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Cap VII - Lazos

Una modesta mansión diseñada en blanco se erguía con orgullo bajo el atardecer; una de esas donde el atractivo principal es el apellido de sus propietarios. Era el día después de junio y, tras el funeral, un niño se encontraba sentado en las escaleras que daban al jardín de la parte posterior.

Vestía para la ocasión, pero solo aquellos que tenían acceso a las áreas más privadas de la casa podrían notarlo. Interactuar con él o solo observarlo mientras permanecía en el jardín sin hacer ni decir nada, eran rezagos de acciones, privilegios reservados para unos pocos.

—¿Joven Adler, necesita algo? —preguntó un mayordomo, mostrando cierta impaciencia ante la falta de cooperación del niño. Dadas las circunstancias en las que se encontraban, no había muchas expectativas respecto a su actitud, y tras no recibir respuesta por parte del muchacho, quien insistía se retiró en silencio.

Absorto en sus pensamientos, el chico parecía trazar el número treinta y tres sobre el suelo con movimientos forzados, utilizando como fuente de tinta un charco de agua formado por la reciente lluvia. Los vidrios empañados y la presencia de dos visitantes indeseados, que parecían resignados a las inclemencias del clima, acentuaban la sensación de incomodidad en el aire.

Algunas personas ya se habían retirado del vestíbulo. Amigos y conocidos consideraron que no era necesario permanecer mucho tiempo en el edificio, ya que solo había un niño al que ofrecer las condolencias. Esto redujo el acto a una formalidad, una medida del carácter para mantener las apariencias ante las demás familias. De este modo, se convertiría en tema de conversación durante la cena: vestir con excesos de imagen y expresar reconocimiento por la difícil tarea, como si de lucir una medalla se tratara, y decir «yo estuve allí». Hasta escuchar como respuesta un «imposible». Cosas de gente que no sabe nada.

En cuanto a los familiares, no había ninguno, excepto por parte de la madre. Aunque llegaron temprano y temprano se fueron. Solo quedaban dos huéspedes, quienes se encontraban retenidos por la lluvia y los bocadillos, siendo el deseo de quedarse más fuerte que el de irse, una conclusión natural basada en la evidencia. Ambos, sin la más mínima intención de brindar calma.

En cambio, sus comentarios carecían de buena cortesía. Insultaban la memoria de esos muros y de quien los habitaba, expresando distintas opiniones con malicia o sin ella, pero que hasta ahora evitaban ser empáticas.

—La línea de los Adlers está maldita —pronunció uno de los invitados mientras masticaba un canapé, sin preocuparse siquiera por el tono de su voz, ya que el ambiente en la casa no era lo bastante ruidoso como para disimular ese tipo de comentarios—. Treinta y tres años, ni uno más ni uno menos.

Así enfatizaba la supuesta maldición de la familia.

—Debe ser duro saber el momento exacto de tu muerte —respondió otro, sin atreverse siquiera a considerar los beneficios—. No, definitivamente no podría soportarlo. Sería insoportable, sin lugar a dudas.

Bebió de la copa hasta vaciarla.

—Me atrevo a decir, incluso, que —y aclaró su garganta— yo podría vivir el triple de lo que vivirá el muchacho —añadió el primero, mientras buscaba tomar otro bocadillo de la bandeja—. Aunque si quisieras ver lo positivo de todo esto, podrías organizarlo todo antes de morir, ¿no crees?

—Caballeros, si me disculpan —intervino el mayordomo, poco antes de que el "noble" fuera capaz de tomar ese rico pan tostado con salmón—. El señor Adler necesita descansar.

—Oh, sí. El tiempo tiene esa cualidad, pasa volando —añadió aquel que no apartaba la mirada de la bandeja en manos del mayordomo, pero guardó silencio al notar la connotación de su comentario. Aclaró su garganta una segunda vez y dijo:— Lo lamento mucho, ya nos vamos. Por favor, transmita mis condolencias al joven Adler.

—Y también las mías, si no es mucha molestia.

