2. Los nuevos inquilinos
El ansiado día de la mudanza había llegado, y eso solo significaba dos cosas para cualquier matrimonio juvenil: estrés y felicidad. Dos emociones que, combinadas, podrían desencadenar caos extremo. Ese era el caso de David y Gabriela.
El apartamento lucía como si se hubiese desatado el mismísimo apocalipsis, cajas por aquí y por allá. La invitación de Dilma a ocupar la casa al día siguiente, más el deseo de vivir en un espacio más cómodo, hizo que llegaran a empacar todo de forma apresurada. Ambos eran conscientes de que una mudanza no era una tarea fácil, y mucho menos de un día para otro, pero con tal de salir lo más pronto posible de ese agobiante lugar, valía todo el estrés.
El timbre sonó; corto, pero intenso y retumbante. Solo encontraron una explicación: la llegada de la empresa de trasteos. Esto siguió aumentando la ansiedad, incluso cuando los acercaba un paso más a la meta.
Los siguientes minutos fueron más tranquilos, David y Gabriela solo tuvieron que dirigir la subida de los objetos al camión. De vez en cuando se escuchaba un «cuidado con esto» por parte de Gabriela, sin embargo, todo llegó al camión sano y salvo, sin el mínimo rasguño.
El dueño del apartamento ya había pasado por la casa a despedirlos. Le dolía saber que se marchaban, eran puntuales con el pago y nunca dieron motivos para molestar a los vecinos; pese a ello entendía la situación, no le quedaba más que aceptar y desearles éxito y prosperidad para su vida; eran dos jóvenes que lo tenían merecido.
Luego de cerrar y entregar las llaves en la administración, al fin salieron. El recorrido sucedió en tiempo récord. En un momento se despedían del apartamento que los vio organizarse por primera vez, y al siguiente los recibía el portón de seguridad del conjunto donde los esperaba su nuevo hogar.
La reacción de ambos fue tomarse de las manos y darse un fuerte apretón. El momento cada vez estaba más cerca. Se lanzaron a la aventura juntos, así que juntos la afrontarían.
El camión de la mudanza atravesó toda una calle de árboles altos y frondosos. Las casas del conjunto estaban pintadas de un blanco uniforme que, junto a los jardines, emanaban un aire de pureza y tranquilidad. Respirar la fragancia natural les regresó la tan anhelada calma.
El vehículo se estacionó frente a una de las pocas viviendas del conjunto que se hallaban desocupadas, era conocida entre los vecinos por su distintivo árbol frutal: el limonar, único en el sector; pero más allá de ello, su verdadera popularidad se tejía con las historias de terror que especulaban los habitantes. El calificativo de casa embrujada resonaba entre los murmullos de las conversaciones al pasar por el lugar, en especial con los niños, quienes, a veces, se aventuraban a entrar, y al rato huían despavoridos, en medio de gritos de horror.
David y Gabriela suspiraron antes de bajarse del camión.
—Al fin, aquí estamos —dijo él.
—Juntos —añadió ella, con una sonrisa.
La casa se alzaba ante ellos en toda majestad; los rayos de luz la resaltaban. Para la pareja fue como una señal divina, lo evidenciaron con sonrisas cargadas de alegría.
Dilma ya los esperaba en el lugar, recostada sobre su Twingo blanco, lucía otro de sus conjuntos unicolor, esa vez le dio la oportunidad al verde. El color parecería insignificante para cualquiera, pero no para ella. Significaba abundancia, riqueza. El horóscopo decía que usarlo durante ese día le traería dinero; por su desespero, no lo pensó mucho y se aferró a esa idea con el anhelo de obtenerlo en exceso.
La pareja se le acercó, tomada de la mano y con emoción evidente. Dilma los vio con una expresión amigable; en su mano tenía un lapicero y bajo su brazo una carpeta, era el contrato de alquiler.
—¡Bienvenidos a su nuevo hogar! —exclamó, sonriente, con los brazos tendidos a cada lado.
—Hola, Dilma —saludó la pareja al unísono.
—¿Está todo listo? —preguntó David.
—Ya casi. —Abrió la carpeta—. Firmen aquí y la casa es toda suya.
Sin detenerse a meditarlo, David tomó el lapicero y firmó, Gabriela lo siguió. Dilma revisó por un momento que todo estuviera en orden, y al corroborarlo, finalizó plasmando una firma de suntuoso trazo.
