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Capítulo 39. «Te amaré por siempre»

Música: The Scientist — Coldplay

«Te amaré por siempre»

__________________

Diez veranos atrás...

El corazón de Richard Jackson se detuvo.

Solo fue por una fracción de segundo, pero le bastó para sentir que moría y revivía en los ojos verdes que lo miraban al otro lado de la calle.

¿Cuántos años habían pasado? ¿Seis? ¿Siete? ¿Ocho...? Estaba casi seguro de que eran ocho.

Ocho malditos años sin ver a Helen Bell. A pesar de haber visitado el pueblo con su familia verano tras verano durante todos esos años, Richard no había vuelto a ver a la única mujer capaz de acelerarle de esa forma el jodido corazón.

No después de que ella, con una recién nacida en los brazos, le cerrara las puertas a cualquier esperanza que el hombre se hubiera creado de un futuro para los dos el verano anterior a ese, cuando el menor de sus hijos alcanzaba los tres años de edad.

Tres años desde que Richard se había reconciliado con el pueblo que lo había visto nacer, con su hermana, con su mejor amigo, y había creído también, con el amor de su vida.

Estuvo tan cerca..., lo habían intentado con tanta terquedad a pesar de todos los «Déjame en paz», «Estoy casada», «Ya no te quiero», y «Vete a la mierda» que le había soltado la pelirroja a lo largo de esos años.

Había estado jugando sucio, lo sabía, pero si algo le había enseñado su ex mujer, era que en la guerra y el amor todo se vale.

Y definitivamente el castaño estaba dispuesto a todo para recuperar al amor de su vida. Sobre todo, después de enterarse que el hombre con el que ella había decidido casarse, no se la merecía.

Fue testigo de ello mientras cruzaba el estadio abandonado de futbol americano del viejo instituto. Era casi media noche, y el lugar estaba casi en penumbra, pero Richard habría reconocido a su antiguo amigo incluso a kilómetros de distancia. A quien no alcanzó a reconocer fue a la persona que le compañía bajo las sombras de las gradas, pues al notar su presencia, inmediatamente se escabulló fuera de su vista.

Eric, en cambio, se encontró con él bajo la luz mortecina de una farola. Sus labios rojos e hinchados como única prueba de su infidelidad.

—¿Qué demonios haces aquí? —le preguntó, evidentemente nervioso.

El castaño había estado visitando la tumba de Christopher Bell, el mejor suegro que alguna vez había llegado a tener. Un viejo sabio y divertido al que un imbécil borracho atropelló pocos días después de la primera y última visita que Richard hizo en el pueblo con Sophia de la mano.

Sin embargo, el pelinegro frente a él no necesitaba saber eso.

—¿Ahora también eres dueño de este lugar? Porque hasta donde sé, en este pueblo soy libre de caminar por donde me dé la gana.

—Claro, y justo pasas a mitad de la noche por aquí. ¿Es que además de imbécil ahora también eres un maldito acosador?

—Créeme, no era mi intención pillarte en medio de una jugada, pero si me lo preguntas, tampoco me sorprende. Ya sabía que lo mismo hacías cuando estabas con Sophia: enrollarte con otras.

La carcajada que soltó el pelinegro se tomó todo el estadio.

—Por supuesto, tenía que haber sido la loca de tu mujer quien te dijera eso.

Richard arqueó las cejas.

—¿Vas a negarlo? Después de lo que acabo de ver.

Eric dio un paso violento en su dirección.

—Tú no has visto nada, ¿me oyes? —Golpeó el pecho de su antiguo amigo con la punta de su dedo—. Absolutamente nada.

—Si lo que te preocupa es que vaya corriendo a contárselo a Helen, descuida. No soy esa clase hombres. Pero no te garantizo que, ahora que me consta que no la quieres como ella se lo merece, no vaya a darlo por ella.

Eric le dedicó una sonrisa torcida y burlona.

—¿Tú? ¿Darlo todo por ella? ¿Cómo lo hiciste cuatro años atrás?

