4. ¿Intrusos?
Una risa suave provino de la habitación matrimonial. Ventanas y puertas estaban cerradas, mas la que daba al cuarto de Gabriela se abrió por sí sola, lenta y chillona. El ruido no pareció incomodarla, se mantenía profunda, estirada con relajación.
La risa retumbó de nuevo. La causante era ella. Sentía un cosquilleo en el rostro, tan suave como si fuera acariciada por una pluma, como cuando David la despertaba con la ternura que lo caracterizaba.
Sucedió otra vez. La reacción fue la misma: risas inconscientes y movimientos somnolientos.
—David —musitó entre risas, y dio giros a su cabeza sobre la almohada, sin abrir los ojos aún.
De pronto, la caricia bajó su cuerpo, despacio, excitante. Descendió por el cuello, le acarició los pechos y, de momento, se detuvo en el abdomen. Fue un segundo fugaz de tranquilidad, que fue arrebatado cuando se tornó en un peso descomunal sobre el cuerpo, le ejerció tal presión que se levantó de forma abrupta, en un grito ahogado.
Gabriela giró la cabeza hacia los lados en busca del origen, desorientada. No fue David. Él había salido a trabajar desde temprano, estaba sola. Se mantuvo desconcertada, con respiraciones constantes y frenéticas. No entendía qué fue eso.
El agua brotó de la ducha y pronto cubrió cada centímetro del suelo. Gabriela se retiró la bata de dormir y la dejó a un lado, solo así detalló algo inusual en su cuerpo. Se extendían como raíces, desiguales en tamaños y formas, y los avivaban un rojo intenso, señal de que habían sido recientes; eran rasguños. Los tenía en antebrazos y la mitad del abdomen.
«¡¿Qué es esto?!» —cuestionó en sus adentros, exaltada.
Los examinó uno a uno.
De inmediato, pensó en dos cosas: o David era un salvaje, o no entendía nada de lo que estaba pasando. Se inclinaba más por la segunda. David no había hecho más que consentirla desde que se conocían, además, dudaba por completo de que él fuera capaz de lastimarla de tal forma.
Los arañazos se le marcaban como si hubiera peleado con un gato, solo que debía afrontar dos verdades: no tenía gato, y tampoco se arañó con nadie.
Decidió no darle más vueltas al asunto. El daño estaba hecho. Sin embargo, no descansaría hasta conocer la verdad detrás de aquellas marcas inexplicables.
La mejor hora para regar las plantas, decían las señoras, era en la mañana. Así le enseñaron a Gabriela, por lo tanto, así lo hacía. Salió del interior con un sombrero jardinero en la cabeza. Las quemaduras provocadas por la ducha el día anterior aún no desaparecían del todo, así que decidió que era mejor cuidarse la piel de los rayos del sol.
Al parecer, no era la única con el mismo pensamiento. Carlota también se movía entre su verdoso jardín con una regadera en la mano y un sombrero similar al suyo.
—Gabriela, ¡buenos días! —saludó con entusiasmo.
Por un momento, se sorprendió. Era la primera vez que alguien en el conjunto se dirigía a ella, y no al contrario. Al fin se había roto el bucle. Además, en comparación con el día anterior, Carlota se mostraba más amable, más abierta, con una actitud menos misteriosa.
—Buen día para usted también, doña Carlota —respondió, cordial—. ¿Cómo amaneció?
—Mucho mejor que ayer —respondió, sonriente—. Ayer en la tarde un cliente me encargó un pedido grande de uniformes, así que el trabajo no faltará durante esta semana.
—Me alegro por usted. Y disculpe que pregunte, pero, ¿en qué trabaja? No habíamos hablado de eso aún.
—Soy modista. Trabajo en casa. Manejo mi propia marca: Carlota's, algo sencillo, pero elegante —relató con un deje de emoción—. Debo confesar que no tenía una, pero mis clientas comenzaron a referirse así a mis diseños, y me gustó tanto que lo adopté.
—Oh, excelente —dijo Gabriela—. Ya sé a quién acudir cuando necesite un arreglo, o un nuevo vestido.
—Yo encantada, querida. Pero bueno, basta de hablar de mí —evadió—. ¿Qué tal su segundo día en la casa? ¿No pasó nada ayer?
La primera pregunta hacía parte de lo que Gabriela consideraba una charla común y corriente, pero la segunda le parecía un tanto sospechosa, de doble intención; aun así, correspondió. No juzgaría la actitud de la única mujer en todo el conjunto que la recibió con su particular forma de ser.
