Cap VII - II
En Annwvyn, el sonido de una gigantesca criatura resonó en lo profundo del bosque. Como un sonido que se apaga en un armario lleno pieles, Nathalia escuchó el estruendo de un trol a poca distancia.
La niña tenía tez clara y cabello carmín que le llegaba hasta los codos, destacando por su suavidad natural. Llevaba a cuestas a un niño cuya camisa blanca, ahora muy sucia, coincidía a simple vista con la descripción del joven Adler. Mientras intentaba escapar de su perseguidor, lo sostenía como apoyo, negándose a abandonarlo.
—Estamos cerca... —susurró ella, consciente del peligro que los acechaba. A pesar del bullicio distante de la batalla, que dificultaba la comunicación, priorizaba el sigilo en su andar para evitar ser descubiertos.
En un bosque en el que las miradas se perdían entre los pequeños y misteriosos detalles que tal vez pocos conocen, el sonido de las pisadas del trol que los perseguía era singular, constante y apresurado: siempre presente. El monstruo no se preocupaba por evitar derrumbes ni por ocultar su posición; rastreaba a los niños sin descuidar su progreso.
El joven a cuestas seguía adelante, a pesar de lo complicadas que se veían las cosas. Iba pronunciando palabras con poco sentido para ella, intervenciones como «olvidé el mío en casa...», mientras daba traspiés cuando la niña pretendía acelerar el paso.
—Vete, Nath... —murmuró Alan, dejándose caer a un lado mientras luchaba por respirar. En su descenso, fue atrapado por un tronco de árbol que lo inmovilizó. Ella también cayó, intentando aferrarse a él en un gesto desesperado a la vez que su respiración se agitaba.
La niña permaneció en silencio: gateaba entre las hojas caídas para llegar hasta él, a pesar del dolor por la herida en su costado. Con rapidez, se acomodó, usando su hombro como soporte y, una vez más, logró ponerse de pie junto con él.
—No me importaría morir aquí —aseguró ella en un tono de voz amenazante.
—Estás loca, Nath... —dijo él, apenas capaz de mantener el ritmo agotador de la caminata—. Me recuerdas a alguien.
Pero ella no respondió.
Después de unos segundos, se detuvo para recuperar el aliento. Alan sentía que Nathalia no comprendía la gravedad de la situación, pero decidió continuar con la charla.
—Las mejores personas lo están... —murmuró, apoyándose en ella mientras seguían adelante.
En ese preciso instante, el cristal de cuarzo azul se escapó de la mano de Alan y se perdió entre la hojarasca bajo sus pies. Brillaba con una luz tenue, emitiendo un suave resplandor que luchaba por destacar en medio de la lluvia.
—No... —susurró la niña, soltando a su compañero y adentrándose en la maleza en busca del cristal antes de que este los delatara. Alan cayó al suelo, agotado, mientras Nathalia rastreaba el collar perdido. Al fin lo encontró, y cuando lo tuvo frente a ella, sintió el brillo del objeto en su rostro, como aquella primera vez que deambulaba entre los arbustos, sin nadie a su lado.
En aquel entonces, su principal preocupación era sobrevivir por su cuenta. Se ocultaba de criaturas espeluznantes, cuyas imágenes prefería mantener vivas en su cabeza para evitar olvidar que el peligro acechaba en cada esquina. Los eventos que tuvo que superar cuando caminaba sola por el bosque no fueron nada alentadores. Con esto en mente, sentirse segura solo fue una conjetura breve, de esas que no valía la pena mencionar.
Mientras intentaba moverse, los recuerdos del incesante claqueteo de la mandíbula de la bestia resonaban en su cabeza. Se mantenía en constante movimiento, huyendo sin detenerse, pues sabía en lo más profundo de su ser que frente a algo así no había ventaja alguna. Se detuvo por un instante, cuando su mirada se perdió en una sombra que la hizo sumirse en sus pensamientos.