—Me equivoqué una vez, pero no pienso hacerlo una segundo —replicó el castaño, apretando los dientes—. Lástima no poder decir lo mismo de ti. —Richard miró el sendero por donde desapreció la sombra que había estado acompañando al pelinegro—. No voy a decirle lo que he visto, pero si ella me deje, pienso luchar para recuperarla.

—Me parece que ya es bastante tarde para eso, amigo. —Le mostró el dedo anular donde brillaba su anillo de matrimonio—. Helen es mi mujer ahora.

—¿No lo sabes aun? Existe una cosa que se llama «divorcio».

—Estás loco si piensas que dejaré que te acerques a ella de nuevo. —Eric lo empujó con la palma completa esta vez—. Ya te partí la cara una vez, piensa en lo poco que me costaría volver a hacerlo si te atreves a lastimarla.

—El único que está haciendo algo aquí para lastimarla eres tú.

—No tienes idea de nada, ¿verdad?

—La única idea que tengo es la de recuperarla, y me importa una mierda lo que tú tengas que decir al respecto.

De modo que así lo hizo.

Durante tres años luchó para recuperar a la chica que por imbécil había perdido, hasta que irónicamente, un veintitrés de julio lo logró.

Para ese entonces estaba a punto de conformarse con lo único que Helen tenía para ofrecerle: su amistad.

La que habían compartido siempre.

La que los hacía únicos y especiales.

La que los ponía a contar las estrelles y trazar líneas imaginarias entre ellas hasta formar figuras imposibles que, más tarde, se convertirían en una fuente de inspiración para los dibujos de Helen.

—¡¿Cómo es posible que no lo veas?! —había exclamado el castaño, señalando un punto entre firmamento—. ¡Es un ornitorrinco!

—Claro, claro —respondió ella, roja de la risa—. Un ornitorrinco.

—Apuesto a que ni siquiera sabes cómo son.

—Estoy segura de que no tienen la cola de un castor.

—¡Pero es que ese es el pico!

Helen se deshizo en carcajadas de nuevo y a Richard no tuvo más opción que imitarla. Al final, cuando sus respiraciones regresaron a la normalidad y el silencio volvió a tomarse la noche, sus ojos se encontraron.

—Extrañaba esto, ¿sabes? —La pelirroja fue la primera en hablar—. Creo que es lo más he extrañado de nosotros.

—Llevo tres años intentando que regresemos a esto, zanahoria. —Los dedos del chico le acariciaron el cabello—. Pero tú sigues sin querer dar el siguiente paso.

Ella negó con un movimiento.

—Llevas tres años intentando que vuelva a ser tuya, Richard —le dijo—. Y el problema es que yo siempre he sido tuya. Ni siquiera después de que me partieras el corazón, dejé de serlo. Pero esto... nosotros. Eso es lo que estaba perdido.

—¿Y ahora ya no lo está? —La voz del castaño sonó ronca, insegura.

—Creo que finalmente nos hemos vuelto a encontrar, patata. —Y después de esas palabras, lo beso.

Fue un beso que Richard había estado esperando desde lo que parecía una eternidad, pero cuando sus labios y los de la chica se encontraron, casi tuvo la sensación de que el tiempo no había pasado en lo absoluto.

Que seguían siendo el par de adolescentes que se besaron por primera vez contra la corteza de ese enorme árbol que separaba las casas en las que ambos había nacido, crecido y vivido uno al lado del otro toda la vida.

Fue un besos mágico y devastador, de capaces de acabarte y reconstruirte a la vez. Fue todas las cosas que estaban bien en el mundo, y también las que estaban terriblemente mal.

Depende de a quién se lo preguntaran.

Pero de todas las cosas que fue, no fue el único.

A ese le vinieron más. Muchos más. Algunos, acompañados de suaves gemidos y una cantidad incontables de jadeos. Tantos que inundaron el verano con promesas que se sellaban entre cada respiración temblorosa.

El cielo, las estrellas y hasta el maldito universo. Finalmente era el turno de Richard para dárselo todo.

Sin embargo, ya no eran los adolescentes que antaño se pasaban las noches muy alto. Eran adultos ya, y ambos con responsabilidades que atender.

