin querer y cómo te forzabas a comportarte de manera opuesta. Mis ojos tropezaron enseguida contigo. Acodado en la barra, tratabas de hacerte oír por encima de la canción, una tecno en esa ocasión. El barman negó con la cabeza y te insistió un par de veces con mueca de confusión, pero al final asintió a lo que fuera que dijiste. Cuando este te dio la espalda, reparaste en mí y te congelaste en el lugar. Instantes después, sonreíste levemente y levantaste la mano para saludarme con tanta brusquedad que, sin querer, tiraste el servilletero con el codo. Te apresuraste a recolocarlo con movimientos urgidos mientras farfullabas para ti. Cuando por fin te volviste hacia mí otra vez, tu cara tenía un gesto abochornado y tirante; me mandaste un saludo más digno de un adolescente nervioso y torpe cuando se ve descubierto por el chico del que está colado que de un adulto que asegura no estar interesado.

Te lo devolví al levantar el mentón, sin esconder mi sonrisa.

Al volver a la mesa donde me esperaban estos, mi amigo me recibió con una expresión apesadumbrada y me dijo que a su chica le había dado una migraña repentina y tenían que irse antes de tiempo. Aunque intenté retenerlo prometiéndole que pagaría las consumiciones del resto de la noche, que es lo que suele funcionar con todos, incluso con él, negó con la cabeza mientras ni él ni ella eran capaces de mirarme a la cara, lo que, en retrospectiva, fue lo mejor.

A saber qué habrían pensado de haberse fijado en la rojez en mi cara y el labio partido.

Mientras recogían sus cosas, me quedé con ganas de preguntarle a ella: ¿qué? Ahora que has visto que el chico malo de las revistas y la televisión tiene más de hijoputa que de encantador ya no te interesa estar aquí conmigo, a pesar de las ansias que tenías de conocerme al principio, ¿eh? ¿Ya se te han ido las ganas de tratar de comprobar si tengo buen fondo y tratar de ayudar a este pobre incomprendido? Sin embargo, no lo hice. ¿Para qué? Al fin y al cabo, todos se hacían la imagen que querían de mí en sus cabezas. Yo contribuía, por supuesto, pero solo les daba lo que en realidad deseaban.

Solo trataba de ir contracorriente en un río de expectativas que no eran mías.

Solo intentaba demostrarle a mi abuelo que dos personas podían jugar al mismo juego.

¿Qué hay de malo en ello?

Una vez se fueron, encajé la mandíbula y recosté los antebrazos en la mesa. No mucho después, alguien dejó un botellín de cerveza delante de mis narices. Llevé la vista del cristal verdusco, en el que ya se condensaban gotas de agua, al recién llegado.

Era uno de los barman.

—¿Y esto?

Se encogió de hombros y señaló a mi izquierda con desinterés.

—Ni idea. Te lo manda el tío de las gafas.

Y se fue. ¿Así que esto era lo que habías estado haciendo en la barra? Con el ceño fruncido, capturé la botella por el cuello y le di un buche mientras giraba en el asiento hacia la dirección indicada por el barman. Ya no estabas sentado en la silla acapulco. No, en esos momentos ocupabas el sofá rojo con aquel bellezón de antes a tu izquierda, que me observaba con ojos de ave rapaz mientras cuchicheaba algo contigo con las cabezas pegadas y su pelo bañando tu hombro. Tú, sin embargo, apenas eras capaz de sostenerme la mirada más de diez segundos seguidos antes de bajarla con timidez.

Lo primero que pensé fue: ¿era tu amiga? ¿Le habías contado lo que había sucedido en el baño? ¿Habría descubierto ella quién era yo y te lo estaba contando?

¿Era esa la razón por la que no podías mirarme fijamente?

Con un nudo en el estómago inexplicable, retiré el sabor amargo de la cerveza de mis labios y llamé al mismo barman de antes. Le pedí que os llevase las mismas consumiciones que habíais estado bebiendo. Debería sentirme mal por usarlo como un perro mensajero, pero me la sudaba por completo. Quizá todavía era salvable esa tensión entre nosotros; quizá lo que fuera que te había contado tu amiga no lo había arruinado todo.