Los cuernos se extendían por encima de la cabeza de aquella criatura, más pronunciados que en un venado, pero menos imponentes que los de un alce. Su embestidura parecía estar formada por huesos, como si los cuernos fueran un casco que llevaba puesto o algún tipo de objeto que podía quitarse. Bajo ellos, había una piel oscura, pero no se parecía a la piel humana, sino más bien a una forma de piel muscular raída. Con un cuerpo de gran tamaño y una cabellera negra que llegaba hasta su espalda, la criatura caminaba erguida sobre sus dos piernas con una ligera inclinación hacia adelante. Y sus brazos, esas cosas, terminaban en garras afiladas que rastrillaban las hojas del suelo a medida que daba un paso.
El sonido repetitivo de «clac, clac, clac...» resonaba en los oídos de Nathalia mientras se ocultaba detrás de un árbol, a solo unos metros de distancia de esa bestia que la desquiciaba.
Recordó también aquella vez en la que su grupo había quedado reducido a nada, y ella se convirtió en la única sobreviviente. Mientras luchaba por su vida, las garras de la criatura la alcanzaron, dejándola al borde de la muerte. Pero en ese momento crítico, escuchó ladridos y aullidos: un lobo gris junto a su manada intervinieron para disputarse la comida en el suelo, distrayendo a la criatura y permitiéndole escapar. Si no fuera por esa inesperada actuación, es seguro que habría perdido la vida.
La niña no desperdició el tiempo en cuestionar lo que había presenciado. Aprovechó la confusión generada por el enfrentamiento, se lanzó a correr sin mirar atrás. A medida que se alejaba, el sonido de animales heridos y el estruendo de zarpazos contra el aire y la madera resonaban a lo lejos, creando una tonada perturbadora pero, al mismo tiempo, liberadora. Consciente de que las dos bestias aún estaban inmersas en su feroz batalla, Nathalia sabía que tenía una oportunidad para alejarse lo más rápido posible.
Era evidente que no existía un lugar seguro contra algo así, ella lo sabía. Debía aprovechar la oportunidad para poner la mayor distancia entre su seguridad y aquellos peligros.
Huyó de la escena sin tener una dirección clara. Estaba escondida. Luchaba por recuperar el aliento. Mas se vio interrumpida por una siniestra melodía que resonó por segunda vez, como si la criatura estuviera buscándola a ella en específico. A lo lejos, los aullidos de los lobos se mezclaban con la acústica del paisaje, indicando que habían reclamado el botín que el wendigo había dejado atrás.
Las noticias no eran nada alentadoras, ya que el wendigo era la leyenda que utilizaban para asustar a los niños. En su mente resonaba la canción que daba vida al relato: «Matan por hambre o por puro sadismo, su hambre no sacia, su sed de sangre tampoco...». La niña reflexionaba sobre cómo parecían matar no solo por alimentarse, sino por buscar algo más que la carne. «Maldito cuento», pensó con frustración.
Esto dio fama a la criatura como ser espeluznante, y su nombre, con su origen en la lengua de los Yorem, se hizo conocido en el mundo de los Egneb —los humanos sin egni—. Incluso ellos habían escuchado al menos una vez esa palabra que evocaba terror. Y debido a cómo estas personas demostraron ser, terminarían construyendo toda una cultura que rendía culto a un monstruo.
Temiendo las desdichas que antaño causara y la relevancia que esto dio a su imagen, Nathalia se ocultaba con el frío abrazando sus brazos y piernas, vistiendo un pijama oscuro de dos piezas con su nombre grabado en él. El rastrillar de las hojas, aunado al claqueteo de la mandíbula, se acercaba cada vez más, y ella se mantenía inmóvil, sabiendo que cualquier movimiento la haría vulnerable ante el animal. Aunque la criatura era consciente de la presencia de la niña, parecía disfrutar de su miedo, acercándose cada vez más.
La mandíbula del wendigo parecía acelerar su incesante claqueteo, revelando su deleite ante el miedo que se palpaba en el aire. No resultaba extraño que si los troles podían sentir a los niños, esta criatura también debía tener una forma de hacer algo similar. En medio de la oscuridad, Nathalia notó una tenue luz que provenía de detrás de un árbol cercano. De pronto, una voz resonó en el pequeño espacio que los rodeaba: «¡Corre!».
Apenas visible, la niña no dudó en seguir la indicación y se lanzó en dirección a la luz, dejando atrás a eso que la perseguía.