—Seguro, caballeros —respondió el mayordomo—. Ahora permítanme acompañarlos a la salida.

—Desde luego. Sí, que sí —respondió este último, de forma pintoresca, al dirigirse hacia la puerta.

Entregó la copa vacía al mayordomo y este la recibió

—Claro que sí, es muy amable de tu parte, Percival. El chico tiene mucha suerte de tenerte para cuidarlo —añadió el otro cuando se acercaba el momento de la despedida. Para Percival, este rato parecía eterno, a pesar de las suposiciones iniciales sobre el transcurso del tiempo.

—Es muy amable de su parte, señor —respondió el mayordomo—. Que tengan una buena noche, caballeros, y gracias por venir.

Acto seguido, cerró la puerta.

Detrás de ella, el mayordomo apoyó su rostro contra la madera y dejó escapar todo el aire de sus pulmones. Luego, inhaló despacio hasta recuperar sus reservas, inclinándose un poco en el proceso.

—Percival —dijo el niño a sus espaldas, sin esperar a que el mayordomo estuviera preparado para recibir peticiones—. Si tuvieras que leer un libro hoy, ¿cuál sería?

—Joven Adler, disculpe. No estaba preparado para... —intentó decir el mayordomo, poco después de recuperar su postura.

—Si supieras que vas a morir en una semana, ¿qué libro leerías? —insistió el joven, interrumpiéndolo. No pretendía ser despectivo ni alimentar la idea de un drama. Solo intervino desde las escaleras que conducían a la parte alta de la mansión, mostrándose apacible.

—¿Desea usted la respuesta sincera o la adecuada? —preguntó Percival, habiendo comprendido que el niño esperaba eso y nada más.

—Ninguna de las dos —insistió el joven, mostrando la impresión de conocer a lo que se refería—. Solo quiero la respuesta de Percival.

Algo difícil de lograr en la actualidad, incluso para los adultos, que en su intento por comprender qué esperar, buscan respuestas que no desean y disfrazan opiniones entre sus propias acciones. Usan años de vida dejados atrás, y a riesgo de haberse equivocado, exponen un punto. Años que triplican la experiencia acumulada por un niño de diez, cuyo único propósito es desafiar esa forma incorrecta de hacer las cosas.

Son problemas típicos y adultos, utilizados con el único objetivo de ser diplomáticos, sin tener que parecer hipócritas ante sus semejantes.

—En ese caso, no leería un libro, joven Adler —respondió mientras pretendía acercarse a la parte baja del vestíbulo donde se encontraba la escalera—. Y no me malinterprete, los libros son un recurso valioso para disfrutar de la vida. Nada raro, si el propósito es alejarse, pero, de no pensarlo con detenimiento, a menudo se pierde de vista el amor, la amistad y las ganas de vivir.

Colocó su mano libre, enguantada, sobre la barandilla.

—Entonces, ¿qué harías mañana? —preguntó el muchacho.

—Yo optaría por disfrutar de esos siete días antes de lamentarlo cuando ya no pueda corregirlo. Pasaría una semana en París, saborearía un buen postre, gastaría mis ahorros y viajaría: eso haría. Por supuesto, todo esto bajo la suposición.

—Yo pensaba más en elegir entre el misterio y la aventura —dijo el niño mientras se detenía cerca de las decoraciones de la parte alta del vestíbulo, a punto de perderse entre ellas.

El mayordomo rió.

—En ese caso, recomendaría un tema relacionado con vampiros, ya que es hora de dormir. Con un poco de suerte, tal vez pueda ser visitado por uno. De lo contrario, sugeriría el famoso cuento de Lewis Carroll. Si su intención es desaparecer, podría moverse de la cama hasta caer en un agujero, y quizá molestar a un conejo despreocupado; uno que no tenga tanta prisa.

—Gracias, Percival —dijo el chico y continuó su camino.

—Ha sido un placer, joven Adler. Que tenga buenas noches.

