1
Horas más tarde, después de que mi tío Fernando viniese a quedarse con mi abuelo, de dejar a mi abuela y mi madre en el dúplex familiar y de asegurarme de que estarían bien, regresaba a mi chalet por la autovía en dirección a La Cañada. El interior de mi BMW sedán blanco estaba en silencio, solo perturbado por el rechinar de mis dientes, el tamborileo de mis dedos o el ocasional claxon de algún gilipollas de turno. ¿Cómo había podido dejarme llevar de esa manera tan vergonzosa? Cada vez que pensaba en ello, se encendía un nuevo fuego en mis entrañas.
Mi único consuelo es que mi abuelo estuviera demasiado sedado y adolorido como para darse cuenta.
Subí la pendiente y cogí la rotonda sin problemas. Sin embargo, cuando salí de ella, fui desacelerando gradualmente mientras la pesadez en mi estómago aumentaba. ¿Qué más daba lo que pensara el viejo? ¿De verdad quería encerrarme en una casa en la que solo oiría ecos de mis pensamientos escupidos contra mi cara o ser un buen chico como él hubiera querido? No, ni de coña. Aún era pronto. Apenas eran las once de un viernes noche. ¡Era un día de salir, cogerse un pedal, follar sin control y mandar las preocupaciones al garete! Cualquiera con dos dedos de frente elegiría disfrutar de todo lo que tenía que ofrecer la noche valenciana en lugar de encerrarse a cal y canto en su casa como un abuelete octogenario de vejiga suelta.
No, esa noche le iba enseñar al viejo que la cadena en torno a mi cuello ya estaba rota.
Encendí el móvil, sujeto con un imán a la rejilla de ventilación, y busqué un nombre en particular en la agenda, sin perder de vista la carretera. Tras pulsarlo, tamborileé una vez más los dedos contra el cuero negro del volante y, aprovechando que no venía nadie por ninguno de los carriles, aceleré para cruzar al de la derecha en vez de seguir por la izquierda. A la mierda las rotondas. ¿A qué genio se le ocurrió poner tantas por esta zona?
A los pocos segundos de dar media vuelta, una voz enérgica me saludó con un:
—¡Eh, nano! Cuánto tiempo sin saber de ti. Estás to' perdío últimamente.
Bufé una risa.
—Es que si te veo el careto muy seguido me da diarrea y no es cómodo pasarse el día con el culo pegado al retrete, ¿sabes? Cuando se lo dije al médico de cabecera, me recetó que lo mejor sería que me lo tomase con calma y te viese en pequeñas dosis.
—¡Serás mamón! —Se rio—. Ya quisieras tú tener mi porte, cabronazo.
—Nah. Puede que pienses que sí, pero no me haría mucha gracia no comerme un rosco si fuese tan feo como tú. En serio, no sé cómo puedes vivir a dos velas. ¿Es que guardas una muñeca hinchable o un fleshjacking de esos escondido en algún lugar recóndito de tu casa y no me lo has contado? Porque a estas alturas, si fuera tú, estaría de un humor de perros y subiéndome por las paredes.
—Já, já, já. Me parto la caja contigo, chaval. Te aseguro que mojo más que tú. Y todos los días.
—Venga, venga, no será pa' tanto.
—Nano, hablo en serio. Estoy en el paraíso. —Ambos nos carcajeamos. Cuando volvió a hablar, el tono era más serio—: ¿Y qué querías? Ya he visto que estás otra vez por Valencia. Siento mucho lo de...
—Justo por eso te llamaba —le corté con forzoso entusiasmo. No necesitaba la lástima de nadie—. ¿Qué tal si quedamos hoy? Invito yo.
Hubo una pausa en el otro lado de la línea.
—No sé, nano. ¿Estás seguro que es lo mejor en estos momentos?
Sí, sí que lo era. Estaba segurísimo. Y así se lo hice saber.
»Lo siento, nano, no puedo. Estoy con la novia viendo una película.
—Anda, pero ¿era verdad lo de que mojabas el churro seguido? —Ignorando la punzada incómoda en el estómago, porque, en serio, ¿por qué todos acababan igual de domesticados?, seguí—: Seamos sinceros, esta va a ser otra que no te va a durar na', como todas las demás. ¿En serio vas a dejarme tirado?
—No seas cabrón, tío —responde en un tono tenso y bajo—, que esta me gusta mucho, ¿vale?