—¡Sí! Unas niñas entraron a escondidas a jugar en el jardín. No sé cómo, pero cambiaron los canales desde afuera. Me llevé un susto grandísimo. —Se puso la mano en el corazón al recordarlo—. Si se imaginara la furia de la mamá de las niñas cuando se dio cuenta, se aterraría. La mujer parecía a punto de infartarse. De seguro las castigó de por vida. —Hizo una pausa, luego, respiró profundo—. Intenté invitarla a quedarse y tomar algo, pero fue bastante grosera... como la mayoría de vecinos por aquí.
Carlota dejó escapar un suspiro leve. De pronto, la expresión en ella cambió totalmente. Gabriela tuvo curiosidad. La castaña no paró de preguntarse qué hubo de malo en lo que dijo.
—No lo decía por usted, por supuesto —repuso.
—Oh, Gabriela, aquí todos son así cuando se trata de esa casa —expresó con un semblante serio—. Yo y mi hija somos las únicas valientes que nos atrevemos a vivir al lado.
—¿A qué se refiere? —preguntó, con una ceja arqueada.
Carlota no resistió y se dispuso a lanzar la pregunta que tanto eco le hacía en la mente.
—No quiero asustarla, pero... ¿anoche no sucedió nada extraño en la casa? —inquirió con curiosidad, lo que sembró confusión en Gabriela.
—¿Extraño como qué?
—Ya sabe... —Esperó a que Gabriela entendiera lo que trataba de decir, pero, con el gesto confuso que mostró, concluyó que no fue así—, acontecimientos sobrenaturales.
—¿Fantasmas? —preguntó entre risas.
—Lo digo en serio, Gabriela. —Su voz y su temple se mantenían severos—. Le puedo asegurar que todos los arrendados de esa vivienda, —Señaló mientras hablaba—, han sido acechados por una furiosa fuerza paranormal. —Ella quedó congelada, atónita—. Usted se ve joven y bella, con un gran futuro por delante, no merece pasar por todo eso... le sugiero que se vaya de aquí en cuanto antes. Márchese de esta casa por su propio bien.
Gabriela abrió los ojos de par en par. Trataba de entender lo repentino y cortante de las palabras de su vecina. Se mostró incrédula unos segundos. No distinguía si se trataba de fantasía o realidad, pero Carlota se mantenía seria en su semblante. En una respuesta involuntaria, Gabriela soltó una risa un tanto nerviosa para romper la tensión del momento, así le solía pasar en situaciones particulares.
A Carlota le pareció de mal gusto.
—Si eso fuera cierto, doña Carlota —respondió entre risas—, anoche mismo me hubieran jalado las piernas o al despertar hubiera visto un espíritu en alguno de mis espejos. —Rio al recordar los clásicos de terror, la señora seguía seria—. Igual no podríamos irnos tan pronto, firmamos el contrato y ya pagamos a la dueña de la casa el depósito más lo del primer mes, y eso sin mencionar que encontrar una casa bonita y económica en estos tiempos es bastante complicado.
—Se lo he advertido, jovencita —interrumpió, con voz trémula—. Y, por favor, no se diga mentiras. Mire nada más los rasguños en sus brazos. —La joven llevó una mano sobre su muñeca y bajó los brazos—. En lo profundo de su mente sabe que hay algo mal aquí. No trate de ocultar que tiene preguntas. ¿O no le inquieta saber cómo llegó eso ahí?
Gabriela se congeló con la verdad en las palabras de su vecina. Ahora que lo pensaba, en más de una ocasión buscó alguna explicación para cosas inusuales e insignificantes, y siempre conseguía convencerse con una razón lógica.
—Solo quien oye consejos llega a viejo, Gabriela —advirtió—. Pero veo que le cuesta creerme, así que solo me queda desearles que Dios los proteja de todo mal y peligro.
Carlota tocó la cruz de la camándula que le adornaba el cuello y se persignó al instante.
—No nos pasará nada, vecina, se lo aseguro. —Negó con la cabeza. No encontraba más palabras para mantener viva la conversación, se sentía incómoda—... debo hacer el almuerzo. Hablamos luego.
Gabriela entró con rapidez a la casa y se dejó caer en el sofá. La horrorizaba creer lo que le confesó Carlota. Deseaba que fuera falso, nada más que los cuentos de una mujer con indicios de Alzheimer o locura, pero algo en Carlota le rogaba creerle, había experiencia en sus arrugas y firmeza en sus palabras. No vio maldad a través de sus ojos, solo compasión.
