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I

Eddie

Una semana. Era lo que faltaba para que me cambiara la vida para siempre. Y yo no lo sabía. De haberlo sabido, quizá hubiera actuado de manera distinta. Quizá la historia habría tenido un final feliz de esos que solemos ver en las películas. Sin embargo, allí estaba. Ayudando a mi madre a cocinar sin saber que sería la última vez que lo haría.

Mi madre era la persona más dulce del planeta. Al contrario que mi padre, ella siempre se había preocupado por mi bienestar y, en ocasiones, hasta lo ponía por encima del suyo, cosa que nunca vi justa. Pero, si algo me enorgullecía era que, tanto física como personalmente, era igualito que ella. Había heredado su pelo negro —aunque el suyo era lacio y el mío rizado—, sus ojos azules y su color de piel. Había heredado su generosidad, su sentido del humor, su empatía y hasta su forma de expresarse. Siempre me gustó verme en el espejo y ver su reflejo en mí. Y, de algún modo, supe que cuando ella no estuviera, mi reflejo iba a ser mi peor pesadilla.

Ella era astronauta. Siempre admiré su profesión y quise ser como ella. Cuando era pequeño, todos insistían que esa pasión por la astronomía se me pasaría, pero no fue así. Y en el proceso de plantearme si esa profesión era mi vocación, mi madre siempre me apoyó. Era lo que mejor se le daba. Apoyar a la gente que quería. Ella era una estrella. Más brillante aún que todas las que yo solía estudiar desde pequeño. Pero, como todas las estrellas, terminó apagándose.

Uno nunca sabe cómo reaccionar cuando tu único apoyo se va. Menos aún, cuando sientes que lo podías haber evitado de algún modo. Era doloroso pensar que esa persona que era tan importante para ti, simplemente había desaparecido.

Pero ahí estaba yo, una semana antes, sin aprovechar el tiempo con ella. Y cuando se fuera, esos pequeños detalles dolerían más, pues debería haber exprimido cada segundo con ella.

—Estamos muy contentos con el proyecto que tenemos entre manos —me explicaba ella ese día, mientras removía la masa para un bizcocho de naranja—. El plan es ir a ver un planeta que se descubrió hace unos años. Aún no tiene nombre.

—¡Suena muy bien! —exclamé igual de ilusionado que ella— ¿Y qué se sabe de ese planeta?

—No mucho. Solamente que está muy lejos; así que el viaje durará unos cuatro días. Investigaremos mucho al llegar allí.

—Dios, ojalá pudiera ir —sonreí de oreja a oreja, mirando al techo e imaginando cómo sería.

—Te prometo que algún día viajaremos los dos juntos —ella rió—. Mientras tanto, estudia mucho para ello. Y que nadie te haga renunciar a tu sueño. Recuerda que tú eres el único dueño de tu futuro.

Mantuve la sonrisa durante varios minutos. Era increíble imaginarme en una nave, viajando por el universo. Sin embargo, a medida que iban pasando los días, una mala sensación invadía mi pecho. Tenía un mal presentimiento. Y creo que mi madre también lo sentía, pero trataba de disimularlo para no preocuparme.

Llegó el día del viaje y yo me sentía cada vez más nervioso por ello. Mi madre me abrazó con fuerza antes de irse, pero por alguna razón ese abrazo parecía una despedida.

«Te prometo que algún día viajaremos los dos juntos», recordé.

No dejaría que esas palabras quedaran en el olvido; así que hice algo estúpido. Justo antes de que la puerta se cerrara tras mi madre, la mantuve con el pie y esperé un poco para pasar. Una vez dentro, me hice con un traje y una identificación falsa y, de algún modo, logré pasar a la nave sin inconvenientes. Nadie pareció notarlo. Al menos, hasta que la puerta de la nave se cerró y noté una mano sobre mi hombro. Pegué un pequeño salto al notarlo, pero me relajé un poco al ver que era mi madre.

—Te voy a matar —susurró—. ¿Qué haces aqui? Deberías estar en casa.

—La seguridad hoy está un poco floja —intenté bromear.