Richard tenía tres hijos y un negocio en la ciudad. Helen, tenía un matrimonio que disolver y un grupo de niños con discapacidades que necesitarían un reemplazo cuando ella finalmente dejara todo y saltara al vacío con él.

Con su mejor amigo.

El amor de su vida.

Porque sin importar a donde fueran, su hogar siempre estaría con él. Porque había sacrificios que a veces, solo a veces, valían la pena realizar.

Y así fue como comenzaron sus planes para una nueva vida en la ciudad.

Un año. Solo eso necesitarían para prepararlo todo.

Richard compraría una casa nueva, mucho más grande y libre de recuerdos amargos. Contrataría un personal adecuado para las tareas del hogar y el cuidado de sus niños, y le daría tiempo a Helen para poner todas sus cosas en orden también. Al verano siguiente, iría por ella.

Eric no estaba contento con la idea, pero Richard ya se lo había advertido.

Helen y él no habían sido nada discretos durante su reconciliación, a pesar de haber intentado mantener las distancias. Sin embargo, en un pueblo tan pequeño los chismes volaban, y una parte de Richard creía que su antiguo amigo merecía firmemente llevar la etiqueta de cornudo pegada en la frente.

Aun cuando nunca se atrevió a delatarlo. Al final, cada persona es esclava de los secretos que guarda.

Y Richard supo que Helen estaba guardando uno muy grande cuando, un par de meses después del final del verano, las llamadas y mensajes que compartía con ella se fueron volviendo más escasos y distantes con cada día que pasaba.

Y cuando un nuevo verano —el verano en el que su hijo menor alcanzaba los cuatro años de edad—, el contacto entre ellos ya era prácticamente inexistente.

Richard no tardó demasiado en descubrir a qué se debía su cambio. Lo hizo cuando estacionó su auto frente a la casa que Helen y Eric compartían y la encontró sentada en una mecedora con una recién nacida en los brazos.

—Lo siento, Richard, pero yo sí quiero brindarle una familia estable a mi hija —dijo ella después de explicarle que el padre de la pequeña era su marido y enseñarle una prueba de paternidad que lo demostraba.

Al castaño esa explicación le pareció tan vacía como cruel, pero contra eso no había que él pudiera hacer.

Eric Clark era legalmente su marido.

Emma Clark era la hija de ambos.

Juntos, los tres formaban una familia.

Y él no podía obligarla a dejar todo eso solo por él. Mucho menos cuando el precio que Helen debía pagar era acompañarlo en la crianza de los hijos que había concebido con la mujer con la que la había engañado.

Viéndolo así, era incluso ridículo haber creído que aquello funcionaría.

De modo que ese día solo tuvo fuerzas para volver a su coche y conducir de regreso a casa antes de finalmente derrumbarse.

Pero se lo merecía.

Aquello era el maldito karma cobrándole sus pecados.

Pero no pensaba huir esta vez.

Puede que Helen no lo quisiera, que todo lo que habían vivido aquel último verano se hubiese quedado en la nada; puede que ahora se encontrara incluso más devastado que el día en que lo obligaron a dar el «sí» en el altar; pero no dejaría de nuevo su hogar.

A sus hijos les gustaba pasar los veranos en el pueblo, y a él pasar tiempo con su hermana y los viejos amigos que aún le quedaban.

Así que comenzó hacer se aquellas visitas una tradición familiar que perduró durante ocho largos años.

Y de todos esos años, aquella mañana, era la primera vez volvía a encontrarse con Helen.

Podía resistir cuando no la tenía de frente, pero en ese momento, cuando ella se encontraba justo ahí, a tan solo metros de distancia, fue imposible resistir el impulso que lo hizo cruzar la calle sin siquiera mirar a los lados siquiera.

Richard no se inmutó ante los bocinazos e insultos de los conductores que habían frenado de forma abrupta para no matarlo. Solo le importaba llegar a ella y averiguar qué la había llevado a esconderse de él durante todo ese tiempo.

Pero Helen fue más rápida recogiendo las hojas de papel que había estado estudiando con atención en una mesa exterior de Taylor's Lunch & Bar y dejando un par de billetes sobre la madera como pago por su consumición.

