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Cap IV - El niño loco

La palabra de un alguien hacía eco sobre aquellas paredes, todas en ruinas, todas antiguas como cualquier otra estructura con miles de años y de las cuales nadie, entre aquellos que empezaban a despertar, sabía nada.

Cada rostro se perdía en la bruma que los ocultaba a poco menos de tres metros y que, poco a poco, se fueron revelando cuando sus portadores empezaron a caminar sobre las grietas del piso y la madera podrida. Un espacio precario albergaba a más de veinte jóvenes que abrían los ojos por primera vez ante la noche.

El espesor de la humedad adherida al bosque era acompañado por una oscuridad tremenda que ahogaba imágenes claras en formas abstractas. Algunas apenas se pronunciaban, incapaces de ser valoradas, y otras eran solo puntos iluminados que invitaban a imaginar cosas que, amenazando la certeza con existir, no estaban allí.

Sea cual fuese la razón, no tuvo sentido obedecer esta necesidad de mantener la mirada fija en un punto la mayor parte del tiempo. Esa luna en lo alto era el único motivo para querer abrir los ojos. Sin ella, esta "nada" era evidente, y aunque insuficiente, debía bastar. Fue así que una idea nacida en la obviedad se adaptó a la noche sin pedir mucho a cambio: luz.

Eran niños, la mayoría con la ropa equivocada, apenas notable si te acercabas. Inadaptados, si se quiere: su vestimenta era evidencia de la mala fortuna, similar a cuando improvisas una elección entre dos opciones extremas.

Hubo excepciones, siempre las hay. Algunos iban con vestimenta casual, nada extraordinario o pijamesco: botas, gafas, jerséis y demás. Otros, con peor suerte, sin zapatos; sin abrigos ni telas gruesas ni cuero. Vestidos para dormir porque de dormir era la hora, que de haberse respetado, los otros no hubieran encajado, pero sería normal y eso no tendría sentido.

Niños y niñas, tirados en el suelo mohoso por igual, sin que el frío decida a cuál de ellos afectar más. Varios tonos de piel, pero ¿quién lo notaría?, sino la propia conciencia. Los peinados, con sus colores, eclipsados ante el contexto. Estas cosas no importaban demasiado, ya que la ecuación social había dejado de influir. Nada estaba escrito, excepto el orden natural: el instinto, ese que te hace egoísta y apuesta por ti en mayor medida.

Las condiciones eran las mismas para todos en su intento por estirar los brazos, tomar fuerza y levantarse sin tropezar con el de al lado. A veces, la sorpresa por omisión causa miedo; este desencadena la ira y se apodera del cuerpo cuando menos se espera. Se expande por ambas piernas, debilitando el control; se acumula en el estómago hasta irradiar hacia la médula espinal y luego a la mente, que busca ser racional pero reacciona con irracionalidad ante el conflicto: violencia.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó alguien. Vestía un traje deportivo que llevaba el logotipo y los colores de un instituto—. ¿Qué es este lugar?

En su angustia, levantó una rama del terreno, una que a simple vista parecía resistente, y tras girarse repetidas veces con rudeza, la agitaba contra la sombra de aquello que distinguía y que no.

Otros miraban con cautela, y sin pensarlo dos veces, también se armaron con algo del suelo, pero en esto fueron cuidadosos. No sentían la necesidad de caer en ataques preventivos, al menos no todavía, no como tal vez lo quiso ese alguien. Optaron, en cambio, por confiar en que ser precavidos significara bastante.

A pocos metros del escándalo, un niño de cabellos rojos llevaba su mano al rostro. A juzgar por la situación, parecía acostado como quien duerme una siesta por la tarde sin preocuparse por hacerlo en el sofá; se quejaba del ruido, resultado del alboroto, y cuando por fin logró sentarse, tras intentarlo un par de veces, replicó.

—¿Quién será el idiota que está gritando...? Me duele la cabeza... —Ériu había quedado último en despertar víctima del bullicio.

Esto lo impulsó a dejar de lado esa comodidad que no le acompañaba: el frío hospedado en el rocío de las plantas sobre las que estaba, junto a esas ramas secas e insufribles que se iban clavando bajo su espalda con cada movimiento.

