Cap XI - Herederos
Krohn empuñó su enorme arma, ese gigantesco puntal sujeto a su brazo por correas de cuero, y lo estrelló contra el suelo con fuerza. Alan observó cómo el grupo se alejaba de la zanja, mientras se preparaba para esquivarlo. El niño se movió con agilidad, eludiendo el ataque; giró sobre su propio cuerpo hasta colocarse a un lado de donde creía que la columna caería, y volvió a hacer brillar el cuarzo en su mano.
La luz azul no era más intensa que en otras ocasiones, pero tuvo el efecto deseado. Krohn quedó cegado por el resplandor, lo que permitió al niño girar la mirada hacia sus compañeros por segunda vez. Aunque era imposible saber con certeza a dónde habían ido, ya que lograron escapar de la vista de todos en la zona, incluso la suya.
No estaba seguro de si era una buena noticia entender que se había quedado solo, pero esta vez, tras salir de la zanja, no se detuvo a pensar en las consecuencias. En ese momento, su única preocupación era ganar un poco más de tiempo.
El trol volvió a atacar, y Alan quedó impactado al darse cuenta de que había agotado gran parte de su egni. Su brazo se volvía pesado, le resultaba complicado respirar y la nube de tierra dificultaba su visión. Ya no podía mantener el mismo ritmo que al comienzo del combate, ese que lo había convertido en alguien difícil de sorprender cuando se movía con agilidad y esquivaba los ataques del monstruo.
«¡Krohn!», gritó el trol cuando Alan se vio superado por la maleza. La casualidad hizo que formara parte del bosque justo después de que el estruendo del golpe estuviera cerca de alcanzarle. En ese preciso instante, el collar se soltó de su mano, dejándolo en un estado medio entre indefenso y seguro, a la vez que se encontraba sumido en total oscuridad.
«¡Psst!», escuchó desde muy cerca. Miró a su alrededor mientras Krohn rastrillaba el suelo con su arma. Le resultaba imposible dar con el origen del sonido, pero lo más curioso en esa situación era que, a pesar del estruendo causado por los golpes de la criatura, podía escuchar el siseo. «¡Psst!», escuchó una vez más, y al buscar con la mirada en un segundo intento, vio a un niño con una ropa muy similar a la suya, escondido detrás de un árbol.
Le pareció curioso, pero no tanto como ver la imagen de su collar flotando a unos diez metros de distancia. Lo sostenía un Alan espectral, un tanto luminoso, con un tono azul que coincidía con el resplandor del cuarzo. Se movía con rapidez en dirección opuesta al otro niño; el cristal que llevaba esa figura parecía una réplica exacta, como un espejismo de ese que seguía tirado en el suelo, brillando.
Ambas figuras estaban envueltas en una bruma que parecía surgir de la lluvia y el calor de las raíces bajo el suelo. En ese instante, el olor a tierra, ese característico petricor, impregnaba el aire. El collar original emanaba un suave tono azul bajo las hojas mojadas, aunque muy tenue, apenas perceptible, mientras que el fantasma sostenía la réplica hecha de bruma, la misma que dejaba tras de sí una estela en forma de cola de humo. Era un evento tan curioso que Alan no sabía a qué o a quién atribuir esa aparición repentina, que parecía desafiar la lógica y hacía tambalear su cordura en medio de la batalla.
El collar original seguía emanando su brillo; Alan lo tomaba con rapidez para ocultarlo y aprovechar la distracción generada por la ilusión. Volvió a escuchar el insistente «¡Psst!» que provenía de la ubicación donde se encontraba el otro niño, oculto detrás de un árbol y que se asemejaba mucho a él.
«Pero qué demonios...», pensó Alan, luchando por mantener el equilibrio. A pesar de la extraña situación, comprendió que se trataba de una cuestión de vida o muerte. Aun cuando la presencia del misterioso niño detrás del árbol lo separaba de su grupo, parecía ser su única oportunidad de escapar mientras el Alan fantasmal mantenía ocupados a los troles.
Quedó debilitado por la intensa pelea, y su cuerpo mostraba heridas causadas por las ramas sobre las que había caído en su intento por esquivar los golpes. La fatiga y el dolor se hacían cada vez más presentes, pero no podía permitirse parar.
En contra del dolor que recorría su cuerpo y la inestabilidad del terreno, Alan se movió hacia el árbol donde el niño misterioso lo llamaba con complicidad. Mientras que la figura de su propio yo luchando contra Krohn parecía más una alucinación, visible solo para él y el líder de los troles.
Alan entendió la situación al darse cuenta de que el brillo emitido por el cuarzo no se reflejaba en la madera o en la vegetación circundante. Solo era perceptible desde su origen, la mano del Alan fantasma, una proyección ilusoria.
