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Cap XI - IV

Yann era uno de los pocos niños que permanecieron frente al monolito mientras afuera se desataba un torrencial y parte de la lluvia que llegaba al jardín era más parecida a una ligera llovizna. Guinevere lo dejó después de acompañarlo por un rato, sintiendo la necesidad de regresar a casa. Saraid también decidió despedirse. Del pequeño grupo que había discutido esa vez sobre apagar la fogata, solo Shannon tardó más en decidir, pero incluso él pensó que era hora de partir.

Alan sintió la necesidad de acercarse a Yann mientras todos abandonaban el jardín para seguir el camino iluminado por la estela de luz que los llevaría de vuelta a casa. Tenía la intención de hablar con Guinevere, la niña a su lado, pero no tuvo que caminar demasiado para hacerlo.

En el momento en que decidió ir en esa dirección, se cruzó con las personas que abandonaban el espacio, algunas conocidas y otras no. Un chico pelirrojo que iba acompañado de una chica rubia tropezó con él y se disculpó en el proceso. Alan lo escuchó decir «Ya te dije, Brígh...». Algunos herederos parecían llevar la situación con total normalidad, mientras que otros seguían mostrando tristeza. Cada persona que se iba manejaba el sentimiento a su manera, en especial el niño de coleta negra que pasó junto a él con una sonrisa y una mirada curiosa que parecía estudiarlo con detalle.

Alan se encontró con personas conocidas y desconocidas, y decir que nadie sabía quién era él sería mentir. Algunos incluso lo saludaron, pero también recibió miradas extrañas cuando Saraid se acercaba a la salida. Era evidente que la fama que rodeaba a su apellido generaba ciertos prejuicios. A pesar de ello, pudo escuchar a Saraid decir «gracias», lo cual le dio un breve momento de satisfacción y le hizo creer que no había renunciado por completo al sentimiento.

Cuando Alan pudo alcanzar a Guinevere, esa a quien buscaba, la detuvo. Ella se limpió el rostro y agradeció el acto de valentía que había salvado su vida. Él correspondió entregándole una pequeña libreta que había encontrado tirada en la sala de los portales y que había llevado consigo desde entonces. La sacó de debajo de su túnica, tras llevar la mano a su espalda y dijo:

—Es tuya.

Extendió la libreta hacia ella sin dar más detalles.

—Gracias —respondió con pinceladas de tristeza en su voz—. Esto fue posible gracias a ti, aun si eres un Adler —mencionó mientras observaba a los demás alejarse.

—Pero Hugh... No pude... Lo siento —dijo Alan con la mirada baja.

—También hubo otros niños igual de importantes que tampoco lo consiguieron —respondió Guinevere, mostrando sabiduría más allá de su edad—. No debes cargar con la culpa, Alan.

—Entonces, ¿por qué siento que no fue suficiente? —dijo mientras limpiaba con rapidez una lágrima que recorrió su mejilla.

—No creo que sea una pregunta fácil de responder —añadió ella—. Después de reflexionarlo, me doy cuenta de que había poco que pudiéramos hacer para cambiar algo. —Abrió su libreta, arrancó una hoja y la puso frente a él—. ¿Podrías entregarle esto a Hugh de mi parte? —dijo despidiéndose con un abrazo y un «hasta pronto».

Ella siguió su camino y Alan se acercó a los dos niños que permanecían frente a la gran roca, sin estar seguro de qué hacer con exactitud.

—Gracias —dijo Lilith al aparecer frente a él, limpiándose la cara. Le dio un golpe en el hombro y continuó con sarcasmo—. Con que un Adler... Ahora no me sorprende lo que pasó con el árbol. Me alegra verte con vida.

Alan respondió con un «gracias» que la niña no pudo escuchar porque se alejó muy rápido. «También es bueno verte con vida...», murmuró él y continuó su recorrido.

A pocos pasos de la conversación estaba Yann, frente a la gran roca. Alan se agachó para colocar el papel a un lado de las flores, y en el proceso, no pudo evitar leer parte de su contenido.

«Son desconocidos... Todos parecen buenas personas... ¿Acaso puede existir alguien así? Como Hugh, digo, es como tener uno de esos amigos que siempre están felices. Creo que estaremos bien...».

—Cuando te detienes a mirar hacia atrás —intervino Yann—, entiendes que tal vez las cosas no eran tan malas entonces. Quiero decir, la luna, la fogata, las historias... Todo era muy parecido a un campamento. —Alzó la cabeza al cielo y suspiró.

