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Cap IX - II

El niño fue escoltado por dos de los acólitos restantes en la torre de los portales hasta llegar a un pasillo con el nombre «Corredor Incipiente», inscrito en él. A lo largo del pasillo, se encontraban varias puertas abiertas que indicaban la disponibilidad de los dormitorios.

—Adelante, elige cualquiera —dijo uno de ellos.

El muchacho no lo pensó demasiado y atravesó la puerta más cercana.

La habitación representaba para Alan un lugar acogedor. La cama, el armario y todo aquello que hacía de ella un espacio para descansar se convirtió en una parada previa para tomar un baño y cambiarse de ropa, consciente de que había poco tiempo.

Alan recibió una túnica de color añil, una tonalidad azul con delicados bordados amarillos sobre la cabeza, el cuello y a lo largo de la espina dorsal. El hombre que lo acompañaba la arrojó sobre la cama y se recostó cerca de la entrada.

—Date prisa, muchacho —instó mientras Alan se quedaba mirando todo a su alrededor, sin dar mucha importancia a las palabras; en cambio, el acólito se mostraba impaciente—. Hubo un tiempo en el que no querrías ser el último.

El trapo hacía alusión a los colores del escudo bajo las sombras de la habitación. Eran los mismos colores que estaban presentes en la vestimenta de los guardias, quienes llevaban una especie de camisa rudimentaria sin adornos ni detalles elaborados.

El propósito de aquella ropa parecía ser identificar al escolta como un neófito, alguien recién iniciado en la tarea de guiar a los herederos que cruzaban el portal. Este acólito ocupaba un rango muy bajo en la jerarquía, incluso por debajo de la escriba encargada de llevar el registro de los recién llegados, la misma que se había quedado sola en la sala de los portales.

El joven Adler decidió no demorarse más de lo necesario para prepararse, y evitando al acólito, se dirigió a un pequeño cuarto donde había un cuenco de metal con un espejo frente a él. Trabó la puerta y se lavó la cara con un poco de agua, de la misma forma que limpió sus brazos y hombros. Nada mas allá de eso, pues no necesitaba cuidar ninguna herida.

Restregó las partes de su cuerpo con sus propias manos, las mismas que eran acompañadas por la aspereza de la piel en un niño de once años: cabello, cuello, pecho y todas esas extremidades que dejaban atrás una acción frente al espejo.

De pronto, golpeó la mesa con fuerza, haciendo que el cuenco de agua temblara y produjera un sonido audible al otro lado, sin derramar una sola gota del líquido. Mientras contemplaba su nuevo reflejo en el espejo, sintió que algo en él había cambiado. Observó su cabello, rapado en los lados y casi rubio, cayendo sobre su rostro, y supo que ya no era el mismo.

La herida causada por el wendigo había dejado una marca en su hombro izquierdo, ahora cerrada con una piel que no era la suya y que contrastaba con la propia a través de ligeros tonos más oscuros. Junto a esa marca, había otras más pequeñas que seguían siendo visibles. Lleno de frustración, gritó con la voz invadida por la impotencia mientras daba repetidos golpes a la mesa, a la vez que se observaba en el espejo y el agua del cuenco salpicaba el lugar.

Alan no sentía rencor hacia las cicatrices; más bien, parecía odiarse a sí mismo, sufriendo una intensa mezcla de confusión y autodesprecio. Las marcas físicas en su cuerpo eran recordatorios visibles de eventos pasados, pero lo que le perturbaba aún más eran los "recuerdos" en su mente que parecían haber surgido de la nada, vivencias que jamás consideró ni de las que había formado parte.

Esa extraña sensación de que su memoria había sido invadida por nuevas imágenes lo llenaba de inquietud, generando una profunda incertidumbre acerca de quién era en realidad. Eran las mismas experiencias que creaban culpa en él, y al mismo tiempo, le hacían entender mejor las cosas. No era un sentimiento impulsado por el recuerdo ni por la memoria de su padre, sino más bien por una forma de voluntad heredada a través de un largo linaje.

