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🎄 1 Tomte 🎄

Una semana a bordo de un tren, ¿qué podría salir mal?

El mayor peligro de esta Navidad estaba en el frío y concurrido andén de Venecia, donde los tripulantes cargaban sus maletas para entrar al calor reconfortante de los coches de pasajeros. Tirité ante el golpe de aire helado, a pesar de llevar puesta la bufanda ajustada y los guantes más gruesos que tenía. Siendo natural de Suecia, estaba adecuado a las implacables temperaturas de Europa, pero eso no implicaba que no me ponía a temblar de vez en cuando como si recorriera los andenes sin una jodida prenda de ropa encima.

―¿Qué te falta? ―me preguntó Hans, jadeando mientras tiraba de las últimas dos maletas.

―Esas dos. ―Señalé con la barbilla las que cargaba.

Pese al murmullo de la gente, los chirridos constantes de las máquinas y los llantos de despedida, lo escuché suspirar de puro alivio. Me mordí la lengua para evitar echarme a reír ante su expresión de agotamiento. Hans era un reclutador académico en una universidad de Noruega, por lo que gran parte de su jornada transcurría en el asiento de su oficina haciendo llamadas, atendiendo estudiantes y de vez en cuando asistiendo a las ferias estudiantiles. Yo, por otro lado, desarrollé brazos fuertes para cargar con mis herramientas de trabajo: cajas y cajas de vinilo, cartulinas, globos, cuchillas, marcadores y lo más esencial: la buena y simpática disposición de pasar largas horas organizando la actividad para la que fuera contratado.

Gudskelov ―repuso de manera burlona, lo que me arrancó una sonrisa sarcástica. ¿Por qué todos los ateos que conocía siempre le daban las «gracias a Dios» aunque no creyeran en él? No sé si Hans se pueda considerar el sueco promedio, aunque un gran porcentaje de mis compatriotas lo era, pero supongo que se debe a que ninguno está en la mejor disposición de dejar una carga tan pesada como es la vida sobre los hombros de alguien a quien, de manera lógica e incuestionable, no han visto―. No has olvidado nuestro, ya sabes... ¡Ya, ya, no grite! ―le dijo a la mujer que estaba detrás de él, que lo miró con cuchillos en los ojos, antes de entrar al coche de pasajeros. Lo último que escuchamos de ella fue una palabra que no me atrevo a decir en voz alta―. ¡Y Feliz Navidad para usted también, Lussi!

Le di una patada en la corva y lo insté a entrar al coche de pasajeros mientras me ocupaba de aplacar mi carcajada. Detrás de nosotros, la fila para ingresar al tren se multiplica cada vez que parpadeaba. No es nuestro tren el único en la estación, pero sí el único que estaba supuesto a partir en quince minutos en un viaje de cinco días desde Venecia hasta Estocolmo, su lugar de destino y la capital de Suecia. Si el clima se encontraba de buenas, la primera parada sería en Copenhague, la capital de Dinamarca, para dar una vuelta por los Jardines Tivoli, pasar la noche en un hotel, recoger a varios pasajeros nuevos y, finalmente, llegar a Estocolmo en la mañana de Nochebuena. Eso si el tren no se quedaba estancado en uno de los túneles o si se descarría y caemos desde una pendiente.

La mejor parte de ser un decorador es que el vagón principal, que hace de salón de reuniones durante los viajes largos, ha sido apartado como mi área de trabajo. Por fortuna, había llegado temprano y con la mayoría de los adornos hechos para decorar el tren y que este estuviera listo antes de la llegada de los pasajeros. Solo debía esperar a que Hans trajera mis pertenencias personales y una que otra maleta con materiales. La compañía me ha solicitado adornos personalizados para los tripulantes, de ahí que fuera tan necesario, sin dejar de ser agotador, que trajera tanto equipaje.

―Tomte ―oí a Hans llamarme―, tengo que dártelo ahora o no podré después.

Dejé la maleta que cargo en la mano junto a la mesa más cercana, donde Hans había puesto las otras dos. Lo vi meter la mano en el bolsillo de su pantalón negro y enseguida me extendió un estuche vinotinto en forma de corazón.

―Quiero que sea especial, ya sabes, para que sea acorde a lo especial que es ella. He guardado dentro del estuche una pequeña lista de ideas. Confío en tu buen gusto, en especial porque el mío es una mierda.

―Has venido al lugar correcto. ―Le di una palmada en el hombro con mayor fuerza de la necesaria, de modo que me respondió con una mueca.