Quizá todavía podía acabar la noche enterrado en tus entrañas.

¿Qué estaría pasando por esa cabecita tuya? Presté atención a vuestras reacciones, a tu reacción, cuando el barman se acercó a vosotros con otro botellín de cerveza y uno de esos cócteles ridículos de colores. Los ojos de tu amiga enseguida recayeron en mí y los tuyos poco después. Ladeé una media sonrisa y alcé mi cerveza a modo de brindis, a lo que ella sonrió de forma ladina y tú de forma más comedida. Enseguida, ella te sujetó del bíceps hasta clavarte las uñas y volvió a susurrarte algo contra el oído con una fiereza y una determinación que tú no parecías compartir, a juzgar por tu titubeo.

No tardaría mucho en entender el porqué.

Como un idiota, lo único que podía preguntarme era: ¿qué mierdas había entre vosotros? ¿Por qué dejabas que ella te lavase el cerebro con a saber qué cuando, claramente, no estabas del todo conforme? La mueca en tu rostro y la forma en qué negaste a la vez que me echabas un vistazo por encima de la montura de las gafas lo decía todo. Se me contrajo el estómago, y ella hincó más sus uñas en tu brazo.

Retiré la mirada. No me importaba. No debería importarme.

¿Y qué si no acababa la noche follándome a ella o a ti? Tampoco era el fin del mundo, joder. Fruncí más las cejas y di un buche largo a la cerveza. Sin embargo, al poco me sobresalté cuando una rodilla caliente tocó y se apretó contra la mía. Ladeé la cabeza con brusquedad. Y allí estaba ella sentada en el taburete que, rato antes, había ocupado mi amigo. Con una sonrisa encantadora, apoyó la barbilla sobre sus manos entrelazadas, de dedos largos y uñas rojas, y batió las pestañas con coquetería.

Te eché un raudo vistazo. ¿La habías mandado tú?

—Muchas gracias por las bebidas. —De cerca e iluminada por las luces, era aún más guapa. Había algo sensual en sus movimientos y facciones, sobre todo en sus labios llenos pintados de rojo—. La verdad es que empezaba a estar muy sedienta y algo aburrida —hizo un puchero—, aunque parece que no a todo el mundo le importa demasiado. ¿Te lo puedes creer?

Compuse una sonrisa ladeada e incliné el torso hacia ella hasta que solo unos centímetros nos separaban.

—De nada. Aun así, las gracias deberías dárselas a tu amigo, ¿no crees?

—Mmmm. —Despacio, me escrutó con unos ojos claros de un color indefinible, delineados con una raya gruesa negra y unas pestañas largas que habría apostado lo que fuera a que eran falsas—. No sé. Dependiendo.

—¿De qué?

—De si estás interesado en hacer un trío con nosotros o no.

*

Como si me hubieran electrocutado, me enderecé de golpe. ¿Qué cojones? De todo lo que podría haber salido de esos labios turgentes, aquello era lo último que había esperado escuchar. Había notado el interés en su mirada, igual que en la tuya en el baño, pero jamás se me había pasado por la cabeza teneros a los dos a la vez.

Algo de mi asombro debió reflejarse en mi semblante porque ella continuó con un:

—Por favor, ¿creías que no me he dado cuenta de cómo nos miras? —Soltó una risa mientras se ponía derecha y se acercaba el cóctel que había traído consigo a los labios. La diversión danzaba en sus ojos—. Habría que estar muy ciega para no verlo, aunque ha sido entretenido, así que no me quejo.

Alzó uno de sus hombros desnudos con elegancia y una sonrisa pilla. Volví a buscarte. Esta vez, nuestros ojos chocaron y sí que me sostuviste la mirada. Encorvado sobre ti mismo y con los codos en las rodillas, te frotabas la palma de una mano contra la otra con evidente ansiedad. ¿Acaso era esto lo que querías desde tu metida de pata en el baño al decirme que sí te interesaba y luego negarlo? ¿La cerveza a la que me habías invitado era una disculpa u otra cosa?

