Cap VII - III
Nathalia cargaba con la culpa. Detuvo su carrera hacia el portal y decidió regresar por él. Sospechaba que el uso intenso del cuarzo podría haberlo dañado o incluso llevado a la muerte. Lo encontró frente a un árbol cuando volvió, pero la situación era peor de lo que imaginaba. Alan estaba allí, en un estado preocupante. Los efectos secundarios de usar el egni de esa manera comenzaban a manifestarse y su consciencia se desvanecía.
La falta de egni dejó su mente agotada y sus órganos clamaban por más. La niña que lo había salvado solo pudo contrarrestar lo que llamaban «la patada», el retroceso causado por la ausencia de energía vital en el cuerpo. Experimentaba una pérdida de conciencia de una forma singular. Aunque los herederos que sufrían esta sensación podían sentir que todo estaba normal desde su perspectiva, en realidad no eran capaces de mantener la cabeza erguida.
Nathalia se acercó a él. Alan creía estar bien. Sentía que podía mover un brazo y hablar con total normalidad; no obstante, se encontraba postrado frente a ella sin poder articular palabras de manera coherente ni realizar movimientos claros.
En la mente de Alan, las cosas comenzaban a oscurecerse, inundadas por una imagen confusa y difícil de comprender. Sentía una diferencia en comparación a veces anteriores en las que estuvo cerca de la muerte, como si una extraña presencia atrajera toda la maldad y la desgracia, atacando la pureza que todavía quedaba en su corazón.
«Pensaste que vendría, tu único amigo, pero no estuvo presente el día en que nuestro padre murió. Simplemente no estuvo a nuestro lado. En cambio, te abandonó a tu suerte mientras llorabas a la sombra de un oscuro rincón, y cuando se acabaron las lágrimas, fue imposible que la pena también se marchara».
—Percival, ¿Liam ha preguntado por mí? —preguntó Alan mientras caminaba por el corredor que conectaba el vestíbulo de la mansión con el jardín de la parte trasera.
—Lo siento, joven Adler, desconozco el paradero del joven Liam. Aunque puedo enviar a alguien por él si así lo desea.
—No, no es necesario —agregó— Iré a leer algo.
«Liam nunca tiene nada bueno que hacer y prefirió irse sin nosotros porque somos tú, por eso nadie se acerca a la casa. Es por eso que nadie se queda mucho tiempo para decir "lo siento"».
—Joven Adler, esta carta forma parte del testamento de su padre. Hay instrucciones claras de que sea yo quien se la entregue después de su muerte —dijo Percival en el estudio, la habitación donde Alan pasaba la mayor parte de su tiempo.
—Percival, ¿por qué ningún heredero se acerca a la casa? —preguntó mientras dejaba su libro a un lado para recibir la carta.
Percival reconoció el pasado complicado que acompañaba al linaje del joven. Con una mirada llena de experiencia y sabiduría, compartió sus reflexiones con él.
—Joven Adler, como heredero, me he cuestionado muchas veces por qué nadie se acerca a esta casa. A lo largo de los años, he llegado a comprender que el miedo puede tener un poderoso efecto en las personas —respondió con seriedad, mientras entregaba el pequeño sobre al niño.
—Nadie está aquí, Percival; nadie viene a mí por ser un Adler. Sin madre ni padre, hermanos o amigos. ¡Estoy solo! —gritó desesperado, arrojando la carta al fuego de la chimenea.
El papel ardió apenas entró en contacto con la primera chispa que atrajo de un fuego azaroso. Por arte de magia, invadió la carta hasta convertirla en cenizas, dando fe de que había sido utilizada una magia muy poderosa para ocultar lo que allí estuviera escrito.
—Conocí a tu bisabuelo Urien cuando éramos niños, cuidé de tu abuelo y de tu padre. Y ahora, estoy aquí para ti. Creo que eso me convierte en un segundo bisabuelo, ¿no crees? —dijo Percival mientras se inclinaba hacia el niño.
Sus ojos entrecerrados, su barba y su bigote gris formaban una sonrisa amable en su rostro. Con ánimo de alentar al niño a tomar una postura en la que pudiera contarle sus problemas, pero esta acción tuvo un desenlace inesperado.
—Solo eres mi mayordomo, Percival —respondió Alan con frialdad, sin mostrar el mínimo de empatía hacia el criado. Acto seguido, se encaminó hacia la parte alta de la casa, dejando a Percival agachado frente a él.