El wendigo lanzó un zarpazo al árbol justo cuando ella se alejó, algo que lo enfureció aún más. A pesar del peligro, el niño intentó hacer brillar el cuarzo con dificultad para atraer la atención del wendigo, pero el resultado fue inesperado. En lugar de acercarse, retrocedió temeroso ante el brillo del cristal. Parecía temer a la luz que emanaba de él, tal vez por ser él, en sí mismo, una representación de las sombras.
El chillido de la criatura resonó en el aire, envolviendo el entorno en un sonido escalofriante y perturbador. Era una cacofonía aterradora, comparable al chirrido del metal oxidado, uno que fractura cada nota en el aire y genera una sensación de angustia en los oídos de quienes tienen la desdicha de escucharlo.
El muchacho aprovechó la ventaja que le brindaba el temor del wendigo hacia la luz para acercarse y hacerlo retroceder en la dirección opuesta. Su objetivo era rescatar a Nathalia y llevarla a un lugar seguro. «¡Vamos, rápido!», gritó con urgencia, instándole a moverse con rapidez mientras agitaba la mano en señal de apuro.
La niña aún se encontraba oculta entre las sombras y el wendigo se acercaba muy rápido. En cuestión de un segundo, rodeó el árbol y se aproximó, levantando su brazo para clavar sus garras en ella.
Aquel niño, sin estar seguro de si funcionaría, impregnó el cristal con egni, ya que al tratarse de las tierras de Annwn era más fácil hacer algo así. Luego, lo arrojó en dirección a Nathalia, con la esperanza de que el brillo intenso fuera suficiente para repeler a la criatura y proteger a la niña.
El cristal resplandeció un poco previo a desvanecerse en el aire, justo antes de llegar a Nathalia. El chico creyó haber detenido al wendigo, pero en cuestión de segundos, este se lanzó sobre él y le clavó una de sus garras en el hombro izquierdo. Parecía confiado en su ventaja y estaba convencido de que los mataría, pero no sin antes disfrutar cada segundo.
Un grito de dolor resonó en la zona, acompañado por el aullido de los lobos que, alertados por el alboroto, se acercaban al lugar. El wendigo podía percibir la pureza en el corazón; se alimentaba de todo aquello que nacía de los buenos sentimientos, y el egni era un buen conductor para este tipo de cosas. Su mandíbula seguía produciendo el incesante sonido de «clac, clac, clac...». Las últimas dos víctimas frente a él. Ya lo extrañaba; hoy la suerte lo había premiado: tanto tiempo sin ver niños. Más herederos para deleitarse con todo aquello que los hacía humanos.
La niña sostenía el collar en sus manos, emitiendo una luz tranquilizadora, mientras frente a ella, el wendigo mantenía al chico suspendido en el aire. Nathalia estaba llena de miedo, y la criatura parecía disfrutarlo, dispuesta a dar el golpe de gracia.
Decidida a cambiar su destino, alzó el cristal, y sin comprender del todo lo que estaba haciendo, logró que brillara con intensidad frente a la criatura. La luz era tan vívida que el wendigo soltó al chico y comenzó a retorcerse como una imagen que se mueve bajo luces intermitentes.
En su desesperación por escapar del resplandor, este parecía materializarse en un extremo del pequeño rincón del bosque, solo para desvanecerse y reaparecer en otro extremo poco después. Era como si el brillo del cristal creara una distorsión, haciendo que la criatura se moviera de manera errática y confusa.
La niña estaba agotada, cayó al suelo mientras el cuarzo volvía a emitir un brillo tenue. Mientras tanto, el niño, con el brazo herido y debilitado desde su llegada, se acercó a ella con preocupación.
—Vamos, Nath... —Intentó decir, pero el dolor le impidió continuar. Con cuidado, tomó el collar con su brazo herido y, con el otro, ayudó a la niña a levantarse. Juntos, se prepararon para seguir adelante, buscando un lugar seguro donde reponerse o donde tuvieran al menos una mínima oportunidad de escapar.
El wendigo, aún lastimado por el resplandor, intentó buscar a los niños con la mirada, pero fue incapaz de dar con ellos. Al acercarse para inspeccionar el lugar del bosque donde creía que podrían estar, la manada de lobos arremetió contra él por segunda vez, atacándolo con ferocidad.
