CAP 2 | Los Fireland
Olía a mierda mezclada con el denso humo del tabaco.
El hedor inundaba todo Londres. Bosta de millares de caballos. Cada ejemplar produce entre diez y quince kilos de mierda por jornada y en la ciudad, entre los taxis de caballos y los miles de tranvías tirados por caballos y los carros de carga de caballos, estas hermosas y hediondas bestias sumaban la friolera de cincuenta mil ejemplares.
Tras un breve y sencillo cálculo mental, Zoe arrojó a sus pensamientos el resultado de, como mínimo, medio millón de kilos diarios de inmensos tapetes marrones, suculentos y bien calentitos, esparcidos por todas las calles de la ciudad.
Si a todo eso le sumamos que, paradojas de la estupidez humana, los operarios encargados de recoger todas esas ingentes cantidades de bosta también lo hacían con carros tirados por caballos, solo nos quedaría más mierda sobre mierda.
Zoe arrugó la nariz desde la azotea del edificio más emblemático que daba a Piccadilly Circus. Le gustaba subir allí. Sola. Sentarse en el filo y observar el ajetreo continuo.
Eran sus cinco minutos mundanos. Era su aproximación a lo terrenal, a lo superfluo.
Escuchar el tintinear de las herraduras. El ruido de conversaciones confusas. Las riñas entre caballeros, por el vigile por dónde camina. Los policías, haciendo vibrar sus silbatos y agotando su paciencia y energía mientras correteaban detrás de jóvenes ladronzuelos. Porras levantadas, caras de sufrimiento. Las damas, cuchicheando las buenas, malas y sobretodo escandalosas nuevas. ¡Joder! ¡Incluso le gustaba ese olor a mierda mezclado con el humo denso de la ingente cantidad de cigarrillos, pipas y puros encendidos! Pero lo que más le gustaba era imaginarse a ella. Allí abajo. Como una terrana. Como todo ese enjambre de abejas que iban y venían. Felices. Ajenas. Sin saber nada sobre la realidad del mundo. Con sus trabajos normales, sus metas normales, sus sueños normales, sus familias normales...
Bajo la cabeza cabizbaja y abatida.
Los envidiaba.
Deseaba con todas sus fuerzas haber nacido terrana, quizás así todo hubiera sido diferente. Quizás así sus...
— Lady Zoe. Vuestra Reverencia solicita su presencia — interrumpió Alfred con sigilo y suavidad. Con la delicadeza típica de su dilatada experiencia en las formas.
Zoe miró de soslayo a Alfred. Suma elegancia hecha mayordomo. Con su chaqué reglamentario, hecho a medida por supuesto. Su pajarita más lisa que su engominado pelo canoso y su puño doble, perfectamente planchado, más blanco que la leche. Impoluto como siempre. Con su saber estar como bandera y su tono servicial de escudo.
Era imposible enfadarse con él por haber interrumpido sus preciados cinco minutos antes de volver a la realidad que le esperaba allí abajo. Desde que Zoe tenía recuerdos, en ellos siempre había estado Alfred. Llevaba toda la vida con la familia. Era de la familia. No. Era familia. De la poca que le quedaba. Alfred siempre había cuidado de ella y de su hermano gemelo, Rehg. Siempre estaba ahí. Tanto en los buenos, como en los malos momentos. Siempre. De hecho, se podía decir que Alfred los había criado desde aquella fatídica noche. Era un padre para ella, un amigo, un confidente.
Zoe volvió a girarse hacia Piccadilly Circus. Haciendo otro de sus conteos mentales, aún le quedaban dos de sus preciados cinco minutos. Suspiró.
La verdad es que no tenía ni un ápice de ganas de estar en presencia de Vuestra Reverencia. De escuchar el discurso que seguramente les tenía preparado, a ella y su hermano, sobre la importancia de este momento. El valor del linaje y las grandes e increíbles contribuciones y logros que habían aportado todos los Fireland a Alquimis como muestra de su auténtica devoción y fervor a la causa. Desde su tataratataratataratataraabuelo Yetzel Fireland, el primer hijo de las lunas de sangre en la familia y el primero en llegar a ser caballero de oro de la creación, hasta su tataraabuela Sugey Fireland, la primera mujer en la familia en llegar a ser prelado de la santa iglesia de la creación, poca broma, dado que aunque en Mythos la idea de igualdad entre hombres y mujeres estaba mucho más avanzada que en la Tierra, aún seguían existiendo grandes diferencias. Sobre todo en la iglesia de la santa creación.