Con el asunto dándole vueltas en la cabeza, el tic tac de las manecillas del reloj avanzó. Para cuando pasó un tiempo, Gabriela se encontraba en la mesa, frente a David. Él disfrutaba el almuerzo; ella, por otra parte, lucía pensativa. El hecho de los arañazos la afectó tanto desde su charla con Carlota, que incluso se cubrió con un saco. No quería preocupar a su esposo.
—¿Qué te sucede? —inquirió David—. Desde que llegué te noto extraña. No me digas que estás embarazada.
—¿Crees en los fantasmas? —preguntó ella de repente, con tono serio.
—¿A qué viene eso? —Dejó escapar una risa leve—. ¿Acaso viste algo? ¿Te despertaron jalándote las piernas? —Rio con más fuerza—. Por supuesto que no creo en esas ridiculeces.
—La señora del lado sí —contestó. A diferencia de su esposo, no hubo atisbos de gracia en ella.
—¿La de las uvas? —preguntó. Gabriela asintió—. Genial, la única mujer amable en el conjunto está demente.
—No le digas así, aún no la conocemos bien —lo reprendió—. Esta mañana tuvimos una conversación... bastante extraña, de hecho. —Hizo una pausa—. No había burla en lo que decía. Hablaba con mucha seriedad. Me advirtió que debíamos abandonar la casa lo más pronto posible, antes de que fuera demasiado tarde. Me aseguró que aquí suceden cosas paranormales. Sus advertencias me han dejando pensativa todo el día. Por eso estoy así.
—De seguro vive sola y ha de tener como mil gatos en su casa —refutó, aún escéptico—. No creas en esas historias tontas, Gaby. Hemos sido afortunados al conseguir una buena casa a un precio tan barato. Bendito sea el momento en el que Dilma publicó ese anuncio en el periódico.
—¿Y si tiene razón? —cuestionó, con cierto temor en su mirada—. No quiero llegar a experimentarlo, David. La gente ni siquiera se atreve a pasar por nuestra calle, prefieren cruzar del otro lado para no tener contacto con la casa. ¡Ni siquiera me sostienen la mirada! Sin duda, algo no está bien. No puede haber tantas personas equivocadas.
David la tomó de las manos y la vio directo a esos ojos tan verdes como el prado.
—¿Qué es más fuerte, Gaby? —inquirió, esa vez con la seriedad que requería la situación—. ¿Nuestro amor o esos cuentos fantasiosos de la vecina?
—Nuestro amor —reconoció, con una sonrisa ligera que le recuperó la cordura.
—¿Y a quién le decides creer?
—A ti. —Volvió a sonreír, esa vez por completo, más calmada.
—Esa es la actitud —manifestó él.
David le sonrió de vuelta y le dio un beso suave en las manos que avivó sus sentimientos.
—Por favor, no pienses más en eso, ¿vale?
—Está bien.
Gabriela asintió, aunque, en su interior, algo aún no la convencía del todo.
—Ve al parque, mira televisión, ve de compras, llama a alguna de tus amigas y planeen algo, pero, por favor, no te dejes llevar por esas historias —le pidió, tomado de sus manos—. Todo está en la mente. Si piensas que es real, lo haces real, pero si no, se mantendrá en nada. Tal como lo que sucede aquí, Gaby: nada —enfatizó.
Ella asintió, aún intentaba convencerse de eso. Así transcurrió durante el resto del día, y la nada se extendió por el vacío hasta confundirse con la noche. La casa se mantenía a oscuras, en completa tranquilidad. Sin embargo, la paz no era permanente, y muchos menos cuando se danzaba al filo de la muerte.
¡Tum! ¡Tum! ¡Tum!
Tres golpes fuertes y pausados resonaron en la sala. El eco se prolongó a la habitación matrimonial. David jadeó en consecuencia. Gabriela, en cambio, cayó tan exhausta que ni lo sintió moverse.
Entonces, los golpes retumbaron otra vez, más cerca en esa ocasión.
¡Tum! ¡Tum! ¡Tum!
David volvió a jadear. Sus ojos comenzaban a abrirse con pesadez, pero el sueño fue más fuerte. Dio un giro y regresó a dormir.
¡Tum! ¡Tum! ¡Tum!
Se escuchó una tercera cadena de golpes, tan potentes como el tronar de un rayo, esa vez en toda la puerta. Fue tan contundente que ambos se incorporaron de un salto.