Cuando Richard al fin consiguió poner un pie sobre la acera, la pelirroja ya había avanzado la mitad de la calle y se escabullía entre los turistas que transitaban a esa hora por la zona.

Sin embargo, sus años como deportista le jugaron a favor. La alcanzó frente a un callejón que dividía la calle y la arrastró consigo hasta el interior. Lejos de las miradas curiosas tras un contenedor que, para su suerte, pertenecía al bar de su amigo y tenía aspecto de haber sido comprado recientemente.

—¿Por qué demonios estás huyendo de mí?

La pregunta hizo jadear a la pelirroja. El bolso que llevaba precariamente en el hombro se deslizó hasta caer a sus pies.

Después de tantos años, encontrarse a solo centímetros de él era simplemente... demasiado.

—No estoy huyendo de ti —consiguió decir ella con la voz ronca, orgullosa.

—Claro. —Sonrió el castaño, y ese gesto fue como un rayo de sol en medio de un millón de nubes tormentosas—. No es eso lo que has estado haciendo desde que me dejaste, en lo absoluto.

—No te dejé, Richard, porque técnicamente, no era contigo con quien estaba casada. Con quien lo estoy. Así que, ¿podrías hacerme el favor de apartarte?

Miró de un lado a otro, nerviosa.

—No. —La respuesta de Richard la hizo centrar su atención de nuevo en él.

—¿No?

—No hasta que me digas, por qué.

—Ya te lo dije —siseó, removiéndose sin éxito para liberarse de su cárcel.

—Respeté que tuvieras una hija con él, Helen, que quisieras darle un hogar estable y conservar tu matrimonio, pero eso no justifica todos los años que llevas evitándome, y quiero saber por qué has decidido que ese era el camino más fácil para sacarme de tu vida.

—Porque no puedo estar contigo, maldita sea. Ya no.

—Podíamos seguir siendo amigos. Me conoces. Sabes que como padre apoyaría tu decisión de hacer lo que pensabas era lo mejor para tu hija, por mucho que me jodiera tener que aceptarlo. Así que no, no me trago tu excusa.

—Y a mí me da igual que lo hagas. No te debo más explicaciones de las que te he dado ya. Así que respeta ahora mi decisión y suéltame.

—¿Quién te dio el maldito derecho? —le devolvió Richard en un gruñido—. ¿Quién te dio el maldito derecho a decidir por ambos? ¡Yo habría podido sobrevivir teniéndote en mi vida, aunque solo fuera como una amiga, joder!

—El problema es que yo ya no te quería en la mía. Sigo sin hacerlo.

—Mentirosa —el castaño resopló una carcajada—. Eres una jodida mentirosa, y, además, lo haces terrible.

—Puedes pensar lo que quieras, pero eso no va a cambiar el hecho de que quiera estar lejos de ti.

—¿Por qué? —le preguntó Richard, acercándose más—. ¿Porque no confías en ti misma cuando estás cerca de mí?

—Su-suéltame, Richard —tartamudeó la mujer—. Estás loco.

Sus labios formaron una sonrisa ladina y seductora en respuesta.

—Loco por ti he estado toda mi jodida vida. Pero, ¿acaso no lo has estado tú también de mí?

—¿Desde cuándo te lo tienes tan creído? —gruñó ella, pero sus ojos inevitablemente se desviaron hasta su boca.

—Desde que descubrí lo mucho que te afecta mi cercanía, zanahoria.

—No me llames así —gimió la pelirroja, ruborizándose.

—¿Por qué? Creí que siempre te había gustado ser el complemento de mi ensalada.

Los labios de Helen temblaron, conteniendo una sonrisa.

—Ya no.

—¿Ya no? —repitió Richard con las cejas alzadas—. ¿Así como ya no me quieres tampoco?

Helen apartó la mirada y llenó sus pulmones de aire. De pronto, sentía que le faltaba. Que el hombre frente a él —mucho más ancho, musculoso, e incluso más guapo que antes— se lo estaba robando todo.

—¿Por qué me estás haciendo esto? —la pregunta fue un susurro lastimero.

Richard se acercó un poco más a su oído, aprovechando el camino libre que ella le había dejado.

—¿Por qué estoy haciendo qué, zanahoria?

