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1. La casa maldita (I)

En la oscuridad se ocultan secretos abominables; verdades latentes que se adhieren a las penumbras para mantenerse en el tiempo. La oscuridad es fría, misteriosa, un terreno desconocido. Aunque no tiene luz, es cegadora y atractiva. Es necesaria para el engaño, y vital para los entes profanos que reposan en ella. Por eso, hasta que no cubrió cada ángulo de la casa, el mal no se manifestó en sus puertas; emergió como una silueta difusa e irreconocible que atravesó la sala con rapidez.

Una puerta se abrió con lentitud para darle acceso a una habitación decorada con juguetes de toda clase, peluches de animales y calcomanías de princesas. El ramillete de doncellas era variado, desde rubias blancas a morenas y pelirrojas, todas mujeres líderes de gran valor, pero la más importante de ellas dormía en la seguridad de su cuna; «Isabella», tal como indicaban las letras.

Los diminutos párpados de la bebé se abrieron poco a poco con dificultad, y a los segundos, su risa inocente hizo eco por todas las paredes de la casa. La criatura no paraba de reír con diversión, cada carcajada la acompañaba por su balbuceo natural. Era una risa pura, radiante, libre de maldad. Con una de sus manos diminutas tomó uno de sus pies y, por instinto, lo llevó a la boca para tratar de comerlo mientras se entretenía con la fuente de su risa: el colgante musical de la cuna.

El ruido producido por la bebé provocaba que, en la habitación del lado, una mujer jadeara por momentos. La joven rubia remojó su boca con saliva y dio un giro con el fin de lanzar su brazo sobre el pecho del hombre que se hallaba a su lado, hasta que una risa mucho más fuerte la expulsó del sueño profundo.

—¡Mi bebé! —exclamó, levantándose de un salto—. ¡Despierta, Francisco! —Movió a su esposo con desespero—. ¡Despierta, por favor! La niña está riendo sola... ¡otra vez!

—¿Por qué gritas, Camila? —preguntó el hombre de churcos oscuros, con ojos tan pesados como su sueño. Entonces, otra risa estruendosa resonó y logró sacarlo de su estado somnoliento—. ¡La niña!

La mujer fue la primera en salir de la habitación, pero él, que corrió tras ella, fue bloqueado por un movimiento brusco y repentino que cerró la puerta.

—¡Francisco! —gritó con terror.

Camila golpeó la puerta una y otra vez, sin embargo, ninguno de los dos conseguía abrirla desde ninguno de los dos lados. Resignada a que no lo lograría, llevó las manos a la cabeza con desespero. Temblaba de los nervios, y la presión de sentirse observada desde la oscuridad no la ayuda a calmarse para nada. No conseguía explicación para lo que pasaba. No era la primera vez en que las puertas eran poseídas por ese tipo de bloqueos. Las noches en la 7-18 eran un tormento.

—¡No abre, ve tú por Isabella! —exclamó Francisco desde el otro extremo.

Y tan pronto como terminó la oración, una risa familiar la motivó a girarse hacia el cuarto donde estaba su bebé. La observó dando palmaditas lentas mientras reía con la pared, cosa que la horrorizó. Con la rapidez del pensamiento corrió hacia la entrada, pero la puerta se cerró antes de que ingresara a la habitación. No era coincidencia. Ya no.

En ese momento su corazón aceleró el ritmo. Camila incluso escuchaba el retumbe frenético de sus pulsaciones.

El desespero se apoderó de ella, comenzaba a sudar frío. No tenía idea de cómo proceder, y los golpes de Francisco intentando abrir la otra puerta no la ayudaban a concentrarse. La única acción que su mente le permitió coordinar fue golpear la puerta sin cansancio, aun cuando sus intentos por abrirla eran nulos.

«Uno, dos, tres», contó, en un intento por recuperar la calma.

—Piensa, Camila —se dijo a sí misma—. Por favor, piensa, por el bien de tu hija.

«Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, como veía que resistía, fue a buscar a otro elefante», escuchó la tierna melodía del colgante musical retumbar en la oscuridad.

La poca tranquilidad obtenida desapareció en un menos de un segundo.

El sonido siguiente fue estruendoso, como el estallar de una bomba. La puerta de su habitación se había abierto de un golpe contundente; Francisco había logrado romperla desde el otro lado.

