Capítulo 19. «¿Te gustan las flores salvajes?»
Música: I hate you, I love you de Gnash.
«¿Te gustan las flores salvajes?»
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EMMA
—Voy a hacerte una pregunta y espero que me respondas con la verdad.
Resoplo al levantar la mirada y encontrar a mi Regina George personal apoyada contra el marco metálico de la puerta.
Su vestido de puntos negros, las zapatillas delicadas, su cabello lacio y tan dorado como el sol, y esos ojos verdes llenos de sospecha, la hacen lucir como una muñeca de colección.
Pero de las diabólicas.
—Esperas demasiado si tan solo crees que te voy a responder —le digo, terminando de atar las trenzas de mis deportivas y poniéndome de pie.
Mi turno en el bar acabó diez minutos atrás, y ya que tengo planes de pasa por el súper antes de casa, he decidido sustituir mi uniforme por unos vaqueros y una camiseta negra que reza «Shut up» sobre mi pecho.
Por si a Elizabeth no le queda claro que eso es lo que deseo que haga.
—¿Por qué mi hermano se ha pasado toda la semana negándose a salir de su habitación? —pregunta igualmente, dando un paso en mi dirección como si creyera que aún tiene la capacidad de intimidarme—. Nos ha dicho que lo ha pillado la gripe. Pero yo dudo que esa sea la razón de sus ojos rojos y evidente depresión. Así que dime, Emma, ¿qué le ha hecho tu amiguita esta vez?
«Esta vez», lo dice como si a eso se hubiera dedicado mi amiga durante los últimos dos años, a hacerle daño.
Me duele el corazón de imaginarme a Adam encerrado en su habitación, llorando y sufriendo con el recuerdo de los labios de Lisa sobre los de alguien más. Sin embargo...
—No soy yo quien tiene que responder a tu pregunta, Elizabeth. —Me doy la vuelta para tomar mi bolso y cerrar el casillero donde guardo mis cosas personales.
Todos los empleados del bar tenemos uno asignado. El de Ezra está junto al mío. Pero hace casi una semana ya que él no ha estado aquí para utilizarlo.
El domingo por noche, cuando llegué a cubrir mi turno con la esperanza de encontrarme con él y disculparme por lo todo lo que había pasado la noche anterior, Elizabeth me golpeó con la noticia de que había adelantado su semana de vacaciones por «asuntos familiares».
Una semana que habíamos acordado tomar juntos meses atrás, cuando seguíamos siendo novios. Sigo recordando todos los planes que habíamos hecho para esos días.
Una excursión en kayak por los rápidos del río. Dos tardes de clases particulares: yo enseñándole a cocinar y él enseñándome a tocar la guitarra. Un paseo por el mercadillo en busca de nuevos tesoros para mi estantería. Un día completo de lectura conjunta. Una noche en vela para comentar sobre la historia. Y así, hasta que el último día nos tomara en la playa, con el atardecer a cuestas, una fogata, él, su música y yo.
Todo parecía tan perfecto mientras lo imaginábamos. Tan romántico. Tan idílico. Pero entonces llegaron las palabras que me hicieron que me paralizaron, que me intimidaron y me produjeron arcadas.
Y yo como una estúpida retrocedí ante ellas. Las dejé ahí, suspendidas junto a él, incapaz de tomarlas, atesorarlas y devolverlas con la misma devoción.
Pero ya es tarde para eso. Ezra no volverá a susurrarme esas palabras al oído nunca más.
Lo he perdido de la misma forma en la que mi mejor amiga ha perdido a su primer amor: completa y definitivamente.
Después de todo, parece que Lisa y yo no somos tan diferentes. Las dos hicimos las cosas mal, nos equivocamos, y ahora nos hemos pasado las últimas cinco noches arrepintiéndonos por ello en la soledad de su habitación.
—¿A quién debo preguntarle entonces? —inquiere Elizabeth detrás de mí, recordándome que sigo en medio de un interrogatorio—. ¿A la zorra de tu amiga?
Tiro la puerta del casillero con más fuerza de la necesaria y me giro para encararla.
—¿Qué fue lo que Lisa te hizo para que la odiaras tanto? —inquiero, siendo yo quien avanza esta vez—. ¿Cuál es tu maldito problema con ella?