— Dile a Vuestra Reverencia que no me has encontrado — le suplicó Zoe con un ademán de por favor y déjame sola, te lo ruego.
— Lady Zoe... sabe que no puedo hacerlo.
— Por favor...
— Zoe... — cambió de táctica de Alfred. Que se las conocía todas. Voz melosa, tratamiento cercano, ojos vidriosos como platos. Presencia incomoda a centímetros de ella. Zoe no soportaba que le invadieran su espacio vital, como tampoco soportaba decirle que no a Alfred cuando utilizaba ese tono y esos ojos de compasión que invadían su cuerpo y le arrancaban la voluntad.
— ¡Vale pesado! Usted gana Sir Alfred. Guiadme hacia mi ansiado encuentro con mi preciado abuelo.
Vuestra Reverencia, el Cardenal Téotl Fireland, estaba de pie, mirándose al espejo en la antecámara de su despacho. Exuberante y majestuoso. Rígido e inalcanzable. Mano firme, pecho henchido de orgullo.
Vestido con el hábito coral de la primera ceremonia, aquella que da la bienvenida y el inicio a sus nuevos hijos. A sus nuevos discípulos de la creación, a quienes guiar por el camino del mercuris hacia sus máximos límites.
Sotana blanca de mil puntadas tejida por las monjas del convento de la ciudad sagrada de Alquimis. Muceta de terciopelo bañada en sangre y santificada en honor a las dos lunas, las madres plateadas, Lumhis y Plagsea, durante su eclipse de lunas de sangre. Birreta a juego con la muceta, con los cuatro elementos de la creación bordados a mano y en el centro, brillantes y cegadores, los dos soles. Los padres de lava, Helio y Astro.
Era un orgullo inmenso para Téotl servir a los padres y las madres. Servir a los ocho hijos fundadores. Era un honor ser el mazo del mercurismo en la hermandad.
Zoe acababa de entrar en la antecámara y no pudo evitar poner una mueca de asco al ver tal representación de poder y fe ciega.
Rehg ya estaba allí. De pie. Con las manos detrás, entrelazadas. Esperando. Siempre tan correcto. Si este fuera un cuento de ovejas, Rehg sería la oveja perfecta. Blanca y brillante como la leche recién exprimida. Nunca altivo, siempre modesto. Era un auténtico maestro soprano del arte del nunca desentonar, sea cual fuera la situación. En cambio, nuestra encantadora y despampanante Zoe sería la definición justa y sin rodeos de la oveja negra. Oscura y mediocre como la sombra de un enano en las montañas nubladas. Nunca pasiva, siempre activa. Megáfono de las injusticias. Un tornado sin miramientos, destrozando todo a su paso, sin importar nada ni nadie. Si se le metía algo en esa brillante cabezota, no había padres, madres o hijos divinos que la detuvieran.
Rehg no pudo evitar una pícara sonrisa al ver la poco disimulada cara de asco de Zoe.
No es que Zoe detestará a su abuelo y eso que tenía razones y motivos para hacerlo. Muchos motivos. Demasiados motivos. Su abuelo era de la familia únicamente por los caprichos de los vínculos de sangre. Pero para Zoe su abuelo no era familia. Nunca había estado presente, salvo por contadas ocasiones, obligado por las tradiciones y formalismos de fechas destacadas. Y cuando estaba presente, se limitaba a permanecer en silencio mirándolos con cara de desprecio. Desprecio por no ser absolutamente dignos. Por no ser puros. Mestizos que tenía que alimentar bajo su techo y dar cobijo bajo sus exquisitas sabanas y sedosas almohadas. Nunca les mostro cariño o afecto. Si las miradas fueran duras como piedras, ya habrían sido aplastados por un alud constante y sonante. Si la repugnancia fuera agua, ya habrían muerto envenenados.
