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🩸 8- La curiosidad mato al gato y estos gatos no podían estar quietos🩸


Transcurrió una semana desde el incidente de Alex, y el clima en el internado se tornó palpablemente más tenso. Los susurros ya no giraban en torno a Alex o Valeria; la especulación se centraba en quién sería la próxima víctima, cuándo y cómo ocurriría.

Los chicos y yo nos mantuvimos atentos a los fragmentos de conversación entre la directora y los supervisores. Palabras pequeñas como "listo", "deshecho", "fallido" o "aprobado" se repetían día tras día, y la respuesta de la directora era invariablemente la misma: furia contenida.

Al llegar el viernes, inició Mayo y a cinco meses del fallecimiento de mi madre. Decidimos aprovechar esos minutos, que nos había dicho Ezra sobre el cambio de guardia, para infiltrarnos en el pasillo prohibido. Era un riesgo calculado; algo crucial se ocultaba en aquel sótano y estábamos resueltos a descubrirlo. Incluso Leah, para nuestra sorpresa ella misma había sacado el tema a relucir.

Apoyé el oído en la puerta de madera, atento al sonido de la radio del supervisor que señalaba el cambio de turno. A tres puertas de distancia se encontraba la habitación de Ezra; uno más allá, la de Axel. Mi plan era dar la señal y correr para avisarles. Leah había asegurado tener sus propios métodos, lo cual me dejó sorprendido, que chica...

Con el pulso acelerado y las palmas húmedas, abrí la puerta con cautela al oír la voz en la radio: "cambio". Al asomarme, vi al último supervisor alejarse por el corredor; era mi señal para actuar.

Corrí, contando las puertas, deteniéndome solo un instante para tocar la puerta de Ezra antes de continuar hacia la de Axel. No nos detuvimos hasta alcanzar el pasillo prohibido, jadeantes y exhaustos, donde Leah nos esperaba, impaciente y sorprendentemente compuesta.

—¿Qué les tomó tanto tiempo? Llevo esperando una eternidad. ¿Y por qué ese desorden? —preguntó en un susurro, mientras yo aún luchaba por recuperar el aliento.

—¿Cómo? ¿No corriste? —inquirió Ezra, apoyándose en sus rodillas y respirando con dificultad.

—¿Para qué habría de hacerlo? —replicó Leah con una sonrisa triunfal—. Solo dije que tenía una urgencia femenina.

Nos quedamos boquiabiertos ante su astucia, claro, eso había sido muy inteligente. Las pijamas del internado eran uniformes, confirmado porque los cuatro llevábamos lo mismo, que horror: negras con una camisa blanca. Pasamos junto a varias puertas sin saber cuál elegir, hasta que una en particular nos detuvo. Era marrón como las demás, pero se distinguía por el hedor putrefacto que emanaba.

—¿Qué es ese olor? —preguntó Leah, llevándose la mano a la nariz al igual que nosotros.

—Esta debe ser la puerta que buscamos —afirmó Ezra. Un recuerdo me asaltó de repente; conocía ese olor, el día del accidente.

—¡No la abran! —exclamé en un susurro, apartando la mano de Ezra de la manija y bloqueando la entrada—. Hay cuerpos en descomposición allí, ¡debemos irnos ahora!

Pero al girarnos para escapar, cuatro supervisores aparecieron, seguidos por la directora con una expresión de ira insondable. ¿Acaso esa mujer nunca dormía? ¿No tenía hogar?

—Cámaras... —murmuró Leah mientras nos sujetaban por la nuca, conduciéndonos a nuestro destino inevitable, una vez más.

Solo esperaba que esta vez, el sótano fuera soportable y no sucumbiera a un ataque de pánico en el acto.

El silencio había sido nuestro único compañero desde que ingresamos a este lugar. Calculé que había pasado una hora, pero era difícil estar seguro. Ezra fue quien rompió el silencio.

—Detesto el silencio. No sé cómo he podido soportar tanto tiempo sin hablar —murmuró, jugueteando con la mano de Axel. Estábamos en la misma posición que la última vez, su cabeza se inclinó hacia atrás con un gesto de dolor antes de continuar—. ¿Creen que la directora escuchó algo?

—Espero que no, porque de ser así, nuestra existencia se convertirá en un infierno —dijo Leah, distraída, jugando con el dobladillo de su camisa—. Ahora que conocemos su secreto, estoy segura de que hará lo que sea para silenciarnos. —Frunció el ceño y me miró—. ¿Cómo sabías que lo que había dentro eran cuerpos? ¿No podría haber sido algo más en descomposición?

Seis pares de ojos se clavaron en mí, esperando una respuesta. Así que les conté la verdad, sin más excusas—. Hubo un tiroteo. Los hombres de mi padre lo traicionaron. Eran empresarios de renombre, papá y a mi tío les gustaba decir que era su "mafia", quien siempre envidió a mi padre, pero al decir mis sospechas me dijeron que no era cierto. Una noche mi tío entró a casa y nos atacó. Recibí un disparo en el muslo y no podía moverme. A mi padre lo mataron a pocos metros de mí, de un tiro en el pecho. Los cuerpos de nuestros guardias estaban dispersos por toda la casa, uno de ellos cayó sobre mis pies intentando protegerme, pero en ese entonces me aplasto sin poder levantarme —un escalofrío me recorrió al recordar esas imágenes que tanto había intentado bloquear—. Los cadáveres y yo permanecimos tres días en la casa, descomponiéndose. Si no moría por la bala y la pérdida de sangre, lo haría por el hedor, el mismo que emanaba de esa habitación, hasta que la policía llegó, por la queja de un vecino por el olor. —Me miraban con los ojos abiertos, sorprendidos.