—Mi problema con ella es que no se merece a mi hermano —repone, cruzando los brazos—. Nadie con una reputación como la suya podría merecérselo.
—¿Una reputación como la reputación? —repito con una sonrisa agria—. ¿Te refieres a esa donde la tachaban de chica fácil por enrollarse con el primer buenorro con el que se tropezara? ¿Así como lo hiciste tú con mi vecino en la discoteca la otra noche? ¿A esa reputación te refieres?
Sus mejillas se enrojecen de rabia.
—Tú no eres quien para criticarme por eso.
—Y tú tampoco lo eres para hacer de menos las virtudes de mi amiga por lo que hizo o dejó de hacer en su pasado, ¡y con su cuerpo! —le devuelvo, acercándome más—. Así que, si tan buena hermana eres, lo único que debió preocuparte cuando comenzaron a salir juntos, era su felicidad. Y Adam era muy feliz con ella. ¿Tanto te costaba dejarlos en paz?
—¡Claro, lo habría dejado ser feliz de no saber que acabaría como sospechaba: hecho una mierda por su culpa! —gruñe, empujándome por el hombro.
—No te atrevas a tocarme. —Manoteo su brazo cuando intuyo que está por darme un nuevo empujón—. Y en lugar de venir aquí y atacarme como un animal rabioso, pregúntate por qué Adam no te cuenta una mierda de su vida.
—No me cuenta nada porque es demasiado caballero para admitir que se ha enamorado de una zorra que acaba de partirle el corazón.
Se me escapa una carcajada sin nada de gracia.
—¿Lo ves? —Hago un gesto para señalarla de pies a cabeza—. Esa es la razón, Elizabeth. ¡Lo agobias! Lo has hecho desde el primer momento en el que lo viste siendo feliz con alguien que tú no aprobabas. Y has sido tan irritante, prejuiciosa y estúpida, que lo único que has conseguido con eso es dañarlos a ambos.
—¿Ahora es mi culpa que tu amiguita no sepa mantener las piernas cerradas? —Se ríe como una lunática.
—No, pero sí eres culpable de haberte comportado como una perra con ella durante dos malditos años —le espeto, apretando los puños para no ceder ante mis ganas de arrancarle los pelos hasta hacerla chillar—. La hiciste pequeña en comparación a Adam. Estigmatizaste su relación con un montón de desenlaces terribles. Los redujiste a un fracaso antes de si quiera darles una oportunidad. Y así fue como terminaron: llenos de inseguridades, miedo y agobio por una relación que podría haber superado casi cualquier obstáculo, pero se terminó derrumbando ante el primero porque les desde siempre les hiciste creer que eso era lo que sucedería.
—No intentes hacer parecer que la del problema he sido yo.
—Es que has sido tú —replico—. Dos años de acoso, Elizabeth. Dos años de susurrar en el oído de Adam cosas mosquinas y terribles sobre la chica de la que estaba enamorado. Despreciando, criticando y fragmentando la seguridad de una chica que lo adoraba. Te creías que lo estabas cuidando, pero solo estabas reflejando tus propios miedos, temores e inseguridades en el ellos. Tú pasado, sea cual sea el que lleves a cuestas, terminó infectando su presente, y ya no hay futuro para ninguno de los dos. Así que felicidades. Conseguiste tu cometido, ahora solo espero que la conciencia te deje dormir en paz por las noches.
Golpeo su hombro sin ningún tipo de cuidado al pasar por su lado y tiro la puerta de la pequeña habitación dejándola ahí, encerrada con su cargo de conciencia.
Admito que después de ver el dolor en la mirada de Adam tras encontrar a Lisa con Edward en aquella habitación, me costó mucho discernir de qué lado ponerme. Al final tuve que aceptar que no había un lado correcto. Nada es simplemente blanco o negro. Y creo que haberme desprendido de mi juicio moral después de lo que yo misma acababa de hacerle a mi ex, me ayudó a comprender que Lisa no quería herir o reemplazar a su novio. Simplemente estaba llena de un miedo que no sabía cómo expresar.
Esa noche se quedó en mi casa, llorando hasta quedarse dormida entre mis brazos. Yo también lloré. Por ella, por Adam, por Ezra, por mí, y también por él.
Lloré por mi pasado, por mi presente, y por mi miedo al futuro. Tan incierto y lleno de errores que fácilmente podría cometer.