—¡Oye! ¡Relájate, suelta eso! —gritó una niña, que al estar próxima al chico nervioso, pudo, por poco, esquivar una de las varias abanicadas de su garrote. Rasgó su pijama en el intento de escapar. Esto la obligó a mantenerse lejos una vez que hubo caído sentada sobre más bosque.

—¿Cómo llegué aquí? — preguntó él con prepotencia, cuando ya estaba por completo aislado en el centro de un círculo; uno que había sido definido por la distancia de otros niños con él, y cuya cercanía más próxima, ahora, era con una roca a la cual doblaba en tamaño.

—Nadie lo sabe, estamos igual de confundidos que tú. Solo baja esa rama y podemos hablar tranquilamente.

El comentario se escuchó entre la multitud que se acercaba con calma hasta él, haciendo que con cada paso el círculo se volviera más pequeño. La tensión estaba en incremento. A este punto, la gran mayoría tenía algo en sus manos, con la excepción de Ériu, que hasta ahora había conseguido sentarse sin entender nada.

Fue imposible fijar un alto cuando aquellos que se acercaban tomaron más cosas del suelo para "defenderse", usando como pretexto la confusión. De este modo, no llamar la atención a la hora de armarse y así ganar un seguro de vida. Ya fueran rocas o restos de madera, cualquier objeto era útil. Se llegó a un punto en el que la mayoría buscaba neutralizar al niño paranoico, sin dejar de lado el temor que se respiraba. Esto ocasionó que muy cerca de él se escucharan comentarios del tipo:

—Intenta acercarte por la derecha, yo iré por la izquierda... —decía uno con el cabello claro.

—Tal vez si lo rodeamos...

—Hablen más bajo, empieza a notarlo —intervino un tercero.

—Solo habrá una oportunidad, así que atentos —reafirmó el primero. Pero del mismo modo que a veces la medicina tiende a ser peor que la enfermedad, ocasionó que el problema escalara más rápido y de forma repentina.

—Solo quieren que baje mi arma para acercarse y hacerme daño, ¿no es así...? Sí... Pero no pasará —dijo, luego se rió cual enfermo mientras insistía con la necesidad de agitar la rama, moviendo de golpe su cabeza rapada—. No caeré en algo tan bobo como eso.

Y lo intentó una vez más, con mayor velocidad, a la vez que sus ojos simpatizaban con la imagen de un lunático.

A poca distancia, un joven dejó caer sus gafas mientras se inclinaba para tomar una roca. Se sentía obligado a pensar igual que el resto, pues creía que las cosas pasan como tienen que pasar, pero se hacía a sí mismo una y otra vez la misma pregunta: «¿Qué hay de aquellos que piensan distinto?», sin estar cerca de encontrar la respuesta. Le llevó tiempo reflexionarlo, pero mientras seguía insistiendo en esa cuestión, los demás buscaban objetos que usar en el círculo tenso que se había formado. Pese a todo, este muchacho se detuvo y solo observó lo enfermizo del panorama, sintiendo cierta incomodidad ante la situación.

—La presión social te obliga, a veces, a hacer cosas que no van contigo —murmuró en voz baja mientras se dirigía hacia un trozo de roca del tamaño de una pelota de rugby. Colocó ambas manos sobre el objeto, y cuando se acomodó, intentó moverla sin obtener resultados—. Una vez más, pero con más fuerza.

Acomodó su overol y luego remangó su franela, decidido a llevarla consigo. Tal vez debido a su mala suerte o porque la roca se negaba a ser alzada, sus anteojos cayeron rozándola. Y la situación empeoró el doble cuando intentó improvisar un movimiento para tomarlos antes de que llegaran al suelo. Se vio muy cotidiano, que no pudiera acertar ni una vez, provocando que el pesado peñasco cayera de forma ruidosa y las gafas fueran golpeadas por su mano hasta perderse en la maleza.

