Una joven pelirroja caminaba por su nocturno jardín, apreciaba que su padrino a quien consideraba un padre la dejara ponerle un poco de color a la oscura casa.

-Aster.-La voz de Severus resonó desde la puerta.

-¡Voy papá!-Chilló con una sonrisa.

Desde los 11 años su padrino se había hecho cargo de enseñarle todo acerca del mundo de la magia, bajo la orden de Dumbledore ella no podía asistir a ninguna escuela de magia, o salir de casa, incluso usaba el apellido Snape en casos especiales evitando que la relacionen con el elegido aunque todos notaban que Aster era la viva imagen de su madre, Lily.

Con 16 años no sabía casi nada de su pasado, ni de su hermano o sus padres, apenas conocía al mundo como tal. Cuando ella tenía 2 años de vida, Lily quien presentía algo malo pasaría dejó a su pequeña al cuidado de Petunia confiándole a su hija mayor, por pedido de James, Harry se quedaría esa noche con ellos. Grave error.

A la mañana siguiente los Dursley recibieron la noticia de la muerte de los Potter, Severus llevo a la pequeña Aster con el mientras Harry pasaría los próximos años sufriendo gracias a sus tíos.

-¿Qué estudiaré hoy? ¡Vi el libro de Newt Scamander, ¿Podemos ver animales?

-Tengo una mejor noticia, Aster.-Le extendió una carta con un extraño sello, la pelirroja dudó antes de tomarlo recordando aquel sobre que algunas veces su padrino había recibido.

-¿Hogwarts?

-El director dio el visto bueno para que hagas tus últimos años ahí.-Suspiró preocupado.-Pasarás desapercibida, este año se celebra un torneo y habrán los suficientes estudiantes para que te mezcles entre ellos.

-¿Y que te preocupa?-Sonrió marcando así sus hoyuelos.

-Hay tres personas a las que es mejor que no te acerques...-Aclaró su garganta.

-¿Son malos?

-No, pero por tu bien es mejor que no te les acerques, Harry, Ron y Hermione.

-¿No tienen apellidos?-Bromeó ganándose la mala mirada del adulto.

-No hacen falta, sabrás quienes son a penas entres ahí.

-Mira el lado bueno, ya no te puedes quejar de que solo hable con los pájaros.-Besó la mejilla de su padrino antes de hacer un movimiento con su varita provocando así que los platos comiencen a lavarse por sí solos.-Y yo ya no tendré que ver el desastre del lavadero.