Esta era la voluntad de los Adlers, la misma que revelaba ante él su futuro: un nuevo camino que odiaba y que le hacía golpear la mesa una y otra vez, porque muy dentro de sí mismo sentía que nunca habría tenido opción de elegir su propio destino.

El hombre del abrigo, aquel que casi lo ataca, despertó cierta curiosidad en él. Sabía que era un seeker, aquellos de quienes había oído tantas historias durante su infancia, y también sabía que era, en extremo, raro ver a uno; a menos que te metieras en problemas muy serios y el magisterio o Erebu enviaran un par. Además, sabía que utilizaban las sombras para moverse, tratando de llamar la menor atención posible, una metáfora propia de Berkant, que conseguía explicar con detalle su nivel de sigilo.

Los seekers realizaban una variedad de misiones a lo largo de ambos lados del portal. Un trabajo que sin duda despertaba la admiración de cualquier niño, el mismo con el que no solo uno, sino varios soñaban.

Además, era consciente de que cada uno de ellos podía resultar difícil de tratar; las historias en los libros narraban las numerosas hazañas de un seeker llamado Berkant. Estos cuentos eran conocidos alrededor del mundo de los herederos, aunque la información estaba segregada y los niños comunes —egnebs—, no sabían nada al respecto.

Alan se consideró afortunado por no haber recibido un golpe directo, o al menos eso pensaba. En su memoria, tenía el recuerdo de aquella vez en la que Aiel, su padre, se batió en duelo con uno de ellos.

Era común escuchar la expresión «ataca primero, pregunta después», de un seeker impetuoso, una táctica de conversación utilizada contra Aiel aquella noche en la que uno de ellos, Anton, apareció en su casa para persuadirlo de unirse a la división erebuense, o al menos eso creía Alan hasta ese momento. Ahora tenía la capacidad de reconstruir partes de la escena en su mente a través de la lógica que aplicaba en sus "recuerdos".

Desde luego, Aiel rechazó la propuesta de muy mala gana y el niño solo pudo recordar como aquel hombre perdió los estribos, atacando a su padre por la espalda.

A pesar de ese altercado, daba la impresión de que ambos se conocían desde hacía mucho tiempo, ya que no era la primera vez que Anton aparecía en las puertas de la mansión Adler. Tanto Aiel como su agresor eran diestros en el uso de las artes mágicas; sin embargo, este último nunca mostró intenciones de utilizar su poder a menos que estuviera acorralado o fuera necesario.

Anton no tuvo muchas posibilidades contra Aiel, quien siendo el Adler de esa generación, anticipó que algo así podría suceder y tomó precauciones. Después de recibir de lleno el encantamiento, se levantó y pronunció las palabras que Alan recordaría hasta el día de hoy: «Mi hijo tiene que descansar, retírate, por favor».

Percival tomaría al niño y lo llevaría a la cama, pero Alan había olvidado mucho desde aquella noche. Existían lagunas en su memoria, eventos que se desvanecieron con el tiempo y que ahora intentaba recuperar.

Ambos discutían sobre un artefacto perdido que la rama de Erebu estaba buscando. Anton acusaba a Aiel con la intención de obtener una confesión, pues creía que los Adlers tenían conocimiento sobre el asunto. Desde luego, Aiel se negó a revelar cualquier información y fue atacado a traición por el seeker con un «Syfrdapwls», un hechizo para aturdir al oponente.

El padre de Alan estaba de espaldas cuando recibió el ataque, pero solo se inclinó un poco ante él. Tras girarse de nuevo, advirtió a Anton de que presentaría una queja formal ante el magisterio si no se retiraba. Explicó que el uso del egni fuera de Annwn estaba prohibido, a menos que fueras un seeker en misión o estuvieras en las tierras de Erebu en Londres, donde estaba ubicado el castillo.

Desafiar la ley era algo serio para los herederos, y eso quedó claro en aquel momento. Las palabras de Aiel hicieron eco en la mente de Alan, aunque el recuerdo era borroso, ya que intentaba reconstruir la escena en su cabeza. A pesar de recordar más detalles que antes, no lograba determinar si las palabras de su padre fueron pronunciadas antes o después del ataque de Anton, y había demasiado que omitía.