Porque si era así, a pesar del pellizco de decepción en mi estómago, no me molestaba en absoluto.

Estaba acostumbrado a que todos quisieran algo de mí. ¿Cuándo no se me había acercado alguien a la espera de que se le pegase algo de la fama de mi familia? ¿O para que usase mi dinero para invitarlos a lo que quisieran? ¿O para tener sexo conmigo y luego correr a venderlo al postor que más hambriento estuviese por un nuevo escándalo de Ventura Gil Urriaga, nieto del gran José Luis Urriaga?

Regresé mi media sonrisa a ella.

—Sabes quién soy, ¿no?

—Hasta hace un rato no, la verdad. —Dio un traguito—. No soy muy de ver la tele ni de perder el tiempo con programas del corazón, pero mi amiga se encargó de contarme exactamente quién eras. —Posó la copa en la mesa y sus dedos cálidos buscaron el interior de mi muñeca sin dejar de mirarme—. Claro que me suena tu cara de alguna película o serie, pero no me interesas por eso. —Deslizó los ojos por mis hombros anchos y los pectorales que se marcaban ligeramente bajo la camisa blanca entreabierta de manga corta—. He visto cómo me mirabas al principio y mi marido y yo nos morimos por tener una noche loca con un hombre tan sexy como tú.

¿Había dicho «marido»? Me tensé bajo su toque.

—Estáis... estáis casados, entonces.

Puso los ojos en blanco y me enseñó el anillo de oro en su mano izquierda, en el que ni me había reparado hasta ese instante.

—¿A ti qué parece? Pero... una necesita ponerle algo de sabor a su matrimonio de vez en cuando si quiere mantenerlo vivo. Se puede volver algo... monótono e insípido acostarse siempre con la misma persona, ¿sabes? Como que se va algo de esa chispa inicial al compartir la cama y tu vida con ella y se vuelve todo demasiado predecible. —Suspiró—. ¿No es mejor esto que fingir orgasmos solo para que la otra persona tenga la conciencia tranquila? Al menos mi Francis no es como los demás y sabe qué es lo mejor para nosotros.

Separé la vista de su anillo y forcé una carcajada.

—Ya, ¿eh? Es increíble que la gente aún siga creyendo en algo tan arcaico como el matrimonio. —Ignoré el sabor agrio de la mentira en mi boca—. No es más que una invención religiosa, una farsa, y ahí sigue la gente picando como imbéciles y poniéndose de forma voluntario la soga en torno al cuello.

Con efusividad, ella asintió con la cabeza.

—¿Verdad? Si me casé, fue más que nada por mi Francis.

—Bueno, al menos no sois tan estúpidos como para tener una relación exclusiva. Vaya suplicio sería ese.

—Sabía que me entenderías. —Sus labios rojizos se estiraron en una sonrisa alegre—. Mi amiga me puso al día con algunos de los chismes que corren sobre ti y tenía curiosidad por averiguar si son verdad.

—¿Qué de todo? —Enarqué una ceja—. ¿Si es verdad que me tiro a todo bicho viviente?

Me dio un golpecito juguetón en el brazo.

—Dicho así, suena muy mal —farfulló con un mohín adorable—. Más bien me interesaba saber si estabas abierto a cualquier propuesta.

Estudié su rostro. ¿Quería acostarme con ellos? No estaba seguro. Siendo sincero, no me hacía ninguna gracia. Yo más que nadie sé de primera mano el efecto devastador que puede tener que una tercera persona se entrometa en una pareja. El primer matrimonio de mi madre, del que había nacido yo, llegó a su fin entre gritos, rímel corrido por las lágrimas y floreros de cristal hechos añicos contra la pared del comedor de nuestra antigua casa cuando mi padre le confesó a mi madre que quería el divorcio, que hacía meses que estaba viéndose en secreto con una modelo ocho años más joven que ella de la que se había enamorado.