Desde la perspectiva de los demás troles, su líder parecía estar atacando a la nada, pero se mostraba seguro de sí mismo al perseguir algo invisible para los demás. Esta certeza evitaba que el resto de ellos cuestionara sus acciones mientras Alan corría en la oscuridad, guiado por la bruma, en dirección al árbol donde el otro niño le esperaba.
A pesar de sentir que podría estar perdiendo la cordura al seguir a un fantasma en un bosque encantado y rodeado de troles, decidió perseverar y avanzar hacia el sonido. Se acercó al árbol indicado, pero no encontró a nadie allí. Después de un par de segundos, oyó el mismo sonido proveniente de otra ubicación cercana. Esto confirmaba que no era una casualidad la que lo animaba a seguir adelante.
«¡Psst!», volvió a escuchar, pero esta vez proveniente de otro árbol a cierta distancia. Aunque se había alejado lo suficiente de los troles, no podía considerarse a salvo, ya que todavía podía escuchar los rugidos del trol azul a pocos metros, como si este hubiera descubierto la pequeña treta.
Alan siguió al misterioso ser a través de la oscuridad del bosque, hasta que al final se alejaron lo suficiente como para que él pudiera tirarse al suelo a descansar. Mientras sostenía con una mano sus costillas adoloridas, mantuvo el cristal oculto todo el tiempo, guardándolo con cuidado para evitar ser visto.
Jadeando y sin poder contenerse, sintió cómo la molestia en sus costillas se intensificaba debido al frío. Con un grito de frustración, exclamó de dolor mientras luchaba por ponerse de pie; entonces, percibió el sonido de unas pisadas acercándose a su posición.
Haciendo un último esfuerzo, se puso de pie y siguió caminando sin rumbo fijo, confiando en la suerte para guiarlo. El resplandor del niño en las sombras ya no era visible, y la desesperación se apoderaba de él. El agotamiento comenzó a pesarle, y al final se dejó caer al lado de un árbol, incapaz de continuar. Casi al instante, el cansancio lo venció y cayó en un sueño profundo que duró pocos minutos: se despertó de forma abrupta a causa de un estruendo ensordecedor que hizo temblar los árboles cercanos.
«Maldición, me está siguiendo», murmuró mientras luchaba por ponerse de pie. Con partes de su camisa moteada de rojo, la figura del niño volvió a aparecer ante él. Esta vez, Alan sintió un alivio al darse cuenta de que no era solo una alucinación nacida en su mente, sino una presencia real.
«¡Psst!», susurraba aquella imagen para llamar la atención del niño Adler. Se encontraba oculto entre la bruma y la oscuridad del bosque, apenas visible. Era curioso, considerando que desde el principio había buscado ser visto. En ese instante, Alan se dio cuenta de que no podía escapar del trol que lo perseguía. Pero ya era demasiado tarde, debía moverse. «¡Clac, clac, clac!», escuchó muy cerca de él. Ese era un sonido incesante, pero no podía identificar su origen.
Sin poder rastrear a su otro yo que lo había guiado, decidió seguir aquella pista, pues era lo único que tenía como referencia. El Alan espectral había desaparecido sin dejar rastro, excepto por el inquietante eco de aquel ruido.
Se adentró en la espesura de la maleza, tratando de acercarse al origen de ambos tonos. A medida que avanzaba, escuchaba en menor cantidad de veces el insistente «¡Psst!», pero esta vez no lograba vislumbrar el resplandor del espectro. Esto lo motivó a seguir el otro sonido, ese que resultaba más irritante por su constancia que por la melodía que hacía rebotar sobre las hojas del bosque, pero que terminó siendo más fácil de rastrear.
Se escuchaba cual claqueteo mandibular en momentos de frío intenso. Resonaba en los oídos del niño sin que pudiera encontrar su origen. A pesar de ello, creyó que su elección había sido acertada, ya que las pisadas del trol dejaron de sentirse a sus espaldas. En medio del persistente «¡Psst!» y el claqueteo que lo ocultaba, volteó a mirar a su alrededor en busca del niño que siseaba a lo lejos. Para su sorpresa, lo encontró: parado justo detrás de él con una expresión de enfado, molesto porque su contraparte había dejado de poner atención.
Alan quedó impactado al ver su propia figura con los ojos vacíos, como si estuvieran invadidos por la oscuridad. El espectro emitió un rugido mientras abría la boca, mostrando los dientes. Sin previo aviso, lo empujó y Alan cayó en una zanja que estaba detrás de él, similar a la que había evitado minutos antes. A medida que caía, escuchó zarpazos y aullidos, perdiendo de vista todo lo que sucedía. Este sería el último encuentro que tendría con aquel niño.
