Capítulo 1: A veces la vida no es como esperas
Enamorarme de Peeta no fue rápido, se requirió de mucha paciencia y constancia de su parte pero luego de varios años, mi corazón se llenó de su amor y le hice un espacio en él.
En ese entonces ambos teníamos 16 años y como pareja estable, vivimos el romance más hermoso del verano, antes de entrar a nuestro penúltimo año de escuela.
Las tardes en la playa, las fogata con nuestros amigos, los paseos a caballo, son los recuerdos que más atesoro de mi adolescencia.
Era una historia de amor perfecta... hasta que, semanas después de volver a la escuela, todo se vino abajo.
O en realidad, empezó una nueva etapa en nuestras vidas.
Yo estaba embarazada. Aún no cumplía los 17 años y ya esperaba un bebé. Al ser ambos menores de edad, el lío se desató en nuestras familias.
Hubieron gritos, reprimendas, quejas, acusaciones pero al final, luego de sentarnos todos a conversar terminé comprometida. Mis padres y los de Peeta estaban decepcionados de nosotros pero no nos dieron la espalda. Yo soy hija única así que mis padres sufrieron más. Ellos soñaban con enviarme a la universidad, no esperaban tener una adolescente embarazada. Mucho menos ser abuelos tan jóvenes. Mi madre apenas tenía 34 años.
Nos casamos en una sencilla ceremonia. No hubo una gran fiesta, ni un vestido espectacular. Apenas un pequeño almuerzo. Y sólo nos acompañaron los amigos más cercanos. A todas luces era un matrimonio apresurado para encubrir la falta cometida. Eran otros tiempos, no como ahora que salir embarazada a los 16 te hace ver interesante.
Peeta y yo empezamos una nueva vida para la que no estábamos preparados.
Tuve que dejar la escuela. No se permitía a una joven embarazada asistir a clases. Y mi esposo tuvo que dejarla por un par de años mientras trabajaba para poder mantenernos. Ninguna de nuestras familias era adinerada, mi padre es guardabosques y mamá trabaja de dependienta en una farmacia. Los padres de Peeta tampoco tienen mucho. Tienen una pequeña panadería pero también otros dos hijos que mantener. Finnick, el mayor, que estudia para ser profesor y Delly la menor que apenas era una niña.
Nos instalamos en una pequeña casita a las afueras del pueblo, en la zona menos favorecida. Peeta entró a trabajar en una de las pequeñas fábricas de muebles de la zona. Tenía una jornada de 8 horas y regresaba cansado. Yo me quedaba sola todo el día, mientras mi vientre crecía. Fueron meses muy tristes a decir verdad. Había vivido años muy felices antes de embarazarme, me sentía en la cima del mundo, con tantos proyectos y de pronto me vi atrapada entre cuatro paredes con una enorme barriga.
Di a luz a nuestra pequeña Primrose en la siguiente primavera. Era preciosa, la cosita más hermosa que había visto. Los primeros meses fueron duros, me encargaba de ella yo sola, pues mi marido trabajaba mucho. Afortunadamente mi pequeña era fuerte y no se enfermó ni una sola vez.
Pero el tiempo pasaba, mis amigos de la escuela terminaron de estudiar y se fueron cada uno a seguir la universidad o con becas de deportes. Leevy se convirtió en abogada, Rooba estudió marketing, Madge fue a estudiar Literatura y Thom obtuvo una beca en la universidad.
Peeta entró en la escuela nocturna para terminar la preparatoria pues lo necesitaba para poder acceder a algún otro puesto mejor que cortar maderas.
Y yo... yo seguí siendo madre.
No sé cómo pasó, a pesar que nos cuidábamos, me embaracé nuevamente. Volvieron los sermones, las críticas y las decepciones. Mamá me llamó "tonta" porque no calculé bien el tiempo de la inyección, papá se decepcionó aún más y mis suegros se molestaron con Peeta. Su madre, una señora con poco tacto para hablar, despotricó contra mí, todo lo que quiso.
Así, unos meses después, tuvimos a Rye, un pequeñito de ojos azules como su padre. Mi felicidad parecía estar completa, aparentemente.
Ya con dos hijos, el dinero escaseaba, el alquiler de la casa aumentó y eso nos llevó a pasar algunos problemas.