—Fuiste tú, padre... —murmuró Alan frente al espejo.

El acólito interrumpió de improviso la escena en la que el niño Adler se quedó mirando su reflejo. Los golpes a la mesa llamaron demasiado la atención y, tras el episodio, se escuchó un fuerte golpeteo en una de las puertas en la habitación. «¡Toc, Toc, Toc!», era el estruendo que se repetía a un costado.

—¡Oye, niño! Espero que estés vestido porque voy a entrar en tres... dos... uno... —Sin mayores preámbulos, la puerta se abrió, revelando al niño Adler en su interior, vestido con su franela "blanca".

La presencia de vigilancia resultaba incómoda para él, pero era algo que no podía cambiar. A pesar de eso, intentaba responder a cada sugerencia que el neófito planteaba en ese momento. Mientras tanto, la forma y los colores en el escudo de la habitación se volvieron más claros para Alan, atrayendo su atención.

—¿Sabes, niño? Entiendo que todo esto sea difícil para ti, pero solo necesitas dejarlo ir. Si permites que elimine los sentimientos que te afligen, notarás un gran cambio. Es una práctica que se ha utilizado durante siglos con la intención de aliviar la carga emocional —añadió mientras se mantenía de pie frente a la puerta, esperando a Alan.

»Tus compañeros pasaron por lo mismo —prosiguió—, y fueron atendidos de esta forma; así como tú, yo también tuve once años alguna vez, así que entiendo cómo te sientes ahora. Permíteme borrar esa sensación difícil de describir de tu mente.

—Pareces alguien amable —respondió Alan—, pero seré honesto con lo que diré. Si intentas tocarme, será la última vez que quieras ayudar a alguien —añadió mientras se acomodaba la túnica sobre su ropa sucia, cubriendo todo su cuerpo.

—Un Adler ¿no?... La desconfianza es algo problemático en tu linaje. Parece que no puedes imaginar que alguien más pueda hacer lo que tú.

—No sabes nada acerca de mí —respondió Alan una vez estuvo listo para dirigirse hacia la entrada.

—Tal vez tengas razón —respondió el escolta, buscando aliviar el ambiente con una conversación, ya que el niño se negaba a ser tratado—. En su momento no escuchaba más que historias sobre la mansión de tu familia. No quedaban ganas de acercarse... —Hubo un breve silencio y se dio cuenta de que su comentario no ayudaba.

»Lo siento, me refería a que... —intentó rectificar, pero se dio por vencido—. En fin, olvida lo que dije. Al menos disfrutaste de un buen baño, ¿no es cierto?

—¡Apresúrate con el niño, Rowan! —gritó una voz que esperaba en el pasillo.

—Bueno, es hora de irnos —dijo el acólito—. No te preocupes, lo más doloroso es la picadura del insecto. Recuerdo que me desmayé aquella vez.

Alan cubrió su rostro con la capucha de la túnica y caminó a través del marco de la puerta, siguiendo el trayecto que el otro escolta indicaba para él.

—Sabes que el chico es un Adler, ¿no? —comentó el otro acólito en voz baja, muy cerca de Rowan y a cierta distancia de Alan.

—Lo sé —respondió usando el tono más ligero de un susurro.

—Entonces sabrás que no vale la pena intentar caerle bien si es probable que después del juramento se comporte aún peor.

—Desde mi perspectiva, Theon —intervino Rowan—. Es difícil imaginar algo que pueda convertir a este niño en alguien más oscuro, a menos que estemos frente al mismísimo Annwfn. ¿Te mencioné que amenazó con romperme el brazo allí dentro?


Avanzaron por el pasillo, manteniendo cierta distancia entre ambos extremos. Mientras los dos acólitos conversaban, abordaron diversos temas que les permitieran disfrutar del recorrido. Mientras tanto, Alan seguía el camino designado, con solo la nariz y la boca al descubierto, dirigiéndose hacia la ceremonia.

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