Cap XI - III
Los más de cuatrocientos cuervos se elevaron en vuelo esa madrugada, llevando en sus garras un pequeño trozo de papel con la información más esperada por las distintas familias. Escaparon más allá de la cueva que se alzaba sobre ellos y surcaron el cielo rocoso con prisa.
—Ese era el último... —murmuró la escriba para sí misma, viendo como el cuervo ganaba distancia.
Hace unos minutos, los acólitos decidieron escoltar al niño Adler, dejándola sola en la habitación. En ese momento, se encontró rodeada de silencio, sin más que sus propios deberes. A diferencia de ahora, que estaba acompañada, mas no esperaba mayor respuesta por parte del encargado de atender a las aves, ni tampoco una forma de reconocimiento que hablara sobre su buena labor. Las tareas como escriba eran solitarias y, a menudo, poco reconocidas.
Pero eso no disminuía su compromiso; por el contrario, le enseñó a no esperar demasiado.
La escriba se encontraba de pie frente a una forma de aviario gigante, con una abertura en la parte alta y con espacio suficiente para que los cuervos pudieran volar con total libertad. Parecía una jaula mal construida, dado que cualquier ave podría escapar si así lo quisiera, aunque por extraño que parezca, ninguna lo hacía.
Comenzó a retirarse en dirección a la sala de donde había venido, para continuar con sus tareas propias como escriba. A través de su actitud, se podía percibir que llevaba poco tiempo en ese cargo, el cual parecía ser de gran importancia a día de hoy.
Ella vestía la misma túnica adornada con la triqueta de Erebu grabada en la capucha, esa que Raven usó en la sala de los portales, y cargaba consigo un libro en el que había escrito los nombres de aquellos que confirmaron su llegada con un acto de presencia. En sus páginas estaba la lista, la misma que fue escrita por el propio regente: cuatrocientos setenta y seis era el número exacto de nombres, sin uno más ni uno menos. Otro de los conocimientos reservados para alguien en su posición.
Los nombres se reflejaban en el Ministerio de Magia, en un registro muy similar al que la acólita tenía en sus manos. Era una especie de duplicado, de donde surgían las listas que los harlows encargados de la auditoría llevaban consigo. Estos listados gemelos representaban una sola interpretación, el de Erebu y el del Magisterio, y se mantenían actualizados siguiendo el principio del encantamiento "mismo destino", conjurado por un Harlow de alto nivel.
Una de las dudas que atormentaba a la escriba era la inclusión del último nombre: Alan Adler. Este niño no figuraba en la lista original. Ella había tomado la decisión de completar el registro, asumiendo que el regente era demasiado viejo y que se trataba de una distracción por su parte. Aún así, con la cantidad de historias que rodeaban al apellido, empezó a sentir que añadir el nombre al registro por su cuenta había sido un error.
«Mi primer día como escriba y ya lo eché a perder...», pensó, abrazando el libro con fuerza. «Lo mejor sería consultar esto con el regente... aunque eso pueda enojarle...». Su mente se llenaba de inseguridades sobre su decisión.
—¿Y ahora qué, Elin? —preguntó un hombre de piel clara, con un parche en el ojo y la cabeza rapada. Su aspecto denotaba varios años de experiencia. —¿Ya puedo decir que tengo la noche libre? —concluyó mientras lanzaba un escupitajo al suelo, cerca de los zapatos de la escriba.
Sus modales decían mucho sobre él, al igual que su vestimenta, la cual hacía referencia a su trabajo con las aves. A duras penas, llevaba una franela "blanca" que estaba manchada por la frecuencia con la que entraba y salía de la jaula. Su figura mostraba una gran barriga que parecía inalcanzable para su pantalón rojo con rayas, mientras que un cinturón grueso intentaba hacer justicia por todo el conjunto. Además, sus botas oscuras le daban un aspecto nómada que complementaba su imagen.
La mujer se detuvo justo a tiempo, evitando que el escupitajo la alcanzara, y decidió actuar en consecuencia:
—Sigues siendo el mismo cerdo... —dijo con voz firme, aunque apenas pudo escucharse debido a los varios graznidos que los acompañaban. Volteó a mirar al hombre de reojo, dejando entrever parte de su rostro, que estaba cubierto por la capucha.