Como trabajo de decorador, hay dos opiniones que suelen rondar respecto a mi persona: que soy gay y que mi toque es suave como una pluma. Lo primero, por supuesto, es una percepción de una sociedad doble moralista y prejuiciosa que no soporta la idea de que a un hombre le guste decorar. Si bien manejo mis decoraciones con templanza y delicadeza, eso no me impide asestar un puñetazo capaz de quebrar algunos huesos. Simplemente he decidido no ceder ante los estímulos de los imbéciles. Aclarar lo que la gente opine de mí, no ayuda en nada a cambiar la visión de los demás, sin contar que supone un agotamiento emocional al que no estoy dispuesto a ceder. Por mí pueden creer que soy una jodida hada del bosque y no los contradeciré, siempre que no me imaginen con alas pequeñas y de color verde neón. Odio el verde neón.

Una voz femenina y dulce anunció que el tren estaba próximo a partir y solicitó a los pasajeros que tomaran asiento. Hans y yo terminamos de asegurar el sudor de mi frente y mi sustento de alimento ―entiéndase mi equipaje y equipo de trabajo― y cada quien tomó un asiento diferente al llegar al segundo coche.

Me acomodé en el asiento junto a la ventana y aproveché para observar una última vez la concurrida estación veneciana, el suelo adoquinado y la coqueta capa blanquecina metida entre los huecos de los adoquines y los bordes de la acera. La nieve, aunque podía ser bellísima, también era traicionera y podía causar estragos, pero cuando Navidad se acercaba, me tapaba los oídos y ojos y le perdonaba lo que sea. Me daba una sensación de estar en casa y traía a mi memoria recuerdos hermosos de mi niñez, los últimos ―y difíciles― años de la preparatoria y los primeros años de la universidad, aunque también atrajo otros menos gratos: la despedida de ese punzante y descarrilado primer amor, y un adiós definitivo que nunca iba a dejar de doler.

―Hola, extraño. ―La propietaria de una voz femenina se sentó frente a mí y golpeó mi rodilla con suavidad―. ¿Listo para aguantarme cinco días seguidos?

Descansé la pierna derecha sobre la izquierda y puse el largo del brazo en el hueco de la ventana.

―Visité antes a mi psiquiatra y le pedí una receta de antidepresivos. Creo que estaré bien.

Astrid se recogió el cabello y se lo echó a un lado mientras sonreía. Sus ojos avellana ―uno de los pocos rasgos que no compartíamos― me observaron con la ternura que le dedicaría a un niño.

―Pasarás Navidad en Suecia.

―Sí ―respondí, aunque no era una pregunta.

―¿Crees que estás listo?

Me recosté del cabezal e intenté sonreír, pero me ganó la melancolía. No había vuelto a pasar una Navidad en Suecia desde que mi mamá falleció cuatro años atrás. Estar lejos de esa casa, que había pasado a mis manos a través de una herencia por ser su único hijo, se quedaba vacía en invierno. Solía ser nuestra época favorita tras haberla convertido en un ritual de unificación luego de que mi papá nos dejó para iniciar una nueva familia. A partir de entonces ―tenía doce años― éramos solo ella y yo. Ni siquiera supe que tenía una hermana hasta que, pocos meses antes de una Navidad, mi mamá fue diagnosticada con cáncer terminal. No recibí una sola llamada de mi papá, mucho menos una visita, pero Astrid viajó desde Noruega para acompañarme en el proceso. Ella tampoco sabía que tenía un hermano, lo que la separó una temporada de ese hombre al que a veces, y por costumbre, llamo padre, pero sirvió para unirnos. Ahora solo paso estas épocas con ella. Este año, sin embargo, quería volver a casa. A mi madre no le gustaría ver las luces de su hogar apagadas. Quería hacerlo en su memoria.

―Lo estoy ―le respondí, sin disfrazar la tristeza que emanaba de mi voz. No era lo mismo volver a una casa donde una madre solía preparar una cena navideña a una casa vacía.

―Bien. ―Astrid cruzó las piernas y se rascó la rodilla por encima de la media negra―. ¿Prefieres que prepare cerdo o cordero? Mientras tú decoras, yo cocino. ¿O refieres que hagamos un platillo de los que le gustaba a tu mamá?

―A ella le encantaba el cordero ―respondí con énfasis en «cordero».

―Ya está, yo me encargo de la comida, pero tendrás que decirme donde hacer las compras. La verdad ya he olvidado donde está el mercado.

―Queda calle abajo, justo a la izquierda junto al sauce donde te encontré con tu novio en pleno «almuerzo» ―apuntalé con un tono sugerente.

Astrid me tajeó con su penetrante mirada, se levantó de la butaca y me propinó su mejor golpe cerca, muy cerca, de los cascabeles, como solía llamarles a los testículos para fastidiarla. Uno o dos centímetros más y me hubiera puesto a cantar Stilla natt de puro grito.