—¿E Isabella? —preguntó él, con ojos cansados.

—Sigue adentro —informó Camila, temblando de los nervios—. La puerta también está bloqueada. No sabía qué hacer.

De repente, en la habitación de la niña todo cambió, en lugar de escuchar su risa carismática, retumbó un llanto triste y asustado. El colgante musical aún reproducía su melodía, esa vez con «dos elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña, como veían que resistía, fueron a buscar a otro elefante», situación que terminó de alterar a la mujer.

Francisco tiró con su mano el decorativo de la mesita del pasillo y, sin pensarlo dos veces, la estrelló contra la puerta. El impacto la hizo ceder. Cuando consiguieron entrar, frenaron en seco con terror.

La oscuridad era confusa, difícil de descifrar, pero incluso mucho antes de encender la luz, ante sus ojos fueron testigos de un hecho desconcertante. Recordaban haber dejado a Isabella envuelta en sus cobijas, pero en el momento en que entraron, la niña se encontraba de pie sobre el barandal de la cuna, con ojos brillosos y las manos extendidas hacia el frente, como si fuera un títere controlado por cuerdas invisibles.

La presencia de la luz provocó que cayera de regreso en el colchón; impacto que avivó en ella un llanto aterrado. Camila la sacó de allí con rapidez y la envolvió en la seguridad que sus brazos podían ofrecerle a su frágil bebé. Con ojos llorosos y corazón aún agitado, la llenó de besos. La sentía helada y temblorosa, en medio de un respirar cortante y forzado.

—Ya estás conmigo, mi pequeña —susurró con nerviosismo mientras se sentaba en la mecedora de la esquina—. Todo estará bien.

—¿Viste eso? —inquirió Francisco, perplejo. Camila solo asintió, mantenía los ojos cerrados en una negación interna que pedía a gritos no haber visto nada de lo anterior—. ¡La niña estaba parada sobre la cuna, y ni siquiera ha aprendido a levantarse por sí sola! ¡Es imposible! ¡Llevamos tan solo dos semanas viviendo aquí y es la tercera vez que la niña nos despierta con su risa en la madrugada! Y no solo eso, lo que sucede en esta casa no es normal... ¡está maldita! ¡¿Con quién carajos reía la niña?! ¡¿Cómo fue que el colgante musical comenzó a sonar?! No creo que ella alcance hasta ahí. ¡¿Y qué me dices de las malditas puertas?!

Cuando Camila abrió al fin los ojos, se levantó de la silla con determinación.

—Nos vamos —dijo, decidida—. No pasaré una noche más en esta casa.

—Por supuesto que no. Nada de esto tiene una respuesta lógica. Ya mismo comenzamos a empacar.

Un hombre uniformado salió del interior de la vivienda con los hombros cargados de las últimas cajas embaladas, las dejó sobre el camión estacionado afuera; ya todo el vehículo estaba copado de muebles, listo para marcharse.

La pareja lo observaba terminar la labor bajo la sombra de un árbol de limones. Camila cargaba a su bebé dormida, mientras Francisco la rodeaba con los brazos. Cuando todo a su alrededor parecía consumido por tinieblas, su pequeña familia brillaba como la única luz que les brindaba calor y seguridad.

—Ya está todo —anunció el hombre de la mudanza—. Nos marchamos cuando ustedes decidan.

Desde otro rincón del jardín, una mujer de conjunto color mostaza, miraba a todos lados con angustia. Se trataba de una señora de edad, robusta y de cachetes regordetes, con el cabello pintado de un tono disparado que ocultaba sus canas; había visto desde allí cómo subían cada objeto al camión.

—Vamos, Camila. —Se acercó al árbol de limones y suplicó—: Es un barrio tranquilo, están dentro de un bello conjunto de vecinos amistosos, no tiene piscina pero sí casas amplias y hermosas, zonas verdes y un parque natural muy tranquilizante y pacífico. ¿En serio quieren mudarse? —preguntó con una expresión que manifestó su desespero.

—Ya te lo dije varias veces, Dilma —replicó la rubia. Su rostro reflejaba el pánico e inseguridad que sentía; las ojeras marcadas hacían evidente que llevaba tiempo sin dormir—. Las madrugadas aquí son una tortura. Mira mi rostro, mujer. Nunca pudimos dormir tranquilos por las noches y constantemente nos sentíamos acechados.