—¿No lo extrañas, niña? —preguntó el hombre mientras giraba para señalar a la bandada de aves que bajaba a reposar sobre la pajarera invadida por los cuervos—. La jaula siempre fue tu lugar favorito...
—Ya no soy una niña —respondió sin dar más detalles—. Y tengo otras responsabilidades que atender.
Continuaba su camino, alejándose de la vista de la gran jaula.
—¿Y tu libertad, tampoco la extrañas? —insistió el hombre, pero no recibió respuesta—. ¡Un pajarito me dijo una vez que los harlows se pierden entre las paredes del ministerio! —exclamó, pero Elin siguió adelante sin prestarle atención hasta que desapareció de su vista—. Más de un harlow olvida quién es realmente... —murmuró el hombre para sí mismo cuando decidió darse vuelta.
El vuelo que las aves realizaron antes del amanecer otorgaba al día un significado especial. Se desplazaron con rapidez en formaciones completas, cubriendo largas distancias hasta llegar a sus respectivos destinos en distintos lapsos de tiempo, sin hacer paradas intermedias.
Algunos trayectos podían durar hasta tres días o más, recorriendo toda Europa si fuera necesario. Una alternativa antaño creada por los regentes para facilitar a los padres de los herederos los resultados, sin tener que hacer acto de presencia. Algo previo a las medidas del ministerio de magia, y que seguía usándose con la intención de mantener viva la tradición; así, las familias podían conocer el destino de cada uno de sus niños en el momento en que decidiera leer la carta.
Este fenómeno adquirió un significado "mágico": aves volando por toda Europa para entregar cartas a familias "afortunadas". Aunque la información siempre estuvo distorsionada, más bien incompleta.
Por la misma razón en que los shinigamis no eran dioses y los reapers no eran asesinos seriales, la palabra "magisterio" no se refería a la actividad de un maestro ordinario ni a un grupo de ellos en el mundo de los egnebs. Las aves seguían el mismo esquema: se convirtieron en una fuente de inspiración, al igual que el wendigo y otras criaturas de la cultura popular.
Recibir los nombres de los herederos en las oficinas londinenses era un paso previo a las medidas que la rama de Erebu tomó para informar a los padres.
Las largas listas se registraban en un gran libro ubicado en el interior del ministerio, y se iban completando a medida que avanzaba la noche. Solo existía una copia de ellas, que se había tomado antes de las pruebas, la cual había sido redactada por cada regente y ahora se encontraba resguardada en el portafolios de Arnold, el harlow encargado de su custodia.
Los niños del primer año que habían logrado superar la "selección natural" impuesta por el pacto entre los herederos y el hombre, se registraban en el mismo libro. A partir de esta información, se realizaba otra lista que servía como referencia para contactar a las respectivas familias horas antes de que se llevara a cabo el juramento.
Después de las pruebas, se estableció que ningún niño debía morir. Esto se debía a las graves consecuencias institucionales que ello implicaba, y el ministerio de magia tomó la decisión de evitarlo décadas atrás.
Hubo momentos en el pasado donde se comunicaba a una familia que su hijo había sobrevivido, pero más tarde se descubría que la información era incorrecta debido a un desfase. Este malentendido generaba horas de papeleo y un gasto de recursos considerable, lo cual agotaba al sistema institucional. Fue entonces cuando se implementó un nuevo procedimiento con el objetivo de evitar futuros errores y garantizar algo de precisión.
El envío de aves como medio de comunicación había quedado en desuso después de que el magisterio optara por utilizar llamadas telefónicas para informar a los padres. Aunque estas llamadas carecían de empatía y evitaban insistir en la comunicación de la noticia, resultaban ser eficientes y muy efectivas.
Las conversaciones telefónicas se limitaban a saludos formales del tipo: «ministerio de magia al habla», evitando expresiones como «buenos días» o «buenas noches». Esto se debía a que la premisa de las llamadas no siempre era positiva, por lo que se evitaba cualquier referencia a "bueno".
