5. El Aquelarre de la Serpiente
El resto de la madrugada se tornó en una tortura para David y Gabriela. Por más que intentaron volver a dormir, no lo lograron. El susto que se llevaron, más la sensación de acecho, les arrebató todo indicio de sueño. Era imposible sentir tranquilidad así. Una angustia los recorría, indescifrable, pasmada.
Los ojos de ambos permanecían abiertos, se movían por toda la oscura habitación como las agujas de un reloj. De vez en cuando, el uno escuchaba cómo el otro daba vueltas en busca una posición adecuada, sin embargo, no intercambiaron palabras.
Cada uno se sumió en sus propios pensamientos y teorías mientras el tiempo corría lento, como un enemigo burlesco, dispuesto a hacerlos sufrir la pesadilla en carne propia.
Gabriela no paraba de pensar en Carlota. Su instinto le decía que el misterio que guardaba esa señora no era banal, algo de verdad tenían sus palabras, y era mejor no equivocarse en señalarla de loca. Tan solo era su tercera noche en la casa y ya habían intentado robarlos. O al menos eso creía. ¿Y qué decir de la hora? Durante esos tres días seguidos despertó a las «2:29 a.m.», en punto, ni un minuto más o menos. No lograba distinguir si era casualidad o si los fantasmas sí existían en realidad.
En la mente de David una única, pero misteriosa imagen era la culpable de su insomnio. El carmesí del símbolo de la estrella invertida y las serpientes que lo rodeaban significaban una certeza: estaba relacionado con el mismísimo Diablo. Había visto símbolos parecidos en películas de terror, así que fue lo primero en lo que pensó. También le surgían otras preguntas inquietantes: ¿quién lo dejó en su puerta? ¿Por qué lo hizo? ¿Qué mensaje buscaba darle? ¿Era una invitación a pertenecer a tan siniestro grupo, o más bien debía tomarlo como una advertencia?
Lo mejor que pudo hacer fue ocultárselo a Gabriela, no quería confirmar cosas que al final resultaran en meras suposiciones.
Cuando menos lo esperaron, el alba los abrazó con su manto lumínico, como un héroe tardío que libró la peor de las batallas, pero que resplandeció con su rayo de esperanza. Solo entonces desapareció toda sensación negativa de sus cuerpos. Sus párpados cayeron, vencidos por el sueño. Aunque fueron pocas las horas despiertos, lo sintieron como una eternidad.
Mas efímero fue el descanso, cuando, unas cuantas horas después, el despertador de la mesa de noche los despertó con su tono matutino.
El primero en levantarse fue David. Se escuchó un quejido de su parte. Acababa de cerrar los ojos, y ya debía abrirlos otra vez. Era momento de alistarse para su trabajo en uno de los bufetes de abogados más prestigiosos de la ciudad. Gabriela lo siguió, prepararía el desayuno mientras él se arreglaba.
David mantenía abierto su portafolio. Ya era momento de partir al trabajo, pero no se permitiría marchar sin la pieza más importante del rompecabezas. La observó con detenimiento. Seguía causándole intriga. Era un nuevo caso por resolver, y, al igual que un aventurero, se lanzaría hasta el fondo del abismo con tal de descifrar el mensaje.
—Se te hace tarde —habló Gabriela desde el marco de la puerta.
David cerró el maletín de inmediato y dio media vuelta con él. Trató de ser lo más natural posible.
—Cierto. Me distraje con una demanda —mintió, y la besó como solía hacerlo cada día antes de salir—. Puede que tarde un poco en llegar, tengo muchos clientes citados para hoy.
—Está bien, ve por ellos, cariño. —Le dio otro beso antes de que partiera.
La mañana transcurrió en sorpresiva tranquilidad. Para las nueve, el otro vigilante se topó con Gabriela, era mucho más delgado y joven que su compañero.
La joven acababa de salir de casa de Carlota. En lo profundo de su ser deseaba encontrarse con ella y charlar, algo le decía que ella tenía respuestas, pero hacía unos minutos había ido a su casa y encontró cerrado, tampoco contestó nadie por más que tocó el timbre. Fue el celador quien le informó que la mujer salió desde muy temprano, y avisó que tardaría en regresar, momento que Gabriela aprovechó para preguntarle por el asunto de la noche anterior.
En esa misma madrugada revisaron cuadra por cuadra, también las cámaras de seguridad, e incluso hicieron rondas por fuera del conjunto. No percibieron rastros de ningún sospechoso.
—Lamento si no le es suficiente, pero hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance —declaró el guardia.
—Está bien, comprendo —respondió Gabriela, con atisbos de nerviosismo—. Solo que ahora he quedado con la duda de saber qué fue eso de anoche. Es más que claro que no fue una persona... —Pensó lo siguiente que diría—. Usted debe de trabajar aquí desde hace tiempo, ¿no? —inquirió en busca de respuestas.
