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Uno

Era de esos junios en los que el frío calaba hasta los huesos, y no nevaba porque la humedad de Buenos Aires jamás permitiría que los copos bajen en otro estado distinto al de aguanieve.

Pero ni el clima, ni la temprana hora de la mañana, borrarían la sonrisa del rostro de Evangelina, que caminaba con las manos hundidas en los bolsillos y los auriculares en sus oídos, tarareando la canción que la acompañaba esa mañana a trabajar. Y la sonrisa se transformó en una suave risita cuando notó al jefe de cocina y al barista en la puerta del restaurante, doblados de frio, casi en posición fetal a pesar de estar de pie.

De nuevo, Alan se había quedado dormido y el local estaba cerrado.

—Buen día chicos, ¿llevan mucho tiempo esperando? —Evangelina intentó contener una risa mientras revolvía su cartera en busca de las llaves del local.

—Diez minutos, pero con un grado bajo cero de térmica se sienten como diez horas —bromeó Patricio, con la voz distorsionada porque no paraba de titiritar.

—Más te vale que ahora te pongas a hacer café para los tres, eh. —Ángel amenazó a su compañero con un dedo en alto—. Total, hasta las nueve no viene nadie; sigo sin entender por qué Isidro insiste en abrir tan temprano, si hasta que no entran a trabajar los de las oficinas no hay nadie en la calle, ni siquiera turistas.

—Es fácil decir a qué hora abre tu negocio, cuando no sos el que madruga para abrirlo. Y vos deberías dejar de cubrir al vago de Alan. —Patricio recriminó a Evangelina—. Veintisiete años tiene el pelotudo, yo con veinticinco soy más maduro que él.

—Yo no lo cubro —se defendió Evangelina—, es solo que no es tan fácil si Isidro no me da el pie. Si alguna vez me preguntara se lo diría sin rodeos, pero no puedo llegar y de la nada decirle «Ay, ¿sabés qué? Tu hijo nunca abre, si no fuera por mí, el restaurante estaría cerrado hasta las once de la mañana».

—No lo mandás al frente porque es tu amigo, Eva —acotó Ángel con picardía, mientras ingresaban al local.

—Justamente porque soy su amiga se lo diría a Isidro, yo ya me cansé de decirle que está a nada de los treinta, que ya es hora de que largue la joda, retome los estudios, y empiece a sentar cabeza. Pero le entra por un oído y le sale por el otro.

Ángel no mentía cuando afirmaba que Alan era su mejor amigo, y Evangelina tampoco cuando confesó que estaba cansada de hacerle entender al muchacho que ya era hora de dejar de perder el tiempo en citas de Tinder y salidas nocturnas cualquier día de la semana, para focalizarse en terminar su carrera de abogado. O mejor dicho, comenzarla, porque había abandonado en el primer año de la carrera.

Alan era el hijo único de Isidro y Dora, los dueños de La Escondida, un modesto restaurante familiar en el que Alan sería la tercera generación de dueños. Al igual que Don Isidro, se crió entre el mostrador y la cocina, pero a diferencia de su padre, jamás soñó con el momento en que comandaría el restaurante. Millenial de pura cepa, ex niño de juguetes a pilas como mínimo, y como indispensable, con una pantalla y acceso a internet, lo último que le interesaba era pasar el resto de su vida entre comandas y platos caseros. Siempre pregonaba que cuando Isidro se retirara, él solo se encargaría de supervisar un administrador asalariado, porque tampoco era tan descorazonado como para vender el restaurante de su abuelo. Aunque sí estaba en sus planes cambiar la estética vintage de pulpería de los años '30, que Isidro jamás pensó en remodelar.

Y justamente fue esa ambientación detenida en el tiempo, sumado a su carta de platos caseros a un justo precio, los que le dieron a La Escondida el éxito en ventas. Como rezaba su nombre, era ese restaurante escondido en una esquina de San Telmo en el que «se come re bien, y es barato», según sus clientes más fieles. ¿Quienes? Desde los oficinistas que trabajaban en los imponentes edificios que rodeaban y escondían el restaurante, hasta los estudiantes de la facultad de ingeniería. Incluso en ocasiones han tenido invitados de honor, de aquellos que cruzaban el dique para ver si era cierto el mito de que «se come mucho mejor que en los restaurantes de Puerto Madero».

Pero Ángel y Patricio tenían razón, La Escondida explotaba a partir de las nueve de la mañana, no tenía sentido abrir a las siete y media. Sin embargo, todos aprovechaban esa hora y media para hacer cosas que nada tenían que ver con sus puestos de trabajo. Sin la presencia de Isidro y Alan, Ángel usaba la cocina profesional para hacer las prácticas de la escuela de chef, Patricio estudiaba para su profesorado de educación física, y Evangelina aprovechaba para ver alguna serie o película en el televisor del salón.

Del trío de la apertura, así era como se hacían llamar, Evangelina era la única que había entablado una amistad con Alan. A sus ojos, porque como cajera su trabajo estaba estrechamente relacionado a su rol de administrador. Pero desde el punto de vista de sus dos amigos, porque «entre acomodados se entienden».

Evangelina no tenía un mal pasar económico, de hecho, ni siquiera necesitaba el empleo. Era la esposa de Daniel Grimaldi, un periodista deportivo en pleno ascenso que se ganó la aceptación del público por ser extremadamente objetivo, a pesar de ser confeso hincha de River. Jamás le tembló el pulso a la hora de criticar un mal desempeño del equipo Millonario, como tampoco dudó en elogiar y destacar a Boca, incluso luego de un superclásico con marcador a favor del equipo Xeneize. Y para cerrar el círculo de su éxito, la platea femenina enloquecía cada vez que lo veía en la pantalla, tanto sea en el estudio del canal de noticias, o como corresponsal en el campo de juego de algún partido de fútbol. De cabello castaño claro, ojos grises, y un físico imposible de ocultar detrás de una camisa, Daniel tenía todo para triunfar en su carrera a pesar de ser un imposible para sus admiradoras.

Porque Evangelina era su mundo entero, y así lo demostraba siempre que podía.

Desde saludos en cámara con chistes internos de pareja, sus redes sociales llenas de fotos con ella, incluso el pedido de matrimonio lo hizo en cámara, en uno de los partidos que cubrió desde el banco de suplentes de Defensa y Justicia, cuando jugó de visitante en el Monumental. Daniel y Evangelina tenían la relación perfecta, pero perfecta de verdad, lejos estaban de ser una pareja que aparentaba en redes lo que no eran en la intimidad. Daniel estaba profundamente enamorado de Evangelina, y ella igual. Y aunque para su círculo íntimo era una locura que Evangelina trabajara de cajera en un restaurante familiar, siendo una persona casi pública, para Daniel era un orgullo estar junto a una mujer empoderada, incluso lo veía como una muestra de amor. Pudiendo elegir vivir en la comodidad de los lujos que él le brindaba, ella quería tener su propia economía y no depender de su esposo.

A veces tenían horarios distintos, en ocasiones estaban semanas o hasta un mes sin verse por el trabajo de Daniel, cuando el canal lo mandaba a cubrir algún evento deportivo. Y lejos de distanciarlos, el amor entre ellos crecía más y más.

Estaba escrito en piedra. Nada, ni nadie, podría separar tan maravillosa pareja.

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