La llamada también generaba preocupación en aquellos que escuchaban el saludo. A diferencia de los cuervos, que llevaban un pequeño pergamino atado a sus patas con un mensaje personalizado del regente dirigido a la familia. Aunque si preguntas a cualquiera, ambas opciones parecían igual de malas.
Los padres de los niños afortunados, que habían sobrevivido a la noche, recibían, además de la carta, la visita del niño en cuestión. También llegaba la llamada del ministerio, sea cual sea el resultado, ya que su objetivo era ser más rápida y comunicativa.
Había también una ansiedad evidente por parte de algunas familias, que optaban por abarrotar los espacios del ministerio de magia en Londres, llegando incluso a permanecer desde la medianoche en adelante en los alrededores del complejo, esperando recibir la noticia de primera mano. Para contrarrestar esta situación, se tomaron medidas para no anunciar el día y la hora exacta de las pruebas, aunque esto parecía más una forma de justificación. Medida que no fue muy efectiva, ya que aunque disminuyó el volumen de personas, las familias acudían a él en busca de información.
«Lamentamos comunicar que el heredero que tiene por nombre...», «Tenemos la dicha de informar que el heredero que tiene por nombre...», ambas, frases de una conversación que evitaba ser escuchada hasta el final.
La diferencia impuesta por la primera sílaba de la expresión era decisiva para muchos padres, representaba un sí o un no, pero no ambos. Por lo general, la llamada se cortaba apenas se escuchaba la primera palabra, incluso antes, cuando el teléfono terminaba colgado o estrellado contra la pared.
Esta vez no fue una excepción, los distintos teléfonos resonaron a lo largo de varias cuadras en un Londres nocturno, despertando a los ciudadanos en gran medida. No se sabía si era parte de una broma a gran escala o algo más serio, como un desastre natural. Los vecinos egnebs, que vivían cerca de un egnag, eran los primeros en acercarse y preguntar si había ocurrido algo, mientras que otros se conformaban con gritar un «¡Maldita sea, que alguien apague esos teléfonos!».
El sonido estridente de las llamadas, seguido por los angustiosos llantos de madres y padres, creaba un panorama desolador para cualquiera que intentara comprender lo que estaba sucediendo.
Una diminuta casa en Australia no fue la excepción. A pesar de su tamaño, irradiaba calidez. Esa noche, recibió una llamada telefónica a altas horas de la madrugada. Los padres, llenos de preocupación, escucharon atentos mientras estaban sentados en un sillón junto a la mesa de la sala, donde reposaba el aparato.
El teléfono sonó con insistencia, emitiendo un sonido agudo y estridente que hizo que un padre preocupado se apresurara a contestar. «Sí, diga», respondió, sin mostrar incertidumbre sobre quién sería el interlocutor.
—Ministerio de magia al habla —escuchó—. Lamentamos comunicar que el heredero Hughbert Beaufort no ha superado las pruebas de selección del primer año. Se ha reservado un vuelo para los padres, con destino a Londres, en el horario de su elección. Si desean optar por esta opción, basta con... —continuaba el aparato, sin embargo, el llanto ahogado del hombre hizo que dejara de escuchar poco después del nombre de su hijo.
—Es Hugh... —dijo a su esposa con voz entrecortada, sin explicar demasiado. Invadido por la tristeza, dejó el teléfono sobre la mesa y se acercó a abrazarla—. Nuestro Hugh... —insistió entre lágrimas, sin necesidad de dar más detalles, ya que su reacción ante la llamada era suficiente para mostrar su dolor.
—Mi niño... —dijo ella entre llanto y lágrimas—. No, no mi Hugh... —continuó, llorando sobre los hombros de su marido, sintiendo un dolor que solo una madre es capaz de describir.
—¿Señor Beaufort? —insistió la operadora al otro lado de la llamada desde Londres—. Señor Beaufort...
—Tranquila —dijo un harlow, poniendo su mano en el hombro de la operadora—. Solo cuelga la llamada y marca a la familia del próximo heredero —añadió. Este proceso estaba supervisado por varios profesionales, quienes se encargaban de darle una estructura al mensaje para que fuera fácil de comunicar, aunque nunca se trató de un proceso simple.