Comprendí aquel viejo dicho de una de mis abuelas: "Cuando el hambre entra por la puerta, el amor se va por la ventana"
Yo sé que no podía exigir más que el sueldo básico de mi marido, pero en ese entonces anhelaba tanto vestirnos bien. Y me frustraba llevar siempre ropas compradas en tiendas de segunda mano. Apenas nos alcanzaba para alimentarnos, no podíamos darnos lujos. Y las discusiones comenzaron, Peeta intentaba explicarme la realidad pero yo no comprendía. Terminaba gritándole mis frustraciones, muchas veces enfrente de los niños.
Un día me decidí a intentar ganar dinero por mis propios medios y puse una pequeña tienda. Rye ya iba al preescolar, pasaba medio día fuera de casa, así que pedí a mi padre que me preste algo de dinero y monté mi pequeño negocio. En un principio sólo vendía sodas y pastelillos que el padre de Peeta me dejaba muy baratos, luego me animé a preparar desayunos. Nuestra casita quedaba en el camino hacia las zonas de las minas y mucha gente pasaba por nuestra calle.
Todo marchaba de maravilla, incluso ya hacía planes para volver a la escuela y terminar la prepa. Había pensado en asistir por las noches y pagarle a alguien para que cuide a los niños un par de horas mientras Peeta regresaba de su trabajo.
Y la vida misma volvió a jugarme una mala pasada. Esta vez había tomado más precauciones, me ponía una inyección cada seis meses para no salir embarazada y contra todo pronóstico, volví a quedar en cinta.
Le planteé a Peeta no tenerlo. Yo anhelaba salir de aquel lugar, irnos a la zona más bonita del pueblo, tener una mejor vida, darles a mis pequeños más comodidades. Ni siquiera tenía una lavadora automática. Estaba harta de pasarme horas lavando, cocinando, limpiando, enclaustrada en una casa que se venía abajo de lo vieja que era.
Mi marido siempre tuvo poco carácter o quizás era que nunca quería gritarme ni darme la contra. Siempre que yo le planteaba algo lo eludía o le daba largas al asunto. Eso mismo pasó con mi tercer embarazo, en lugar de ayudarme a resolver el problema, metió más gente en el asunto.
Sí, sé que sueno egoísta, lo reconozco. Pero tenía 23 años, dos hijos, no había terminado la preparatoria. Me parecía que nos hundiríamos más trayendo otro niño a nuestro humilde hogar.
Entonces recibí las críticas de mis suegros y de mis padres. Y no dije una palabra más del asunto. Mi embarazo continuó de forma normal pero dentro de mí le guardé un secreto rencor a mi marido.
Tenía 7 meses de embarazo cuando me llamaron del hospital. Peeta había sido ingresado de emergencia por una hemorragia. Le pedí a mi cuñada Delly que se quede con mis hijos, para poder ir a ver a mi esposo.
Mi suegra me dio una dura reprimenda que yo no creía merecer. Hacía meses que Peeta no venía a almorzar, yo tenía muchas náuseas y apenas cocinaba. Los niños almorzaban en la escuela, porque al ser pobres el gobierno nos brindaba un almuerzo balanceado y yo sólo comía en casa lo que se me antojaba. Peeta me había dicho que comía en el trabajo pero no era cierto. Almorzaba un sándwich que se preparaba antes de salir por las mañanas. Y eso había provocado que su gastritis se convirtiera en úlcera.
Lloré mucho aquella noche, por poco y pierdo a mi marido. Me propuse entonces ser mejor esposa y madre. Intentar olvidarme un poco de mí por el bien de los demás. Pero fue duro, Peeta perdió su trabajo.
Pasamos muchas necesidades, mi padre pagó los gastos del parto pues no teníamos seguro social. Así nació nuestra pequeña Madge, la llamé así en honor de mi mejor amiga, quien a pesar de andar perdida por el mundo, publicando sus libros, me enviaba alguna cosita de vez en cuando.
Peeta se recuperó rápido, al parecer la nueva integrante de la familia le dio ánimos para salir adelante. Pero no volvieron a darle el puesto que antes tenía, quizás porque después de su enfermedad parecía desmejorado. Y mi pequeña Madge resultó muy enfermiza. Tuvimos que vender hasta el televisor y el viejo auto de mi marido. Fue una de las etapas más duras. Incluso perdí la vergüenza y aceptaba lo que papá me daba producto de su caza nocturna.
Fue entonces que Peeta viajó a otra ciudad a buscar trabajo, en el pueblo escaseaban los empleos. Consiguió un puesto de conductor de camiones de carga para hacer una ruta larga. Lo malo es que apenas tendría un fin de semana al mes para su familia.