Yo solo tenía cinco años, pero es uno de los recuerdos más vívidos que tengo de mis padres juntos.

La prensa se puso las botas con el drama que se montó. Y mi madre saltó de un matrimonio a un segundo y a un tercero sin importarle arrastrarme en esa espiral de autodestrucción y despecho que, al final, de nada sirvió. Mi padre continuó con su nueva novia, con la que terminó por casarse algunos años después. Mi madre acuchilló con el cúter y desperdigó los restos por el comedor de cuanta portada de revista mostró a la feliz pareja, ella ostentando un estómago rotundo en espera de mi futuro hermanastro y mi padre abrazándola por detrás con una sonrisa de oreja a oreja.

¿Y la lucha por mi custodia? Eso fue un infierno del que prefiero no acordarme jamás.

Basta con decir que mi madre no cejó en su empeño por joder a mi padre y no levantó cabeza hasta que mi abuelo intervino. Hizo que mi madre y yo nos mudásemos a la casa familiar poco después de que cumpliese diez años para vigilarnos y meternos en vereda a los dos, de una manera u otra, con una dureza inmisericorde. Sé que la culpa de todo aquel circo mediático fue tanto de mi padre como de mi madre, pero nadie se molestó jamás en preguntarme qué era lo que yo quería ni con quién quería estar y pasé años viendo a mi padre y mi hermanastro algún que otro fin de semana al mes para evitar que mi madre volviese a recaer en su depresión y en el alcohol. De hecho, siempre que regresaba a casa de mi abuelo, por más emocionante que fuera aquello que me hubiera pasado, por más que sintiera deseos de hablar por los codos de mi padre, mi hermanastro o mi madrastra, me mordía la lengua, abrazaba a mi madre con una pequeña sonrisa y mentía como un bellaco sobre lo aburrido que había sido estar con mi padre, sobre lo mucho que prefería cualquier otra cosa que ella y yo hiciésemos juntos.

Incluso a día de hoy me guardo mucho de hablar de él, cosa que no es muy difícil porque apenas conversamos o nos vemos, aunque no será por falta de empeño por su parte.

En algún momento, había bajado la vista a la boca del botellín sin darme cuenta y la levanté mientras entreabría los labios. El «lo siento, pero va a ser que no» estaba en la punta de mi lengua. Sin embargo, mi atención se desplazó por encima del hombro de Alicia y hacia ti, que te acercabas a nosotros despacio con una expresión de ansiedad que oprimió aún más mi pecho. Titubeante, te posicionaste entre los dos taburetes y te aferraste enseguida al de ella, que te dio un vistazo desinteresado. Tú te mojaste los labios y tus ojos se engancharon a mi cara como si yo fuera el único salvavidas utilizable en medio de una marejada.

—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntaste en voz alta—. ¿Has dicho que sí?

Y lo dijiste con tanta aprensión tensando tu frente y las esquinas de tus ojos que bien podría haber significado «por favor, por lo que más quieras, dime que has dicho que sí», lo que se me hizo muy extraño porque ¿cómo podía alguien que, supuestamente, estaba de acuerdo con su mujer con todo este embrollo estar tan nervioso? No tenía sentido. Y aunque ya debías saber quién era de manos de Alicia, no parecía importarte en esos instantes.

Solo me mirabas con esos ojos marrones y grandes que parecían rogarme algo que desconocía.

¿Qué es lo que me estaba perdiendo?

¿Qué era lo que escondías?

*

Alicia rompió el momento al decir:

—Eso quisiera saber yo. —Se reclinó contra ti y dio un nuevo sorbo al cóctel con ojos brillantes de diversión—. ¿Te apuntas? Estoy segura de que será una noche tan salvaje como a las que estás acostumbrado.