En ese momento comprendí las palabras de Lisa, cuando entre sollozos me había dicho: «No quería dejarlo ir, pero tampoco sabía cómo seguir estando a su lado».
Después de eso me explicó cuan presionada se sentía respecto a su relación con «el mejor novio del mundo», lo difícil que le resultaba discernir si estaba con él porque lo quería o porque eso era lo que su familia, amigos y seguidores esperaban de ella. Me habló del miedo que le provocaba la visión de su nueva vida en Nueva York. Viviendo con él cual pareja de recién casados. «Solo tengo dieciocho años, Emma. ¿Y si nos estamos apresurando con esto? ¿Si una vez allá no doy la talla? ¿Si resulto ser el puto fracaso que todos creen que soy? ¿Si no lo quiero lo suficiente? ¡Todas esas preguntas se cruzaban en mi mente a diario, enloqueciéndome!», ella lloró con más fuerza tras soltar aquello y yo le pregunté por qué no me había dicho nada de eso antes.
La respuesta: temía que la juzgara por ser una niña caprichosa e inconforme.
Me odié un poco por haberla hecho sentir que tenía derecho de juzgar su vida o sus decisiones. Yo solo he querido lo mejor para ella, y de forma insensata siempre creí que lo mejor para ella era Adam.
Lo había idealizado como el sueño de cualquier chica sin recordar que todas soñamos de formas diferentes. Que lo que resulta perfecto para mí, no tiene que serlo también para ella. Y que las virtudes de una persona no necesariamente te obligan a quererla más, como ya ha quedado comprobado en su caso y en el mío.
Su problema fue que no supo cómo hablar del tema con él sin lastimarlo o parecer una tonta malagradecida. Después de todo, desde que Adam se fue a estudiar a Nueva York no ha hecho más que prepararlo todo para la llegada de su novia.
Universidad. Auto. Departamento. Y hasta un pequeño Chiguagua como mascota.
Viéndolo desde esa perspectiva, hasta yo habría sentido terror. Pero supongo que solo me enfoqué en la maravillosa vida que a ella le estaba esperaba en la ciudad que nunca duerme en lugar de preguntarme si era lo que realmente quería.
Pero... ¿quién de nosotras sabe lo que quiere en realidad?
Porque ahora mismo yo solo sé lo que no quiero. Y es seguir rememorando una y otra y otra vez un beso que nunca debió haber sucedido.
Lo que no quiero es pensar en el dueño de esos labios y sentir como me lleno de un calor que no tengo claro si se debe a la rabia o el deseo.
Deseo de más.
De él.
La campañilla de la puerta tintinea al tiempo que regreso a la parte frontal del establecimiento para marcar mi salida en la pizarra del personal.
Alzo la mirada a la espera de encontrarme con la llegada de algún nuevo cliente, pero lo único que veo son las piernas delgadas de un chico cuyo torso y rostro se esconden detrás de un enorme arreglo de rosas naranjas.
Mi ceño se frunce ligeramente, pero se me hace tarde para quedarme a cotillear, así que firmo rápidamente la pizarra y salgo al otro lado del mostrador despidiéndome con un gesto de Vicky, una compañera más de tortura.
Paso por un costado del repartidor evitando rozarlo para que no pierda el equilibrio, y ya estoy colocando la mano sobre el cristal de la puerta para empujar hacia el exterior cuando lo escucho pronunciar:
—Entrega para la señorita Emma Clark.
Me detengo.
—Oye, Em, espera. Esto es para ti —me llama Vicky.
Doy media vuelta en su dirección al tiempo que Elizabeth aparece por el pasillo del personal. Sus ojos estudian las flores con la misma curiosidad y recelo que yo.
—¿Usted es la señorita Clark? —inquiere el repartidor, siguiendo la mirada de mi compañera.
El corazón se me desboca sin ningún tipo de razón. Al menos no alguna que sea coherente.
—Sí, pero eso no lo he encargado yo —le digo como una estúpida.
Lo sé por la forma dulce y condescendiente con la que me sonríe.
—Tranquila, es un obsequio para usted. —Avanza dos pasos hacia mí.