«Fue la única vez que hablamos con la verdad. Tal vez debimos ser sinceros con Liam, debimos pagar como otros nos pagaron. ¡Pero fuiste débil y predecible!, como el linaje al que perteneces».
Percival estaba sentado frente al fuego de la chimenea, leyendo el periódico y dando una que otra calada a su pipa. El aire en la habitación se hacía cada vez más espeso e invadía las paredes con figuras de humo. Había conejos y aves, peces y cachorros, todo lo que aquel hombre que fumaba imaginaba o pretendía crear.
—Lamento lo que dije esta mañana... —añadió Alan con sinceridad desde el marco de la puerta, bajando la mirada en señal de arrepentimiento cuando se disculpaba ante el mayordomo.
—No se preocupe, joven Adler. El odio no saca lo peor de nosotros. Evade la realidad y nos construye como eso que no somos —respondió con serenidad, invitando al joven a tomar asiento a su lado en el estudio.
Un gato de humo se deslizó entre los pies del niño y desapareció.
—No siento nada positivo hacia mi padre... Han pasado veinticuatro horas y solo siento odio y remordimiento —confesó Alan con desánimo, pero muy rápido su desilusión se transformó en ira.
—Una forma de superar el odio es recordar el amor que tu padre sentía por ti. Tal vez, si compartes tus sentimientos con un amigo, eso te ayude a recordar —sugirió aquel hombre, apartando el diario junto a su pipa y prestando mayor atención mientras el niño luchaba con un nudo en su garganta.
—Abuelo... mi padre murió —dijo el niño con la voz entrecortada, incapaz de contener las lágrimas. Se dejó llevar por el llanto, aferrándose al mayordomo en busca de consuelo mientras sentía que el mundo se desmoronaba a su alrededor.
—Lo sé, Alan —dijo Percival con tristeza en su voz mientras rememoraba momentos como este en sus experiencias pasadas—. Lo sé...
«Buscaste consuelo en alguien a quien pagas para que escuche. Fuiste débil al aceptar la disculpa de aquel que se aprovecha de ti»
—Amigo, apenas pude venir... —dijo Liam, agitado por el esfuerzo de correr—. Nada será suficiente para... —Intentó continuar, pero Alan no lo permitió.
—Liam, Percival falleció ayer en París —añadió desde el tejado de la casa.
—Percival no murió, amigo —dijo Liam desde el corredor del segundo piso—, siempre estará con nosotros. Si no me crees, sígueme.
—No es momento para bromas... —respondió Alan desde el tejado. Su amigo lo observaba desde el interior de la casa.
—¡Me costó mucho llegar hasta aquí! Y un mocoso como tú no me hará fallar esta vez —exclamó Liam mientras corría hacia la habitación que solía pertenecer al mayordomo.
—¡No, detente Liam! —gritó Alan a la vez que atravesaba la ventana y comenzaba a correr tras él.
—¡Intenta detenerme, gallina! —exclamó Liam. Entró a la habitación y abrió la caja donde Percival solía guardar el cristal que hacía brillar para ellos, pero que ahora estaba apagado.
En ese instante, Alan se lanzó sobre él, arrastrando a Liam junto con la caja.
—¿Quieres pelear, gallina? —exclamó Liam, incapaz de moverse debido a la sujeción de Alan.
—¡Devuelve el cristal! —gritó el niño Adler, amenazándolo con un golpe.
—¡Eso intento! —gritó—. Percival quería que tú lo tuvieras, por eso te enseñó a usarlo. —Colocó el cristal en el pecho del niño Adler y se dejó caer hasta quedar sentado—. Él siempre estará con nosotros, amigo, al igual que yo siempre estaré contigo —dijo tras el forcejeo—. Para siempre.
«Has gastado diez años de tu vida en personas que ni siquiera conoces, de los treinta y tres que debías vivir. Eres una deshonra para un linaje caído en pena. Haz un favor a todos y sella el destino de tu casa contigo».
Esta voz interna se conectaba con otra que venía del exterior de Alan, una que se repetía a lo lejos en forma de eco y que reverberaba de un modo que solo quienes han estado a punto de morir pueden entender.
—Alan...
«Vive, muchacho. La clave no es vivir sin miedo, sino vivir sabiendo que el miedo es natural. Una vida sin temor no sería una vida, sino una fantasía...».
—¿Percival...? —susurró Alan con los ojos cerrados, esperando que la voz que escuchaba fuera real, y esto solo una pesadilla.
—Amigo, ¿me escuchas? Soy Liam —dijo con voz suave y reconfortante.