Sí, pero la vuestra era un tipo de locura de la que prefería mantenerme alejado. Por algo nunca, jamás, me liaba con alguien que estuviera casado y vosotros me estabais pidiendo que lo hiciera con dos a la vez. Desplacé la vista hacia a ti. Aunque, por otro lado, quizá así podría tenerte y sacarte de la cabeza de una vez. ¿Y qué mejor situación que esta? Tenías esposa y, cuando me largase dentro de unas horas, seguirías teniéndola.

No me lo pondrías difícil.

No te harías las típicas ilusiones de que podría haber algo más entre nosotros; no creerías que el hecho de que hubiéramos follado significaba algo más que un polvo y, más importante aún, no nos volveríamos a ver después de aquella noche.

Tú seguirías por tu camino y yo por el mío.

De paso, me desharía esa extraña fascinación que tenía contigo, pospondría tener que volver a una casa en la que reinaba un silencio que odiaba y me ahorraría una noche de dar vueltas en la cama hasta que sonase la alarma porque, aunque estuviera cansado, mi dichosa mente seguiría demasiado despierta. Quitando sus más y sus menos, era el tipo de cóctel que sí podría gustarme. ¿Qué podría salir mal?

Eché el taburete hacia atrás, me puse de pie y empiné hacia atrás el botellín de cerveza hasta beberme la última gota. Os miré a los dos, aunque mi miraba se entretuvo unos segundos más de lo necesario en ti.

—¿A qué estáis esperando? Vamos a ver qué tan certeras son vuestras predicciones.

Si tan solo hubiera sabido en ese momento en el cenagal de mierda en el que me estaba adentrando al aceptar ir con vosotros ese día o todo lo que me esperaría durante los siguientes meses hasta que lograse escapar de aquel círculo vicioso en el que estaba a punto de caer...

Salimos de la discoteca y os acompañé hasta vuestro coche, un Hyundai Atos rojo bien cuidado. Cuando os propuse ir a un hotel cercano o adónde quisierais, sujetaste a Alicia del antebrazo en un acto reflejo y se te escapó que fuésemos a vuestra casa. Alicia, que por fin se me había presentado mientras descendíamos las escaleras de la zona VIP, te echó una mirada irritada, pero al final puso los ojos en blanco y me encaró con una sonrisa que parecía querer compartir conmigo la exasperación por lo ridículo que estabas siendo con tus nervios.

Aunque no me hizo mucha gracia, me obligué a corresponderla; me encogí de hombros y alegué que me daba igual mientras acabásemos la noche follando.

No era ni mi relación ni mi problema.

Alicia me dio algunas indicaciones, enganchada a tu brazo. Aun así, os seguí de cerca con mi BMW hasta que aparcamos en un barrio residencial de Valencia que no estaba demasiado lejos. Mientras vosotros desaparecíais por el garaje de la finca, yo di algunas vueltas hasta que encontré aparcamiento. Luego, regresé con las manos en los bolsillos del pantalón. Tras las rejas negras del patio, me esperabas tú; me sonreíste con tirantez, empujaste las gafas hacia arriba con los nudillos y te hiciste a un lado para dejarme pasar.

En medio de ese silencio incómodo, entramos en el ascensor y, enseguida, impusiste tres palmos de distancia entre nosotros al pegarte al otro extremo de la pared mientras pulsabas el número cinco. Fruncí el ceño. ¿A qué venía ese comportamiento tan extraño? Cuando nuestros ojos chocaron, la desviaste con un sobresalto y espetaste:

—Alicia... Alicia nos espera arriba. Le dolían los pies. Ya sabes, los tacones y tal.

Tras asentir, encaré la puerta doble del viejo ascensor. ¿Es que estabas nervioso? ¿A qué venía evitarme como a un apestado cuando, allá en el baño de la discoteca, te acercaste y me tocaste con total confianza?

Nunca te lo pregunté. Tampoco me dio tiempo.

