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La mujer que entregó su vida al Diablo (II)

Nota: a continuación pueden escuchar el audiolibro de esta parte de la novela, en la voz de la maravillosa seulRN, a quien le doy las gracias por este detalle. Cabe aclarar que el audio es de una versión anterior del libro.

https://youtu.be/2AwBA0kEjy4

En la habitación, una melodía distante tocó sus notas. Era relajante, hipnótica, cautivadora. A Luis le elevó el alma con el tono del coral que la interpretaba. Lo incitaba a despertar; a ir. Lo llamaba a seguir el sonido, a donde las sombras eran magia y el lamento sabía a dulce. Allí el dolor no existía; era gozo exaltado. En ese lugar, la promesa de una vida eterna se consumaba con el sacrificio. Era un sitio donde el para siempre conocía de los placeres.

Las voces lograron despertarlo. Abrió los ojos poco a poco, seducido por la melodía. No deseaba que finalizara. Era adictiva. La necesitaba. Si la seguía le prometían que habría más. Solo así se levantó de la cama, mas esa vez no veía como lo hacía en su cotidianidad.

Sumido en un estado de inconsciencia, comenzó a caminar, sonámbulo; hacía un tiempo que los médicos se lo diagnosticaron. Cuando entraba en ese estado sucedían cosas de las que luego se arrepentía con muchísima vergüenza.

En una ocasión, se subió a una banca y ató una soga desde su cuello hasta una rama del árbol de limón del jardín; la penúltima vez casi intentó encender el auto; la última, terminó en el techo de la cabina del celador del conjunto en el que residían, su intención era lanzarse. Pero en todas esas tentaciones inconscientes de suicidio, Dios se acordaba de sus buenos actos y le enviaba un ángel para evitar una tragedia; vestido con uniforme y gorra, Angarita siempre aparecía a tiempo para salvarlo.

En esta nueva aventura nocturna, una vez hipnotizado por completo, la legión de voces intérpretes de la melodía seductora lo tentaron a caminar justo como la canción indicaba: «al lugar donde la noche era reina y el frío señor».

Debía seguir para obtener más, y solo la conseguiría en una parte específica de la casa.

Con pasos seguros, llegó al fondo del patio de paredes blancas al descubierto, donde se hallaba un pequeño lavadero, botes de basura, una lavadora vieja, múltiples útiles de limpieza y otras herramientas. Allí lo esperaba su mujer bajo la penumbra producida por la oscuridad, en medio de una lluvia, muy dichosa con un cuchillo en mano. Lucía terrorífica con la túnica negra. Su cabellera despelucada fue cambiada por una mojada que la hacía ver más siniestra; sensaciones que Luis Galiano hubiera vivido en carne propia de no estar bajo los efectos de la inconsciencia.

Con cada paso que daba, la mujer sonreía de medio lado con locura, su víctima, cada vez estaba más cerca de la sentencia de la que ella misma fue jueza y jurado, y de la que anhelaba ser el verdugo. Las corrientes de aire frío que se colaban por las rejillas no parecían afectarla, a pesar de estar descalza y empapada.

Gracias al control mental, el hombre continuó su camino hacia su compañera de vida, la mujer que más había amado, a quien le fue fiel desde que se enamoró, y por la que sufrió día y noche al tener que internarla en el Asilo B'alam.

Ella sintió la adrenalina recorrerla de pies a cabeza en cuanto lo notó más cerca. Empuñó con más fuerza el mango del cuchillo en señal de que estaba lista.

«Mátalo, mátalo, mátalo», corearon las voces que le susurraban a los oídos.

En cuanto puso un pie en el patio, las gotas de lluvia no demoraron en bañarlo con su humedad. Mientras tanto, ella decidida y sin mostrar ningún rastro de arrepentimiento por lo que haría, le atravesó el arma blanca en el abdomen tan pronto como lo tuvo cerca.

De inmediato, los ojos de Luis Galiano se ampliaron de golpe. Salió abruptamente de su estado de hipnosis. La boca le produjo un gemido agobiante que evidenció el dolor. Con rapidez, llevó las manos a la herida para tratar de retener la sangre, mas no lograba concentrarse en ello, veía casi todo borroso, y, sin embargo, reconocer a su esposa como la causante de tal pecado le dolía más que cualquier cosa.