Intento retroceder, pero el cristal de la puerta se encuentra a mi espalda, y noto que estoy obstruyendo el paso de un par de clientes que esperan entrar al otro lado, así que, en lugar de huir, señalo la mesa desocupada más cercana y le pido al repartidor que deje en ramo sobre la roja superficie.
—¿Quién lo envía?
El chico de cabello castaño se encoje de hombros.
—Yo solo hago las entregas, pero hay una tarjeta ahí, junto al regaliz y los chocolates. —Señala el centro del arreglo, y descubro que tiene razón. En medio de todas las flores se encuentran una docena de regaliz de diferentes sabores, tres cajitas doradas de chocolates con forma de rana, y una tarjeta dorada del remitente—. ¿Me firmas aquí? Por favor.
El repartidor me tiende una Tablet para que estampe mi firma digital. Lo hago casi sin apartar la mirada del arreglo y un segundo después vuelvo a escuchar la campañilla de la puerta tras su salida.
«No lo entiendes, Emma. Contigo es diferente», esas palabras regresan a mi mente mientras contemplo la tarjeta.
Me muero por tomarla y averiguar que es lo que pone, pero encontrarme sonriendo incluso antes de averiguarlo me llena de pánico.
No debería estar sintiéndome así. No deberían importarme las demostraciones de intenciones de un chico que para nada me conviene. Pero después de casi una semana sin ningún tipo de contacto con él...
—Al diablo —murmuro, estirando la mano para tomar la maldita nota cuando...
—¡Vaya, vaya! Tenemos un admirador por aquí. —Jessica se me adelanta, cogiendo el pequeño trozo de papel doblado y agitándolo frente a mi cara con actitud divertida.
—Dame eso. —Se la arranco con un gruñido casi animal.
La expresión de su cara pierde todo su brillo y por un momento me siento mal por estar siendo tan borde con ella. El día de la fiesta me dio la impresión de que había tenido algo que ver con la llegada repentina de Adam, pero cuando me enfrenté a ella el domingo, me juró con había sido así.
Le creí porque no encontraba razones para que me estuviera mintiendo —aún no lo hago—, pero a pesar de que me digo mil veces que debo comenzar a confiar un poco más en las personas, hay algo en ella que me impide fiarme del todo.
Y no, nada tiene que ver su reciente interés por mi vecino.
—Vamos, ¿qué esperas? Léela ya —me anima entonces, intentando recuperar el buen rollo que siempre hemos tenido.
Dejo escapar un suspiro antes de negar con la cabeza. No confío en cual vaya a ser mi reacción antes lo que sea que el modelito haya escrito en la nota, así que la guardo en mi bolso haciendo caso omiso a los ojos decepcionados de mi compañera.
—Mejor que sea en privado. —Le guiño un ojo para que parezca que a mí también me divierte bromear con ella.
—¡Por mi dios bendito! —Alza los brazos con teatralidad—. Tu corazón alberga más maldad que el de esa... —Señala con disimulo en dirección a la menor de los hermanos Taylor, que sigue mirándome cual águila desde su posición.
Lista para atacar en cualquier momento.
—Lo dudo —le digo con una sonrisa apenas perceptible—. Pero algo de bruja sí que tengo.
Me vuelvo hacia el ramo para coger las barritas de regaliz y los chocolates.
—¿Qué haces? —inquiere Jess al ver cómo comienzo a echar las golosinas en el interior de mi bolso.
—Quedarme con lo importante.
—Pero..., si las flores son para ti.
—Flores para una Flores. —Hago un gesto del ramo a ella y viceversa—. Todo tuyo si lo quieres.
—Pero si ni siquiera sabes quién te lo ha enviado. —Mi tranquilidad parece marearla—. Porque no lo sabes, ¿verdad?
—No tengo ni idea —miento con un descaro que hasta a mí me sorprende—. Pero sean de quien sea, no puedo llevármelas conmigo. Así que quédatelas, o tíralas a la basura. Es tu decisión.
No espero a que decida lo que hará con el excéntrico arreglo, simplemente me doy media vuelta y abandono el establecimiento sin mirar atrás, haciendo sonar la campanilla a mi espalda.
Compruebo en la pantalla de mi celular que con las cinco y catorce minutos de la tarde. Y aunque le metí a Jess sobre no tener idea de quién era el remitente de las flores, no lo hice al decirle que no podía traerlas conmigo.