—Ahora sí, todo listo —afirmó David, con una sonrisa que nadie lograría borrarle, y luego rio por lo bajo al recordar algo—. ¿Sabes? En la oficina siempre hacen un comentario sobre los contratos, mis compañeros suelen decir que nunca se sabe a qué diablo le vendes el alma al firmar uno, pero si el precio es esta maravilla, entonces creo que firmé con los ángeles. Eso, o no leí la letra pequeña.
Dilma apretó los dientes durante el rato que él habló. Su sonrisa maquillada fue acompañada por una risa forzada y leve, casi como si intentara ser modesta.
—Los abogados y sus ocurrencias —comentó entre risas, después llevó la mano al bolsillo y le entregó un manojo de llaves. Él amplió los ojos de inmediato—. Sé que pueden parecer muchas, pero tranquilo, no te asustes. Con los días irán aprendiendo qué puerta abre cada una —añadió con un guiño—. Ahora, si me disculpan, debo irme. Tengo otros compromisos por atender y una cita médica a la que no puedo faltar. Ya saben cómo es la situación en este país: pides una cita en el centro de salud y te la dan para más de cinco meses, cuando de seguro ya te has muerto con la enfermedad.
—Está bien, Dilma, te entendemos perfectamente. Suerte en tu cita. Igual ya nos mostraste la casa. Te llamaré si te llegamos a necesitar.
—No creo que llegue a ser necesario, todo está en perfectas condiciones para ustedes —habló mientras se apresuraba en subir al auto—. Que disfruten su estadía aquí, chicos. Les deseo mucha felicidad.
—Gracias —contestó Gabriela, con una sonrisa esbozada.
Mientras insertaba la llave pasó la mirada a la pareja, se despedían con ademanes cordiales. Ella les respondió con una sonrisa ligera.
—Que te vaya b...
Antes de que Gabriela pudiera terminar la frase, Dilma arrancó con toda la potencia que el auto le permitió. Dejó como consecuencia un pequeño rastro de humo.
—Qué rápido iba —comentó la castaña mientras meneaba la mano para apartar la bruma gris de ella.
—Bueno, dijo que tenía afán —le respondió David. Luego la rodeó con uno de sus brazos—. Y nosotros también deberíamos apresurarnos, cariño, tenemos toda una casa por amoblar.
—Estamos listos, señor —indicó uno de los dos hombres de la mudanza.
—Perfecto, ya pueden comenzar a bajar las cosas.
David se acercó a la reja e insertó la llave. Para su suerte, la primera que usó fue la correcta, aunque al intentarlo en la puerta principal de la casa falló dos veces antes de abrirla. Eran muchísimas llaves. Había una para cada cosa, pero estaban seguros de que con el tiempo aprenderían a reconocerlas.
Los señores de la mudanza bajaron uno a uno los objetos del camión, los iban ubicando en las partes que la pareja les señalaba. Entre David y los dos trabajadores cargaron lo más pesado, como la nevera, la estufa, el escaparate, la lavadora y un largo etcétera de muebles que la pareja tenía aglomerados en su antiguo apartamento. Gabriela quiso poder ayudar más, pero su fuerza la limitaba a cargar con cajas y objetos pequeños.
No fue hasta que el cielo se tornó anaranjado, entre pinceladas rojas y amarillas que advertían la disminución de rayos solares y el paso de la noche, que los hombres de la mudanza indicaron que su labor terminó. David les entregó el dinero acordado por el servicio, y los dos hombres subieron al camión para abandonar la vivienda. La pareja, satisfecha y agradecida por la labor, se despidió desde la puerta.
Se tomaron un tiempo antes de continuar. El sol se ocultaba tras las casas del conjunto; les brindaba un atardecer sublime, difícil de olvidar; esperaban que fuera solo el primero de muchos en su nuevo hogar.
Al ingresar a su nuevo hogar, de inmediato sus cabezas colapsaron con lo que vieron.
La casa estaba hecha un caos, como si hubiese pasado un tsunami de paquetes. Había cajas embaladas por todos lados, la mayoría se hallaban en la sala. No les quedó más que suspirar antes de iniciar la labor; sería una tarea larga.