―El tren ya está en movimiento, así que ponte a trabajar. ―Relajó su expresión y esbozó una sonrisa de complacencia―. Mientras tanto, disfrutaré de las comodidades que ofrece el tren.

Salió del coche de pasajeros antes de que encontrara una respuesta ingeniosa. Volví a recostarme de la butaca y eché una mirada al espectáculo de la ciudad de Venecia pasando a prisa a medida que el tren aumentaba la velocidad. Astrid tenía razón: debía ponerse a trabajar. El vagón principal no iba a terminar de decorarse solo. Además, Hans me había confiado el anillo para sorprender a su novia. Anoté la tarea en mi lista de pendientes imaginaria, al menos hasta que volviera al vagón y pudiera modificar mi calendario en la tableta.

Esperé a que la camarera pasara antes de levantarme y dirigirme a mi zona de trabajo. Como era de esperarse, habían colgado un letrero que decía «Zona privada, prohibido el paso», así que abrí la puerta y disfruté de la vista de un lugar amplio donde hacer y deshacer con tranquilidad. La jornada sería larga. Lo primero que debía hacer, era instalar las máquinas, habilitar las mesas y organizar los materiales, que no eran pocos. Antes de cumplir con mis pendientes, decidí caer ante la tentación generada por la curiosidad.

Abrí la valija roja donde había guardado el anillo dentro de una pequeña caja fuerte, giré la rueda para ingresar el código y la destapé.

―¡Me estás jodiendo! ―mascullé.

El estuche de color vinotinto había desaparecido. En el interior solo quedaban algunos anillos de valor y el brazalete que le había comprado Astrid como regalo de Navidad, lo que terminó de volarme la cabeza. Con tantas cosas valiosas en la caja, ¿por qué demonios debía desaparecer la única prenda que no era mía?

Cerré la caja de golpe y me puse como loco a revisar los maletines, las maletas y las cajas, esperando que Hans la hubiese movido a otro lugar sin que yo me percatara. En poco tiempo, el vagón se convirtió en un desastre, pero el anillo seguía sin aparecer. Para el momento en el que me dejé caer en el suelo para recobrar el aliento, me arranqué la bufanda y me quité los guantes ante la sensación de calor y ahogamiento que me producía la búsqueda.

Medité los eventos. Aunque cerrada, la puerta no estaba bloqueada, pero alguien había venido a colocar un cartel que anunciaba que la entrada estaba prohibida. Mientras estaba en el vagón, alguna persona debió haber entrado y robado el anillo, aunque el candado no se veía forzado, por lo que el responsable debía de haber tenido mi contraseña. Rebusqué entre el reguero que había causado y encontré mi agenda, donde anotaba las algunas contraseñas en la sección de las notas. Noté enseguida que el elástico estaba pinchando la hoja donde estaba la contraseña del candado, y estaba seguro de que lo había dejado en el inicio del mes de enero mientras organizaba los eventos futuros. Si alguien se llevó el anillo, tal vez el empleado que vino al cartel logró ver o escuchar algo, si es que el ladrón no era él mismo.

Me puse de pie y me marché directamente a la cabina de control, dispuesto a atajar a cualquier empleado con el que me cruzara. Sin embargo, lo pensé mejor. El ladrón podría ser un pasajero o un empleado, y en cualquiera de los dos escenarios, era mejor manejar el asunto con discreción. El tren ya estaba en movimiento. A menos que hubiera bajado antes de partir, no había manera de que escapara.

―Disculpe ―me le atravesé a una camarera, que me miró con los ojos muy abiertos ante la repentina interrupción―, ¿quién está a cargo del tren?

―¿A cargo? ―realizó la pregunta con dificultad, lo que evidenciaba que no teníamos la misma lengua materna.

―Sí. ―Asentí de manera frenética―. Me urge hablar con algún superior sobre un incidente en mi vagón.

―Un momento, por favor. ―Levanté las cejas al observar la rapidez con la que pasaba de un vagón a otro y se dirigía a toda velocidad a la cabina de control. Poco después, la vi salir acompañada de una mujer castaña, que se había amarrado el pelo alisado a prisa y le habían quedado unos mechones abultados―. Este es el pasajero.

El tren aceleró como una bala y me atravesó el corazón en cuanto nuestras miradas se cruzaron. Esa cara... era simplemente inolvidable.

―¿Klara? ―tartamudeé su nombre.

Una semana a bordo de un tren, ¿qué podría salir mal? Nada, salvo encontrarte con tu exnovia de la escuela.

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