En esta ocasión todo sería distinto. Un alfa de ojos grises y abundante melena de un blanco platinado doblaba en tamaño a aquel al que habían asesinado minutos antes. La ferocidad de esta bestia era un ejemplo del linaje ancestral que corría por sus venas y del cual solo se sabían leyendas. Plantó cara a la horripilante criatura con un salto junto a una jauría de más de cincuenta lobos que se dedicaron a perseguirlo tras su escape. Eran lobos de Annwn, guiados por el alfa de un linaje de príncipes casi extinto.
Los niños lograron escapar, apoyándose entre sí mientras escuchaban el llamado del alfa a lo lejos: un aullido que resonó en tres tonos distintos, entrelazándose y creciendo en intensidad en una melodía grave y desconocida para ellos. Mientras tanto, los primeros pasos pesados de un trol se hicieron notar, marcando su presencia en la escena.
—Estaba huyendo de un trol... —comentó el niño mientras Nathalia le daba su apoyo para caminar—. Ahora que nos hemos expuesto a la luz, sabrá que soy yo y nos perseguirá. Es el momento perfecto para que te vayas, Nathalia.
—Moriremos intentándolo si es necesario —respondió con gran resolución, decidida a enfrentar cualquier peligro—. Pero antes de seguir adelante, ya sabes mi nombre, dime el tuyo. ¿Cómo te llamas?
—Alan —dijo él, sintiendo molestia en su brazo—. Mi nombre es Alan.
—Gracias por lo de antes, Alan... Ahora sí, puedes llamarme Nath —respondió ella mientras avanzaban juntos a través de los árboles del bosque.
—Está bien, será Nath... —dijo él, intentando sonreír. Las palabras del niño Adler resonaron en la mente de la niña, entrelazándose con el momento en que ella había quedado petrificada en el suelo cuando levantó el cuarzo.
«Nath... Será Nath...».
Nathalia reaccionó con rapidez, volviendo al presente y guardando el cristal en su mano. Exhausta, se arrodilló junto al chico. Se quedó en silencio durante unos segundos para recuperarse.
—Lo siento... —hablaba Alan con voz débil, disculpándose por dejar caer el cristal, entonces rió en consecuencia—. Mi cuerpo se está durmiendo. Casi he agotado todo mi egni. Valió la pena...
—Estás perdiendo mucha sangre —aseveró con preocupación tras notar la mancha en la camisa de Alan—. Necesito detener la hemorragia antes de que empeore.
—Oye, Nath... El trol olerá mi sangre... y si te quedas, no podrás escapar. Debes irte ahora.
—Usaré tu collar... —dijo sin prestar mucha atención a esas palabras. Desató la cuerda de cuero que lo sujetaba y la amarró a la altura del hombro de aquel niño—. Esto servirá.
Alan se quejó a causa del dolor, pero esto detuvo parte del sangrado. Continuaron caminando en dirección a la batalla, siempre por el lado de la arboleda que los acercara más al portal y los ocultara del peligro.
—¿Cuánto tiempo planeas seguir con esto? —preguntó él—. Créeme, que me salves no cambiará mucho las cosas.
—Pareciera que solo buscas suicidarte —respondió. Después de eso, reinó el silencio entre los dos.
La batalla alcanzaba su punto álgido. Se escuchaban sonidos que denotaban una feroz confrontación, con bramidos y golpes que hacían retumbar el suelo cerca de donde se encontraban.
—¡El trol se acerca, Nath! ¡Debes correr ahora! —exclamó Alan, pero la niña permaneció en silencio. En lugar de abandonarlo, decidió aumentar la velocidad a la que se movían, negándose a dejarlo tirado.
El bosque se erguía frente a ellos de manera ominosa, perdiendo toda la calma y el encanto que Alan recordaba. Ya nada parecía especial, y en todas las direcciones percibían peligro. Regresar al lugar de donde él venía no era conveniente, tampoco era seguro volver donde se encontraron con el wendigo o los lobos. El valle infestado de troles, donde suponía que estaba Krohn, tampoco era una opción viable si se pensaba por impulso. Las alternativas eran escasas; quedarse y enfrentar la muerte era una de ellas, una que ninguno se atrevía a contemplar, pero que seguía siendo una opción, al fin y al cabo.