Resoplé.
—Como sea. Podéis ver películas juntos todos los días de la semana, ¿sabes? Por un día que salgáis de casa y os dé el aire no pasa nada. —Golpeé el volante con los dedos índices y eché un vistazo a uno de los carteles—. Venga, no seas muermo. Estaba pensando en ir a Alegoría. ¿De verdad no te apetece ir, aunque sea por los viejos tiempos? Puedes decirle a tu chica que se venga también si tantas ganas tienes de estar con ella.
Y si no podía despegársela del culo ni con una rasqueta, claro.
Qué grima me daba esa gente que no podía vivir sin estar pegada las veinticuatro horas del día a sus parejas. Por suerte, mi colega titubeó y, tras una pausa para pedirle permiso a su guardiana, digo, para hablar con su novia, aceptó, lo que me arrancó una enorme sonrisa.
Cuarenta minutos después, entramos a la discoteca, situada en el centro de Valencia capital. Nos abrimos paso entre la muchedumbre sin problemas hasta la zona VIP, custodiada por un tipo que conocía y que, tras una sonrisa y unos golpes amistosos en el hombro, enseguida nos dio acceso, por lo que ascendimos las escaleras metálicas hasta la planta superior, un espacio semicircular que daba a la planta inferior a través de un balcón acristalado. Los fogonazos de luces de colores llegaban hasta allí y la música retumbaba en mis huesos, haciéndome vibrar con aquel ritmo latino. Aunque también había gente en la segunda planta, la pista de baile estaba prácticamente despejada y la mayoría estaban sentados en sofás y sillones rojos, algún curioso incluso arrellanado en esas coloridas sillas acapulco que debían ser una nueva adquisición, mientras charlaban y bebían cócteles multicolores.
Apenas les eché un vistazo. Casi todos eran riquillos, hijos de riquillos o algún pijo muerto de hambre aparentando ser más de lo que era.
Nos sentamos en taburetes de aluminio con asiento acolchado en torno a una diminuta mesa alta. Uno de los dos barmans emergió de detrás de la barra, que estaba contra la pared y en el centro de aquel teatro invertido, en el que aquellos desdichados espectadores nos observaban desde el escenario mientras nosotros los actores languidecíamos en las butacas de aquella sátira que es la vida. Enseguida pedí varios chupitos y un gintonic, que me tomé sin respiro uno detrás de otro en cuanto me los trajeron.
Charlamos un rato, aunque mi atención estaba más puesta en la gente a mi alrededor. Apoyado con los antebrazos en la mesa, escaneé hombres y mujeres por igual con el estómago calentado por el alcohol y los hombros más sueltos. Mi abuelo odiaba que fuese de «flor en flor», como él lo llamaba. Le encantaba gritarme a la cara, sin dejar de aporrear mi pecho con un dedo, que un picaflor como yo era una vergüenza para la familia y que acabaría más solo que la una. ¿Cuándo sentarás la cabeza, Ventura? ¿Sabes los quebraderos de cabeza que me dan tus berrinches de niño malcriado? Eres la comidilla de la prensa, maldita sea. ¡Cómportate! Déjate de caprichos estúpidos y no nos avergüences más.
Yo nunca pestañeaba ni respondía. Aguantaba la tormenta con indiferencia, lo que ocasionaba que él siempre terminara con la vena de su frente marcada, su rostro rojo y dándome un bofetón que picaba durante horas.
José Luis Urriaga detestaba que fuera bisexual. Bueno, en realidad, detestaba muchas cosas de mí. Se encrespaba cada vez que algún medio se hacía eco de alguna de las nuevas andanzas de la oveja negra de la familia y se encargaba de recordarme, a cada momento que podía, que algún día me arrepentiría de lo que les estaba haciendo, lo que estaba haciendo con mi vida. Afortunadamente, pocas veces paro por Valencia y hace años, desde mi adolescencia, aprendí a que todo su veneno me resbalase sin empaparme demasiado.
Y esa noche me aseguraría de demostrarle a él que nadie mandaba sobre mí.
La prensa podría ponerse las botas una vez más con su soltero favorito.