Sus ojos reflejaron la aflicción de su alma marchitándose, junto a la desilusión y la decepción que sintió en ese momento. Solo así se convenció de que no había esperanza para ella. Si en verdad tenía corazón, la sangre le corría negra, no roja.

El exceso de humanidad de Luis Galiano y su paciencia por las personas, había sido una espada de doble filo. Y aunque el saber que su mujer se movía entre grupos paganos e ideologías satánicas era suficiente para descifrar los motivos que la llevaron a tomar esa decisión, seguía sin comprender por qué el amor desinteresado, leal y sincero que le entregó desde que se unieron en una sola carne nunca llegó a curarle el alma. La única explicación fugaz que llegó a él era que en realidad nunca tuvo una.

Luis Galiano sintió la muerte cada vez más cerca. En señal de ello, más sangre emergió de lo profundo de su cuerpo para luego ser expulsada por la boca.

La mujer reía con locura y satisfacción mientras él trataba de sostenerse de la pared. El brillante líquido carmesí dejó la mano plasmada en el concreto blanco; marca que ni la mismísima lluvia pudo borrar. Cada segundo que transcurría era insoportable, deseaba terminar con su dolor lo más rápido posible. Y en sus adentros rogaba a Dios que se acordara de él de una vez por todas. Luis Galiano sintió que no podía más, las piernas le flaquearon y se tambaleó hasta caer al suelo, donde sus ojos se cerraron.

Sin escrúpulos, ella lo tomó por los pies y arrastró el cuerpo de su ahora difunto esposo por toda la casa, dejando el rastro de sangre pintado en las baldosas. Cuando llegaron a la sala de muebles viejos, biblioteca de pocos libros y televisor antiguo, soltó el cuerpo y se detuvo a tomar una bocanada de aire. El sonido de las agujas del reloj de madera de la sala le llamó la atención, marcaba las «2:29 a.m».

El tiempo se acortaba. Debía continuar con el ritual para obtener la recompensa anhelada. Prosiguió a remojar las manos en la sangre de la herida, y como si de un lienzo se tratara, dibujó una línea con uno de los dedos.

—Subirás al cielo, en lo alto, junto a las estrellas de Dios —repitió en murmuro lo que las voces susurrantes le indicaban, mientras trazaba más líneas con la sangre de su exmarido—; levantarás tu trono; y en el monte del testimonio te sentarás, a los lados del norte; sobre las alturas de las nubes subirás, y serás semejante al Altísimo.

Al final, todas las líneas que dibujó dieron forma a un pentagrama invertido, una estrella de cinco puntas a la que le dio como último toque dos serpientes alrededor. Un símbolo muy distante al que el doctor Marbas la quería inducir. Solo a este era leal. Solo en este encontraría su paz; una paz inexplicable, traducida en muerte y fuego.

Después tomó los velones vinotinto de la mesa de centro y ubicó uno sobre cada punta, tal como lo indicaba el ritual que preparaba desde hacía meses, mucho antes de que la encerraran en el manicomio, y justo como las voces le seguían instruyendo.

Estaba casi todo listo para la ceremonia, cuando escuchó algo que la molestó.

«Deshazte del cuerpo».

Bufó, colérica, y debatió contra sí misma la razón por la que debía hacerlo. Su mente no paraba de replicar que ya estaba muerto de todas formas, pero las voces se las ingeniaron en tentarla con una respuesta astuta.

«Provoca todo el mal que puedas, haz las fechorías más descabelladas que imagines, y entonces serás llamada grande entre las tinieblas que gobiernan sobre la tierra».

En ese momento, los ojos le brillaron con ilusión y esbozó una sonrisa retorcida. El ritual le aseguraba poder, y las malas obras se lo otorgarían en abundancia. Deseosa por obtener la recompensa prometida, su mente corrompida ideó el plan perfecto en pocos minutos.