David tomó unas cajas y las llevó hacia el planchón de la cocina, comenzaría a ordenar por ahí. Gabriela, por su parte, abrió una de tantas y encontró un retrato de ellos que revivió uno de los recuerdos que guardaba en su mente y en su corazón como un tesoro. Evocaba memorias inolvidables, cargadas de sentimiento. Se trataba de una foto bastante hermosa, la pareja se veía abrazada, y tras ellos se alzaba la Torre Eiffel con toda la majestuosidad que su arquitectura ofrecía. Habían comprado un tour por Francia para la luna de miel. Los días que pasaron juntos recorriendo el país fueron los mejores de sus vidas.
La castaña de ojos verdes le dedicó una mirada más a la foto y, con una sonrisa cargada de amor, la ubicó sobre la mesa del rincón. Tal vez para otros sería una simple fotografía sobre una mesa, pero, para ella, representaba un momento digno de destacar en un altar.
Gabriela dio media vuelta para seguir abriendo más cajas, cuando el televisor plasma se encendió por sí solo y produjo un ruido ensordecedor al no estar conectado a la parabólica. Ella arqueó una ceja, confundida, y observó detrás del aparato. No recordó haberlo conectado. Desde que llegaron solo se encargaron de las cajas. Aún extrañada, lo apagó del botón.
—¿Cómo vas? —escuchó a David desde la cocina.
—Todo bien por aquí. Recuerda llamar a los del cable. El televisor suena horrible sin parabólica.
—Lo hago al terminar aquí, amor.
Al llegar la noche, la mayoría de las cajas estaban desocupadas y ordenadas en un rincón de la sala, lo que significaba que la vivienda estaba a punto de quedar amoblada por completo. Fue un día agotador para la pareja de recién casados, tanto que el cansancio los llevó a acordar que terminarían su tarea al día siguiente.
Después de un baño renovador, Gabriela se dedicó a preparar la cena. Era toda una maestra de la cocina. Si hubiera estudiado para chef, sin duda tendría uno de los restaurantes más aclamados de la ciudad. No existía plato hecho con sus manos que no hiciera babear a su esposo.
—David —llamó, entonando el nombre a modo de canto.
—Está bien, mi esposa los esperará mañana —dijo por el celular—. Muchas gracias por su atención. Que tenga buena noche. —Colgó.
—¿David? —volvió a llamar.
—¿Sí? —lo escuchó gritar a la distancia.
—La cena está lista, cariño. —Alzó la voz para asegurarse de ser escuchada.
—Dame unos segundos.
Gabriela tarareó una canción mientras extraía los platos de las gavetas de arriba; sirvió en ellos las arepas, la carne asada y el caldo, del que resaltaba la papa, el huevo y el cilantro. Olfateó profundo la comida, era exquisita. Con una sonrisa, llevó la cena hasta el comedor. Esperaba que David quedara tan satisfecho como siempre.
En el patio, el joven castaño terminó de acomodar algunas herramientas y útiles de aseo sobre un estante. El olor a comida llegó hasta él. Lo respiró con placer antes de dar media vuelta y dirigirse al comedor. Sin embargo, tan pronto como puso un pie fuera, escuchó un potente ¡tum!
La caja de herramientas había caído al suelo.
—¿Qué fue eso, amor? —gritó Gabriela desde el comedor.
—Se cayó una caja —respondió, subiendo la voz—. La ordenaré rápido e iré a cenar.
El castaño se inclinó y recogió una a una las herramientas, luego regresó la caja a su lugar en el estante. El aire en el patio corría fuerte, era al único que podía señalar de culpable.
—De seguro la dejé muy a la orilla —susurró para sí.
Con un crujir en el estómago que le recordó ir a cenar, David deslizó la puerta de vidrio y le agregó el seguro. Sin que lo notara, una mancha emergió en la pared. Empezó como algo suave, minúsculo, casi imperceptible, pero el carmesí de su tinta cobró realismo a los segundos. Brillaba, era un resplandor singular, testimonio de un lamento antiguo, tal como en esa noche tormentosa en la que murió Luis Galiano. El terror tan solo estaba por comenzar.
—Huele delicioso —comentó—. ¿O eres tú la que huele a rosas?
David pasó la mirada de la exquisita comida a la mujer que movía sus fibras. Se acercó a ella por detrás y la rodeó con los brazos. Ella dejó escapar una risa leve al sentir el tacto de su esposo. Cuando Gabriela alzó la vista para verlo directo a esos ojos amelados, ambas miradas se conectaron; sus rostros comenzaron a acercarse hasta que los labios de ambos hicieron contacto en un apasionado beso que demostró lo que el uno sentía por el otro: amor puro y verdadero.