Resultó demasiado obvio lo que había pasado, dado que no respetaba el método empleado por muchos a la hora de esconder algo con ellos, incluso para el protagonista de aquel escándalo. Ese que, sin tomarse el tiempo de entender nada, gritó:

—¡Tú, aléjate! —Y de forma apresurada, el joven que buscaba los anteojos con desesperación, se percató de que era a él a quien le hablaban.

«Qué mala suerte», seguro pensó, pero no hubo espacio de tiempo lo bastante largo como para favorecerlo ante la reacción desenfrenada del niño exaltado, quien corrió en su búsqueda.

—¡Qué te alejes, digo! —Se abalanzó contra él.

En su intento por retroceder, el otro niño solo pudo caerse sin nada que utilizar para disuadir el ataque, ya que tenía consigo las manos desnudas y la aptitud de distinguir poco más que la forma borrosa de un matón que se le venía encima. El niño paranoico alzó la rama y, en una tentativa por golpearlo, la blandió como una espada. A pesar de estar rodeado, no hubo margen de tiempo para que alguno de los que formaban el círculo actuara en consecuencia, ya que su inercia superó la de cualquier otro conspirador.

No obstante, alguien que vigilaba escondido tras la roca se arrojó sobre el agresor justo antes de que este tomara la iniciativa, como quien interpreta el punto de partida en una carrera tras escuchar un fuerte disparo. Así, consiguió dar con el momento preciso para tomarlo del tobillo y poner fin a la posibilidad de acercarse al chico indefenso. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, un movimiento preventivo cuasi calculado minutos atrás.

Ambos cayeron de lleno al suelo, al mismo tiempo, y el héroe recibió una patada en la cara, lo cual lo enfureció bastante. Después de forcejear entre restos de bosque y ruinas, y con algo de tiempo a su favor, logró estar encima del agresor para poner freno a esto.

—Te tengo —dijo el chico de cabello negro y largo. A continuación, proporcionó una paliza en la que cada puñetazo evadía cualquier intento de defensa por parte del niño con aquel palo en la mano.

Directo al rostro o a las costillas, uno tras otro y sin detenerse, el héroe propinó puñetazos sin mostrar necesidad de querer desarmarlo, dejando en evidencia la diferencia de poder que existía entre ellos. Segundos después, el palo cayó al suelo por sí mismo, arrojando un sonido al aire que se mezclaba con la respiración del chico entrometido, mientras los demás miraban asombrados sin saber cómo actuar.

Era natural alegrarse por la victoria, pero al inicio parecía que «ya había recibido suficiente, ¿no?», así pensaba la niña que pudo esquivar el primer ataque, aunque no era un pensamiento ordinario. Otros solo apostaban, con la intención de vengarse, por darle una lección al niño loco, como lo había llamado el héroe tras asestarle un golpe en la mandíbula que lo dejó fuera de combate.

—¿Alguien igual de confundido...? —preguntó sin aliento, sentado sobre el chico inconsciente.

—Gracias... me llamo Arthur —dijo el dueño de las gafas en un tono introvertido; las mismas gafas que, después de caer, fueron pateadas por el niño loco al inicio de aquella cruzada.

Arthur estuvo sentado todo este tiempo frente al alboroto. Había presenciado de segunda mano aquel golpe y con él, ese sonido que le acompañó, el del cráneo al chocar con el piso deshecho de aquellas ruinas, o el del hueso al fracturarse. De cualquier manera, ambas opciones eran igual de aterradoras. La peor parte es cuando lo sabes, y ese era el caso, él lo sabía, razón por la cual estaba tembloroso, y no era para menos. «El héroe tiende a perder la cabeza en las mejores historias», pensaba. Había leído lo necesario sobre héroes y villanos en esta versión de su vida, tanto que, aún sin sus anteojos, transmitía ser amante de los libros.

A pocos metros de aquel suceso, alguien alzó la voz, desafiando el principio de autopreservación al exponerse ante un depredador y su presa.

—¡Oye, es suficiente; bájate del chico! —gritó el niño pelirrojo. Después de escuchar las amenazas del niño loco segundos atrás, quiso acercarse lo antes posible, y eso hizo, bostezando y algo atontado. Había conseguido llegar, aunque un poco tarde.