Se dirigió a la cocina y sacó dos bolsas de aseo gigantescas. La primera, la introdujo por los pies del cadáver; la segunda, por la cabeza; en el medio realizó nudos con ambas bolsas negras. Luego lo reforzó con otro apretón como garantía.

Bajo los efectos de un tictac que le recordaba lo valioso del tiempo, tomó unas llaves del colgante en la sala. Después, sujetó el cuerpo por los pies y lo arrastró hacia afuera con dificultad. Se maldecía a sí misma por haberlo alimentado tan bien, el peso del cuerpo era descomunal.

Abrió la puerta y echó un vistazo rápido a la calle: estaba desolada y a oscuras, lo único que proporcionaba una luz tenue eran los focos de los postes, además, la tormenta al fin había cesado.

Con vía libre, volvió a tomar el cadáver y lo llevó a la parte trasera del Chevette color azul oscuro estacionado en el porche. Ahí abrió el baúl y usó toda su fuerza para arrojarlo adentro. El agite la llevó a respirar hondo. Lo necesitaba. Sus energías eran pocas. La comida en el hospital psiquiátrico era escasa; en cambio, sesiones de tortura eran el pan diario. Cuando decidió continuar, tiró del maletero y se giró para abrir las rejas blancas del jardín.

De regreso en el asiento del conductor, encendió el auto y condujo por lo largo de la calle hasta toparse con las rejas, que estaban abiertas. Se detuvo con una sonrisa satisfactoria. Por lo general, Angarita era quien estaba de turno en las noches, cuando ella más se divertía. El pobre hombre siempre tenía que lidiar con sus actos hostiles, tan repudiados que le enseñaron al vigilante a temerle.

Cada vez que decidía salir, lo obligaba en medio de insultos a dejar a un lado sus actividades en la cabina para concederle acceso a la calle. El tiempo y la experiencia le enseñaron al vigilante a no preguntarle a dónde iba a tan altas horas de la madrugada, cada vez que intentaba entablar una conversación con ella, lo único que obtenía eran desprecios, groserías y mala suerte. Y esta última siempre abundaba.

—Esta señora y sus rarezas —solía escucharlo susurrar.

Los recuerdos desaparecieron con fugacidad en cuanto pisó el acelerador. La mujer condujo en silencio total por una desolada avenida, eran pocos los autos que circulaban por allí a esa hora. A pesar del cese de la lluvia, algunos rayos caían por momentos y su centellar resplandecía el cielo durante unos segundos.

Minutos más tarde, las luces delanteras le indicaron proximidad a una redoma, por donde era posible acceder a tres caminos. Eligió el de la izquierda, el más tétrico y solitario. Agudizó la vista para observar un aviso verde con letras blancas que brilló por las luces del auto, en él se leía con claridad: «Anillo Vial». Giró el volante y decidió transitar por la senda sumida en silencio mortal. Pisó el acelerador para ganar tiempo, y las corrientes de aire se colaron dentro del carro, envolviéndola con su frío extremo. Ella no mostró ninguna sensación. Era familiar, ligero, relajante. Hacía tiempo que el frío y ella compartían grados bajo cero.

Pronto, las edificaciones quedaron atrás y solo fueron visibles numerosas hectáreas de bosque. Detuvo el auto cuando sintió que era conveniente. Abrió la puerta del Chevette azul y sus pies descalzos tocaron la carretera gélida y encharcada. Caminó al baúl mientras generaba ondas de agua con cada paso. Estaba por abrirlo, pero justo en ese momento, las luces delanteras de otro auto le molestaron la vista. Llegó a pensar que sería un problema, que tendría que asesinarlos también si se detenían de curiosos a preguntar, pero no fue así. El auto siguió su rumbo y ella pudo continuar con su plan, no eran más que adolescentes borrachos tentando a la muerte. En sus adentros, rogó para que la encontraran, y así sentirían el mismo regocijo que ella.

Abrió el maletero e intentó extraer el cuerpo de su difunto esposo, pero el peso era exagerado. Con dificultad lo arrastró hasta el tope del baúl, desde donde lo dejó caer. El impacto sonó como el estallar de un globo. De seguro le reventó el cráneo, eso no le importaba en ese momento; el tiempo de usar una máscara y aparentar ser alguien que se preocupaba por él ya había pasado, ahora solo tenía en mente cumplir el objetivo que se planteó muchos años atrás. Procedió a arrastrarlo hacia el monte con todas sus energías, donde, al amanecer, de seguro las aves salvajes lo destrozarían a pedazos.