—Por cierto, Percival —dijo el chico mientras se detenía—. Toma una semana de vacaciones en París. Tú manejas los fondos de mi familia, así que no tendrás problemas con eso.

—¿Disculpe... Joven Adler? —preguntó sorprendido.

—Bueno, bajo la suposición que hemos planteado, yo entiendo qué implica conocer ese tipo de información. Y en ese caso, sé que todos necesitan algo así —afirmó.

—Pero, no puedo... —Comenzó a decir Percival antes de ser interrumpido.

—Si quieres que disfrute mi libro, te encargarás de todo. Si no, tendré que ocuparme por mí mismo. En cualquier caso, irías a París.

—Lo entiendo. No se preocupe, joven Adler. Me encargaré de todo.

—Gracias, Percival. Que tengas buenas noches.

El niño continuó su camino, mientras el mayordomo, con preocupación evidente, frotaba la madera bajo su mano. «Cuatro generaciones y nada me sorprende, Urien», pensó. «La actitud sigue siendo la misma a lo largo de las últimas tres, la mirada no cambia en la línea de los Adlers. El muchacho aviva un sentimiento cargado de resignación.

»Urien, mi buen amigo. Tu hijo, tu nieto y ahora el último de tu linaje; ninguno de ellos ha mostrado un mínimo deseo de vivir. He tenido que presenciar esta situación tres veces antes, y ahora enfrento una cuarta. Debo esperar con temor a que el último Adler regrese con vida de las tierras de Annwvyn. Como yo, ya no tengo la energía suficiente para preocuparme de esta manera».

Por un instante, dejó de lado sus pensamientos, suspiró de manera discreta y decidió que sería mejor acostarse temprano para que su tiempo con el joven se prolongara.

—Son solo vacaciones, ¿verdad? —murmuró para sí mismo—. No puede salir mal. A menos que el vampiro decida visitarme a mí en lugar de a él. En ese caso, sí habría problemas.

Después de su pequeña reflexión, Percival se dispuso a retirarse, riendo y soltando repetidas veces un «ho». El niño había estado escondido todo este tiempo detrás de un florero en la parte alta de la casa, y fue testigo de esta escena que le resultó agradable.

—Abuelo... —dijo en voz baja, y tras decidir leer ambos libros, se fue a la cama en paz con el mundo.

Había transcurrido un año desde aquella noche. La figura de Percival seguía presente en los recuerdos del joven Adler, como si el evento hubiera ocurrido ayer y las circunstancias fueran las mismas. Sin embargo, lo que no entendía la costumbre a lo largo de esas cuatro generaciones, era que Percival había fallecido tres días después de esa conversación.

Se supo que murió en paz mientras dormía en una habitación en París. Tenía un libro de Arthur Conan Doyle a medio leer y las maletas listas, como si estuviera preparado para salir enseguida. Aquellos que conversaron con él antes de su partida escucharon sus palabras sobre tener un nieto en Londres y la importancia de la familia. Les pidió comprensión en caso de que tuviera que irse de manera repentina, ya que, para él, «la familia siempre es primero».

El vehículo anunció la parada justo cuando se divisaba la parte alta de la casa a través del parabrisas. «Hemos llegado, señor», dijo el conductor. El niño, por su parte, no mostraba ninguna emoción en particular. No sentía la necesidad de mirar por la ventanilla para evaluar qué había cambiado desde su última visita. Los acontecimientos se desarrollaron de manera natural, sin esperar grandes cambios en el actuar de alguien que llega a su destino con un chófer.

—Joven Adler, ¿desea que le ayude con sus maletas? —preguntó Virgilio, el mayordomo, una vez hubo abierto la puerta del automóvil.

—No te preocupes, Virgilio. Yo puedo con ellas —respondió. De repente, a lo lejos se escuchó un comentario que a simple vista no pretendía ser discreto.

—¿Qué sentido tiene pagar mayordomos si no planeas usarlos al menos una vez? —inquirió el desconocido mientras se acercaba a la puerta abierta del vehículo.