*
Es curioso que no me fijase en ti primero. Mentiría si dijera que fue así, pero no lo fue. Imagino que la intensa mirada de Alicia me entretuvo lo bastante como para percatarme primero de ella. Estaba con mi tercer vaso de la noche, un ron con cola en aquella ocasión, cuando dejé pasear la vista por la planta superior otra vez y esta se detuvo en ella. Sentada en un sofá de dos plazas con una amiga, parecía querer devorarme con la mirada. El cabello largo, oscuro y ondulado, caía en cascada por uno de sus hombros y mis ojos se vieron atraídos por el movimiento de sus piernas largas al descruzarlas y volver a cruzarlas.
El diminuto vestido rojo de tirantes que se amoldaba a su cuerpo delgado a la perfección me tentó con un breve guiño del tanga negro.
El estómago se me tensó. Sus labios rojos esbozaron una sonrisa coqueta y enroscó un dedo en una de sus ondas mientras batía las pestañas como la encarnación de la diablesa seductora que es. Incluso se echó hacia delante para exponer más las redondeces de su canalillo a la vez que deslizaba una mano por una de sus piernas largas y pretendía comprobar el cierre de sus sandalias de tacón alto con una cara de inocencia de la que el mismísimo Satanás habría estado orgulloso. Si no fuera porque su amiga captó su atención con un codazo y algo que quería enseñarle en la pantalla del móvil, jamás habría salido de su encantamiento el tiempo suficiente como para reparar en ti.
No, lo más seguro es que, de no haber ocurrido esa interrupción, me la habría llevado al cuarto oscuro y me la habría follado allí mismo sin importar nada.
En el momento en que la conexión entre nuestros ojos se rompió, mi vista se desvió por alguna razón a ti. ¿Por alguna razón? Qué digo. Sí que sé por qué me fijé entonces en ti: desentonabas por completo en medio de aquella discoteca. Encorvado hacia delante en una de esas sillas acapulco, tenías la nariz casi pegada al móvil mientras sonreías ausente y movías los dedos con rapidez por la pantalla en horizontal. Las gafas de montura negra fina resbalaban por el puente de tu nariz, lo que resaltaba más tu gesto infantil al enderezarte de golpe, morderte el labio superior y celebrar aquella victoria cerrando el puño, echando el codo hacia atrás de golpe y mascullando algo inaudible para los demás. Luego, como si hubieras recordado dónde estabas, elevaste las cejas, revisaste tu alrededor deprisa y te encorvaste una vez más sobre ti mismo como un animalillo que trata de camuflarse en medio de un bosque lleno de depredadores y del peligro que lo acordona.
Resoplé una risa nasal y una sonrisa tiró de mis labios por primera vez aquella noche.
Había algo en ti que... me llamaba.
No, no era tu físico: la camiseta negra que llevabas era demasiado ancha y los vaqueros negros, aunque parecían estrechos, solo me dejaban ver un trozo de piel de tus rodillas ahí donde estaban rotos. Tampoco era tu pelo, corto por los lados, más largo arriba y peinado hacia atrás en un tupé. No, era esa actitud de «me importa una mierda estar rodeado de bellezones, de alcohol o de esta música de moda. Yo solo quiero irme a mi casa a seguir la partida que tengo empezada en la PlayStation 4. En serio, ¿cuándo nos podemos ir? Me aburro».
Era... refrescante y tan diferente a lo que estaba acostumbrado.
Quizá por eso me descubrí sacando el móvil del bolsillo delantero de mis pantalones de vestir con una leve curvatura en mis labios. Segundos después, entré en la aplicación de la cámara y, con disimulo, te busqué. Nunca había hecho algo así. Siempre eran las demás personas las que trataban de sacar fotos de mi persona de manera subrepticia, pero no me pude contener.
Eras lo más normal que me había ocurrido en mucho tiempo.
En cuanto tomé la foto, me giré hacia mi bebida sonriente y la estudié. No había salido del todo bien; las luces en movimiento estaban demasiado lejos de ti, pero se discernían las facciones vivas de tu cara y eso era todo lo que podía pedir después de un arrebato como aquel.
Tracé la tenue línea juguetona de tus labios finos.
Luego o mañana, cuando me acordase, la borraría. Por el momento, se quedaba en mi galería de imágenes. Justo en el momento en que pulsé para salir de la foto, una mano femenina se posó en mi antebrazo. Levanté la mirada de golpe. La novia de mi amigo me observaba con una sonrisa compasiva.
—¿Estás bien?
Parpadeé.
—¿Por qué no lo iba a estar?