Su infancia la habían pasado con Sir Alfred, la institutriz Lady Mary, el instituor Sir Jeofrey y el caballero Sir William. Era lo único en lo que Téotl se había preocupado, que recibieran una excelente y cara educación privada. Empezando por el noble respeto a los protocolos y modales. Siguiendo con la educación e instrucción en las diferentes artes, tales como la lectura, escritura y aritmética, así como la historia y los logros más excelentes de los personajes más extraordinarios que han existido, y el arte de la pintura y la música. Finalizando con una adecuada destreza y veneración al arte de la guerra. Y no nos olvidemos de la devoción y culto al mercuris y la santa iglesia de la creación, de eso ya se encargaba él, de dejar marca cada vez que les honraba con su escasa presencia.
Sin embargo, Zoe no lo detestaba por ello, lo que Zoe realmente detestaba de su abuelo era lo que su cargo representaba. Téotl era el Padre Supremo de los Hijos de las Lunas de Sangre y máximo exponente, cómo miembro del consejo único de la santa iglesia de la creación dentro de la hermandad. La santa iglesia tenía el mismo o más poder que los reinos de los ocho fundadores del estado sacro federal de Alquimis en Mythos. Zoe detestaba el poder. El poder corrompía a las personas. El ansia de poder desembocaba en inútiles guerras. El sabor del poder envenenaba las almas. La fuerza del poder destruía ciudades y aniquilaba sueños. El poder era una de las máximas manifestaciones de injusticias en ambos mundos. Y por culpa del poder y sus maquinaciones Zoe había perdido mucho, muchísimo.
Por esa razón Zoe no podía ni ver a su abuelo, ni quería tener nada que ver con la santa iglesia de la creación, ni con la hermandad. Aunque sabía que si quería averiguar la verdad, solo había una forma de hacerlo. Y esa forma pasaba por convertirse en una hija de las lunas de sangre de pleno derecho y devoción.
Así que maniató su cara de asco, amarró fuerte su orgullo, apaleó con ganas su odio, ahogo sin miramientos sus ideales y los guardó todos juntos en una habitación bien al fondo en su corazón, oscura y sin ventanas. Cerró el pestillo y escondió las llaves.
Y mientras su abuelo se daba la vuelta, presentó la mejor y más falsas de sus sonrisas para que hiciera acto de presencia y comenzará la actuación en tres, dos, uno...
Cara de desprecio habitual, severa mirada posada en sus nietos.
— Vuestra Reverencia — se inclinó Rehg haciendo una reverencia.
— Abuelo — imitó Zoe a Rehg.
— Os he hecho venir ya que hoy es un grandioso día. Hoy os unís a la hermandad por gloria y gracia de los cuatro dioses, los padres de lava y las madres plateadas. Benditos sean los ocho hijos, nuestros fundadores. Hoy es el día en el que nuestro linaje continúa. Debemos rememorar a Yetzel, el primero...
Va
Ya
Tos
Ton
Zoe desconectó del sermón, tal y como se temía era una divagación sobre el árbol genealógico de la familia y sus grandes logros.
Además seguía enfadada con su abuelo, que por si fuera poco lo ya comentado, no la había dejado realizar las pruebas para entrar en la hermandad.
¿Para qué dejes en mal lugar el apellido de nuestra familia? Bastante tenemos ya con que seáis mestizos, nos daremos por satisfechos si llegáis a acólitos o escuderos, seria todo un logro
Así era Téotl Fireland, siempre tan mordaz, siempre tan cruel, siempre tan severo.
Aunque ella sabía que el principal motivo por el que no la dejaba hacer las, increíblemente complicadas y extenuantes, pruebas era por el miedo a que le demostrará su valía. Ese valor que siempre se había encargado pisotear como si de un cigarrillo acabado se tratara. Ninguneado y hecho trizas durante años para que no aflorara. Y es que el valor infunde valentía a los necios para realizar necedades. Y eso lo sabía muy bien Téotl, que había tenido que sofocar la rebelión del exitium. No, él no quería a nadie de su círculo cercano que reflejara síntomas de valentía. Cómo buen pastor, necesitaba borregos para seguir pastando a sus anchas.