—Prométeme que no dejaremos de ser así después de los seis meses —pidió ella, con pucheros tiernos que lograron sacar una risa en David.
—Te lo prometo. —Le dio un pico rápido que selló el acuerdo—. Ahora a probar la comida, se ve deliciosa.
—Te aseguro que lo está.
Entre charlas y sonrisas, los minutos pasaron, la pareja terminaba de cenar.
—Mamá no creía que conseguimos una casa —habló David, y luego le dio las últimas cucharadas al caldo—. Tuve que mandarle una foto hace un rato para confirmárselo. ¿Puedes creerlo?
Gabriela dejó escapar una risa leve y le dio las últimas mordidas a la arepa mantequilluda.
—Sí, puedo creerlo. Doña Marina es de las que necesitan ver para creer.
—Sí que la conoces bien —dijo entre risas—. Y por cierto, mamá amó la casa. Dijo que ahora sí se animaba a venir a quedarse unos días en la ciudad.
—¿Tú madre aquí? —inquirió Gabriela con sorpresa—. Creí que odiaba el calor.
—Lo odia con todo su corazón, por eso no viene mucho... ¿y tus padres? ¿Qué han dicho?
—Aún no les he dicho nada. No tuve tiempo porque me dediqué a embalar todo en el apartamento, pero de seguro se alegrarán cuando les cuente.
La conversación fue interrumpida por un sonido extraño que desvió toda la atención hacia la sala. Su reacción fue cruzar miradas cargadas de confusión. Por el ruido insoportable pudieron deducir que era el televisor; se había encendido, de nuevo, por sí solo.
—¿Por qué se encendió? —preguntó David, un tanto nervioso—. Aquí solo estamos los dos.
—¿Otra vez? —La castaña bufó—. Debí haberle programado el encendido antes de mudarnos. —Gabriela se apartó del comedor y caminó hasta la sala, donde desconectó el plasma desde el toma para asegurarse de que no causara más molestias—. Ya está.
—Muy bien, lavaré esto e iré a descansar —dijo mientras recogía los platos—. Por cierto, estaba delicioso, como siempre. Eres la diosa de la cocina.
En el rostro de Gabriela se dibujó una sonrisa por el comentario.
David dejó todos los platos sobre el lavabo y los enjabonó uno a uno, mientras que su esposa tomó rumbo al cuarto a preparar la cama.
David cerró la llave una vez el último cubierto brilló de lo limpio. Se sacudió las manos dentro del lavaplatos y luego las secó con una toalla pequeña que colgaba en la pared. El castaño dio media vuelta para marcharse, mas un ruido curioso le provocó un frío por la espalda. Temeroso, se giró. Era la llama del fogón, se había prendido sola.
«Qué raro», pensó.
Se limitó a bufar. Desechó las ideas paranormales que, por un momento, inundaron su mente.
—Los fantasmas no existen, esos son cuentos para niños —musitó.
Movió el botón del que dependía la abertura del fogón, y este se apagó. Después dio unos pasos más hacia la puerta corrediza de vidrio y se cercioró de que estuviera cerrada.
Al entrar a la habitación, quedó boquiabierto ante lo que se topó. Su corazón se aceleró y la sangre le recorrió todo el cuerpo, mostró su frenesí con un sonrojo leve en los cachetes. Gabriela se hallaba sobre la cama, en ropa interior, cubierta por un babydoll negro, algo transparente. Ante los ojos de David era un cuerpo sexy y escultural, le parecía tallado por los mismos dioses.
—¿Hemos vuelto a la luna de miel? —preguntó David, acompañado por una sonrisa pícara—. Porque te aseguro que me encantaría repetirla.
—Solo si tú quieres que así sea, guapo —respondió, juguetona—... aunque ya sabes lo que dicen, hay que estrenar la casa—. Le dio palmadas suaves a la cama que lo invitaron a subir.
—Entonces allá vamos.
David se desabrochó la camisa con lentitud y la tiró a un lado de la habitación. Dejó al descubierto sus pechos firmes, sus brazos marcados y unas cuantas líneas en su abdomen; Gabriela se mordió los labios.