En los niveles superiores del edificio, en las oficinas de mayor jerarquía, el Ministro se encontraba sentado en su despacho. En la placa de bronce sobre su escritorio se leía el nombre «Cavan Banister». Era un hombre de piel clara que contemplaba el panorama con una mirada que reflejaba familiaridad o la pérdida de significado con el paso del tiempo.
Se comportaba como un político que había perdido de vista el hecho de que cada número representaba a una persona.
—Señor —dijo uno de los asesores a su lado—. Es necesario que apruebe la emancipación de los niños que han superado las pruebas. De esta manera, podremos organizar la documentación antes del amanecer, por si alguno de ellos decide...
—Ya lo sé —respondió el hombre—, siempre es lo mismo. Y no son niños —añadió—, son herederos. Herederos que se convierten en adultos con poderes. No siempre siguen las regulaciones del ministerio y algunos de ellos se hacen regentes. Son esos mismos regentes los que generan problemas en una sociedad en la que ya es difícil ocultar su existencia.
—Señor... —intervino el asesor, buscando captar la atención del ministro.
—Lo sé, lo sé —interrumpió el ministro con impaciencia—. Aprueben la emancipación de los herederos y organicen la documentación necesaria. Pero recuerden que su poder conlleva molestias, y es nuestra tarea garantizar que cumplan con las regulaciones. Estoy cansado de lidiar con regentes irresponsables.
»Dime, Elliott —prosiguió sin entender que para llevar todo a cabo se necesitaba su firma—. ¿Cómo pretenden que justifique la desaparición de más de doscientos niños en Londres? —expresó con irritación mientras seguía manifestando su disgusto. Golpeó la mesa con su taza y fue interrumpido por otro asesor, quien aparentaba no estar muy preocupado por la situación.
Su cabello, de tono anaranjado, caía ondulado y un tanto largo sobre su tez clara y hombros. Si la luz de las lámparas lo alcanzaba de lleno, resaltaba aún más su color. Su actitud al hablar demostraba una notable confianza en sí mismo.
—Herederos, señor ministro —añadió haciendo hincapié en mantener la distinción entre ambos términos.
—¡Como sea! —gritó el político—. Hay un orfanato en las afueras de la ciudad donde solo sobrevivió una niña. ¡Una niña! ¿Qué se supone que debo decir a los medios?
—Las regulaciones no están preparadas para esto, señor ministro —añadió aquel hombre—. Con el avance de la tecnología, cada vez será más complicado explicar estas situaciones.
—Los documentos, señor —dijo Elliott, tratando de retomar la atención del ministro.
—Otro gran problema, la tecnología... —murmuró el anciano antes de dirigirse a Elliott—. Entrégame los documentos. —Tomó una de las plumas que descansaban en la mesa y comenzó a acomodar la mano sobre los formularios, haciendo comentarios en voz baja mientras firmaba.
—Tal vez yo pueda encargarme de limpiar el desastre del orfanato —propuso el asesor a su lado—. Entiendo que podría ser un alivio para el ministro, ya que aún tiene muchas otras responsabilidades que atender.
—Sí, tienes mucha razón, Gavin —respondió este—. Encárgate de que el asunto del orfanato se maneje con discreción, reubica al personal y asegúrate de que no haya ninguna sospecha. Y hazlo de una vez. Ahora, déjenme a solas.
—Entendido, señor —respondió el hombre del cabello naranja antes de levantarse de la mesa del ministro y abandonar el despacho junto con el otro caballero a su lado. Los documentos ya habían sido firmados y la reunión, por ahora, había llegado a su fin.
—Disfrutas este tipo de tareas, ¿no es así? —comentó Elliott de manera desafiante, al notar una expresión de satisfacción en la mirada de Gavin.
—No importa si disfruto o no mi trabajo —respondió Gavin, alejándose por el corredor—. Lo importante es que esta noche termine pronto y que haya un proceso que simplifique todavía más las cosas.
—Ya veremos qué depara el futuro —dijo Elliott para sí mismo sin estar del todo convencido de las intenciones de Gavin. Ambos se separaron y siguieron caminando, cada uno inmerso en sus propios pensamientos.
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