La maligna mujer regresó al auto. Respiró, exhausta. Las voces en su cabeza estaban complacidas por sus acciones, lo demostraron celebrando en sus oídos con felicitaciones y risas unísonas. Fue motivo suficiente para esbozar una sonrisa de satisfacción.

Encendió el carro de nuevo y condujo por la carretera hasta toparse una vez más con las rejas del conjunto, donde ingresó sin obstáculos a su camino. Aún le sorprendía que nadie hubiera notado la ausencia de Angarita, aunque no le extrañaba; todos los vecinos eran gente aburrida que dormían como gallinas.

Una vez dentro de la casa, lo primero que hizo fue sentarse en medio del pentagrama invertido y cerrar los ojos, paciente, tal como lo fue todos esos años. A los segundos, el silencio fue absoluto, uno con la nada y la soledad. El único sonido fue producido por el ingreso frenético del viento a través de las rejillas del patio. Las corrientes de aire helado atravesaron toda la casa hasta llegar a la sala y encender las velas vinotinto una por una; las voluminosas llamas amarillentas fueron la única luz en medio de la oscuridad.

La mujer se sintió envuelta por el calor que ofrecían las velas. Era de las pocas veces en que su cuerpo aumentaba la temperatura.

Vos dabo mea anima et relinquit illud allis —susurró aún con los ojos cerrados—. Vos dabo mea anima et relinquit illud allis —repitió más fuerte, y las llamas amarillas se tornaron oscuras—. ¡Vos dabo mea anima et relinquit illud allis!

Al abrir sus ojos oscuros, se le extendió un color blanco que poco a poco nubló sus pupilas por completo. El blanco representaba paz, pureza, nobleza; pero en ese momento era todo lo contrario. Era muerte. Era engaño. Era mentira. Era la muestra por excelencia de que el mal se ocultaba en todas partes; que corrompía los sistemas y se mantenía bajo una fachada agradable, de ángel de luz y de cordero noble.

Al instante, las llamas se alzaron con ferocidad mientras retumbaban pasos potentes por toda la casa.

La energía negativa aumentaba de forma exponencial con cada segundo, era tanta, que incluso la mujer podía respirarla; le recorrió cada poro de la piel; fluyó por sus venas. Los susurros también cobraban mayor potencia en su cabeza; se tornaron retumbantes, ensordecedores e incomprensibles. Todas las voces clamaban gloria al mismo tiempo por la pronta llegada de La Serpiente.

Cuando la legión sonora volvió a unificar su voz, emitieron una última ordenanza a la que la mujer accedió sin reparo. Tomó el mismo cuchillo con el que asesinó a su esposo, y, sin si quiera temblar, se cortó el cuello en un movimiento horizontal. La sangre no tardó en brotar de su herida profunda y su cuerpo cayó al suelo sin más. Los ojos se le fueron cerrando mientras las pisadas retumbaban con más fuerza.

Las voces lo celebraron como nunca.

Aun cuando todo era borroso para ella, lo notó acercarse. Para su sorpresa, era todo lo contrario a como pensaba, tenía un hermoso parecer, y le aprobó su acción con una sonrisa amplia. Lucía carismático, encantador, elegante; apariencia que no duró mucho. La espalda se le encorvó para liberar un par alas enormes, como las de un murciélago; su contextura se ensanchó, ahora era gigantesco y escalofriante; más rostros le nacieron, el de mayor protagonismo era el de un macho cabrío, hambriento por consumirla; al final mostró sus garras inmensas como pullas.

—Bienvenida a mi Legión —lo escuchó decir con voz tronante.

Entonces, él terminó por desgarrarle el alma marchita.

Los párpados de la mujer cayeron y los susurros cesaron. La nada y el silencio se unificaron de nuevo bajo las penumbras de la casa; el ritual había finalizado.


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