—Déjame ir, por favor —y esta vez le estaba casi rogando.

—Solo lo haré cuando me digas por qué. —Cogió su barbilla y la hizo girar. El brillo en sus ojos por poco consigue cortarle la respiración. Seguían siendo los ojos más verdes y hermosos que había visto en la vida—. Por qué te escondes de mí.

Ella tragó saliva.

—No es de ti de quien me escondo.

—¿Entonces de quién?

—De quien pueda llegar a enterarse que hemos vuelto a estar juntos.

—¿Por qué? ¡Eric ni siquiera te quiere! —Richard se sintió como un completo canalla al decirlo.

No le gustaba ganarse las cosas restándole mérito a los demás, pero era la verdad. No la quería. Lo sabía desde que lo había visto en las gradas aquella noche, tantos años atrás.

Sin embargo, a Helen esa declaración solo consiguió robarle una sonrisa serena.

—Me quiere más de lo que tú te imaginas, Richard.

—Dudo que lo haga más de lo que te quiero yo —le dijo, acariciando su labio inferior con el pulgar—. Nadie en esta vida puede quererte más que yo, zanahoria.

Helen cerró los ojos, necesitando desesperadamente huir de su mirada, pero en su lugar, terminó llenándose por completo de él.

Cuando quiso reaccionar, Richard ya la estaba besando.

Habían pasado nueve años desde la última vez que había sentido sus labios contra los suyos, pero estos parecían conocerse tan bien, que no demoraron más de un segundo en entenderse.

Como si el tiempo se hubiera detenido en ese último beso, y solo ahora, las agujas del reloj se pusieran en marcha otra vez.

Como si no necesitaran ni siquiera la aprobación de sus mentes para responder al otro.

—Joder, Hel, te extrañé jodidamente tanto —gruñó contra sus labios antes de volver a besarla.

Entonces ella dejó de luchar contra todo lo que sentía. Contra sus instintos. Contra las amenazas. Y por un momento, simplemente fue libre.

Sus manos se cerraron alrededor de su cuello, y la lengua de Richard respondió al movimiento de la suya con las ansias y el anhelo de quien acaba de sobrevivir a una hambruna.

Ella deshizo en sus labios y luego, cuando la boca del castaño comenzó a descender por su escote, olvidó incluso que seguía estando apoyada contra la pared enladrillada de un mundano callejón.

Dejó que Richard encontrara el camino hacia ese punto de su cuerpo que, en secreto, llevaba años palpitando por él, y sintió una corriente fría cuando la falda de su vestido amarillo se amontonó en su cintura y la cabeza de Richard se perdió entre sus piernas de forma tan inesperada y repentina, que tuvo que cogerse a su cabello para no caer mientras la lengua del hombre la hacía tocar las estrellas.

Él se puso en pie tras tragarse por completo su orgasmo, con una sonrisa tan bañada de ella que Helen sintió el impulso de reclamar lo que él no tenía ningún derecho a robarle, así que esta vez fue ella quien lo besó.

Y el beso que Richard le devolvió contenía la promesa de todo lo que planeaba hacerle justo ahí, ocultos tras la sombra de un contenedor.

Un segundo después liberó la dureza que se escondía bajo sus pantalones, la alzó en brazos hasta que sus piernas le rodearon la cintura, y así, tan deseoso, tan excitado, tan enamorado, la embistió.

—Te amo —jadeo contra sus labios mientras se hundía hasta lo más profundo de su ser—. Te amaré por siempre, Helen Bell.

No esperaba recibir una respuesta de su parte, pero el beso que ella depositó sobre sus labios le bastó como una. La forma en la que sus uñas se aferraron a su espalda y sus labios gimieron su nombre mientras entraba y salía, también lo hizo.

Hasta que ninguno de los dos fue capaz de contenerse más, y juntos tocaron el cielo entre espasmos y un ligero temblor.

Se quedaron en la misma posición, con las frentes unidas y la respiración agitada, hasta que la neblina del orgasmo desapareció y finalmente tomaron conciencia de lo que habían estado haciendo en ese lugar, al aire libre, al alcance de la vista de quien fuera que deseara asomarse en la esquina o salir a tirar la basura.