El trol apareció a una distancia de veinte metros, guiado por el olor a sangre. Ambos niños quedaron visibles y apetitosos para él. La bestia llevaba un rato sin perderles el rastro y, en cuanto estableció contacto visual a esa distancia, se abalanzó contra ellos.
—¡Nath, rápido! Debes irte —exclamó Alan, pero el tiempo de reacción fue escaso.
Los árboles caían uno tras otro, en una secuencia frenética y continua. Era solo cuestión de tiempo para que el trol los alcanzara. En un acto de valentía, Alan empujó a Nathalia hacia un lado y comenzó a gritar con desespero.
—¡Aquí! ¡Ey! —gritaba mientras se alejaba de ella.
Pero Nathalia tuvo una reacción diferente. Infundió energía al cristal, haciendo que este comenzara a brillar desde su posición. El trol recordó la luz, sabía que se trataba de aquello que había estado buscando. Pronunció palabras en un tono grave y profundo: «Gelyn, bara nefol». El trol se acercaba con rapidez y, sin dudarlo, embistió a la niña. Con sus últimas fuerzas, ella corrió en sentido contrario mientras la criatura la perseguía.
Nathalia se esforzaba por escapar y salvar a Alan, pero había decidido hacerlo sola. Aunque comprendía que era su mejor opción, su velocidad era lenta y su energía se agotaba muy rápido. El brillo del cuarzo disminuía y la situación se volvía cada vez más desesperante. Estaba al borde del colapso por el agotamiento.
Alan decidió usar egni a pesar de las consecuencias. Con una mayor comprensión de su control y la versatilidad que ofrecían las tierras de Annwvyn, le resultó más fácil. Corrió con desespero detrás de Nathalia, mientras el trol la perseguía creyendo que ella era "ese" a quien buscaba.
«Tal vez, por orden de Krohn: el niño del cristal no debía escapar», eso creía Alan. Ya se sabía que el orgullo en los troles era algo que los caracterizaba, junto con lo siniestro que podían ser. Se sumaba de forma que lo traicionero cobrara sentido cuando se comentaba. «¡Un trol!», se leía en los libros. «Una bestia capaz de guardar rencor para siempre si se le humilla con propiedad».
La niña pelirroja corría, pero parecía no ser suficiente; el trol estaba cada vez más cerca. En cambio, Alan, "recuperado", sentía que podía alcanzarla y se esforzó por lograrlo. El trol golpeó un árbol, ensanchando aún más el camino, y en ese momento la luz dejó de brillar. Los perdió de vista junto al derrumbe, y la bestia quedó confundida, rugiendo con furia. «¡Bara nefol!», vociferaba con el grosor de sus cuerdas vocales.
—Él me quiere a mí, Nath —susurró Alan, abrazando a la niña bajo un árbol derribado mientras el trol se acercaba—. No puedes ganar, no se detendrá hasta matarme. Incluso si mueres intentando salvarme, me perseguirá y habrá acabado con ambos. Ahora, entrégame el cristal —insistió él—, no me debes nada.
Ella permaneció aferrada a Alan, negando con la cabeza. El trol seguía su ataque, haciendo temblar el suelo y derribando árboles a su paso. La furia en sus ojos era evidente mientras se acercaba cada vez más sin rumbo fijo.
—No lo hagas, Alan... —murmuró mientras él intentaba cubrir con su mano esa en la que ella tenía el artefacto—. No importa lo que digas, no puedo dártelo.
Nathalia se dio cuenta de que él estaba sacrificando su propia energía vital para ayudarla a escapar.
—Corre, Nath. Yo te alcanzaré. Cruza el campo de batalla y llegarás al portal —dijo usando su fuerza para tomar el cristal de la mano de la niña. Se abrió paso entre ella y el suelo hasta abandonar el árbol—. ¡Promete que correrás, Nath! —gritó con voz firme y decidida, sin importarle su cercanía con el trol.
—Lo prometo... —respondió ella sin mucho que decir al respecto. Cerró los ojos por un instante, como quien presiona los parpados para evitar el llanto. Alan dejó atrás el árbol derribado y se puso de pie frente al trol, sosteniendo el cuarzo en su mano.