Ériu se encontraba detrás de la primera línea del círculo cuando comenzó la pelea, justo en el momento en el que las gafas de Arthur tropezaron con uno de sus zapatos. Se inclinó para tomarlas y corrió para ponerse a la vista de ese desastre, como lo veía él. A pesar de estar cerca, el tiempo no lo favoreció. Quedó primero mientras miraba cómo el héroe asestaba el golpe final, sin poder decir o hacer nada para impedirlo.

—Sí, claro... Es difícil detenerse una vez que empiezas —dijo el héroe, mientras limpiaba su cara con el antebrazo de su camisa y su cola de caballo se agitaba de un lado a otro tras quitarse de encima.

—¿Ériu? —exclamó una voz femenina que se hizo notar. Nadie supo dónde mirar hasta que escucharon un par de objetos caer, lo que alarmó a todos. Entonces, emergió del tumulto donde había permanecido oculta todo este rato.

—¿Brígh? —inquirió Ériu al presenciar aquel cabello amarillo inconfundible con ese corte recto a nivel de la boca, tan perfecto y sedoso que no daba lugar a dudas. «Sí, es Brígh... ¡Oh no!, seguro lo recuerda», pensó.

Ella lo abrazó con urgencia antes de que él pudiera decir algo, mostrando el anhelo de dos personas que se habían separado por mucho tiempo. Ériu se sintió avergonzado, pero no hubo tiempo para las palabras tras su reacción.

—Tú también estás aquí, qué suerte... —susurró ella, reconociendo ese color de cabello y la bufanda gris atada alrededor del cuello, los ojos azules y la chaqueta beige que llevaba puesta minutos atrás cuando estaban juntos.

—¿Suerte? —respondió él, notando lo incómodo que se había vuelto todo después de convertirse en el centro de atención, entonces ella lo dejó ir.

—¿Qué rayos fue eso, Ériu? Intentaste bes... Digo, hay mucho de qué hablar. —Lo golpeó en el hombro una vez terminó con el saludo, luego se quedó cruzada de brazos.

—Brígh, puede que todavía no lo notes, pero estoy a mitad de algo importante —añadió él, intentando no mover demasiado los labios para transmitir un mensaje coherente.

—Sí, entiendo a qué te refieres —murmuró ella, acomodando su bufanda. Optó por quedarse mirando lo que el héroe haría a continuación—. Cada vez todo se pone más raro.

—Entonces ustedes se conocen, por suerte es un indicativo de que ambos guardan relación. Así como combinaron sus bufandas, asumo que habrá otros que también están relacionados, ya saben, al igual que ustedes dos. Por cierto, permitan que me presente, mi nombre es Víktor —dijo el héroe.

Tomó su tiempo para caminar desde donde estaba hasta quedar frente a Ériu. Dejó ver que traía botas, un pantalón ajustado y una camisa blanca remangada hasta los codos. Al igual que ambos niños, lucía preparado para la ocasión. Extendió su mano y una vez más:

—Puede que no me haya explicado bien, pero me refiero a que si ustedes se conocen es porque haber aparecido aquí juntos respeta algún tipo de patrón.

El pelirrojo correspondió el saludo con un apretón de manos, y con un tono serio, dijo:

—El mío es Ériu y no tengo la menor idea de lo que hablas.

Los demás solo podían mirar hacia dónde se dirigía aquella charla en medio del bosque; ninguno tenía algo que decir hasta ese momento, excepto Arthur, que intervino una vez que se puso de pie para mostrar su preocupación.

—Sé que están hablando de otras cosas, pero acabo de perder mis anteojos. Tal vez, si pudieran quedarse quietos, lo agradecería. Sería imposible para mí reponerlos en esta situación —y se rió con nerviosismo.

—Ah, sí, con respecto a eso —correspondió Ériu, soltando la mano de Víktor—, esto llegó a mis pies por pura casualidad.

Luego, descolgó del bolsillo de su pantalón aquel cachivache tan querido por ilustres y miopes.