Alan y Yann estaban afligidos, pero ninguno de los dos dejó caer una lágrima.

—Lamento que todo haya terminado así —dijo el niño Adler.

—Era un buen amigo, de esos que siempre están ahí para apoyarte, incluso cuando estás equivocado, incluso cuando eres un cretino —dijo el rubio después de volver su cara—, pero no puedes tenerlo todo...

—Así era —respondió Alan mientras se levantaba.

—Sí, lo era... —añadió Yann, y con esas palabras se despidió dejando atrás un jardín casi vacío. Un rayo rasgó el firmamento, seguido de una intensa luz que iluminó el castillo mientras Alan se detuvo frente al monolito.

—Mi amigo se llamaba Arthur —dijo Liam al pararse junto a él, haciendo referencia a la conversación que había quedado inconclusa en el bosque. Sacó los anteojos rotos de su bolsillo y los dejó sobre la carta.

La lluvia seguía cayendo con suavidad a la vez que ambos permanecían frente al imponente monumento. El aire también estaba cargado de una energía intensa y el cielo se iluminaba cada tanto.

—El mío se llamaba Hugh —añadió Alan con nostalgia, recordando aquella vez cuando intentaron encender el fuego.

—¿También era miope? —preguntó su compañero con una sonrisa, señalando las gafas. El gesto provocó una pequeña risa en ambos; rompió el silencio que los rodeaba. Pero pronto volvió, y Liam continuó hablando con un tono más serio—. Supongo que anoche los dos perdimos a alguien... Si lo miras desde el lado positivo, al menos no tendrán que soportar más de esta basura. En dos años se llevará a cabo otra prueba, y dos años después habrá otra más, y así... ¿Hasta acumular cuántas muertes?

Liam hablaba mientras llovía sobre ellos. El comentario dejó en el aire un sombrío recordatorio del panorama que envolvía el pacto y las innumerables pérdidas que aún estaban por venir.

—Nada de esto durará demasiado —respondió Alan. Miró la gran roca, con la lluvia empapando su rostro, mientras su collar se iluminaba por debajo de su túnica y su mano derecha despedía rojo y cristales de agua por la presión que ejercía sobre el puño.

—¡Señor Adler! —se escuchó de una voz a lo lejos—. ¡Señor Adler!

—¿Virgilio? —preguntó Liam al ver a un hombre que se acercaba al monolito.

—Son buenas noticias, han sobrevivido —añadió—. Los felicito, caballeros.

—Gracias, Virgilio —respondió Alan—. ¿Qué haces aquí? —Preguntó con curiosidad mientras lo observaba acercarse.

—Después de su desaparición, recibí una carta de su padre —respondió—. Fue enviada en total anonimato. La carta era muy precisa en cuanto al lugar y la hora —explicó—. Además, sentí que era mi deber como mayordomo asegurarme de que todo estuviera en orden.

—¿De mi padre? —preguntó—. ¿Cómo supiste que lo conseguiría?

—Al día de hoy, señor, ningún Adler ha faltado al pacto. Ni Percival en su momento ni yo, esperábamos que fuera usted el primero en fallar la prueba.

—Virgilio, confías demasiado —intervino Liam sorprendido—. Incluso yo pensé que estaba muerto, y fui el último en verlo en Annwvyn.

—Es parte de mi deber, señor Liam —añadió Virgilio con una reverencia que hizo hacia Alan, con la mano descubierta y tres de sus dedos extendidos—. Después de tantos años sirviendo a la familia, no puedo hacer menos que confiar en la voluntad de los Adlers —concluyó el mayordomo, recuperando su altura.

—Por un momento pensé que no lo lograría... —añadió Alan, poniendo su mano en el hombro de Liam—. Vi el brillo en los ojos de Annwfn cuando estaba más allá del portal.

Una expresión utilizada por los egnags para referirse a que estuvieron cerca de la muerte. Aunque las intenciones del niño no eran convertir su expresión en uno de estos "dichos".

—¿Están listos para ir a casa? —preguntó el mayordomo—. El auto está esperando afuera.

—Sí, estamos listos —respondió Alan.

—Muy bien, señor. Entonces, lo esperaré en la entrada. —Se retiró y, en el camino, felicitó a una niña de cabello carmesí con parte de la cara cubierta por la túnica:— Felicidades, señorita.

Virgilio se había adelantado, y ambos niños se encaminaron hacia la entrada del jardín.

