CAPÍTULO 13
El irritante sonido de una gota hizo tambalear mis sueños, sacándome de ellos de forma violenta. Aunque era pintoresco, el hotel no es que fuera una maravilla en cuanto a prestaciones. El servicio aún no lo había puesto a prueba, pero en la noche lo observaría de cerca a la hora de la cena.
Había descansado hasta avanzadas las cuatro de la tarde, quedándome poco más de hora y media para llegar a la biblioteca ya que deseaba llegar al descanso de la bibliotecaria que me había ayudado tan amablemente.
Le debía una y admitía que me venía muy bien algo de compañía femenina. No es que Bill no fuera una buena distracción, es que el cupo ya lo tenía hasta arriba por su actitud demasiado intensa. No acostumbraba a ese tipo de personalidad ya que desde provenía, la gente era más bien fría o distante; no se solían inmiscuir demasiado en los asuntos ajenos, a excepción de las personas mayores. Tras jubilarse, suelen tener como afición desentrañar los secretos de cada casa y algunas logran auténticas hazañas.
Me erguí sobre la cama, estirándome con cuidado de no hacer crujir demasiado a mis huesos. Alargué la mano para tomar la jarra de agua que tenía sobre mi mesilla. No es que hiciera demasiado calor, pero el problema de ventilación era evidente. Las ventanas eran demasiado pequeñas para mi gusto y tan solo había dos: una en el baño y otra en el dormitorio.
En fin, no había sentido en criticar delante de los trabajadores la estética del edificio. Era hora de cambiarme de ropa tras refrescarme adecuadamente, por lo que me desvestí y fui al cuarto de baño. El agua tardó más de cinco minutos en salir a la temperatura ideal, provocando un estado de nerviosismo porque no soportaba malgastar agua. Me vi tentada a ducharme con el agua helada, pero tras unos infructuosos intentos, tuve que reconsiderarlo.
Mientras que disfrutaba de un apacible momento, una discusión me hizo abrir los ojos, provocando que me quejara al meterse algo de jabón. Mientras que intentaba tomar una toalla, algo helado me rozó la mano y me hizo pegarme a la pared de la ducha. Me froté como pude los párpados, pero veía muy borroso; ni siquiera podía visualizar lo que tenía justo delante, solo las siluetas del lavabo, del váter y a duras penas el marco del espejo.
Pero el frío intenso estaba ahí, desde que algo me rozó la mano. Dentro, serpenteando por mis temblorosos huesos, se hallaba una sensación terrorífica de estar en peligro. La discusión estaba llegando a unos niveles muy elevados y yo no sabía qué demonios hacer.
No podía ver nada y para colmo, tenía la sensación de no encontrarme sola. No podía quedarme eternamente dentro de la ducha, pero tampoco podía salir a menos que pudiera aliviar mis escocidos ojos. Tan solo pude pensar en intentar tomar el teléfono que se encontraba sobre la tapadera del váter. No quedaba muy lejos de donde estaba, tan solo tenía que alargar el brazo y tantear hasta dar con el dispositivo.
Esta vez lo hice con un pulso tembloroso, aferrándome a la mampara que repiqueteaba por la fuerza con la que me agarraba a la misma. Pero lo que hizo que pegase un desgarrador grito de horror, fue cuando cerca de mi oído, pegado a mí, una estremecedora voz me dijo en un idioma que no lograba identificar:
—Megi Guð miskunna sál þinni
La discusión paró de repente y no tardaron en aporrear la puerta de mi habitación. Yo no podía ni siquiera levantarme; mi miedo no me permitía contestarles. Y mi visión no era precisamente buena, seguía borrosa a pesar de que ya debería de haberse pasado el efecto del maldito jabón.
—¡Señorita, soy del servicio de habitaciones!¡Voy a entrar!
Pero mi mente escuchaba las voces igual que si estuviera bajo el agua, hundiéndome cada vez más y más. Me agazapé en una esquina de la ducha, agarrándome las rodillas con mis brazos. Las lágrimas corrían al mismo tiempo que lo hacía el agua corriente, que cada vez era más y más fría.
Pero el verdadero helor se encontraba en mi interior, intentando quebrar mis huesos.
Intentando hacerme gritar.
Apenas noté cuando entraron al baño a socorrerme. Levanté la vista abatida y pude ver con cierta claridad a todos los que allí estaban, mirándome como si hubiera perdido un tornillo. Reconocía a las dos personas que habían entrado junto con el chico del servicio: eran el matrimonio que estaba hablando horas atrás en el vestíbulo.
Había algo en sus miradas, sobre todo en la de ella, que me daba pistas a pensar que no era la primera vez en su vida que algo así pasaba. Quizás había alguien cercano que sufría unos brotes así, aunque en mi caso no era por una enfermedad mental, que supiera claro.
¿Y si me diagnosticaban esquizofrenia? Era lo único que podía explicar lo que veía últimamente, además de las drogas o gases alucinógenos. Y no, ninguna de las cosas podía ser posible ya que me ocurría en cualquier parte de la ciudad.
—Señorita cálmese, voy a cubrirla con una toalla.