«Estúpido fantasma», murmuró atemorizado, en el fondo de la zanja con los ojos cerrados por temor a que la figura del niño apareciera una vez más frente a él. «Clac, clac, clac», era lo único que resonaba en medio del silencio, así de persistente como la primera vez, y a pocos pasos de distancia, sin ninguna otra cosa que pudiera hacerle frente.
Alan despertó tarde ese día, rodeado de paredes estilizadas decoradas en un tono oscuro de rojo. Era un color similar al que se utiliza en estandartes o alfombras, pero que lucía elegante cuando estaba adornado con remates dorados en los extremos o detalles bordados con cuidado sobre la tela.
Abrió los ojos y dirigió su mirada hacia el techo de la habitación, donde el dosel de la cama estaba amarrado. Su corazón latía tan rápido que podía sentir el golpeteo resonando en su pecho, como si el órgano en sí mismo estuviera intentando escapar de entre sus costillas.
Se sentía agitado por el recuerdo que había invadido sus sueños. Respiró con dificultad durante unos segundos antes de poder calmarse. Tomó asiento en el borde de la cama, buscando orientarse y recuperar la noción de su estado actual. «Por un momento pensé que había regresado a ese lugar...», murmuró. Mientras se dejaba caer sobre la cama para tranquilizarse y respirar con calma, observó la habitación con detenimiento. Quiso perder algo de tiempo, sacó algunas conclusiones. Extendió la mano hacia el techo y jugó a que podía sujetar una figura entre dos de sus nudillos.
«No quiero levantarme», dijo en voz baja. «No quiero saber si el niño de la rama de Afar murió por mi culpa...». En ese momento, llevó la mano hacia su pecho, pero se sorprendió al encontrarlo vacío. El cristal ya no formaba parte de él.
Saltó de la cama y comenzó a revisarla con desesperación, buscándolo. Su ansiedad lo llevó hasta una cesta de frutas colocada al lado de un centro de mesa con más frutas de porcelana, junto a la cual había un papel que llamó su atención:
«Fue demasiado molesto lidiar contigo y con tu roca brillante. Me diste muchos problemas anoche. Debido a esto, he decidido ocultarla en una fruta sobre la mesa. Por cierto, si fuera tú, comenzaría a comer desde ya. Nadie vendrá a buscarte, ya que esta habitación no es para estudiantes del primer año. También necesitas alimentarte. Evita llegar tarde. ¡Tictac, tictac!».
«Estúpido seeker, tengo mucho por hacer. Ya quiero largarme de este lugar», murmuró tras tomar la cesta con distintas frutas, buscando cuál de ellas ocultaba el cristal.
Tras varios intentos, solo quedaba una manzana en la canasta, ya que el niño había mordido cada una sin afán de querer comer más de lo necesario para encontrar lo que buscaba. Aunque era inevitable no sucumbir a mordidas incómodas, donde fue indispensable tragar algo de pulpa.
«¡En esta tampoco está!», exclamó con enfado cuando tiró la cesta vacía al suelo. No obstante, recordó esa parte de la nota como un acertijo que necesitaba ser resuelto. «"Una fruta sobre la mesa..." No hay forma de meter el cristal dentro de una fruta sin que se note», dijo antes de golpearse a sí mismo en el rostro, como si hubiera recordado algo importante.
Entonces, revisó la mesa en busca de esas frutas falsas, las que eran de porcelana y adornaban el centro junto a una vela. Giró cada una hasta tomar la que tenía forma de manzana con un hueco en ella, por el cual entraba un gusano de porcelana. Lo retiró y un tintineo reveló que había dado con la solución. «Idiota...», murmuró, sintiendo frustración por no haber pensado antes en ello.
Esto fue suficiente para hacer lo obvio, ponerse el collar y calzarse los zapatos, mientras en su mente se formaba la idea de moverse con rapidez para regresar a casa. Tomó una de las manzanas del suelo, le dio un mordisco y abandonó la habitación de forma apresurada, dejando a su túnica ondear con la brisa tras pasar la puerta, sin preocuparse por el desorden que había causado.
Tomó las escaleras que descendían, siguiendo una senda de luz blanca que se proyectaba sobre el suelo. Recorrió gran parte del complejo, guiado por la estela, pasando por diferentes pasillos donde esta convergía en otras más amplias, en medio de corredores espaciosos.
Los rayos de luz del sol que se colaban por las puertas laterales del vestíbulo, se mezclaban con las luces que se proyectaban desde los pasillos. Parecía como si algo estuviera tratando de guiarlo hacia el gran portón que daba acceso a uno de los jardines laterales del castillo, ese donde se llevaba a cabo una reunión.
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