El joven se le acercó en un gateo suave. Solo se detuvo al encontrar el sabor en los labios de ella. Lo siguiente fue cariño y pasión desbordados. Calurosa y rítmica pasión. Eran dos amantes explorándose el uno al otro, causándose sensaciones placenteras con su tacto erótico. Unían sus cuerpos bajo la luna como único testigo, en un gemir que los llevaba al mismísimo cielo y los volvía a bajar.
El reloj digital, ubicado a un lado de la cama, bajo la lámpara de la mesita de noche, marcó las «2:29 a.m».
De inmediato, las corrientes de aire frío de la madrugada atravesaron las rejillas del patio y burlaron el seguro. Con una fuerza desconocida, lograron deslizar la gran puerta corrediza. El viento divagó por la casa hasta llegar a la sala y encender el televisor, lo que generó una vez más su molesto ruido, que solo se detendría al día siguiente, cuando vinieran los empleados de la empresa de cable a instalar el servicio.
David y Gabriela estaban sumidos en un sueño profundo, cubiertos por sábanas blancas que ocultaban su desnudez. Su noche de pasión había servido de anestesia para aliviar las tensiones de la mudanza, pero, pese a ello, Gabriela jadeaba una y otra vez; los constantes movimientos provocaron que gotas de sudor se le formaran en el rostro.
Un último jadeo la despertó. Se pasó la mano por la frente y limpió el sudor. Se incorporó mientras bostezaba, con ojos pesados. Cuando sintió un ardor quemarle la garganta, su boca deseó refrescarse con un vaso de agua, mas al escuchar el ruido irritante que provenía de la sala, la embargó un gesto de enfado y envolvió la sábana en su cuerpo.
Se fijó en la hora; luego se levantó, molesta.
La castaña abrió la puerta de la habitación con delicadeza, no quería despertar a David, dormía como un oso.
Caminó en medio de la oscuridad que cubría la casa. Al mirar hacia la sala, allí estaba el televisor plasma encendido, el causante de su sueño interrumpido, con miles de puntos en la pantalla, entre negros, grises y blancos, que causaban tan molesto sonido. Su luz tenue era lo único que ofrecía claridad entre las sombras.
«Creí que lo había desconectado», pensó.
Gabriela lo apagó de su respectivo botón, sin embargo, creyó más conveniente desconectarlo del toma, no fuera que volviera a encenderse más adelante y el ruido la despertara de nuevo.
El ardor en la garganta le recordó ir a la cocina por agua. Se movió en la oscuridad y llegó allí. Extrajo un vaso de la despensa, abrió la nevera y sirvió el tan deseado líquido. Mientras la bebía, notó que la puerta corrediza estaba medio abierta, así que, al terminar, lo lavó, lo regresó a su puesto y entonces se dirigió a cerrarla.
Pero al dar media vuelta para regresar a la cama, una escalofriante corriente de aire le entró por los poros de la piel y le recorrió el cuerpo de pies a cabeza. Se tensó de inmediato. Si bien era cierto que Perla Norte era una ciudad calurosa, las noches se caracterizaban por vientos fuertes y gélidos. Aun así, eso iba más allá del frío, se trataba de una sensación extraña y confusa.
Respiró hondo y relajó los músculos; movió la cabeza de un lado a otro mientras alzaba los hombros. Más calmada, emprendió camino de regreso a la habitación.
Lejana a la vista de Gabriela, tras la puerta de vidrio que daba hacia al patio, surgió en la oscuridad la silueta de un hombre que la observó con escalofriantes ojos rojos y brillantes.
La mujer sintió una vez más el aire gélido de la noche, que se convirtió en nervios y aceleró su corazón. Tenía una corazonada de que algo no marchaba bien. Se giró hacia el patio, no había nada allí, solo oscuridad. Dio un leve respiro que le regresó la calma. No quería terminar paranoica, era una casa nueva, le parecía natural sobresaltarse por cualquier situación anormal.
Con mayor tranquilidad, continuó su recorrido a la habitación. Aunque, una vez entró, volvieron a centellar dos penetrantes ojos color sangre, mucho más rabiosos que los anteriores, esa vez en la sala.
El demonio era astuto, solo observó, oculto en las sombras; analizaba con detalle a sus víctimas en busca de un portal para infestarse, y ya lo había encontrado en una mujer joven e indefensa.
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