No me moví ni un solo milímetro mientras que mi mirada seguía clavada en esa mujer.
Pero eso cambió en cuanto noté un descenso de temperatura que me hizo castañear los dientes. Por el rabillo del ojo pude percibir algo, una sombra que se estaba moviendo por mi dormitorio. Lo veía pasar una y otra vez por el umbral de la puerta, pero mi enorme pánico me impedía ser valiente para mirar.
Cuando me pusieron de pie, no tuve más remedio que verlo y casi sufro un desmayo por lo que vi. Arrastrando una gruesa capa negra y cubierto por una capucha, una figura se paseaba con algo entre las manos que parecía ser un libro. Además de ello, algo colgaba y tintineaba de forma punzante en mi cabeza. Cerré los ojos e intenté calmarme, ayudándome a pensar que todo eran alucinaciones, que nada era real.
Al cabo de unos minutos, una mujer del hotel vino para ayudarme a vestirme, y yo seguía escuchando ese sonido que me provocaba una enorme jaqueca. Todos se marcharon y nos dejaron solas para darnos intimidad y que nadie me viera desnuda. Permanecí en un completo silencio, incluso cuando llegué al hospital.
Nadie pudo sacarme una sola sílaba, ni siquiera mi nombre. Se vieron forzados a tomar mi teléfono e intentar comunicarse con alguien que pudiera venir al hospital para que pudiera darles más información sobre mí e intentara hacerme hablar.
Bill se apersonó en el lugar con cierta preocupación en los ojos. El médico que me atendió nos dejó solos en la sala para que pudiésemos hablar.
Tomándome de las manos, Bill comenzó a preguntarme:
—Necesito saber qué demonios ha pasado en el hotel y no, no quiero más excusas. Sé de buena tinta que te fuiste de tu casa por razones turbias y, aunque te dejé en paz porque te notaba tensa, ya es hora que confíes en alguien de aquí. Y por desgracia te digo que no muchos lo harán por ser quién eres.
—No necesito tu compasión ni tu ayuda.
—No seas tozuda, me recuerdas a mi madre.
Torcí el gesto mirando los cientos de botes que había en la estantería metálica. Bill no soltó mis manos ni mucho menos se desvanecieron sus defensas. Estaba dispuesto a saberlo absolutamente todo:
—Tuve que cuidarla de joven, así que sé lidiar con gente como tú. Ahora dime lo del hotel y luego lo de tu casa.
—No puedo hacerlo porque no puedo labrarme reputación de loca a pocos días de vivir aquí.
—Querida compañera, he de decirte que tienes peor fama sin ni siquiera abrir la boca. En cuanto la gente averiguó quién eras, poco a poco se fue corriendo la voz. La primera en enterarse fue Dalila, pero no dijo nada. Se piensa que el que fue difamándolo fue el señor Martell, tu vecino.
Aquello me dio unas náuseas tan intensas que no pude impedir vomitar en medio de la sala. Aquel gesto no repugnó en absoluto a Bill, de hecho, se levantó y comenzó a limpiarlo con relativa tranquilidad. Divisó una máquina de agua y tomó un vaso para posteriormente dármelo.
—Así se te irá un poco el sabor. No creas que he acabado contigo.
—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué eres tan insistente conmigo?
—Porque quiero ayudarte y porque tengo información que te interesará. Pero antes quiero saber lo que ha pasado y lo que has visto.
Aquellas palabras me dejaron completamente impactada. Lo miré y él me sonrió ligeramente, con comprensión. Escupí las palabras como si se hubieran grabado en mi piel.
—Megi Guð miskunna sál þinni
Bill soltó mis manos y se alejó ligeramente. Aquello me dejó aún más sorprendida que antes y no pude evitar preguntarle. Estaba segura que eso lo había oído en alguna parte y que, de hecho, sabía su significado:
—Dime qué significa, sé que tú lo sabes.
—Megi Guð miskunna sál þinni... af því að ég hef enga miskunn, no es la primera vez que escucho esas palabras. Todos aquellos que han pisado tu casa, han enloquecido hasta perder la vida. El señor Martell era uno de los entusiastas que deseaba desentrañar lo que escondía esa mansión, pero su familia no le permitía acercarse en las inmediaciones de la misma. No solo por las habladurías sino porque terminó encerrado en una de las habitaciones de la casa y tuvieron que destrozar la puerta la policía para acceder al interior. Por aquel entonces tu abuela vivía, por lo que muchos pensaron que tuvo que ver. Esa frase que dices, es un fragmento de una de las paredes de tu casa. Uno de los dormitorios tenía escrito en islandés varias frases cuyo autor es desconocido. Le hicieron las pruebas a tu abuela y su letra no coincidía en absoluto.
—¿Qué significa esa frase?
Con el bello en punta esperé a que Bill me respondiera. Tenía un mal presentimiento, una intranquilidad que me estaba enfermando y que comencé a incubar desde que puse un pie en esta ciudad. Con voz de ultratumba, me respondió:
—Que Dios se apiade de tu alma...porque yo no tengo piedad.
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