—Qué suerte. —Suspiró. Se apresuró a tomarlos y prosiguió—. Mis alternativas eran prácticamente nulas. Gracias, estoy en deuda, y completo —dijo riendo—. Es un placer, Ériu y Brígh. Mi nombre es Arthur.

—Y yo soy Scarlett —dijo la niña de cabello rojo, frondoso y ondulado, quien casi acabó víctima de este niño que había vuelto a dormir.

»¿Qué haremos con él? —preguntó, señalando con la mano al niño inconsciente.

—Esperar a que despierte, supongo. Necesitamos recaudar toda la información posible hasta saber con certeza qué hacer —añadió Víktor, al mismo tiempo que intentaba sacudir el polvo de su ropa.

—¿Y si enloquece de nuevo? —insistió Scarlett, sin querer hacer drama. Pero a ella le resultaba imposible no preocuparse después de recordar cómo casi le golpea.

—En ese caso, será mejor que siga dormido —respondió Víktor.

—¡O atado! —gritó una voz al fondo, pero el comentario se tomó como una burla y nadie se molestó en buscar su origen.

—Créanme, este bribón será el menor de nuestros problemas —aseveró Víktor, agachándose junto al niño loco—. Yo me encargaré. Hasta entonces, lo mejor será despejar un poco la mente. No hemos tenido tiempo para reflexionar. Tomemos unos segundos para calmarnos un poco.

Sus palabras fueron suficientes para que la necesidad de combatir se disipara. Así, los alrededores se llenaron de un ruido repetitivo que iba acompañado de acciones pasivas, como sentarse o dejarse caer de rodillas. Todas ellas, signos de derrota frente a la incertidumbre que transmitía el bosque.

Nadie lloraba, y si lo hacían era entendible, ya que eran niños. Pero aunque esto llamó la atención de Ériu cuando empezaba a observar con mayor detenimiento, comprendió que quienes lo rodeaban no eran niños comunes, sino herederos del Egni. «Solo alguien capaz no permite que el miedo lo invada», teoría del primer año. Incluso cuando se trata de niños afectados por lo sombrío del entorno, siempre hay que dejar lugar para el análisis de lo posible.

Brígh actuó distinto al pelirrojo. No perdió tiempo en saludos ni falsas cortesías. En lugar de eso, lo tomó de la mano y lo llevó a un rincón apartado para hablar con privacidad. Quería una conversación franca y sin restricciones, sin preocuparse por medir el tamaño de lo que se dice.

Víktor hizo lo mismo con el niño loco, pues la referencia estaba, por ahora, más viva que hace unos minutos. Lo alzó por debajo de los hombros y, con cierto desprecio, lo arrastró hasta alejarlo de cualquiera. Después de unos segundos, lo dejó caer al lado de un árbol envejecido. Se tomó esta molestia con la intención de mantener la paz. No pidió a nadie que lo acompañara por precaución ni que lo ayudara a compartir el peso. Fue él quien quiso encargarse del chico, y una vez hecho, se sentó frente a él, a la par que empezaba a acomodar las manos para pensar un poco.

A juzgar por cómo ocurrieron los eventos, este momento fue una presentación que dejó al descubierto más de lo necesario: la ropa importaba poco, los modales resultaban un tanto absurdos y, la mayor parte del tiempo, el instinto de supervivencia era quien dictaba cómo actuar.

Respecto al resto del grupo, optaron por intercambiar nombres, experiencias y opiniones. Entre ellos se encontraban tanto Arthur como Scarlett, quienes socializaron lo suficiente, a diferencia de varios otros que prefirieron mantenerse distantes. Estos últimos se mezclaron con las plantas y enredaderas que, de forma indiscriminada, invadían cualquier estructura todavía en pie entre las ruinas. Yacían allí, perdidos entre arbustos y rocas envejecidas que antaño adornaban el lugar, sin decir o hacer nada más que bromear desde las sombras.

A pesar de la poca confianza que se tenían, no era necesario alejarse demasiado. Cada uno de los integrantes del grupo estaba a menos de cuarenta pasos del otro. Así, esa distancia parecía ser la necesaria para brindar seguridad y privacidad, dando por sentado que se respiraba calma frente a extraños conocidos que por conocer.

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