En cuanto llegamos a la quinta planta, empujaste la pesada puerta exterior y me guiaste hacia otra entrecerrada de la que salía música latina de forma amortiguada. Era bueno saber que no era el único con ganas de marcha. Abriste la puerta y me dejaste entrar primero, una vez más pegando tu espalda al marco de la puerta para evitar un solo roce entre nuestros cuerpos. Mi desconcierto quedó en el olvido cuando trasladé mi atención al interior de la vivienda. Mi paso titubeó y arrugué la nariz. Si en mi chalet prevalecían los blancos, las cristaleras y el metal, allí parecía que un arcoíris hubiera vomitado por toda la casa. Como si ya estuvieras acostumbrado a aquel asalto a los sentidos, te adelantaste a mí y no me quedó otra más que seguirte por el largo pasillo hasta el comedor, que también estaba pintado de color salmón.

Pestañeé. Era como haber entrado a la casita de la bruja de Hansel y Gretel. Allá donde mirases, todo eran tonos pastel, un par de cuadros paisajistas alegres en óleo y plantas coloridas, de las que solo fui capaz de reconocer violetas y geranios de diferentes tonos, repartidos por maceteros contra las paredes o por encima del gran mueble de madera empotrado de la televisión, que para no desentonar con lo demás era de un amarillo chillón. Incluso en el balcón, detrás de las cortinas de lino de una suave tonalidad rosa crepe, se adivinaban más y más flores. Curiosamente, un olor a jazmín fuerte e intoxicante habitaba en el piso. Si alguna vez me pareció exagerada la obsesión que tenía mi madre por decorar y redecorar cada dos por tres el dúplex que compartía con mis abuelos, en ese instante encontré a alguien que rivalizaba con ella e incluso la superaba.

Anduviste hacia Alicia, que bailaba descalza junto a una minicadena negra y roja con una botella en de vodka morado en mano, que intentaste quitarle sin mucho éxito. Ella protestó y te esquivó mientras te llamaba aguafiestas. Luego, me mandó un guiño y una sonrisa seductora y te pidió que me sirvieras algo de beber para que fuésemos calentando motores. Dios, sí, necesitaba mucho más alcohol para habituarme a aquel lugar tan... escalofriante.

Con un suspiro, desapareciste por el pasillo.

Entretanto, yo me acerqué con paso vacilante y hombros tensos hacia el sofá de piel azul pastel de cuatro plazas. Aquel piso me tenía muy incómodo, por alguna razón. Era demasiado... perfecto. Antes de sentarme, tiré el almohadón de pelo rosa sintético a un lado sin muchos miramientos. Cuando regresaste instantes después con los brazos cargados, te sentaste a mí lado, me pasaste un vaso de tubo y me dedicaste una sonrisa forzada de disculpa.

—Perdona. Hacía mucho que no salíamos de juerga y, bueno, ya ves.

Dejé mi vaso sobre la mesa baja de cristal rosado y te ayudé a quitar el precinto del vodka blanco mientras tú dejabas un pack de refrescos de limón y abrías una de las latas. Entre los dos, nos preparamos las bebidas.

—No pasa nada. ¿Hace mucho que estáis casados?

No debería importarme, pero tenía curiosidad. Le di un sorbo al vodka con limón y tú sacaste un paquete de cigarros del bolsillo de tus pantalones. Arrugaste el ceño y echaste un breve vistazo hacia Alicia; acto seguido, sacudiste la cabeza y me miraste al tiempo que sacabas un pitillo.

—¿Te importa? —Dije que no y te lo encendiste con dedos ansiosos para luego darle una calada larga. Llevaste los ojos hacia Alicia y contestaste—: Llevamos unos tres años casados y nueve juntos. —Y añadiste en un susurro incierto—: Y... y la sigo queriendo como si fuera el primer día.

Hice un ruido grave con la garganta. Vestido todo de negro, estabas tan fuera de lugar como yo en esa casa. Revisé otra vez mi entorno mientras daba un trago grande.