Lo echaba tanto de menos.
Llegaba los viernes por la noche y se marchaba los domingos a medio día. Odiaba su trabajo.
Todo el tiempo estaba cansado, se veía que le costaba mantener el ritmo de juego de los niños y ya ni cumplía conmigo. Yo creía que mi cuerpo ya no le atraía, ni siquiera tenía dinero para ir al gimnasio y recuperar mi figura. Mis pechos estaban caídos, mi vientre flácido y mis caderas ya no estaban tan firmes. Ya no le atraía, eso era seguro.
No pudo venir ni siquiera para mi cumpleaños. Me sentí tan sola, tan abandonada.
Retomé la idea de vender sodas y pasteles, mi suegro me ofreció productos a consignación. Eso al menos ayudó con los gastos urgentes. Necesitaba más y no sabía cómo. Era tan frustrante ser pobre, tener varios hijos, un marido lejos... veía cómo poco a poco mi belleza y juventud me abandonaban. Incluso más rápido de las de mis amigas. Ni siquiera podía comprarme una estúpida crema humectante.
Madge había cumplido dos años, prácticamente estaba viva por la bondad de su abuelo Mellark. Él corría con los gastos de sus medicamentos. Se me caía la cara de vergüenza con mi suegro, todas las tardes iba con mis hijos a visitarlo a la panadería aunque la bruja de su esposa nos mire feo.
Un fin de semana, mi suegra y Delly me pidieron llevarse a los niños a una feria en el pueblo. Acepté encantada, tendría varias horas sólo para mí. Quizás podría dormir o hacerme un tratamiento para el cabello. Estaba muy feliz.
Ya había terminado de hacerme la manicure cuando llamaron por la ventana. Me había olvidado de cerrarla y seguro alguien querría una soda o un pastel. Salí presurosa a atender.
Era un motociclista, moreno como yo y bastante alto. Enfundado en una preciosa casaca de cuero. Nunca había visto una motocicleta tan grande y unas botas tan lustrosas.
—Ey nena ¿tienes cerveza?— pidió.
—Lo siento sólo vendo sodas— sonreí.
— ¿Tienes red bull?— mostró sus hermosos dientes blancos y casi se me paraliza el corazón.
—No, sólo sodas— dije apenada. –Puedo ofrecerte un pastel— sonreí.
—Me encantaría— aceptó.
Su nombre era Gale, conversamos de muchas cosas, él parecía saber tanto de la vida, había estado en muchísimos lugares. Era algo así como un motociclista errante. Me parecía sensacional, ir por la carretera sin importar dónde, dormir en cualquier lugar, vivir la vida.
— ¿Quieres dar un paseo?— ofreció. Enrojecí hasta la raíz de los cabellos. ¿Cómo iba una señora como yo a subirse a una motocicleta con un extraño?
—No, no puedo lo siento. Mis hijos llegarán en cualquier momento y deben encontrarme aquí— sonreí.
— ¿Tienes hijos? Si pareces una colegiala— bromeó.
—Te burlas de mí, tengo tres hijos y hace mucho que dejé la escuela— dije con tristeza.
—Vamos será sólo un momento necesitas sentir la velocidad.
—No puedo... ¿Ves la casa de enfrente? Esa señora es la más chismosa de por aquí...
— ¡Vamos! Te espero en quince minutos... voy a estar en la carretera— me guiñó un ojo
—No se...
—Claro que sabes. Quieres sentir la velocidad, te estas oxidando en este lugar— miró alrededor, subió a su moto y se marchó.
Tenía unos minutos para decidir.
Era sólo una vuelta en motocicleta ni que fuese a matar a alguien. Puedo hacer esto. Tener un poquito de adrenalina en mi vida y luego regresar a casa sintiéndome rebelde.
Caminé sin pensar, más allá de las casitas pequeñas como la mía, la carretera se extendía hasta empalmar la autopista, cruzando el río. El enorme bosque me daba la sensación de ser mi cárcel y cada árbol un barrote el cual no podía atravesar.
Cuando llegué junto al motociclista estaba nerviosa. Sin decir palabra me tendió un casco y me hizo señas para subir tras de él.
La sensación de libertad era abrumadora, me atreví a abrir los brazos para sentir el viento en mi cuerpo. Tenía los ojos cerrados por lo cual no pude ver el momento en el que cambió de curso. Las sacudidas me hicieron volver a la realidad.