—Hola, Liam. ¿Cómo has estado? —respondió el joven. Bajó del automóvil sin mirar en la dirección de donde provenía la voz, pero era evidente que la conocía.

—Sigues llamándome así a pesar de haberte pedido que no lo hicieras —respondió aquella voz, dejando escapar un bufido de frustración—. ¿Necesitas ayuda? No importa, no me molestaré en preguntar. ¿Virgilio?

—¿Sí, señor? —respondió el mayordomo, esperando instrucciones.

—Virgilio, ¿podrías brindarle tu ayuda al caballero, por favor? —solicitó el recién llegado con una entonación que pretendía ser graciosa y distintiva.

Llevaba franela blanca y unos pantalones sencillos que hacían juego con la informalidad de sus palabras. Su cabello también era oscuro, entre el añil y el azul de un cielo nocturno, piel clara y suficiente confianza en sí mismo.

—Por supuesto —respondió el mayordomo con deferencia mientras recogía ambas maletas del suelo—. Permítame encargarme de ellas.

—Es tu nombre, ¿por qué no debería llamarte por él? —dijo gesticulando con las manos en señal de curiosidad.

—Porque te pedí que no lo hicieras. Debería ser motivo suficiente —respondió Liam mientras buscaba algo en el interior del vehículo.

—Entiendo, sigues renegando de tu familia, ¿no es así?

—Digamos que... encuentro ese nombre un tanto aburrido. —Su búsqueda dentro del vehículo no rindió frutos.

—Lo que buscas está aquí —añadió el joven acaudalado, mostrando en su mano un cilindro de color marrón con una mecha verde que sobresalía casi un metro de uno de los extremos, y que había tomado de la parte de atrás de su muy estilizado traje gris.

—¡Oh, amigo! No lo olvidaste, esto nos permitirá vengarnos del panadero que nos echó aquella vez. —Intentó tomar el preciado artefacto de la mano del chico acaudalado.

—Recuerdo haberlo ayudado cuando amenazaste con secuestrar a su gato —añadió él, apartando su mano para evitar que Liam tomara el cilindro.

—Verás, la historia puede tener algunas diferencias con lo que recuerdas. —Intentó decir Liam cuando la mano del niño Adler se alejaba—. ¿Pequeñas diferencias? —La mano se alejó todavía más—. ¿Muy pequeñas? —Entonces se detuvo.

»Está bien, tú ganas. Recuerdas todo perfectamente —entonces pudo tomar el cilindro con pólvora—. Igual quiero que sepas que eres mi único amigo. Espero que estés de mi lado, porque siempre estaré del tuyo. ¿Lo comprendes, verdad?

Liam observó al niño Adler, quien parecía reflexionar sobre sus palabras. Había una conexión especial entre ellos, una amistad basada en la lealtad y el apoyo mutuo.

—Solo no me metas en problemas esta vez —agregó dando un soplido.

—¿Qué podría salir mal? —inquirió Liam mientras examinaba con detenimiento la mecha del objeto— Además, la venganza debería ser como un trozo de pastel que se sirve directo al rostro.

Entonces, una sonrisa malévola tiñó su cara.

—Hablando de comida, ¿me acompañas? Es hora de entrar para que el conductor pueda retirarse —añadió el joven Adler, cerrando la puerta del vehículo.

—Creí que nunca lo pedirías, esto de ser independiente me está matando —respondió Liam.

—Yo acabo de finalizar mi primer año en la academia, siguiendo los planes que mi padre dejó para mí. He logrado cumplir con la mayoría de ellos —añadió soltando un suspiro de alivio—. A partir de ahora, puedo decir que también soy independiente.

—Es bueno saberlo. Eres como yo, pero con más dinero —añadió Liam mientras se dirigían hacia la puerta de la mansión.

—Percival solía decir: «Si te da miedo morir en la pobreza, es porque no entendiste qué era vivir». Yo, en cambio, me conformo con evitar problemas. Si hay una diferencia entre tú y yo, es esa —comentó caminando junto a Liam.