—En realidad, soy nuevo —admitió con una sonrisa—... ¿por qué la pregunta?
—Quería saber si ha escuchado algo sobre esta casa —dijo con interés, mas él no pareció entender, lo evidenció en la expresión de su rostro—. Algo... paranormal, ya sabe, de fantasmas y esas cosas.
—Oh, he escuchado algunas cosas, pero usted entenderá que hay leyendas urbanas en todos los barrios —habló con frescura—. Es más, en la última cuadra dicen que se escucha a una niña llorando, pero en ninguna de mis rondas la he visto ni la he escuchado. Son solo eso, cuentos.
—¿Y qué se comenta de esta casa?
—Señora Gabriela, la noto preocupada. Sepa que los fantasmas no existen. —Por la tranquilidad con la que hablaba, se notaba que al hombre nunca lo habían asustado en la vida—. He trabajado en varios sectores haciendo turnos de noche y nunca he visto nada sobrenatural. Tenga por seguro que lo de anoche fue un gato hurgando en su cocina, por aquí he visto varios, incluso, algunos entran a nuestra cabina a hacer ruido de noche. Créame, me han despertado en más de una ocasión con un buen susto.
—Está bien —respondió, más calmada esa vez—. No sé por qué me estoy volviendo tan paranoica.
—Es frecuente con las mudanzas. Por lo general se maneja mucho estrés. Mi consejo es que se tome el tiempo para despegar la mente. Visite el parque y aprecie la naturaleza, le ayudará bastante.
—Gracias... Reyes —leyó del uniforme, y le regaló una sonrisa.
—No es nada. Que tenga buen día. —Se despidió con un ademán y continuó su recorrido en la bicicleta.
—Muchas gracias, David. Es usted un joven muy apuesto y amable —dijo una voz melosa y trémula.
Provenía de una mujer de edad avanzada. Salía del despacho, apoyada en su bastón.
—Un placer poder ayudarla, señora Dolores. —David la despidió con una sonrisa carismática y cerró la puerta de su oficina al instante.
El castaño de traje suntuoso suspiró con profundidad mientras se desplomaba en la silla del escritorio. Estaba agotado. El trabajo en la oficina lo mantuvo más ocupado de lo normal, tanto que tuvo que llamar a Gabriela a decirle que no alcanzaría a ir a almorzar a la casa. Era como si todos sus clientes se hubiesen puesto de acuerdo para agendar citas ese día. Atendió casos uno tras otro, la señora Dolores era la última cita de la tarde. No era un problema para él, estaba agradecido con que no le faltara el trabajo, pero ese día terminó exhausto.
De alguna forma, le sirvió para despejar la mente. A pesar de que en la mañana lo primero que alistó en su maletín fue la hoja amarillenta que halló en la puerta de la casa, apenas le quedó tiempo de recordar que allí estaba el misterioso símbolo esperándolo a ser investigado.
Ya libre de atender demandas y otros asuntos, abrió su maletín para extraer la hoja. La tomó con sumo cuidado. Era tan vieja que parecía que se despedazaría al mínimo contacto.
Pensó a profundidad en lo siguiente que haría, el simple hecho de buscarlo ya lo ponía nervioso. Cabalgaba sus dedos en el escritorio y miraba en todas las direcciones en señal de su ansiedad. Suspiró y relajó sus músculos moviendo los hombros de adelante hacia atrás y viceversa. La enorme ventana desde la que podía contemplar la ciudad, sumado a la comodidad y pureza de la oficina, era suficiente para traerle calma.
—Aquí vamos —habló por lo bajo.
«Sectas satánicas», escribió en el navegador de imágenes de su computadora.
Los resultados de la búsqueda fueron vastos, pero un difuminado ocultaba la mayoría del contenido. Decidido en su tarea, desactivó la búsqueda segura.
Aparecieron todo tipo de símbolos, algunos incluso más escalofriantes que el de la hoja, pero ninguno igual en apariencia. En cuanto más deslizaba el cursor, más se aterrorizaba con el hallazgo, no solo encontró símbolos, también lo que parecían ser sacrificios, imágenes conspiratorias y aparentes rezos a demonios.
Comenzaba a cansarse; por más que examinaba las páginas, no encontraba nada semejante. Se frustró por ello. Golpeó los puños sobre el escritorio.
«Piensa, David, piensa», se decía a sí mismo.
Entonces, una idea llegó a su mente, como si se tratara de inspiración divina.
Dejó la hoja sobre el escritorio y usó en su celular la opción de búsqueda por foto. Los resultados fueron pocos, pero certeros. Finalmente, la había encontrado. La primera imagen era la indicada.
