🩸Epílogo 🩸
Día 1
Jadeo por aire, intento incorporarme, pero estoy acostado y atado. Jalo una mano, pero está esposada a la camilla, que también es de metal, al igual que mis piernas. Lo único que veo es una luz que apunta directamente hacia mis ojos.
¿Dónde estoy? ¿Leah está bien? ¿Habrá logrado salir del incendio? La última vez que la vi, estaba bloqueada mientras buscaba una salida. ¿Lo habrá conseguido? Mi cabeza duele. ¿Y los chicos? ¿Habrán salido también?
El repiqueteo de los infalibles tacones de la directora me hace estremecer. Apaga la luz cegadora y enciende las luces generales. El repentino halo de luz me ciega, pero cuando enfoco, respiro agitadamente al ver que estoy en un laboratorio.
Ellos habían ganado. Me habían cazado.
La directora, con su bata de laboratorio y lentes de protección, pronuncia esas palabras con una frialdad que me hiela la sangre. El doctor Rames, a su lado, sostiene un portapapeles, y juntos parecen los arquitectos de mi pesadilla.
—¿Dónde está Leah? —Mi voz suena más ronca de lo que quisiera.
—Oh, tu noviecita. Creo que quedó atrapada en el incendio —se encoge de hombros, como si la vida de Leah no fuera más que un detalle insignificante. —No lo sé, no veo las noticias. Puede estar a salvo con su policía o su cadáver pudriéndose allá arriba
—¿Arriba?—respondo, confundido. ¿Dónde estamos?
—Bienvenido a mi laboratorio, Experimento A. Estamos ubicados justo debajo del internado. Así que siéntate cómodo, porque nadie te va a encontrar —su risa retumba en la habitación, como si estuviera compartiendo el chiste más macabro del mundo.
—Perra —escupo, intentando mantener la calma.
Ella sonríe. —Sí, pero sabes lo único en lo que puedo pensar es en tu pobre novia y en tus amiguitos. Sus cadáveres en el piso consumiéndose por las llamas.
No puedo evitarlo. La rabia me consume. Intento liberarme, pero mis brazos están inmovilizados. Ella se acerca a una mesa metálica junto a una ventana de cristal polarizado y acciona un botón. Una gargantilla de metal se cierra alrededor de mi garganta, y jadeo por aire al sentir la presión.
—Me tienes miedo —digo débilmente pero sonrió cuando la veo apretar la mandíbula —Por eso me tienes enjaulado como un perro —respondo, mi voz apenas audible.
—¿Eso es lo que crees, querido? —agarra una jeringa con un líquido rojo—. Solo hago que el proceso sea menos doloroso. Sabes, los lavados cerebrales no son muy gentiles.
La sonrisa se me borra de inmediato. Ella me inyecta en el bíceps, y el dolor se propaga. Luego baja un casco desde arriba de la camilla y lo coloca en mi cabeza.
—Tendremos que cortarte el cabello. Es una pena, es muy lindo, pero será un obstáculo —observa mis tatuajes en el brazo—. Qué tierno. Lástima que no vas a recordar nada de ellos.
—Váyase a la mierda —balbuceó, sintiendo mi cuerpo transformarse de manera dolorosa.
—Te explicaré un poco. Utilizaremos rayos gamma para lavar tu cerebro de esos recuerdos que no queremos. Los que te hacen débil. Leah, tus amigos, tus padres. Los reemplazaremos con otros recuerdos, datos del gobierno, códigos nucleares, enemigos míos, ira, destrucción —su sonrisa es siniestra—. Eso que estás sintiendo es la modificación interna: sangre, mucosa, estructura ósea, etcétera. Y después comenzaremos con las modificaciones externas: una mano metálica, tal vez un ojo biónico. Y, por supuesto, el entrenamiento: capacitación militar, capacitación asesina. Lo básico.
—Pero primero, al lavado cerebral. Después, haremos un rastreo de dopamina. Me aseguraré de eliminar toda esa asquerosa neurona —dice ella, y siento cómo algo se clava en mi cráneo. Grito de dolor.
Luego, me colocan unos lentes con pantalla, similares a los anteriores, pero diferentes. Las imágenes que veo son de personas, personas que no conozco, personas del gobierno. Me están convirtiendo en un sicario, enseñándome métodos de matanza y espionaje. Todo esto mientras el casco introduce cosas en mi cerebro; el dolor es insoportable.
Grito y grito hasta que siento la garganta en carne viva. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero cuando me quitan el casco, la gargantilla y los lentes, una extraña sensación me invade. Es como si no pudiera recordar fragmentos de mi vida. Por un lado, me siento ligero, pero por el otro, preocupado. No, tengo que recordar.