—Sí, recuerdo las enigmáticas frases de aquel viejo calvo... Siempre con esas palabras que nadie comprendía. «Joven Liam, lo sardónico en usted demuestra lo opuesto a lo que espera», digo, ¿quién rayos entiende algo así? —inquirió en tono de burla, moviendo la cabeza en señal de confusión, y ambos niños rieron—. Pero no es momento de ponerse melancólicos; hoy llevaremos a cabo nuestro plan. Pasaré por ti esta noche.

Liam guardó el explosivo en uno de sus bolsillos.

—No lo sé, acabo de llegar —respondió, descartando la posibilidad.

—Vamos, recuerda que los cobardes no consiguen chicas lindas y tienes que encontrar una novia pronto. Ambos sabemos tu situación —añadió mientras colocaba su mano en el hombro de su amigo.

—Aún tengo tiempo para preocuparme por eso, Liam —respondió él, bajando la cara en señal de agotamiento cuando se detuvo.

—Estás cerca de la mitad de tu vida, amigo —dijo sin sentir la necesidad de limitar sus palabras.

—Bien, iré solo si te callas un rato. —Apartó la mano de Liam—, pero primero entremos a comer.

—¡Hoy tomaremos venganza! —exclamó con una sonrisa.

—Como digas...

Esa noche llegó temprano, anunciada por la calma que envolvía la cena junto al cálido fuego de la chimenea, hacía que disfrutar de un buen libro fuera solo el comienzo de una velada tranquila. El chispear azaroso de la madera causaba sorpresa tras cada palabra que el niño leyera. «Las mejores personas lo están...», murmuró para sí mismo. Fue una de las pocas cosas que se permitió decir en voz alta, tratando de evitar al reloj en la pared por quinta vez, consciente de lo rápido que parecía avanzar el tiempo.

Pasadas las diez de la noche, el niño Adler se atrevió a pensar que Liam no vendría por él. Ese pensamiento se afianzaba en su cabeza, mientras se preocupaba por su vestimenta y trataba de comprender la trama de la historia que estaba leyendo. «No creo que venga», pensó, especulando sobre la posibilidad de que su amigo hubiera renunciado a su sed de venganza contra el panadero, o de manera más simple, que lo hubiera utilizado para conseguirla.

Volvió a sumergirse en la lectura sin poder entender algo más aparte de aquella frase. «Liam no me usó, de eso estoy seguro», pensó una vez más, lamentando haber dudado de su único amigo, incapaz de sacar el tema de su cabeza. «Tal vez vendrá... No, no lo hará. Y si no viene, mejor», dijo dejándose caer sobre la lectura.

El pensamiento atormentaba cada minuto que este pasara releyendo la misma página, tratando de captar el mensaje que el autor había plasmado en todo el texto después de aquella frase, pero la frustración fue cada vez mayor y, solo, no pudo.

«Suficiente, iré por agua», exclamó cerrando el libro de un golpe.

La casa estaba libre de la presencia del mayordomo y de todas las comodidades que le facilitaban la vida. Se hizo evidente cuando llegó a la cocina y tuvo que dirigirse al grifo por sí mismo. Después de tomar un vaso de cristal, comenzó a pensar. «¿Y si le sucedió algo...?»

«Absurdo, estamos hablando de Liam». Llenaba el vaso de agua. «Igual no tenía ganas de ir. ¿Por qué iría a meterme en problemas? Cuanto más lo digo, más ridículo suena».

Hizo una pausa para beber el líquido y continuó.

«Así de ridículo debo verme si alguien me viera hablando solo». Limpió su boca y rió. «Ni siquiera puedo formar oraciones correctamente», prosiguió, sin preocuparse porque alguien lo escuchara o porque hubiera derramado agua sobre su ropa. En ese momento, por descuido, miró el reloj sobre la despensa. «¡Son casi las once! Debo apresurarme». Dejó el vaso en la mesa, oscilando entre la caída y la forma. «Allá vamos, Liam. El panadero debe saber que nadie se mete con el amigo de un Adler».