—Cosas extrañas suceden en esta casa, Dilma, ¡esta maldita casa! —apoyó el Francisco, con miedo en su voz. Evitaba mirar hacia el interior de la vivienda al hablar—. Nuestra bebé no paraba de llorar, las puertas se abrían y se cerraban, las paredes sonaban... y sin mencionar que una vez que salí al patio por la noche, ¡se dibujó una mano con sangre! ¿Cómo nos explicas eso, ah?

—¡Los fantasmas no existen! —respondió entre risas, como si hubiera escuchado un chiste de mal gusto—. Solo ha de ser el viento corriendo fuerte.

—¡Pues qué gran artista es el viento, mujer!

—No nos alteremos —respondió con una risa falsa que llamó a la calma—. Insisto en que deberían quedarse. —Pensó por breves segundos lo siguiente que diría—... ¡Les rebajaré el arriendo si lo hacen!

La pareja la vio con un gesto ofendido. Le habían explicado ya sus motivos, pero ella no parecía respetar su decisión, incluso cuando permanecer allí comprometía su cordura y su salud mental. La deducción de los esposos fue simple: «a esa mujer solo le importa el dinero».

—¿Y a qué costo? —cuestionó Francisco, indignado—. ¿Nuestro sueño? ¿Nuestro matrimonio? O incluso peor, ¿nuestra bebé? ¡Tiene tan solo seis meses y la vimos subida en las barandas de la cuna! ¡No nos quedaremos aquí a pasar las peores noches de nuestras vidas, Dilma! No importa el dinero, en realidad nunca se trató de eso. No nos quedaríamos incluso si nos regalas la casa.

—Ahora entiendo por qué el arriendo es tan económico. —Camila la miró fijo hasta el punto de llegar a intimidarla—. No es la primera vez que sucede, ¿cierto? —Dilma bajó la mirada, sin nada más que agregar—. ¡Por eso nadie tomaba esta maldita casa en arriendo! Está embrujada —concluyó—. Algo sucedió aquí, algo muy oscuro. Lo peor de todo es que pareces estar totalmente consciente de ello y, aún así, no haces nada al respecto para ofrecerles seguridad a tus clientes. Eso solo demuestra que quieres lucrarte del sufrimiento de los demás, y eso es despreciable. He conocido personas miserables, Dilma, pero tú alcanzas otro nivel.

—Que tengas suerte buscando otros arrendados, Dilma, porque por nuestra parte, jamás volveremos a poner un pie en esta casa del infierno. —Francisco le entregó un manojo de billetes, consumido por el enojo—. Eso es por los daños a la propiedad. Y olvídate de regresarnos dinero del depósito, no queremos volver a ver tu sucio rostro nunca más.

La pareja le dio la espalda y se dirigió al camión, dejándola con el dinero que tanto necesitaba, junto a una angustia creciente.

—Arranque, por favor —dijo Camila al conductor—. No quiero volver a saber nada de este lugar. —El hombre asintió, y el camión emprendió su marcha.

Dilma frunció el entrecejo, algunas arrugas de preocupación se le plegaron en la frente. Se resignó a ver cómo el vehículo se alejaba de la casa a toda velocidad para nunca regresar. Con él se iba toda esperanza de arriendo y de compra. Era otra oportunidad perdida.

No quedaba nada más por hacer en ese lugar. Le dedicó una mirada más a su propiedad mientras echaba llave a las rejas. Parecía inofensiva con el enrejado blanco y el árbol de limón del jardín, pero en realidad ocultaba oscuros secretos que contrarrestaban su fachada. No era lo que los arrendados decían, ni lo que Dilma conocía en su versión de la historia... sus cuatro paredes resguardaban verdades mucho peores, un sinfín de misterios rezagados a salir a la luz.

—Maldita la hora en la que compré esta casa —se dijo a sí misma mientras subía a su Twingo blanco—. Nuevamente me quedaré sin dinero. Por tu culpa he perdido otro arrendado. —Encendió el auto con la llave respectiva—. Gracias, Luis Galiano.

Dilma tiró de un portazo y arrancó negando con la cabeza. Se preguntaba una y otra vez la razón por la que le seguía sucediendo lo mismo, no merecía tanta desgracia.


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