Hace un par de semanas, Lisa y yo nos ofrecimos para trabajar como voluntarias en uno de los stands que habrán dispuestos mañana a orillas del Easttown River, en uno de los parques naturales más grandes y lleno de vegetación que hay en el pueblo. Se trata de una especie de mercadillo en el que, todas las personas del pueblo que deseen colaborar, podrán vender artículos hechos de forma artesanal, orfebrería, libros, prendas de vestir, accesorios, almuerzos, postres, y cualquier otra cosa imaginable. Además de eso, un par de bandas se han ofrecido a tocar sin fines de lucro durante toda la jornada de ventas, lo que garantizará una buena fluidez de clientes para los stands.
Al final del día, todos los fondos recaudados serán destinados para la familia Morgan, cuya hija menor sufrió un accidente de coche semanas atrás y desde entonces ha tenido que pasar por una serie de operaciones que ya no se pueden costear.
Estudié con Lucy Morgan durante el instituto, y aunque no hayamos sido las mejores amigas, no puedo negarme a colaborar ahora que se está debatiendo entre la vida y la muerte.
Nuestro stand será de postres. Cupcakes para ser específica. El problema es que me he pasado la semana consolando a Lisa y evitando al modelito, por lo que no me he acordado hasta esta mañana de todos los ingredientes que aún me falta por comprar.
Avanzo por las calles del pueblo en dirección al supermercado más cercano a mi casa, abriéndome paso entre personas que se pasean por las aceras con ropa veraniega, gafas de sol, bolsas de compras y muchos conos de helado para contrarrestar el calor.
El estómago me ruje de envidia.
Atravieso las puertas automáticas del súper sacando cuentas mentales de cuánto dinero puedo permitirme gastar en este acto de caridad. Este mes he tenido que comprar los hipertensivos de mi abuela, que no son nada baratos, y si no quiero tocar mis ahorros para la universidad, será mejor que procure rendir lo más que pueda el dinero que recibo como pago en el bar.
Las propinas ayudan un poco, por suerte. Pero son mucho más abundantes en el turno de noche, el cual no me ha correspondido a mí esta semana.
Cojo un carrito y me interno directamente en el pasillo de repostería. Tomo dos paquetes de capacillos, unos paqueticos de estrellitas comestibles y otro con formas de flores para decorar. Además de harina, mantequilla, azúcar, huevos, leche y un par de barras de chocolate para derretir.
Intento no desviarme por los demás pasillos para no sucumbir ante mis antojos de helado con galletas y snacks poco saludables. Empujo el carrito directamente a la caja que parece tener menos fila, pero durante el camino me distraigo con el llanto de una niña pequeña de cabello rojizo que parece perdida.
Estoy a punto de ir a cogerla cuando una mujer con su mismo color de cabello aparece de la nada y la levanta en brazos, susurrándole cosas a lo oído para calmarla.
Sigo empujando el carrito en dirección a la caja registradora, pero no puedo apartar la vista de la niña y la mujer. El estómago se me comprime de nostalgia.
Me siento a mí misma de nuevo entre los brazos de mi madre, siendo amada, cuidada y protegida.
Hasta que de pronto me doy un golpe con la realidad.
—Oh, dios, lo siento —balbuceo tras chocar con un carrito delante del mío—. No estaba prestando atención, lamento mucho... —Los ojos del dueño, encontrándose con los míos, consiguen que se me atasquen las palabras. Sin embargo, tras ver el hoyuelo que se forma bajo su sonrisita arrogante, continúo—: Lamento mucho no haberte chocado más fuerte.
El modelito dejo escapar una carcajada.
—¿Sabías que la violencia es un delito, Granger? —Se inclina sobre el carrito, estudiándome con unos ojos que siguen teniendo la cualidad de ponerme nerviosa—. Imagino que ya has decidido abandonar tu papel de cobarde para tomar el de acosadora.
—¿Acosadora? —bufo—. Esto no es más que una casualidad, Oliver.
—Yo lo llamaría magia.
—No te luce nada esa facecita poética, ¿sabes?
Su sonrisa se hace más grande.
—Di lo que quieras, salvaje, pero yo estoy bastante seguro de que te he hecho aparecer de la nada.
—Claro. —Pongo los ojos en blanco.