—Voy a ser cien por cien sincero contigo, la decoración de tu casa me pone los pelos de punta. ¿Te acuerdas de la serie infantil esta de los Teletubbies? Siento como si estuviera atrapado en uno de sus episodios ahora mismo. —Me estremecí—. ¿Cómo puedes vivir aquí? Yo tendría pesadillas todas las noches y acabaría escondiéndome debajo de la cama; y déjame decirte que eso es algo que no hago desde que tenía cinco años.

Por primera vez en toda la noche, te destensaste y echaste la cabeza hacia atrás con una carcajada. Satisfecho conmigo mismo, esbocé una media sonrisa sin perderme un segundo de tu cuello largo y delgado, del movimiento de tu nuez o de cómo se transformaba por completo tu rostro al reír, iluminándose. Debías tener mi edad, unos veintiocho años, pero, en ese momento, parecías mucho más joven; parecías otra persona.

Una alegre. Sin preocupaciones.

Cuando te calmaste, metiste los dedos bajo las gafas y te limpiaste la humedad de los ojos con una sonrisa risueña.

—¿Sabes cuántas veces he pensado eso? Este... no es muy mi estilo que digamos.

—No, ¿en serio? No me había dado cuenta.

Me empujaste con el hombro y la rodilla; ese simple toque desató un cosquilleo en mi estómago.

—A veces es más fácil ceder a lo que tu mujer quiere que tratar de ir en su contra y se arme la de Dios. —Alzaste un hombro y tu sonrisa triste mutó a una pícara—. Además, ¿quién quiere que lo manden a dormir al sofá o que lo dejen sin sexo más de una semana?

Lo señalé con la bebida.

—Y ahí, señoras y señores, está la razón por la cual me alegra no estar cogido por los huevos.

—No está tan mal. —Diste una nueva calada y no se me pasó por alto que empezaste a mover una de tus piernas mientras mordisqueabas la uña de tu pulgar, expulsabas el humo por los labios entreabiertos y apuntabas con el mentón hacia delante—. ¿Ves esas puertas dobles del mueble de debajo de la tele? —Asentí. Eran tres en total—. Ahí tengo contenido todo mi frikismo: todas las consolas que tengo, todos los videojuegos y alguna que otra figura.

—¿Cuáles tienes?

Alzaste las cejas.

—¿De verdad te interesa?

—Claro. Siempre que tengo algo de tiempo, me gusta echarme en el sofá a zanganear y desconectar echando una partida como el que más.

Te reíste por lo bajo y tus mejillas se tiñeron levemente mientras desplazabas la mirada al mueble en cuestión.

—Tengo una GameBoy color, una PlayStation, una Dreamcast, una Xbox, una DS, una Xbox 360, una PS Vita, una 2DS y una 3DS XL y ahora mismo estoy ahorrando para una PS4. —Me miraste con ojos emocionados—. Quiero pillármela ahora en octubre junto al Resident Evil: Revelations 2, el The Witcher 3: The Wild Hunt y el Final Fantasy XIV: Heavensward.

—Aquí hay gato encerrado. —Entorné los ojos y choqué nuestros hombros con diminuta sonrisa—. Venga ya. No querrás hacerme creer que todo eso cabe ahí abajo, ¿no?

El rubor en tu rostro se oscureció.

—No, no. ¡Qué va! Aquí tengo solo unas cuantas consolas y juegos. —Te reíste entre dientes—. El resto está guardado en cajas en casa de mis padres y mi hermano pequeño. ¿Te imaginas? Necesitaría una habitación entera para meter toda mi colección y Alicia nunca me lo permitiría.

Te rascaste la nariz con los nudillos al tiempo que bajabas la mirada. Apreté los labios para no reírme. Estabas encantador cuando te abochornabas. No pude evitar poner la mano en tu rodilla y apretártela; acto seguido, me apiadé de ti y te comenté las videoconsolas y los juegos que yo tenía en mi poder y tú añadiste que algún día te encantaría conseguir una Super NES original. Con nuestros hombros y nuestras piernas apretadas, continuamos hablando del tema sin dejar de beber. Cuanto más te relajabas, más te abrías; no había quien te callase y me gustaba la vitalidad tan expresiva que podía leer en cada línea de tu rostro.