Vale, la seguridad no era el problema. El problema era que mi madre me había traído al edificio varias veces y yo, involuntariamente, había memorizado la localización de todas las puertas y cámaras posibles, además de observar en detalle los despistes de algunos guardias. Como uno, que cogía el móvil cada cinco minutos y se olvidaba de su labor como vigilante.

—¿Eres consciente del lío en el que me puedes meter, Eddie? —preguntó, todavía en voz baja.

—Vale, perdón —dije con nerviosismo—. Tenía un mal presentimiento.

—¿Y eso te va llevado a involucrarte en una misión de la NASA? ¿Sabes lo absurdo que suena eso?

—Bueno, pero...

—Podría perder mi trabajo. Tienes que salir de aquí.

Justo al decir eso, uno de los compañeros de mi madre dijo en voz alta:

—Todos en sus asientos, tenemos que despegar ya.

Mi madre pareció dudar entre echarme de allí y arriesgarse a que alguien me viera o dejarme ahí y hacer que al menos tuviera oportunidad de explicarse al volver. Finalmente, suspiró y me señaló un traje que tenían para situaciones de emergencia.

—Ponte eso. Escóndete, que nadie te vea. No te muevas.

Asentí con la cabeza y la nave despegó. Durante las primeras horas, nadie notó que yo no encajaba nada allí. No me escondí, pero los otros astronautas dieron por hecho que era uno de sus compañeros. Al fin y al cabo, ¿quién podría colarse en una nave de la NASA sin ser visto?

Pasaron los días y al fin llegó el día del aterrizaje. Pero algo iba mal. Y lo sabía. Fue justo mientras pensaba eso cuando un pitido intermitente empezó a sonar con fuerza en la nave.

—¡Tenemos una falla! El sistema de estabilización no responde —exclamó uno de los compañeros de mi madre.

El buen ambiente de la nave desapareció bajo la tensión del nuevo problema que envolvía al equipo. Yo sentí la necesidad de levantarme e intentar ayudar, pero sabía que más que ayudar, estorbaría. Tampoco me sentía capaz de moverme; así que tampoco habría podido si quisiera.

—¡¿Qué?! ¿Qué tan grave es? —preguntó mi madre, apresurándose al panel de control.

—Estamos entrando en la atmósfera con una inclinación crítica. Si no enderezamos, el impacto será letal —dijo otro astronauta mientras apretaba desesperadamente los controles manuales.

Mi madre intentaba recalibrar los sistemas, pero nada parecía funcionar. Yo ya no podía hablar. Me había quedado paralizado desde el momento en el que había oído la palabra «letal». Pensaba a toda velocidad desde hacía ya un rato, pero todo intento de solución parecía absurdo. Cuando finalmente reaccioné, mi instinto fue aferrarme a mi asiento, como si eso pudiera protegerme. Mientras ellos se mantenían junto al panel de control, yo me mantuve en la parte trasera de la nave. En ese momento, sentí el violento temblor del impacto. No recuerdo gritos, solo silencio. Quizá la falta de reacción que tuve fue lo mismo que me salvó la vida ese día.

A pesar del estruendo que sonó cuando la nave se estrelló, yo solamente podía escuchar mi propio latido, que iba a toda velocidad. Sentía que me ahogaba, pensé que moriría ese día. Recuerdo como mi vista se nublaba tras el impacto. Cerré los ojos con fuerza y, sin darme cuenta, ya había perdido la conciencia.

Al despertar, todavía sentía un gran zumbido en el oído y el olor a metal quemado y plástico derretido inundaba mis fosas nasales. La imagen frente a mis ojos era aún peor. No quedaba rastro ni de mi madre ni de esos astronautas. Ahora eran solamente figuras quemadas en la parte delantera de la nave. Mi vista volvió a nublarse, esta vez por las lágrimas. Miré un asiento en específico. Era el sitio de mi madre, el traje que se había ajustado tan cuidadosamente. Ahora era solamente tela y carne quemada. Corrí hacia ella y comencé a sollozar, desconsolado. No podía ser ella la que estuviera allí. No. Ese no era su cadáver. No podía serlo. Me intenté engañar. Me dije que esa no era ella. Pero la verdad era otra. Otra que no quería aceptar.