Helen entró en pánico.

De pronto lo empujó lejos de ella y sus piernas apenas fueron capaces de sostenerla cuando aterrizaron en el suelo. En su afán de dar con sus bragas —mismas que Richard había guardado en el bolsillo trasero de sus vaqueros nada más quitárselas—, Helen terminó pateando su propia cartera y haciendo volar aquellos papeles que había estado mirando con tanta atención en la mesa del bar.

El castaño reacomodó sus pantalones todo lo rápido que pudo antes de intentar ayudarla con el desastre, pero se detuvo en cuento alcanzó a leer el apellido de la persona a la que le habían realizado el estudio médico.

Por desgracia eso fue todo lo que Richard alcanzó a ver antes de que ella le arrancara el papel de la mano.

—¿Qué es eso, Helen? —La miró, ella ya estaba pálida—. ¿Estás enferma?

La pelirroja separó los labios para contestar, pero en eso un sonido metálico los alertó. Ambos giraron al tiempo para ver de qué se trataba, pero no vieron a nadie a su alrededor y la puerta trasera del bar se encontraba cerrada.

Podía haber sido un gato, o algún empleado que salía a sacar la basura y al verlos había decidido regresar. Podía haber sido cualquier cosa, pero Helen no pensaba quedarse para averiguar.

Volvió a guardar los papeles de cualquier forma en el interior de su bolso e hizo ademán de largarse, pero Richard sujetó su muñeca antes de que pudiera escapar.

—Respóndeme, maldita sea. ¿Estás enferma?

—Esos exámenes no son míos, son de mamá.

—¿Qué tiene Anny?

—No tienen nada —y esa era la única verdad en todo lo que acaba de decir—. Me lo acaba de confirmar el doctor, así que no tiene por qué preocuparte. Me tengo que ir.

Con un tirón se deshizo de su agarre y dio un paso lejos de él.

—Así que esto ha sido todo, ¿eh? ¿De nuevo te vas a alejar sin decirme una mierda? ¿Te irás sin más después de esto?

Esto —repitió Helen, sintiendo que le temblaba la voz—. No puede volver a pasar, ¿me oyes? Tú y yo... nunca más.

La pelirroja no sabía que estaba llorando hasta que su mano subió de forma instintiva para secarle las lágrimas.

—Zanahoria...

Nunca más.

Se dio media vuelta y salió corriendo del callejón, dejando Richard más confuso y desolado que nunca.

Sin embargo, la experiencia le había servido para finalmente darle un cierre a su historia.

Para dejar de esperar.

Y fue por eso que esa misma tarde, Richard Jackson le escribió una última carta al amor de su vida.

Pero al igual que las demás, esa tampoco llegaría a leerla jamás.

🌴🌴🌴

Cuando Helen llegó a casa después de su encuentro con Richard, su marido se preparaba para partir a un nuevo viaje de negocios en Nueva York.

Eric Clark había pasado de ser el chico que vestía cazadoras de cuero y andaba recorriendo las carreteras de Florida en una motocicleta, al abogado de prestigio que vestía trajes a la medida y llevaba el cabello perfectamente peinado hacia atrás.

Sin embargo, cuando Helen se detuvo bajo el umbral de la habitación, solo pudo ver al chico que hace tantos años la había ayudado a salir de la miseria más grande de su vida. Al chico que la salvó de morir de despecho.

Aunque él solía decir que se habían salvado los dos.

Y de pronto, de nuevo se encontraba abrazada a él, llorando contra la chaqueta de su traje.

—Eh, cariño, ¿qué pasa? —Eric se volvió entre sus brazos, preocupado.

Helen apretó los labios y negó con la cabeza, pero su marido insistió lo suficiente para hacerla confesar.

—Es que... lo he visto hoy —dijo, cabizbaja—. Y él también me ha visto a mí.

Fue el turno de Eric de apretar los labios. No necesitaba que ella mencionara su nombre para saber de quién estaba hablando.

—¿Te hizo daño?

—No —respondió Helen, viéndolo a los ojos para eliminar cualquier duda—. Pero creo que yo sí le he hecho daño a él. De nuevo.