Se me hacía raro estar fijándome precisamente en minucias como esas, pero traté de no darle mayor importancia.

De hecho, estoy convencido de que habríamos seguido hablando sin parar el resto de la noche si, varios minutos después, Alicia no se hubiera acercado a nosotros de morros y se hubiera acomodado sobre mi regazo. Enseguida, rodeé su delgada cintura y ella usó su pie para apartar mi mano de tu pierna, sobre la que luego estiró las suyas.

—Me tenéis olvidada. —Le aparté el cabello del hombro con la extremidad libre y le dije que no era verdad. Ella me lanzó una mirada avinagrada—. ¿En serio? ¿Y por qué estáis aquí hablando de tonterías en vez de bailando conmigo? —Le dio un buche a la botella de vodka. Su pintalabios rojo seguía impoluto. Cuando hiciste otra vez amago de quitarle la botella, esta te apuntó con ella—. ¿Cuántas veces te he dicho que no aburras a la gente con ese palabrerío friki? —Chasqueó la lengua—. Francis, en serio, a nadie le importa toda esa mierda.

Tu rostro perdió toda señal de buen humor y te disculpaste en un murmullo. Hubo algo en ese hecho que me pellizcó el corazón. No entendía vuestra relación. Para nada. Pero no era asunto mío, ¿verdad? ¿Quién era yo para juzgar cómo debía ser una relación cuando la gente pasaba por mi vida sin pena ni gloria? Aquello solo reforzaba las razones por las cuales prefería estar solo y no casarme jamás. No obstante, tenía claro que, si lo hiciera, si me casara, que no lo quería, las cosas serían muy diferentes.

Acaricié el muslo de ella antes de que mi mano cayese al tuyo y repitiera el gesto.

—Vamos, hombre, tampoco hay que ponerse así, ¿no? Estamos aquí para pasárnoslo bien y estábamos poniéndonos también a tono.

Alicia dio un suspiro, atrapó mi mano con inusitada fuerza y la levantó, girándose sobre mi regazo con las cejas bajas y una leve sonrisa de disculpa.

—Creo que estás confundiendo las cosas y tengo la sensación de que es mi culpa por no ser más específica desde el principio. —Posaste mi mano en la cálida y suave cara interna de tu muslo—. Cuando te propuse hacer un trío, no me refería a que nos montásemos una orgía. No tengo nada en contra de los bujarrones, pero mi Francis no es uno de esos pervertidos. —Qué mierdas... Entonces, ¿qué era yo? ¿Otro vicioso? La tía sabía que era bisexual, ¿no?—. Él es heterosexual y bien orgulloso que está de ello, ¿verdad, cielo? —Con la cabeza gacha y los hombros prácticamente contra las orejas, dejaste que te acariciara la mejilla y asentiste con el semblante inexpresivo. Alicia se volvió hacia mí con los ojos bien abiertos—. Oh, no quiero que pienses que estoy insultándote, ni mucho menos. Cada uno hace con su vida y en la intimidad lo que quiere, pero no me gusta eso de que ahora esté de moda ser marica y cómo nos restriegan por la cara ese estilo de vida en la televisión o donde quiera que mires. —Puso los ojos en blanco mientras me daba unos toques condescendientes en la mano—. A lo que voy: siento no habértelo explicado antes, pero esto, lo de esta noche, es sobre mí. No te centres en mi Francis ni pienses que esto será algo más que dos tíos follándose a una tía.

Me mandaste una mirada de reojo. Quise preguntarte si estabas bien, si era cierto. Las palabras cosquilleaban en la punta de mi lengua. Sin embargo, retiraste la vista con brusquedad, tensaste la mandíbula y afianzaste tu agarre en torno al vaso hasta que tus nudillos se tornaron blancos.

Y yo solo parpadeé. ¿En qué puto berenjenal me había metido?


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