—Bueno, por... —Alzó un hombro—. Ya sabes. Todo lo que está pasando con tu abuelo. —Mi amigo asintió mientras daba un trago—. Llevas un rato en silencio y pensé que estarías pensando en él. —Me apretó el brazo y eché un vistazo a la mano y luego a ella. En lo único en lo que estaba pensando era en que me soltase el brazo. Vaya libertades se tomaban algunos—. Sé por experiencia propia lo duro que es perder a un ser querido. Si no estás bien, puedes ser sincero. No pasa nada si no lo estás. Es normal.
Normal. Bufé una risa. ¿Qué sabría esta tía lo que era normal en mi familia? Desde siempre me ha hecho gracia lo bien que parece conocerte la gente solo porque te ven en la televisión, leen sobre ti en las revistas o te siguen en Instagram o Twitter.
Retiré su mano, aparté el brazo y enderecé la espalda.
—Estoy de puta madre. ¿Por qué no habría de estarlo? —Tanto ella como mi amigo fruncieron en ceño y arrugaron la nariz—. En serio. No podría estar mejor. ¿Lo dices por lo de mi abuelo? —Ella hizo un lento asentimiento con la cabeza—. Bah, pero eso es ley de vida, mujer. Nacemos, crecemos y, si tenemos suerte, gozamos más que sufrimos hasta que la palmamos. ¿Y qué si el viejo la diña? Te aseguro que enseguida ocupará el lugar que deje su fiambre algún recién nacido en otra parte del mundo que sí merezca existir.
Mi amigo se congeló con el vaso cerca de la boca y ella me miró boquiabierta, como si no supiera qué pensar o decir.
Bien.
Me bajé del taburete con calma.
»En fin. Voy a echar una meada y ahora vengo.
Enfundé de nuevo el móvil en el bolsillo del pantalón mientras giraba sobre mis talones y me encaminaba al baño. No estaba para que alguien tratara de meter las narices donde no le importaba. ¿Yo? ¿Triste por lo que pudiera pasarle a mi abuelo? Resoplé una risa desdeñosa. Jamás. Yo había salido a pasármelo bien, no a compartir mis sentimientos ni a que me psicoanalizaran, muchas gracias. Solo un blandengue o una nenaza haría algo así.
*
Saqué las manos de debajo del chorro de agua fría y las sacudí, lo que mandó gotas por todas partes, especialmente al espejo, que reflejaba desde mi cadera a mi semblante grave y moría en el techo. El olor cítrico de algún ambientador llenaba mis pulmones con cada inhalación. Esquivando mi propia mirada, me incliné con una mano en el mármol negro y me peiné hacia atrás con los dedos aún mojados de la otra los mechones rubio pajizo del flequillo, que se oscurecieron al instante. Luego, me enderecé, revisé con detenimiento mi aspecto y asentí.
¿Seguiría aquel bellezón afuera? Esperaba que sí, porque tenía ganas de tirarme a alguien para quitarme esa puñetera tensión de encima y la idea de marcharme de allí a algún hotel con alguien sonaba a cada segundo más tentadora.
Me enfilé hacia la puerta y alargué la mano.
Antes de que pudiera sujetar la manivela, sin embargo, esta se abrió con brusquedad y la esquina de la puerta rebotó contra mi frente, el canto de mi nariz y mis labios. Durante un instante, me quedé inmóvil, al igual que la persona al otro lado de la puerta. Enseguida, un calambre trepó por toda mi cara, mi tabique nasal pulsó y el sabor metálico se apoderó de mi boca, seguido de un calor agudo e insoportable que se concentró sobre todo en medio de mi cara, aguó mis ojos e hizo que todos los músculos de mi espalda se pusieran rígidos.
—¡Me cago en la puta mierda! —siseé con un hilo de voz que se comió la música de afuera mientras retrocedía y me llevaba una mano al rostro. Apenas palpé la nariz, tuve que cerrar los ojos con fuerza—. Joder, cabrón, ten más puto cuidado. Pareces un jodido toro embolao entrando de esa manera, sin mirar ni por donde vas y llevándote por delante a cualquiera. —Acaricié con la punta de la lengua el interior del labio inferior y me tensé de nuevo—. Serás hijoputa. Au, joder. Au. Me has reventado el puto labio. Joder. Mierda. Joder.
Detrás de unas gafas de montura finas que reconocí enseguida, tus ojos almendrados me observaron con estupor.