Tomó otra bocanada de aire y exhaló antes de continuar. Lo que fuera que pudiera encontrar allí, sería la causa indiscutible de su insomnio.
«El sitio web al que intentas acceder es engañoso», saltó un aviso en rojo, sin embargo, presionó continuar.
«El Aquelarre de la Serpiente».
Lo recibió el para nada inspirador título. Ese era el nombre de la secta, estaba acompañado por una frase: «Somos Legión».
David mostró su desaprobación a la página con una mueca. Lo que seguía lo estremeció, era de una sección donde se enorgullecían de mostrar imágenes de sus miembros endemoniados. No era necesario que la página lo confirmara, en los ojos de aquellos seres se reflejaba el pináculo de la oscuridad, la ira y la locura que arrastraba sus almas hacia el fondo del abismo.
El sentimiento de incomodidad aumentaba en cuanto más tiempo navegaba allí. Deseaba salir de la página con todas sus fuerzas, pero el afán de conseguir información podía más que el repudio.
Una pestaña recién descubierta lo interesó.
«Únete a la Legión».
Cliqueó allí. Leyó por unos minutos todo lo que decía. Revelaban algunos números telefónicos con indicativos inusuales, incluso, los rituales de iniciación en la secta. Las ideas descabelladas que detallaban lo llevaron a saltarse muchas de las instrucciones pertenecientes a los rituales, hasta que al final halló otra sección titulada «otras formas de contacto».
Pensó que trataría sobre cómo contactarse con el más allá sin necesidad de recurrir a los rituales anteriores, pero, para su sorpresa, era sobre las formas en que solían evangelizar en la secta. Entre las más crueles y atrevidas, encontró la que quizá era la menos grave, o al menos, la que no involucraba muerte, y por la que estaba seguro de que él y su esposa despertaron en plena madrugada. Algunos de los miembros de la secta dibujaban el símbolo con su propia sangre en hojas viejas e ingresaban a las casas durante las madrugadas a repartir los espeluznantes afiches. David reconoció que ese era su caso.
El castaño cerró de inmediato la página y meditó en lo leído. Por un lado, descartó con alivio que se tratara de un suceso paranormal; por el otro, mostró su inconformidad con el sistema de vigilancia de donde vivían. Un desquiciado burló la seguridad del conjunto y entró a su casa a dejar publicidad de una secta satánica, y, por lo que pudo hablar con Gabriela al mediodía, no hallaron ninguna pista del sospechoso por más que se esmeraron en buscar.
David fijó su mirada en el reloj de la pared, ya era hora de regresar a casa y poner al tanto a Gabriela de la información que encontró. Esperaba darle más calma y ayudarla a desechar sus teorías sobrenaturales, aunque estaba seguro de que se alteraría por la intrusión del hombre a la casa y por el hecho de que los vigilantes no pudieron hacer nada para atraparlo.
Gabriela observaba desde una banca a unos pocos niños del conjunto que se divertían en el parque. Decidió seguir el consejo de Reyes y salir a distraerse un rato, de paso esperaba hacerse una nueva amistad, pero solo cruzó palabras con uno que otro abuelo. Le alegró saber que todavía algunos niños se interesaban por salir a jugar afuera, lejos de la tecnología; los columpios, resbaladores y subibajas también habían formado parte de su infancia.
Al mirar el reloj de su muñeca se dispuso a regresar a casa, el show internacional de comedia, que tantas risas le causaba, comenzaría en unos minutos. Caminó unas cuantas cuadras antes de llegar a la 7-18. Mientras abría la reja, le pareció escuchar el televisor. Su rostro evidenció su confusión con un gesto, no recordaba haberlo encendido al salir. Pero antes de formular más teorías de terror, se mentalizó a entrar por completo y cerciorarse.
Para su tranquilidad, no era sí. La casa estaba sola y el plasma apagado.
Luego de dejar las llaves a un lado, encendió el televisor con el control remoto y se acomodó en los acolchados cojines del sofá. Justo a tiempo para el espectáculo, acababa de empezar.
Transcurrieron varios minutos de solo risa y diversión, cuando el canal cambió de forma abrupta.
—Aquí vamos de nuevo —murmuró con fastidio, y regresó el canal a donde estaba.
Rio por unos minutos más. Entonces, la comedia fue reemplazada, otra vez, por un partido de fútbol.
—¡Maldito televisor! —exclamó, colérica—. Terminaré vendiéndote para comprar uno nuevo... —Sacudió su cabeza—. Genial, ahora hablo sola —comentó para sí, esa vez más bajo.
Gabriela respiró a profundidad y pasó el canal hasta su programa favorito. El chiste acababa de iniciar, y con tan solo el saludo del comediante, cambió su semblante de frustración a uno más risueño.
—¡La diversión comienza! —expresó el cuentachistes.
Pronto, fue aclamado por aplausos y risas, entre esas, las de ella.