Eric sacudió la cabeza, cansado ya de la situación.

—¿Cuánto tiempo, Helen? ¿Cuánto tiempo más seguirás haciéndote esto? Haciéndosele a él, a su hija...

—Emma es tuya.

—Sí, pero también es de él, cariño. Y por mucho que lo desee, eso es algo que nunca podré cambiar.

—Ella no necesita a nadie más que a ti en su vida.

—¿Cómo puedes estar segura de eso?

—Porque yo tampoco necesito a nadie más.

—Helen... —El pelinegro colocó las manos sobre sus hombros y la miró—. Sabes que te amo, pero esa es una mentira del tamaño del planeta. ¿Me dirás alguna vez que es lo que impide estar con él? Y no te atrevas a decir que soy yo.

La mujer apartó la mirada.

—Dos veces hemos estado juntos, y dos veces he estado a punto de dejarlo todo por él. No quiero ser esa clase de mujer. No quiero en mi vida la clase de amor que te consume.

—¿Y cuál clase de amor es el que quieres? ¿Esta?

—No nos ha ido mal... —Ella encogió ligeramente los hombros. Él puso los ojos en blanco.

—Dices que no quieres esa clase de amor, pero el que yo te ofrezco te convierte en una cobarde igual o peor de lo que yo lo soy. ¿Es que no lo ves?

—Querer mantener a mi familia unida y protegida no me hace una cobarde.

—¿Protegida de qué? —Helen no contestó. No podía—. Yo puedo vivir en una mentira toda mi vida. Pero no es justo que también lo hagas tú. ¿Realmente quieres pasarte el resto de tu vida con miedo?

«¿Cuánto tiempo es el resto de mi vida?», se preguntó ella, pero aun así respondió con un «No», porque ellos no estaban hablando de la misma clase de miedo.

El que ella sentía era mucho peor.

—Pero —continuó—... solo en el hipotético caso de que decida darme una oportunidad de nuevo con él —Tragó saliva. Odiaba tener que mentirle, pero los papeles en su bolso seguían pesándole demasiado—... ¿podrías darte una oportunidad tú también con Dakota? Odiaría sentir que te estoy abandonando con esto, Eric.

—¡Ni siquiera me has dejado y ya me quieres emparejar con alguien más! —El pelinegro soltó una carcajada—. Te recuerdo que en el arte de ligar el experto sigo siendo yo.

Fue el turno de Helen para poner los ojos en blanco.

—Estoy hablando en serio, idiota. Dakota es la mujer perfecta para ti. Hermosa, sexy, inteligente, y madre soltera negada al amor.

—Completamente mi tipo. —Eric se inclinó para dejar un beso en su coronilla, aun riendo—. Y prometo considerarla si a ella también le interesa. Pero primero quiero asegurarme de que tú «caso hipotético» se convierta en uno real. Lo digo en serio. Emma merece saber que el chico con el que juega todos los días es su hermano.

Helen hizo una mueca de dolor que Eric no pudo ver porque ya se encontraba camino a puerta con su maletín de trabajo en la mano.

—Y oye, Hel. —Ella se volvió para mirarlo—. Puede que la tercera sea la vencida.

Eric le guiñó un ojo.

—Puede.

—Vale. Mis padres se encargarán de recoger a Emma esta tarde en casa de Anny. Te quiero.

—Yo también te quiero. —Le dedicó una sonrisa—. Nos vemos mañana.

Pero esa fue la última vez que ella vio a su marido antes de morir.

Esa misma noche, después de leerle un cuento para dormir a su pequeña, besar su cabeza y asegurarse de que la manta de con el motivo de sus libros favoritos estuviera bien puesta sobre sus hombros, el timbre de su casa anunció la llegada de una visita inesperada.

Cando Helen Bell abrió la puerta, una serpiente venenosa la estaba esperando del otro lado.

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N/A: Aja ¿Se esperaban este desenlace?

Opiniones AQUÍ

Teorías locas AQUÍ

:'(

Pobre Helen

Pobre Richard

¿Alguien más siente pena por el amor frustrado de estos dos?

Las leo en los comentarios.

Besitos ♥

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