Comencemos con lo básico: mis padres... mis padres... mis padres... Solo recuerdo tener un tío. Tenían una empresa, sí, y... no recuerdo nada más. El desespero me invade; lágrimas de ira empañan mi vista hacia la directora, o como dice su bata, doctora Alexandrov. ¿Rusa, no? Pero de rusa no tiene nada.
—Bienvenido, Experimento A.
—Quita esas lágrimas antes de que vuelva a poner la máquina. En breve haremos el conteo de dopamina —dice el doctor Rames.
Día 10
Derribo con fuerza a mi oponente, mi entrenador nuevo. Tuvieron que cambiar al otro debilucho después de hacerle un gancho demasiado fuerte. Estaba perdiendo el control de mis emociones; no podía dejar que la doctora Alexandrov ganara. Pero las inyecciones que me ponen para ser más fuerte me dominan, además de los lavados cerebrales que me hacen todos los días. Me veo obligado a entrenar diferentes áreas casi cinco horas al día.
El repiqueteo de los tacones me estremece como el primer día. Mi último golpe hace sangrar la nariz del hombre, y lo derribó con un barrido de pies. Mis nudillos están a carne viva y sangrando, pero no siento nada, como es costumbre, ya nada hace que sienta dolor o otra cosa que no sea ira.
—Aquí estás —dice la doctora Alexandrov al entrar al palco de entrenamiento en el laboratorio. También cuenta con una pequeña habitación para mí—. Tenemos que hacer el repaso.
El repaso es lo que ellos llaman la investigación y memorización de agentes gubernamentales que la doctora quiere que aprenda para eliminarlos. Después de diez días aquí, he aprendido que es mejor no negarme a nada si no quiero otra cicatriz como la que adorna mi ceja, bajando por mi ojo hasta la mitad de mi mejilla. ¿Linda, no? Tengo como cuatro más esparcidos por mi cara.
Atravesamos los cuartos; hay mucha gente trabajando aquí, y por supuesto cyberbots en cada esquina, ahora ya no llevan gorros ni guantes, muestran su imagen para intimidar. Entramos a la habitación familiar donde solo hay dos sillas y una ventana polarizada y reforzada. La doctora, el doctor Rames y otros expertos se sientan para ver mi avance.
Aprieto la mandíbula cuando me siento y me conectan los cables desde mi pecho desnudo hasta mis manos y cráneo. Me cortaron el pelo; ya no tengo más pelo largo, solo pequeños mechones. Me pasaron la máquina de afeitar el segundo día; me ha crecido un poco, pero no tanto. He aumentado masa muscular como si hubiera inyectado esteroides, pero de manera sana y creo que hasta aumente de altura unos centímetros más. Aunque aquí nada es saludable.
El hombre tembloroso se sienta en la silla enfrente de mí. Pobre, tiene una carpeta en mano. La voz de la doctora resuena por las paredes desde las bocinas.
—Comienza la prueba número quince de reconocimiento facial —dice ella.
El hombre saca una foto: una pareja de una mujer y un hombre sonrientes. Niego; no los reconozco. La siguiente foto muestra a un hombre muy parecido al anterior, pero tampoco lo reconozco. Además, no sé por qué tengo esos tatuajes en mi brazo; tal vez alguien importante que quiero recordar, pero no lo logró.
En la siguiente foto, un chico rubio junto a un chico moreno. Inclinó la cabeza; me parecen ligeramente familiares. De repente, la típica migraña que siento aquí me ataca, desde el primer lavado cerebral he sufrido de estas extrañas migrañas que hasta la doctora Alexandrov no sabe porque, el doctor Rames dice que son pequeños efectos secundarios. Si me concentro, sé quiénes son, estoy seguro.
El hombre pasa a la siguiente foto: una cabellera risueña y roja. Sus inconfundibles ojos azules Tiffany, que reconocería en cualquier lugar, me trajeron de vuelta a la realidad. Leah, era Leah. Respiro agitadamente; parece una foto reciente. ¿Dónde está? ¿Está bien? ¿Está viva? En un parpadeo, me arrancó los cables y me abalanzó sobre el hombre, agarrándolo de la garganta y empujándolo contra la pared, estrangulándolo. Los cyberbots no se inmutan, esperan órdenes.
—¿Dónde está ella? ¿Dónde? —rujo, empujándolo fuertemente—. ¡Dónde está Leah! —Su cara se pone pálida hasta que sus ojos pierden vida. Lo suelto y me vuelvo cuando veo que la doctora está dentro de la habitación.
—Otro de mis malditos hombres muertos a causa de tu querida Leah —niega con la cabeza y activa el taser, aturdiéndome. Siempre lo hace para que puedan llevarme a los lavados cerebrales, cada vez que vuelvo a recordar a Leah.