Corrió hacia la parte superior de la casa, ascendiendo por las escaleras donde el recuerdo de Percival lo envolvió, y junto con él, las palabras que había pronunciado en aquella ocasión. «... a menudo se pierde de vista el amor, la amistad y las ganas de vivir».

Entró a su habitación y, sin detenerse, tomó lo primero que encontró en el armario. Con mucha prisa, se deshizo del pijama, dejando al descubierto un collar colgado alrededor de su cuello. En lugar de prepararse para dormir, optó por ponerse una franela blanca y unos pantalones claros de color beige, menos adecuados para caminar por la mansión, pero cómodos por si tenía que correr. Se calzó unos zapatos apropiados y despeinó su cabello claro, sin preocuparse por lucir demasiado formal. Para finalizar, cubrió el collar con su camisa y una vez frente al espejo, exclamó: «Listo».

—Es seguro que Liam intentará secuestrar al señor Thomas —murmuró mientras recorría la habitación con la mirada, buscando algo específico—. Necesito una bolsa que no me haga ver como un maníaco. ¡Esta! Esta parece la adecuada —y agarró una hecha de tela que estaba junto a la cama—. Es resistente y lo bastante espaciosa para que quepa un gato. Aunque, tal vez sería mejor dejar de lado el plan de secuestro, solo de imaginar los titulares de mañana: «El último de los Adler secuestra al gato del panadero».

Entonces rio ante la idea.

—¿Estás listo, amigo? —preguntó Liam desde la ventana de la habitación que daba al jardín. Se había colado de forma sigilosa, evitando ser escuchado por cualquier otra persona, aunque al niño Adler no le sorprendió encontrarlo allí. Parecía ser una práctica habitual entre los dos.

A diferencia de su amigo, Liam vestía con ropa oscura: una sudadera de color negro, una gorra también negra y un cubrebocas que hacía juego con todo el conjunto. Desde la perspectiva del niño Adler, Liam se parecía a un ladrón de bancos, con nada más que sus ojos y manos de piel clara al descubierto.

—Vaya, no lo vi venir —dijo el niño con la bolsa—. Parece que cada vez te resulta más fácil entrar a mi habitación, casi como un verdadero ninja.

Pero Liam ignoró sus palabras y señaló la bolsa de tela.

—¿Para qué es?

—Es para el señor Thomas, desde luego —respondió mientras la mostraba frente a él.

—Vaya, amigo, estás muy dañado —respondió—. Meter a un gato en una bolsa es algo que está en otro nivel.

—¿Qué, en serio...? Pensé que... —intentó justificar, pero Liam lo interrumpió.

—Es broma —dijo mientras soltaba una carcajada que lo hizo entrecerrar los ojos—. Me gusta tu forma de pensar, la última vez terminé con los brazos arañados. Aunque siento decepcionarte, el gato está de vacaciones con la esposa del panadero. Hoy daremos otro tipo de golpe.

—Solo cállate y terminemos con esto —respondió devolviendo la bolsa al piso.

Ambos descendieron por la ventana, sin intentar llamar mucho la atención. Al principio, parecía algo complicado de lograr, pero se adaptaron muy bien al panorama, oscuro y desolado, dando la impresión de no ser esta la primera vez que planeaban algo así. Los pies de ambos tocaron la tierra sin hacer ruido, y comenzaron a caminar en dirección al objetivo.

La panadería se encontraba en la esquina de una calle y lucía como cualquier otra, con la única diferencia de que el dueño vivía en el piso de arriba. El letrero en la fachada decía «Antonio's Bread & Bread», mientras dos farolas iluminaban el área y un balcón adornaba el frente.

Eran casi las doce de la medianoche cuando los niños decidieron rodear el edificio con la intención de acceder por la parte trasera.

—¿Qué tienes en mente, Liam? —preguntó el secuaz en voz baja mientras se movían muy rápido por el callejón, esquivando diversos objetos en su camino.