—Liam... —murmuró Alan, reconociendo la voz de su amigo.
—Parece que está empezando a reaccionar... —dijo Nathalia, notando las señales de respuesta en él.
—Sí, eso, aunque ya sabes que detesto ese nombre, pero supongo que tu pequeño cerebro nunca lo entenderá... Amigo, eres un desastre —y sonrió, mezclando ironía y complicidad en sus palabras—. Sabía que eras tú, esa luz tenía que ser el cristal.
—¿Estás llorando? —preguntó Alan, notando la humedad en los ojos de Liam.
—No creo que lo entiendas, amigo —respondió él, secándose la cara—. Es obvio que hay mucha lluvia, ¡vaya, hay mucha suciedad también! —exclamó mientras limpiaba su ropa, intentando no parecer triste—. Es problemático hacer amigos en estos tiempos, con tantas personas tontas muriendo aquí y allá.
—Lamento lo de tu amigo, Liam —respondió Alan, notando las gafas que llevaba consigo—. Sin duda, sabía que Liam no usaba lentes, y conociéndolo bien, entendió todo al instante.
—Tenemos que irnos, amigo. Sé dónde está el portal, pero primero debemos ayudarte a caminar —dijo Liam con la voz entrecortada, colocando su mano en el pecho de Alan—. Este truco me lo enseñó alguien llamado Adran cuando entró a mi mente —entonces, Liam transfirió parte de su egni al cuerpo de Alan, sin saber detenerse.
—Está bien así, Índigo —intervino Alan, apartando la mano de su amigo—. Me siento mejor, es hora de que regresemos a casa.
Los tres se apresuraron a dejar el bosque y, tras salir de la arboleda, era imposible no ver los múltiples cuerpos esparcidos sobre el valle. Muchos estaban hundidos en el fango o cubiertos por un charco de agua cristalina, asomando la nariz en la superficie.
Alan y Nathalia no podían evitar preguntarse qué había sucedido, pero sabían que la explicación no era tan relevante como las consecuencias. A lo lejos, observaron cómo todos los troles se habían congregado alrededor de las ruinas, sin mostrar intención de intervenir en lo que estuviera sucediendo allí.
A Alan le resultó familiar, comprendió que Krohn estaba luchando con alguien cerca del portal y sabía que ninguno movería un dedo. Aunque se requeriría suficiente control para cruzar al lado de uno de ellos sin sucumbir ante el miedo o las ganas de gritar.
—¡Esas ruinas son el lugar donde se encuentra el portal! —explicó Liam mientras señalaba hacia el sitio, corriendo bajo la lluvia junto a Alan y Nathalia—. Nuestro problema es quienes rodean la estructura.
—¡Créeme, entiendo por qué todo se ve así ahora! —respondió Alan, gritando para que lo escucharan, pues el clima era impetuoso—. Debemos apresurarnos.
—¡Hay demasiados enemigos enfrente, Alan! —advirtió Nathalia, agitada por la carrera. El cielo parecía querer desmoronarse, o tal vez solo era una señal de la inminente confrontación.
—Ya verás, ninguno de ellos querrá formar parte de esto —aseguró el niño Adler mientras avanzaban con firmeza hacia el grupo de enemigos.
Bajo la intensa lluvia que azotaba el valle, los tres niños, con una edad promedio de once años, se movieron con rapidez. De repente, una de las paredes se derrumbó y Alan pudo ver a Krohn acercarse, intentando acabar con alguien de la misma manera en que lo había intentado con él.
—¡Índigo, debes salvar a quienes aún estén en las ruinas! Lleva a Nathalia contigo —gritó Alan, mientras la lluvia arreciaba con mayor intensidad—. ¡Espera mi señal y rodea las ruinas!
—¡Entendido! ¡Hagámoslo! —gritó Liam mientras se apresuraba hacia las ruinas con mayor velocidad. «Aunque los demás no se mueven, eso me preocupa», pensó.
—¡Somos viejos amigos, sé cómo llamar su atención! —exclamó Alan—. ¡Ahora!
Dio la señal y el cristal en su mano brilló sin igual, superando incluso el resplandor de los rayos que caían del cielo.
Liam y Nathalia rodearían las ruinas por el lado a través del cual Ériu había entrado en aquella primera ocasión, mientras Alan se abriría paso a lo largo del muro derrumbado, con el estruendo de Krohn dándole la bienvenida.
—Me buscabas, ¿no es así? ¡Esto termina aquí! —gritó desafiante. Alan planeaba enfrentarse al poderoso enemigo.
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