A-u.
Q-ue do-lor.
Las costillas de Zoe se enfadaron por un golpe fortuito, a traición, de una mano de oveja blanca. Miró al culpable de tal atrevimiento. Rehg le devolvió la mirada con otra de sus picaras sonrisas, aunque esta vez escondida, y miró de reojo al abuelo. Que la estaba mirando impaciente, esperando una respuesta a una cuestión.
— Y bien Zoe... — dijo Téotl. Ceño fruncido, mirada penetrante.
Zoe agachó la mirada, sus ojos buscaron otra vez los de Rehg suplicando ayuda. No sabía ni lo que le había podido decir el abuelo, ni lo que debía responder. Y si decía alguna respuesta incorrecta... era mejor que la echaran a un estanque lleno de pirañas que aguantar la perfecta tormenta de reprimendas que seguía a esa posible respuesta incorrecta.
Lo bueno de tener un hermano gemelo como Rehg (digamos que para Zoe lo único bueno que tenía Rehg), anclado en las costumbres de la Edad Media, era que el síndrome de gentil y noble caballero salva a damisela en apuros le corría por las venas con más fuerza que las cascadas sin fin del gran valle de Tonatiuhichan. Y esa fuerza le impedía, por mucho que Zoe le hubiera hecho la vida imposible desde que nació, dejar de ayudarla en estas situaciones.
— Si abuelo. Esta misma mañana hemos estado estudiando los protocolos de la primera ceremonia con Sir Jufrey y no osaríamos llegar al menester de dejarlo en ridículo Vuestra Reverencia durante la ceremonia. Puede estar seguro de ello. — dijo Rehg cruzando los dedos de la mano que tenía en la espalda, mientras la otra la ponía en el pecho y se inclinaba ligeramente. Con devoción como su abuelo les había marcado literalmente a fuego. Con exquisitos modales como Sir Alfred se había desgañitado en enseñarles delicadamente.
— Nos lo sabemos de la A a la Z abuelo. Esta chupado. — masculló Zoe con una pizca de altanería, olvidando sus modales y su devoción. O sin olvidarlos, solo para joder al abuelo, En un acto de rebeldía ante la injusticia del poderoso. Niña intrépida y atrevida donde las haya.
Que te den abuelo.
No creo que haga falta decir que la verdad en este par de maravillosas mentiras, de dos hermanos gemelos en sintonía, brillaba por su ausencia y la ironía era la verdadera protagonista de sus palabras.
La auténtica verdad era que Zoe no había querido estudiar los protocolos, bueno en realidad, Zoe nunca quería estudiar nada. Sabiendo cómo era Rehg seguro que el si que sabía a la perfección lo que hacer durante la primera ceremonia desde hacía meses, aunque hoy no los hubieran estudiado.
— ¡Esa boca! — rugió Téotl, poco dado a tolerar esas faltas de modales e ironías, mientras descargaba todo el peso del poder, de la fe ciega y de sus más de cien kilos de peso en una bofetada con anillo de oro incluido que hizo girar la cara de Zoe de forma antinatural.
— Lo siento Vuestra Reverencia — murmuró Zoe. Cara maltrecha. Marca de anillo en la mejilla, que hacía pinta de quedarse allí durante unos cuantos días. Hilo de sangre en el labio casi partido.
— Muy bien. Por vuestra salud y bienestar que no hagáis nada que me haga sentir avergonzado. Podéis iros. Alfred asegúrate que estén impecables y puntuales a la hora de la ceremonia — dijo Téotl dándose media vuelta para continuar adulándose frente al espejo. Su pecho volvió a hincharse de orgullo y satisfacción.
Suerte que era un hombre grande (ni se os ocurra alguna vez comentar algo sobre su peso si no queréis morir en el instante) y ocupaba todo el espejo, ya que no pudo ver el corte de mangas que le lanzó Zoe antes de irse, como ya os decía, niña intrépida y atrevida donde las haya. Por mucho menos Téotl había mandado a cortar extremidades sin pestañear.
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