—¡Mamá, no! —exclamé entre lágrimas.

Me costaba respirar, pero no era por el humo. Era esa certeza de que ella se había ido. Esa verdad que tanto me costaba aceptar, pero al final había aceptado. Esa persona que había sido la única que había estado a mi lado. Cuando el capullo de mi padre nos había dado de lado, ella dio la cara por mí. Cuando el instituto se me hizo cuesta arriba, ella estuvo ahí. Me enseñó todo lo que sabía de lo que más amaba: la astronomía. Y en ese momento, sentía que el concepto «agujero negro» dejaba de gustarme. Porque sentía que se la había llevado a ella.

—¡MAMÁ! —grité.

No recordaba haber gritado tan fuerte en toda mi vida. Había gritado tanto que a final de palabra me había quedado sin voz y me dolía la garganta. Aunque puede que también fuera por el nudo que se me había formado al ver su cuerpo sin vida. Durante unos minutos, no quise irme. Después, me resultó imposible permanecer en esa nave sabiendo que ella estaba allí. Y no estaba viva. Me levanté del suelo, con los ojos aún llorosos, y salí de la nave. Antes de marcharme, miré una última vez hacia ésta, temiendo estar equivocándome. Finalmente, decidí hacer como si nada ocurriera. Debía volver a La Tierra. Y no tenía forma de momento.

Observé a mi alrededor por primera vez desde el impacto. Me tragué el nudo de mi garganta y respiré hondo para poder seguir adelante. Mientras caminaba, pensé que ese planeta era hermoso. El cielo era de un color azul mezclado con verde claro, me recordaba a las auroras boreales que en un pasado había observado con mi madre.

«¿Te gustan? Son hermosas, ¿a qué sí?», recordé que me dijo ese día.

Había muchísimos árboles de distintos colores. Algunos azules, otros rosas, otros rojos... Era como ver un planeta creado por un arcoiris.

«A ella le habría encantado.»

El suelo, sin embargo, era un suelo de un color anaranjado, como un suelo otoñal. Era bastante bonito a pesar de su simplicidad. Mi madre habría adorado cada centímetro de este lugar. Y saber eso hacía que de pronto, yo odiara ese planeta. Quería marcharme cuanto antes.

«El sistema de estabilización no responde.»

Intenté apartar el accidente de mi mente, pero resultaba inútil. Cada paso que daba era uno que podría haber dado mi madre. De pronto, vi un pequeño lago. Con mis manos, cogí un poco de agua y me limpié la cara —que debía estar hecha una mierda—, justo antes de coger un poco más de agua y bebérmela. Me sentí un poco idiota, pues ni siquiera sabía si era seguro beber ese agua, pero después de lo que había pasado, necesitaba beber algo y recobrar fuerzas.

Justo después de hacerlo, alguien interrumpió la poca tranquilidad que había podido tener ese día.

—¡Alto ahí! —me gritó una voz femenina a mi espalda.

Al girarme, la imagen fue la de una chica de pelo castaño largo y con mechas rubias, recogido en una coleta. No debía tener más de veintiséis años. Sus rasgos eran bastante marcados y sus ojos verdes me recordaron por un segundo al color de las auroras boreales que había en La Tierra. Era de complexión delgada, pero estaba bien ejercitada. Vestía un uniforme metálico que debía pesar bastante, pero a ella no le parecía importar en absoluto. Me pareció bastante guapa hasta que vi que me amenazaba con una pistola. Al ver mi cara aterrada, la guardó y me miró con el ceño fruncido. Pareció desconfiada, quizá se preguntaba si era de su planeta o si era un humano en busca de problemas o simplemente un imbécil. Spoiler: la última opción es la correcta.

—Nombre y edad. Ahora —ordenó.

—Eh... Yo... Es que... —me vi incapaz de hablar. Me sentía como si el simple hecho de responderle me fuera a matar.

—Responde de una vez. Cuando Kave repartió la paciencia, yo no estaba presente.

Puse una mueca de confusión. Después recordé que mi madre decía una frase similar:

«Cuando Dios repartió la paciencia, yo estaba de vacaciones», debía ser algo similar.

Respiré hondo. Iba a morir, ¿verdad?

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