—¿Así que estuviste tres días? ¿Por qué no te quitaste el cuerpo de encima y escapaste? —preguntó Ezra, luego susurró avergonzado por la directez de su pregunta—. Claro, si quieres responder.

—Era imposible —respondí con la voz quebrada—. Cada vez que intentaba moverme, el asco y el cansancio me invadían. No podía soportar la idea de tocar... eso.

Ezra asintió, su rostro reflejaba una mezcla de comprensión y curiosidad. —Pero, ¿y el hambre, la sed? —preguntó, inclinándose hacia adelante, la preocupación evidente en su expresión.

—Todo eso pasa a un segundo plano cuando estás rodeado de cuerpos en descomposición —contesté, evitando su mirada.

Leah frunció el ceño, claramente incómoda con el rumbo de la conversación. —Ya basta —intervino Leah, con firmeza—. No es fácil hablar de estas cosas, mucho menos revivirlas.

Un silencio siguió a sus palabras. Todos asintieron, conscientes de que había límites que no debíamos cruzar. Sus palabras tuvieron un efecto cálido en mi pecho, la carga del pasado parece aligerarse.

Miré a Leah, apenas visible en la penumbra, pero pude ver sus ojos verdes llenos de lágrimas... ¿por mí? No lo sabía y tampoco quería preguntarle; no deseaba sentirme más miserable de lo que ya me sentía.

El chirrido de la puerta al abrirse nos sobresaltó tanto que Leah se acercó a mí, apretando mi brazo, inconsciente. Ezra sujetó con fuerza el de Axel. El eco de los tacones de la directora resonó por las escaleras del sótano, anunciando su llegada antes de que ella apareciera. Nos tensamos al instante, intercambiando miradas preocupadas.

—Espero que comprendan la importancia de mantener la boca cerrada —dijo la directora, con su voz fría y calculadora. A su lado, cuatro supervisores de aspecto sombrío.

Ezra con una postura desafiante replicó. —No puedes amenazarnos para que guardemos silencio —respondió con determinación.

La directora sonrió con desdén. —Oh, niño, no es una amenaza. Es una promesa —dijo, y con un gesto de su mano, dos de los hombres se adelantaron y agarraron a Leah y Axel.

Leah gritó, luchando contra el agarre de los hombres. —¡Evan! ¡Evan! ¡Ayúdame! ¡Ayúdame! —su voz estaba llena de pánico.

Axel también luchó, pero no emitió ningún sonido, solo un grito ahogado que hizo que Ezra se levantara de inmediato, intentando forcejear con los otros hombres, pero era inútil; eran demasiado fuertes, recordándome a los guardias que teníamos en casa, pero claro que estos nunca me atacaron.

—¡Leah! ¡Leah! —grité, intentando liberarme de los que me sujetaban, mientras el chico a mi lado también clamaba el nombre de Axel con desesperación.

—¡No le hagas daño! —exclamó, pero los hombres nos empujaron hacia atrás, haciéndonos chocar dolorosamente contra la pared, impidiéndonos seguir a nuestros amigos.

La directora observó la escena con una sonrisa satisfecha antes de girarse y salir del sótano, llevándose a Leah y Axel consigo. El sonido de sus pasos se desvaneció, dejando tras de sí un silencio asfixiante.

Ezra y yo permanecíamos sentados en el frío suelo del sótano, inquieto jugué con mis dedos mientras mi mente creaba escenarios horribles de lo que estuviera pasando a Leah. Pasaron ¿que? ¿minutos? ¿horas? Cuando la puerta finalmente se abrió, mi corazón se paralizó al ver a Leah y Axel ser arrastrados de vuelta al sótano.

Leah yacía inconsciente, su rostro pálido marcado por moretones y un delgado rastro de sangre que descendía desde la comisura de su boca y pequeños cortes se extendieron en su cara y cuello. Su cabello, enmarañado como un nido de pájaros, ¿estaba más corto? y su ropa, desgarrada y desgastada. Axel, con respiración entrecortada, tenía los ojos entreabiertos, su vestimenta rasgada y manchada de sangre. Sus manos estaban atadas con lo que parecía ser un cable eléctrico. Intenté liberarlos, pero fue en vano; los cables les causaban un daño atroz, su piel en carne viva.

—¡¿Qué les han hecho?! —exclamé, intentando reanimar a Leah. Ezra, destrozado, luchaba por desatar los cables de las muñecas de Axel mientras le instaba a mantenerse consciente, un esfuerzo que resultó fútil cuando Axel perdió el conocimiento, aún atado.

Antes de que pudiéramos reaccionar, los hombres se volvieron hacia nosotros. Uno extrajo un paño empapado en algún químico y lo presionó contra mi rostro. La oscuridad me envolvió de inmediato, y el último sonido que percibí fue la voz de Ezra, llamándome, antes de que todo se sumiera en el silencio.

Al despertar, me encontraba en un lugar desconocido, bañado por una luz tenue y un aire impregnado de moho y desesperación. Aún aturdido por el químico, intenté enfocar mi visión para discernir mi ubicación, pero fue inútil. Lo único que pude distinguir en la penumbra fue a la directora, con una sonrisa malévola, pronunciando:

—Nos esperan muchos momentos muy... entretenidos, querido. Veamos cuanta resistencia tiene mi soldado.

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