—Hostia puta... —fue lo primero que dijiste, pálido como las paredes del baño.
Fruncí las cejas.
—Eso debería decirlo yo, ¿no? —Me pasé el pulgar por el labio inferior. Cuando lo aparté, tenía un poco de sangre en la yema del dedo. Hice una mueca—. Genial. Como se me hinche la puta cara, juro que...
—Mierda. Lo siento muchísimo, tío. No era mi intención que...
Bufé una risa despectiva.
—Ya, claro. Mira, chaval, ya me estás dando tu número porque mañana mismo pienso decirle a mi abogado que... —Con el semblante compungido, dejaste ir la puerta, te adentraste en el baño y diste un paso hacia mí. Yo retrocedí—. ¿Qué haces? —Cuadré los hombros, adelanté el pie derecho y subí los puños a la altura del pectoral—. No te acerques a mí ni un pelo o te hago picadillo, ¿estamos?
Tampoco me habría costado demasiado. Un palmo más bajo que yo, de hombros más estrechos que los míos y con unos brazos flacos que nunca han visto en su vida un gimnasio, eres y siempre serás un tirillas, aunque tu estómago no conozca lo que es tener fondo. Y, en esos momentos, solo pensé en usarlo en mi beneficio.
Por más que hubieras llamado mi atención allá afuera, mi humor estaba muy negro en esos momentos.
Sin embargo, o eras un temerario o un suicida; a pesar de mi postura defensiva, avanzaste hasta mí y me sujetaste del bíceps izquierdo. El toque gélido de tus manos delgadas me hizo dar un respingo y me distrajo lo suficiente como para que me arrastrases hasta uno de los tres grifos. Lo más desconcertante es que, si hubiera querido, habría podido deshacerme de tu agarre con un simple movimiento.
—Lo siento mucho, en serio. Estaba pensando en... bueno... en algo que me tenía de malhumor y puede que la haya pagado con la puerta. —Mientras hablabas en ese tono nervioso, sacaste servilleta tras servilleta del dispensador. Luego, encendiste con el talón de la mano el grifo y las bañaste en agua—. Pero prometo que no ha sido a propósito. Lo juro. —Tocaste con una esquina mojada mi labio inferior y yo eché la cabeza hacia atrás. Me quedé mirando tus ojos, que eran más grandes de lo que parecían detrás de las gafas. Y de un marrón oscuro bonito que me removió el estómago de manera agradable—. No quiero hacerte daño.
Resoplé una risa.
—Querrás decir más daño.
—Estoy tratando de pedirte perdón. —Bajaste el brazo con las cejas juntas y bajas—. ¿Por qué no puedes simplemente aceptar mi disculpa? Te he dicho que no lo he hecho adrede.
—Ya te he oído, pero tampoco hace falta esto. Puedo yo solo.
Cuando te enseñé la palma de la mano, la observaste un instante antes de cederme las servilletas con cierta reticencia y un mohín en unos labios que, de cerca, eran menos finos, más carnosos y llamativos de lo que aparentaban de lejos. No necesitaba la ayuda de nadie. Me volví hacia el espejo, hacia el que me incliné. Mientras atendía mi labio y me aseguraba de que no tenía la nariz rota, te vigilé por el rabillo del ojo. Te acariciabas en brazo con los hombros encorvados y, pese a tener la cabeza gacha, no hacías más que lanzarme miradas soslayadas, lo que contrastaba con la terquedad que se adivinaba en tu mandíbula cuadrada.
Nadie puede negar que no fue la mejor manera de conocernos.
Y, aun así, aún sigue arrancándome una sonrisa hoy en día siempre que mi mente se pierde en nuestros recuerdos más agradables.
Cuando me aseguré de que el único resquicio visible del incidente era cierta rojez en la frente y en la nariz, me puse derecho, hice una bola con las servilletas usadas y las tiré en el cubo de basura que había junto al secamanos, sin perder detalle de ti, lo que me permitió cazarte en pleno acto de mirarme. Te tensaste y un rubor se propagó en tus mejillas. Enarqué una ceja. Me tragué la sonrisilla que pugnaba por salir al tiempo que te rascabas con los nudillos la nariz y luego te subías las gafas con ellos.
Tras un instante de silencio, carraspeaste.
—No sabes cuánto lo siento.