— ¿A dónde vamos?— pregunté.
—Te va a gustar— gritó el hombre.
Manejó unos minutos y se detuvo en una propiedad. La casita parecía caerse de vieja.
— ¿Dónde estamos? –pregunté preocupada.
—Es mi guarida secreta. La uso a veces cuando me aventuro tan al norte, en realidad era de mi abuelo, vivió aquí muchos años pero no lo conocí, mi padre me crió en otro lado— sonrió.
Entré por pura curiosidad, aquel lugar parecía tan descuidado. Sofás mullidos y polvorientos, una mesa de madera tan vieja que podía verse las vetas de las tablas.
Pronto sentí que el motociclista estaba a mi espalda y me acarició el hombro. Intenté volverme pero me abrazó por detrás.
—Eres jodidamente sensual— susurró. Nunca me habían dicho algo parecido. Yo siempre fui la más seria de pueblo, nunca siquiera me creí sexy.
—Gale— susurré intentando soltarme.
—Gale "el cazador" preciosa- mordió mi oreja.
— ¿Cazador?— sonreí apartándome.
—Es mi sobrenombre— sus blancos dientes y su sonrisa traviesa me hicieron reír. —Apuesto a que tú eres del tipo tierno... como la caperucita— bromeó.
—No. Yo soy del tipo de la abuelita. Y tengo que volver a casa— le advertí.
— ¿Sabes que el cazador se quedó con la caperuza?— volvió a acercarse.
—No he leído esa versión, pero aun así solo es un cuento.
—Katniss— se apretó más a mí. —Hace cuanto que no sientes el fuego en tus venas— susurró acomodándome un mechón de cabello que se había salido de la coleta.
— ¿Fuego?— pregunté nerviosa.
—Tus ojos me dicen que eres fuego, ardes por dentro... y necesitas que te lo recuerden...— se apoderó de mis labios y me besó de una forma que debería estar prohibida. Saboreó cada parte de mi boca con su demandante lengua. Me acercó a su cuerpo caliente mientras sus manos vagaban por mi espalda bajando peligrosamente.
Intenté volver a la realidad, quise repetirme una y otra vez que era una mujer casada, que tenía hijos que cuidar, que no tenía derecho a esto... lo intenté pero sus palabras, sus movimientos hicieron que algo en mi cuerpo se activara. Es como poner el piloto automático... mi descarado cuerpo reaccionó a sus toques, a su aliento. Cada palabra era como atizar un fuego casi extinguido.
Me dejé llevar por aquel calor que nacía de mi vientre, me dejé dominar por el fuego que Gale inyectaba en mis venas...
A primera vista su anatomía era intimidante. Me sorprendió que Gale tuviera un paquete tan grande, su miembro erecto parecía que no cabría en mí. Y debajo de él, dos enormes y negros testículos se bamboleaban. Apenas pude admirarlos porque sin pensar ni advertir, me atravesó de un solo movimiento.
Tuvimos sexo como un par de salvajes, sobre aquella mesa de madera, en los sofás polvorientos, sobre el suelo sucio. Jamás había sentido un orgasmo más intenso, hasta ese momento no había dejado libre a esa fiera que no sabía que llevaba en mí. Sus palabras sucias me encendían, jamás me habían llamado "zorrita" ni mucho menos "putita".
Pasaron varias horas, casi anochecía cuando cansados nos recostamos y yo tomé conciencia de lo que hice. Lloré y le rogué que me llevara a casa, luego de mucho insistir me regresó al lugar donde había subido a esa maldita moto.
—Quiero volver a verte— me dijo acomodándose el casco antes de partir.
—No. Yo soy una mujer casada...
—Lo sé. Pero no me importa. Eres la mujer más ardiente que he conocido.
—No pienso volver a estar contigo, Por favor márchate.
—Un día me pasare por acá, no pienso dejar que te marchites— me guió un ojo y salió veloz.
Regresé a casa a trompicones, mi cuerpo temblaba de miedo y remordimiento. Yo Katniss Mellark, había roto mi juramento de fidelidad para con mi marido. Le había sido infiel a Peeta eso no tenía remedio. Y lo peor era que no estaba arrepentida, gocé cada segundo de placer en los brazos del motociclista.
Estaba condenada al infierno.
****************
Ya sé, ella se merece todo su desprecio. ¿Será este el final de la historia de amor entre Peeta y Katniss?
Gracias por leer
PATITO
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