—¿Qué fue eso? —preguntó Gabriela. Su corazón galopaba con fuerza.
—Hay alguien en la casa —reconoció David, y apartó la cobija de su cuerpo en un solo movimiento—. Llama al vigilante. Iré a revisar.
Gabriela asintió y encendió la lámpara de la mesa de noche con rapidez, luego, tomó el teléfono de la habitación. Mientras escuchaba el tono de la llamada se detuvo a mirar la hora en el reloj de la mesa de la noche: «2:29 a.m.».
«¿Otra vez?», cuestionó en sus adentros, alarmada en esa ocasión.
No podía ser coincidencia. Algo no estaba bien.
Sin una camisa que le cubriera el pecho, y nada más que su pantaloneta de dormir, David salió de la habitación con cautela. El castaño encendió las luces de la sala y revisó los lugares próximos. Nada en los muebles, nada tras las mesas, nada en las cortinas.
—Buenas noches, lo necesitamos urgentemente en la siete dieciocho. Alguien entró a nuestra casa. —Escuchó las temerosas palabras salir de la boca de Gabriela.
David continuó la revisión.
Dio pasos lentos hacia la sala. Examinó tras la pared, examinó debajo del comedor, examinó en la cocina. Nadie yacía en esos lugares.
Avanzó al baño. Nada.
Ingresó al cuarto desocupado. Allí, múltiples figuras se formaban en las sombras, las analizó con cuidado, algunas parecían incluso mirarlo a los ojos. Al encender la luz, solo encontró cajas por desembalar y los muebles que la decoraban.
Aún faltaba el patio. Quien fuera que hubiera entrado, lo atraparía allí. No existía ninguna escapatoria para el ladrón, las rejillas no le permitirían ir a ninguna parte.
«Te voy a atrapar, desgraciado», pensó de camino al lugar.
Entonces, otros tres golpes en la puerta principal desviaron su atención.
Sin nada qué perder, corrió a abrir con rapidez. Pronto, el aire frío de la madrugada abrazó su pecho desnudo y pareció arrullar un susurro en sus oídos. Los vellos de su cuerpo se erizaron todo a la par. El jardín aparentaba estar vacío, pero debía revisar y asegurarse. Encendió las luces de afuera. Para su sorpresa, lo único que encontró fue una hoja marchita y amarillenta sobre el tapete, con un escrito poco legible, como en otro idioma, y símbolos extraños. Parecía arrancada de un diario viejo.
—¿Serpientes? —se preguntó al detallar el dibujo.
—¿Nada? —Escuchó a Gabriela preguntar tras él.
David nunca había visto a Gabriela tan asustada como en esa noche. Decidió no mostrarle la hoja. Todo lo sucedido en los últimos minutos ya era demasiado inusual, y lo del símbolo en el papel solo empeoraba la situación. No quería asustar a Gabriela más de lo que la vecina ya había hecho. Simplemente lo dobló y lo guardó en su pantaloneta antes de girarse de regreso a ella.
—Nada —afirmó.
Justo en ese momento, un hombre regordete de uniforme llegó en su bicicleta.
—Vine cuanto antes —habló el vigilante desde las rejas, respiraba agitado—. ¿Ya revisaron toda la casa?
—No hay nadie —concluyó David—. Quien sea que haya sido, ya se fue.
—Por favor, revise los alrededores —pidió Gabriela—. No pudo haber ido lejos.
—¿Ustedes lo vieron? —inquirió el hombre, con cierto grado de incredulidad—. Pudo haber sido un gato.
—No, pero escuchamos el ruido que hizo —respondió David—... fue demasiado fuerte como para haber sido un animal, estoy seguro de que se trataba de una persona.
—Está bien, daré unas vueltas, pero no les prometo nada —adelantó el vigilante—. Nuestras cámaras ya lo hubieran detectado de haber sido así, además, no hay forma de pasar nuestro mallado sin morir electrocutado. Regresen a la cama y descansen. Nosotros nos haremos cargo.
La pareja asintió. Despidieron con ademanes al celador antes de regresar adentro. Intentarían descansar. Si era que existía algo de realidad en esa palabra. En esa noche, estaban convencidos de que no lo lograrían; no después de un susto tan grande.
Y así, la noche avanzó, ignorantes a que el hombre, al igual que los demás habitantes del conjunto, eran perfectos conocedores de quién era el verdadero autor de tal intrusión: Luis Galiano.
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