Día 15
—Esto no va a funcionar. Tenemos que intentar otra manera —dijo la doctora Alexandrov en algún punto. Estaba demasiado aturdido para saber qué estaba pasando.
—Tengo una idea: cambiar sus recuerdos. Si no puede olvidar a esa chica, haremos que su mente la asocie con una enemiga.
Día 35
Luché, aprendí a disparar, soporté lavados cerebrales dolorosos y reconocí los objetivos.
Esa era mi rutina.
Una muy dolorosa.
Día 50
Me mandan a hacer reconocimiento otra vez. Ahora pierdo los estribos siempre; siento como si hubieran accionado un botón y otro yo se hubiera activado. Mato y no siento remordimientos, y no sabía si eso está bien.
Una foto se pliega, mi señal para hablar: un hombre viejo—Primer ministro—otro —Presidente de Ecuador—otro—Hijo mayor del ministro—otro—Hijo menor del ministro—hasta que paran en una chica pelirroja. Mi pulso se dispara y mis puños se aprietan a mi costado.
—Objetivo.
La doctora Alexandrov sale de las sombras. El hombre respira aliviado:
—Por fin estás listo, mi soldado perfecto. Es hora de misiones en el campo.
Día ?
Vuelvo de la misión de campo. Estoy vestido de negro; mi cara está tapada. Nadie puede saber que soy yo. Estoy cubierto de sangre; matar a los enemigos de la doctora Alexandrov no fue fácil, y más porque hoy me tocó cubrir a cinco en un solo día. Por lo general, después de días así, no volvía durante meses para que nadie sospeche.
Me quito el pasamontañas y miro mis manos. Una es de metal, una modificación que implementó la doctora, no es muy agradable, tuvieron que cortarme la mano y aun estaba conciente cuando sucedio eso, aun sigo acostumbradome. La otra está cubierta por mi guante; no me lo quito. Gracias a un castigo, los nervios de esta quedaron destruidos por cortesía de un martillo y terapia de dolor. Así que mis dedos son horribles y chuecos, y también tienen cicatrices en los nudillos.
—Experimento A—me saludó la doctora en el laboratorio, está creando un suero, algo para mejorarme—. Recuento de misión.
—Objetivos eliminados, señora. Sin testigo, escena del crimen modi...—Me interrumpió una migraña; gimo de dolor. Algo que no suelo hacer, pero cuando los flashbacks entran rápidamente en mi mente, no puedo contenerme.
Caigo de rodillas. —¿Soldado? —se escucha lejano. Las imágenes se enfocan, mostrándome una cabellera roja. Me mira, sonríe mientras habla de algo. Está acostada en mi pecho, y yo juego con su cabello. Ella se ve feliz. Yo me siento feliz. Leah.
—¡Leah! —Jadeo por aire, miró a la doctora. —¡Leah! ¿Dónde está ella?
—¿Es que no te vas a olvidar de ella? —Rugió. Sacó su navaja favorita del cajón de su escritorio y cortó mi cara. Otra cicatriz para la colección; reprimo el dolor. —¡Doctor Rames! —Él entra rápidamente, mirando la escena sangrante de mi cara y la rabia de la doctora Alexandrov.
—¡Llévalo al lavado! ¡Auméntale la dosis! ¡Y terapia de dolor!, haz lo que sea, pero que olvide a esa perra.
Me arrastran hacia la camilla mientras grito. Lo único que veo son escenas con Leah: me sonríe, me abraza, me besa. Un sentimiento de calidad inunda mi corazón mientras me amarran a la camilla.
No curan mi herida sangrante. Cierro el ojo derecho cuando la sangre me cae en él, preparándome para el dolor. Los rayos gamma no son gentiles, ni las inyecciones ni nada en este laboratorio.
Me amordazan la boca; la doctora no quiere escuchar mis gritos. Respiro agitadamente. No sé cuántos días llevo aquí, pero quiero que me salven.
Siempre escucho a los trabajadores hablar de mí como el soldado perfecto, el Experimento A. Pero también me llaman Experimento 001. Una vez le pregunté a la doctora por qué Experimento 001. Mal de mi parte decirle que si era porque no había otros. Se rió y me dijo que soy el primer experimento que sobrevive de cien.
Solo quería irme, solo quería ver a mi Leah...
Grito con la mordaza en mi boca, pasando minutos, tal vez horas, cuando el lavado termina. La directora me muestra una foto de una chica pelirroja. No sé quién es, pero un presentimiento me embarga. Su imagen cae en mi mente; me golpea. Trata de matarme; tiene una sonrisa cínica. Me tienden trampas; es un enemigo.
Objetivo: cazar al objetivo.
Continuará...
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