—Eso ya lo has dicho cuatro veces. —Me crucé de brazos. No iba a ponerte las cosas fáciles por más que me atrajeras. Alcé otra vez la ceja—. ¿Sabes decir algo más o solo sabes repetir eso como un disco rayado?
Frunciste el ceño y esta vez clavaste la mirada en mí sin dudarlo.
—No hace falta ser tan capullo, ¿vale? ¡Bastante avergonzado me siento ya! ¿Y yo qué sabía que habría alguien detrás de la puerta? No tengo mirada láser. Además, viendo que pareces el primo hermano —me señalaste de arriba abajo con un gesto airado— de Chris Hemsworth, aunque menos ciclado, ¿qué más te da? Seguro que hasta te he hecho un favor. ¿Quién no querría cuidar de su propio Thor particular? Apuesto lo que sea que podrías darle la vuelta a la tortilla y usarlo para ligarte a quien quisieras.
Mis labios temblaron, pero los apreté para no sonreír.
—Y dime —dije en un tono medido e indiferente mientras apoyaba el trasero en el mármol del lavabo—, ¿también me serviría contigo?
—¿Qué? —Se te escapó una risita repentina y escandalosa—. ¿Por qué debería...? —Te paralizaste un segundo—. Ah. Vale, ya lo he pillado.
Te abrazaste a ti mismo con los hombros encorvados y miraste a cualquier otro lugar menos a mí. Si cabe, tu rostro estaba más encendido que antes. Esbocé una media sonrisa, que disminuyó un poco a causa de un repentino pinchazo en el interior del labio. Era más divertido sacarte los colores e incomodarte que enfadarme contigo, eso sin duda.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué? —Me lanzaste una mirada de incertidumbre—. ¿Que si te serviría conmigo, quieres decir? —Asentí como toda respuesta—. Sí, claro. Digo, ¡no! ¡Claro que no! —Abriste mucho los ojos como si no pudieras creer lo que se te había escapado—. Mierda. No, no, no. No te serviría de nada. ¿Por qué tendría que funcionar conmigo? —Te subiste de nuevo las gafas con los nudillos de forma innecesaria y luego enterraste los dedos en tu tupé—. No sé lo que digo. Creo que la cerveza sin alcohol que estaba bebiendo al final sí que tenía algo de alcohol. No me hagas caso.
Hiciste amago de escabullirte hacia la puerta, pero te lo impedí al enderezarme y extender un brazo delante de ti. Alzaste la vista a mis ojos. Tu mirada era una vorágine de sentimientos, aunque, a juzgar por las orejas rojas, el bochorno ganaba a todo lo demás.
—Dime al menos tu nombre, ¿no? Digo, no todos los días flirteo con desconocidos que casi me rompen la cara antes.
Arrugaste la nariz.
—No te he roto nada.
—¿Estás seguro? ¿Quién te dice que luego no estaré revolviéndome de dolor, solo en mi cama, con la cara como un botijo de lo hinchada? Pobre de mí. ¿Es que no te doy ni un poquito de pena?
—Muchísima pena —replicaste en un tono seco y sarcástico mientras ponías los ojos en blanco. A continuación, te cruzaste de brazos—. ¿Qué tiene que ver saber mi nombre con que te pongas todo quejica?
—¿A ti qué te parece? Al menos así tendré a alguien a quien maldecir a gusto.
Eso cuando no me estuviese pajeando pensando en ti, claro.
Bufaste una risa.
—Menos lobos, Caperucita, que yo te veo muy bien. —Frunciste el ceño, entrecerraste los ojos y me escudriñaste el rostro—. Porque estás bien, ¿verdad? ¿Quieres que vayamos a urgencias?
—Nah, solo quiero tu nombre.
Me escrutaste unos segundos más. Al final, suspiraste y te encogiste de hombros.
—Francisco, aunque todos me llaman Paco. Ya está. ¿Contento? —Asentí con una ligera sonrisa que se te terminó por contagiar a los pocos segundos. Mojándote los labios, negaste con la cabeza—. Ahora, si me disculpas, me esperan afuera. —Sorteaste mi brazo con exagerado cuidado y te detuviste junto a la puerta, sin mirarme—. Lo lamento mucho, de verdad. No... no dejes que los oídos me piten mucho esta noche, ¿sí?
Y te escabulliste del baño sin hacer lo que sea que habías venido a hacer.
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