El canal se cambió de nuevo. Y esa vez no se mantuvo allí, continuó pasando sin detenerse en uno fijo. La castaña, en medio de su desespero, escaneó toda la casa en busca de un culpable. Esa vez no había niñas escondidas en el jardín ni programación de cambio automático. Solo ella. Nadie más.
De repente, el televisor se detuvo. El comediante volvía a aparecer en pantalla, en esa ocasión, con la cámara enfocada en todo su rostro. Pero había algo inquietante en su mirada, sus ojos gritaban locura desenfrenada.
—¡La diversión comienza! —manifestó, más como amenaza que como saludo.
La frase se prolongó en eco mientras los canales cambiaban otra vez, más rápido que antes. No fue hasta que el televisor se detuvo en un canal a blanco y negro con la risa siniestra de una niña de no más de cinco años como fondo, que Gabriela lo concluyó: la advertencia era real, solo que no había nada de diversión en ello.
La quijada le temblaba por el miedo, así como sus dientes, que se sacudían por las furiosas pulsaciones. Temerosa, subió los pies al sofá, como si el suelo fuera ahora un territorio maldito. El corazón le retumbaba con la potencia de un tambor. Tras meditarlo unos segundos, se armó de valor y corrió a desconectar el plasma desde el toma. Solo así pudo respirar con tranquilidad. Estaba aterrada. Completamente nerviosa. Llevó las manos a la cabeza con desespero.
—Los fantasmas no existen —susurró—. Esto no es real —repitió una y otra vez.
Aunque en cuanto más lo decía, más se convencía de que no era tan cierto.
Justo cuando empezaba a creer que todo acabó, el televisor se encendió de nuevo, pero esa vez no mostró ningún canal. No hubo nada más que líneas de colores moviéndose de un lado a otro.
Gabriela se levantó del sofá de un salto.
De inmediato, corrió hacia la puerta, pero se cerró con fuerza y le bloqueó el paso. El corazón le latía con impetuoso frenesí. Su reacción fue jalar la manija de la chapa una y otra vez.
Un sonido contundente la sobresaltó; la puerta de vidrio del patio se había corrido, por sí sola.
De pronto, las rayas de colores del televisor dejaron de verse. En cambio, mostró la pantalla en negro, lucía profunda como el hoyo de un pozo. Por un instante, temió que algo saliera de allí, y aunque no fue así, la consecuencia fue igual de aterradora. El televisor emitió una risa macabra, mucho más gruesa y madura. Sin duda, era de un hombre. Le erizó los vellos de los brazos y la obligó a taparse los oídos para evitar escucharla.
Cuando pasó la vista al suelo, los ojos se le abrieron con horror. Desde el patio se marcaban pisadas de sangre en dirección a ella.
Todo el cuerpo le temblaba. Quería gritar, pero estaba tan aterrada que la mente le impedía coordinar las acciones.
Trató de abrir la puerta de nuevo. Su intento falló, seguía bloqueada. Las pisadas de sangre se acercaban, así que la golpeó repetidas veces, cada vez más fuerte, cada vez más asustada.
Los potentes golpes llamaron la atención del castaño de ojos miel que se acercaba a la vivienda. David se detuvo por un segundo. Al distinguir que provenían de su casa corrió con prisa, sin embargo, en cuanto puso un pie en el jardín, el televisor se apagó y el descomunal bloqueo de la puerta desapareció junto con las pisadas.
Gabriela pudo al fin abrir la puerta principal. Su temor era tal que se desplomó en los brazos de David.
—¡Gabriela! —exclamó con preocupación, e hizo un sobreesfuerzo por mantenerla en pie—. ¿Qué sucedió? —La tomó de las manos—. ¡Estás temblando! ¡Y sudando! —Le palpó el pecho—. Tu corazón está agitado.
—E-e-e... e... el telelele... visor —susurró, aterrada—, las... huellas. —Cerró los ojos en un intento por olvidar lo que acababa de pasar. Se aferró a él como si fuese un oso de peluche—. No sabes cuánto me alegra que hayas llegado. Era cierto lo que decía Carlota —confirmó con voz trémula, casi suelta en llanto—. Todo era cierto... esta casa está maldita.
Él la vio con un gesto confuso. Buscaba las palabras adecuadas, pero no tenía ninguna.
—No estoy siendo paranoica, David —aseguró sin soltarlo—. Por favor, dime que me crees.
—Te... te creo —contestó lo que ella quería escuchar, y le brindó seguridad al cubrirla con sus brazos—. Ya estoy aquí, cariño, ya estoy aquí.
Gabriela solo lo abrazaba tan fuerte como podía, con los ojos cerrados. Lo único que deseaba en ese momento era que su pesadilla acabara, pero lo cierto era que estaba tan despierta como David.
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