—¿Recuerdas esa vez cuando me diste el cristal de Percival? —preguntó Alan a Liam.

—Sí, ¿cómo olvidarlo? —respondió él con una sonrisa nostálgica en su rostro.

—Esa noche, mientras limpiaba el desorden que habíamos causado, encontré una carta muy similar a aquella que Percival intentó darme en su momento, la cual mi padre había dejado para mí —explicó—. No estoy seguro si era para mí, pero al mismo tiempo tengo la sensación de que sí lo era.

—¿Planeas leer las cartas del viejo?

Mientras tanto, Nathalia se encontraba indecisa sobre si debía agradecer las palabras del hombre vestido de negro, y se preguntaba qué actitud debió tomar. En ese preciso instante, Alan y Liam se cruzaron con ella.

—¿Nath? —preguntó el primero, tratando de reconocerla bajo la capucha de su túnica. Con esto, evitó responder la pregunta planteada por Liam.

—Hola —respondió ella—, ¿ya te vas?

—Sí, ya nos vamos —intervino Liam—. ¿Y tú, también te vas?

Él era consciente de la naturaleza reservada de la niña y de la dificultad de entablar una conversación con ella.

—No tengo a dónde ir, así que me quedaré en el castillo hasta el próximo año —respondió—. Todavía hay algunos trámites pendientes, pero esa era mi idea original.

Ella bajó su capucha aún más, tratando de cubrir su rostro por completo.

—¿Quedarte en el castillo? —preguntó sorprendido—. Significa que podrás disfrutar de todas estas cosas geniales que se hacen aquí, ¿no? Como aburrirte y pasear por los pasillos llenos de niños del segundo año que no te hablarán —continuó con sarcasmo—. ¡Qué envidia!

—No es que tenga muchas opciones —añadió en voz baja—. El orfanato donde vivía fue reducido a cenizas durante la noche. Acaban de avisarme que es esto o...

—Y, ¿por qué no vienes con nosotros? —intervino Alan—. Haré que Virgilio formalice todo para que puedas quedarte en mi casa.

—¿Virgilio...? —inquirió ella. Mostró su sorpresa al escuchar el nombre.

—Nuestro mayordomo —susurró Liam, tratando de evitar que Alan lo escuchara, aunque sabía que era imposible porque estaba a un lado.

—No sería un problema, a menos que te importe demasiado mi apellido...

—No, no es eso... Es solo que sería la segunda vez que intentas ayudarme.

—Me gustaría decirte que todo será normal esta vez —añadió Alan—, pero la verdad es que las cosas cambiarán para mí a partir de ahora.

Él intentó encontrar las palabras adecuadas mientras Nathalia lo escuchaba con atención. Quería ser honesto y no crear falsas expectativas, pero ella dio poca importancia a los detalles: asintió con la cabeza y dirigió la mirada hacia las paredes del castillo.

—Oye, yo te salvé una vez, ¿lo olvidas? —dijo Liam, pero solo recibió el silencio como respuesta por parte de la niña. Todo a causa del recuerdo que los envolvía a ambos.

Caminó junto a Nathalia, quien lo seguía de cerca, mientras se dirigían hacia la entrada del castillo. A medida que avanzaban, podían observar cómo la penumbra envolvía el lugar, pero también se podían apreciar las luces que se dispersaban por el suelo y se extendían hacia los portales.

Los tres avanzaron por la entrada hasta llegar a un costado del vehículo, donde el mayordomo abrió la puerta para que pudieran ingresar en él.

Ella subió primero, seguida por él, y Alan fue el último en entrar. El mayordomo se dirigió a la parte delantera, a un lado del chófer, mientras el último niño observaba la imponente imagen del castillo que se alzaba a un costado antes de que comenzaran a moverse.

—Dos años... —murmuró Alan para sí mismo.

—¿Señor? —inquirió el mayordomo, notando cierta sospecha en su tono de voz. Entre tanto, Liam molestaba a Nathalia en la parte trasera del vehículo, haciéndole preguntas que ella se negaba a responder.

—Llévame a casa, Virgilio. Hay una carta que debí leer hace mucho tiempo.

El heredero de los Adlers parecía haber aceptado la voluntad impuesta por su linaje sobre la suya propia. El vehículo comenzó su trayecto y se alejó, dejando atrás la imponente imagen del regente de Erebu, quien observaba desde uno de los ventanales del castillo.

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