A pesar de que apenas podía mantener el equilibrio, no le importó y empezó a correr en dirección a la imponente criatura.
—¡Vete, Nath! —gritó. Ella salió del escondite y avanzó en dirección a la batalla que se libraba en el valle, la cual llegaron a notar debido a los sonidos y el intercambio de luces a lo lejos, mientras él se quedaba atrás.
Alan mostró determinación al moverse con destreza y esquivar los ataques del trol, pero se dio cuenta de que no tenía los conocimientos ni las herramientas necesarias para derrotarlo. Su único objetivo era ganar tiempo para que la niña pudiera escapar. Era inevitable comparar este enfrentamiento con el anterior, cuando tuvo que pelear contra Krohn.
«Algún día todos moriremos, joven Adler», pensó Alan, recordando las palabras de Percival. Tal vez porque al estar cerca de la muerte, se obtienen este tipo de reflexiones. «La muerte no llega sin avisar, todas nuestras decisiones forman nuestro camino. Tu destino no debe ser morir en vano, porque la cobardía nunca ha sido el destino de un Adler».
El trol arrancó un árbol con la intención de aplastar al persistente niño. Alan saltó hacia el tronco y logró pasar por encima, pero no podía hacer mucho más. Utilizó el cristal para cegar al trol y así ganar tiempo en una batalla en la que el brillo del cuarzo se perdía entre la densidad del bosque.
Un Alan exhausto ya no podía continuar moviéndose de esa manera. La energía que utilizaba provenía de los veintidós años que le quedaban de vida, y ahora se encontraban disminuidos a la mitad. El trol decidió darlo todo en un último golpe al darse cuenta de que el niño apenas utilizaba la luz. Levantó el árbol sobre su cabeza y lo dejó caer con un estruendo ensordecedor, haciendo que el tronco se partiera en dos.
El niño cayó aturdido a un lado de los escombros. Vulnerable y expuesto, el trol no apartó la mirada de él y arrancó otro árbol, a la vez que se acercaba para exterminarlo. Alan intentó alcanzar el artefacto, pero lo había perdido, y ahora brillaba a pocos metros de distancia de donde se encontraba.
De forma misteriosa, el brillo del cuarzo se elevó, emitiendo una débil pero significativa luz que iluminó el rostro de una pequeña niña que no se molestó en mirar al heredero en el suelo. El trol, tras presenciar el movimiento autónomo del cristal, quedó perplejo sin saber cómo explicarlo. Su objetivo principal era acabar con Alan, así que eso haría. Sin embargo, la intensidad de la luz incrementó de un momento a otro y era tan fuerte que, con seguridad, podía verse a grandes distancias.
La gigantesca bestia experimentó ceguera, de la misma forma que cuando se mira el sol de frente. En el proceso, una inmensa cantidad de fuego invadió su cara en un acto de sorpresa, calcinando gran parte de su cabellera junto a la piel. Encontró su final entre sonidos de dolor, mientras caía sobre las hojas del bosque, convirtiéndose en una figura inerte y carbonizada.
Alan seguía aturdido por aquel ataque. Observó a la niña que se acercaba a él, vestida con un pijama idéntico al de Nath. Se había convertido en la nueva portadora del artefacto. Él extendió su mano con mucho esfuerzo para recibirlo, sintiendo el egni que emanaba de él. Aunque no entendía por completo lo que había ocurrido, sabía que el cuarzo había sido clave en la derrota del trol y que esta niña tuvo un papel importante en todo esto.
«Gracias...», dijo debilitado antes de caer dormido, tomando el objeto como algo que consideraba valioso para él, aunque no tenía planes inmediatos de usarlo. Mientras tanto, ella mantuvo el silencio.
En su lugar, colocó el dedo índice en la frente del niño y transmitió un pensamiento. Esto fue suficiente para que Alan entendiera qué era la niña, a través de una serie de recuerdos heredados. «Ahora ve al portal, niño, y sálvate», pensó Alan. La pequeña transfirió su egni restante al cuerpo de él y cayó dormida para siempre.
«Yori...», murmuró el niño Adler.
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