Prólogo
Desde el principio, el pecado fué un deseo latente, una pasión que se oculta tras la sombra de la virtud, esperando el momento perfecto para desbordarse. Eva, la primera, no fue una víctima, sino una seductora. En el Edén, la serpiente no le ofreció solo la fruta, sino un mundo de placeres desconocidos, un susurro prometiendo un placer que ni el paraíso ni los dioses podrían robarle. Ella lo sintió, el deseo vibrando en sus venas, un fuego que la quemaba y la liberaba.
Así nace el pecado: no en el arrepentimiento, sino en la tentación. No en la caída, sino en la ascensión a algo más allá del bien y el mal. Eva no sucumbió a la fruta, sino al deseo carnal, un deseo tan profundo que no pedía perdón, sino más. El pecado original no es solo la ruptura de una regla, es la liberación de los instintos más primitivos. Es la sensualidad misma, el anhelo que se despierta cuando todo lo prohibido parece al alcance de la mano, solo un suspiro lo separa de la piel.
Ella, como todas las mujeres que han conocido el peso del deseo, lo sintió. La fruta entre sus manos, la serpiente enrollada en su brazo, le ofreció el poder de lo desconocido, la llave a un reino donde la carne no tiene límites, donde el alma se entrega a la pasión sin remordimientos. Y como Eva y Adán, en ésta historia se experimentará la misma tentación. Ella con su cuerpo, un templo, se convierte en altar, y el pecado, su adoración. Para él, el deseo no es su condena, es su salvación.
Porque, en el fondo, todos deseamos lo prohibido. Y cuando el pecado es tan dulce, ¿quién puede resistirse?
¿Sabés orar?
Pues arrodillate y eleva tu mejor plegaria, que aquí todos somos pecadores.
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