—Te lo he dicho antes, no me llames así, especialmente en una misión como esta donde podrían descubrirnos —respondió el líder de la operación después de hacer una breve pausa. Luego continuó explicando el plan—. Vamos a esconder el explosivo en el mostrador y mañana, cuando yo regrese "a comprar pan". —Entonces hizo un gesto de comillas con los dedos—, el panadero me rechazará. En ese momento, diré unas palabras, tú encenderás la mecha y ¡Boom! Demostraré que puedo usar encantamientos. Así entenderá que no debe meterse conmigo.

—Al menos el gato no saldrá lastimado —dijo para sí mismo, preocupado por la seguridad del animal en medio del plan. Aunque le parecía un poco irresponsable, decidió no decir nada al respecto.

—¿Estás listo? Entremos rápido —insistió Liam mientras apartaba unas planchas de metal que había colocado con anterioridad entre el suelo y la pared, abriendo paso hacia el interior del edificio y dejándolas preparadas a un lado en caso de necesitar una ruta de escape.

Ingresaron con destreza, procurando no hacer más ruido del necesario. Ambos niños parecían diestros en el arte de moverse con agilidad. Una vez en la parte baja del edificio, sin nada más para ver que la reflexión de las farolas y la luz de los exhibidores, procedieron a instalar el artefacto con cautela.

Se acercaron al mostrador, donde se exponían diversas formas de pan y una variedad de pasteles y productos horneados. «Ven aquí», dijo Liam. «¿Y ahora qué?», inquirió el muchacho de los Adler. «Sostén esto», dijo el primero, entregándole el explosivo a su cómplice, mientras él intentaba sujetar la mecha para insertarla en el mostrador. Sin embargo, resultó ser más complicado de lo que parecía. «Un poco más...», murmuró Liam mientras su compañero permanecía vigilante.

No contaban con que a diez minutos para las doce, Antonio, el panadero, también estuviera en la parte baja de la tienda. Esto provocó que, tras sorprenderse, el explosivo resbalara de las manos del niño Adler. Liam logró atraparlo antes de que cayera al suelo. Acto seguido, se ocultaron con mucha prisa, aunque no sin tropezar con el mostrador de la tienda en el proceso.

Antonio se alarmó y preguntó:

—¿Quién anda ahí? —Los niños corrieron en silencio mientras el panadero se acercaba al mostrador.

—Sígueme —susurró el cómplice mientras subía las escaleras hacia la parte alta del edificio.

—Descubrirá la puerta de escape —murmuró Liam, deteniéndose a mitad de los escalones.

—Olvídala, tendremos que improvisar —añadió el otro en voz baja—. Debemos salir de aquí lo antes posible.

—Tengo una mejor idea, igual no creo que descubra la abertura, el tipo es un idiota —agregó—. Solo tenemos que escondernos hasta que se duerma, luego podemos volver y completar la misión.

—¿¡Pero qué es esto!? —exclamó Antonio, sorprendido, mientras se escuchaba el sonido de las planchas de metal moviéndose, como si hubiera descubierto el hueco que daba al callejón.

—Es tarde, tenemos que escapar y volver otro día —dijo el cómplice, agachado a mitad de las escaleras.

—¡Ya sé quién eres, sabandija! —exclamó Antonio con enojo, moviendo cada mesa en el lugar en busca del intruso. Ambos asaltantes se miraron durante un par de segundos, compartiendo una mirada de preocupación. Sabían que estaban en problemas y que debían actuar con rapidez.

—¿Crees que se refiera a ti? —inquirió el de cabellos claros con una mezcla de preocupación y curiosidad, apoyando sus manos contra uno de los peldaños.

—No lo creo, mucha gente odia a este tipo —respondió Liam, tratando de guardar la calma. Ambos niños se mantuvieron agazapados en las sombras, evaluando la situación y pensando en la mejor estrategia para salir de allí sin ser atrapados o siquiera vistos.

—¡Liam, niño endemoniado! —gritó Antonio—. ¡Deja que te encuentre!

La voz de Antonio resonaba en la panadería mientras movía las mesas en su intento de encontrar al intruso. Su frustración era evidente en cada acción que realizaba.

—Pronto, subamos —susurró el cómplice con determinación, asumiendo el liderazgo. Liam asintió, consciente de la importancia de evitar cualquier confrontación directa con Antonio.

—Tienes razón, vamos —añadió este último, adelantando a su compañero.

Avanzaron hacia la parte alta de la panadería con movimientos sigilosos, sorteando las escaleras que crujían con cada paso en falso. El nerviosismo comenzaba a apoderarse de ellos, pero entonces los ojos de Liam se encontraron con la mirada de un minino esponjado que lo observaba frente a sus narices, haciendo mella en la poca serenidad restante en su cara. «Este gato...», pensó.

—Mira, amigo... es el señor Thomas —susurró Liam—. Lindo gatito... —dijo en un tono muy amable mientras intentaba rodearlo. Pero el animal respondió con un fuerte sonido gatuno, acompañado por un zarpazo al rostro del muchacho que le hizo remover el cubrebocas que llevaba puesto. En consecuencia, Liam exclamó:— ¡Bola de pelos, te haré pagar por...!

—¡Shhh...! —susurró el otro, poniendo un dedo sobre su propia boca para indicar silencio absoluto. Ambos niños subieron corriendo las escaleras, mientras el animal encontraba refugio en uno de los rincones de la casa.

—¡El señor Thomas! Quiere secuestrar a mi gato —exclamó Antonio con angustia, moviéndose tan rápido como podía después de escuchar el escándalo—. ¡Espérame, señor Thomas, voy enseguida!

—¡Déjalo, tenemos que irnos! —exclamó Adler, tratando de contener a su compañero, quien mostraba intenciones de perseguir al señor Thomas.

—En fin... —respondió Liam enfadado, llevándose la mano a la cara para comprobar si había sufrido alguna herida.

El pasillo conectaba con varias puertas, y dedujeron que una de ellas debía conducirlos afuera o al balcón; este último parecía la opción más lógica. En medio de los pasos apresurados del panadero, abrieron una que reveló un cuarto de escobas. El niño Adler exploró otra que conducía al cuarto de lavado.

Ninguna de estas puertas era la adecuada; el tiempo se acortaba con cada paso del dueño. En ese momento, Adler corrió hasta el final del pasillo, donde se encontraban unas cortinas gruesas.

—¡Vamos, por aquí! Debe ser este —exclamó convencido de haber encontrado el balcón principal.

Los pasos del panadero resonaban en el suelo de madera, y la barandilla de la escalera emitía un chirrido similar al de una silla mecedora.

—¡Los tengo, delincuentes! —gritaba Antonio, asomando la cabeza cada vez que subía un escalón al perseguirlos por las escaleras.

—¡Salta, viene hacia aquí! —gritó Liam, corriendo hacia su amigo, pero resbaló justo antes de alcanzarlo.

El niño Adler se abrió paso a través de las cortinas para saltar por aquella entrada, pero no se percató de que el balcón estaba obstruido por algún motivo. En su descuido, al intentar hacer un salto ágil como aquellos a los que estaban acostumbrados, la baranda cedió y el niño cayó desde el primer piso junto con ella, justo a las once y cincuenta y nueve minutos de la noche.

—¡Alan! —gritó Liam, corriendo hacia la abertura en el extremo del pasillo apenas lo vio caer.

—¡Los tengo, par de pillos! —gritó el panadero, una vez subió las escaleras, cuando el reloj marcaba las doce en punto y la luna yacía en la parte más alta del cielo.

Después del altercado, el segundo piso de la panadería estaba desierto, y Antonio sostenía una escoba, tratando de entender lo que había sucedido.

En medio del silencio, se acercó al trozo de balcón restante, donde sus pasos resonaban como el único sonido en el lugar. No obstante, también estaba vacío. Solo quedaban los escombros de madera esparcidos por la calle y el ronroneo del señor Thomas a sus pies, dando testimonio de que los niños habían desaparecido como por arte de magia.

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