—¿Te fijaste en la pequeña que estaba llorando segundos atrás? —Señala el espacio vacío en el que antes se encontraba la niñita—. La he mirado, he pensado: se parece a una mocosa llorona que yo conozco, y de pronto apareces atropellando mi carro.
—Deberías agradecer que fue tu carrito de la compra y no alguna parte de tu cuerpo mucho más dolorosa.
—Créeme, he tomado previsiones para eso —dice, y por un momento me pregunto si ahora ha decidido llevar una de esas copas para los genitales que suelen usar los deportistas antes de algún partido.
Pero de ser así, estoy segura de que se notara, y allí abajo no estoy viendo más que la tela apretada de sus vaqueros marcando un...
—No me refiero a ese tipo de previsiones, salvaje —agrega entonces con una risita ronca que me hace vibrar a su ritmo.
Me he pasado casi una semana fuera de casa, evitándolo, intentando erradicar lo que su presencia me hace sentir, y solo me basta escucharlo reír para saber que no ha servido para una mierda.
Bajo la mirada, enojada y avergonzada en partes iguales. Mis ojos sin querer se desvían a los tatuajes de su brazo. Antes de hoy, no me había detenido a detallarlos.
Al principio, que llevara su inmaculada cazadora todo el jodido tiempo me lo había impedido, luego me encontraba demasiado aturdida teniendo a mi padre o a Ezra entre nosotros para siquiera intentar comprender alguna de las formas.
Sin embargo, ahora que estamos solos y trae puesta una camiseta sin mangas que parece tener la capacidad de enloquecer a mis hormonas, como complemento del atuendo más veraniego que le visto puesto desde que regresó, puedo fijarme en las formas y figuras que entremezcladas alrededor de su brazo en un sinsentido de tinta y color que resulta absurdo a la vista.
Una llave. Letras inconexas. La luna llena. Un reloj de arena. El pico de un pájaro. Un candado. Enredaderas. Unas cadenas. El pelaje de un animal. Una flor. El perfil de una mujer. Un cabello oscuro y ondeado por el viento.
Esas solo son algunas de las formas que alcanzo a distinguir. Como el arte abstracto, caótico y de una belleza incomprensible. Cada trazo lleno de vida y precisión, como si en cualquier momento las formas pudieran emigrar de su piel y materializarse delante de mí.
—¿Te gustan? —inquiere tras un rato en el que supongo me he quedado mirándole el brazo como una idiota—. ¿Has pensado hacerte uno alguna vez?
«Sí».
—No —mascullo, bajando la mirada hacia su carrito esta vez.
El interior está repleto con un montón de frituras, pizzas congeladas, sopas instantáneas, enlatados, embutidos, panes y cervezas.
—¿Tienes algo que decir sobre nuestro plan alimenticio de la semana? —inquiere tras escuchar el resoplido involuntario que se ha escapado de mi boca.
—¿Aparte de que no parece muy sano? Absolutamente nada.
—Ah, ¿sí? Pues yo podría opinar lo mismo del tuyo. —Fisgonea dentro de mi carrito—. Un diabético corre peligro contigo.
—El único que corre peligro con mis postres aquí eres tú. —Le dedico una sonrisa de lo más falsa y angelical.
El modelito pone los ojos en blanco, pero sonríe.
—No creas que no pienso cobrarme tu chistecito con el ají.
—Me parece que yo ya no te debo nada —digo, y casi suena como un «Me parece que la otra noche te lo cobraste bastante bien»—. Nunca te he debido nada —intento corregirme, pero sus ojos ya están examinándome como si pudieran ver a través de mí.
Lo odio. Odio que me guste tanto.
—Si tú lo dices, Granger. —Sus dedos tamborilean sobre el borde metálico del carrito un segundo antes de agregar—: Entonces, ¿alguien está a por cumplir años?
—¿Por qué lo dices?
—Todo eso. —Vuelve a señalar mis compras al tiempo que la fila se mueve.
—Tengo un encargo de Cupcakes para mañana. —No me apetece darle más explicaciones que esa.
Él me mira con aire divertido antes de tomar uno de los comestibles decorativos y hacer girar el paquete entre sus manos.
—¿Te gustan las flores salvajes? Como tú.
«Flores».
Alzo la mirada de golpe. ¿Cómo había podido olvidarme de las condenadas flores?
—¿Lo preguntas para tenerlo en cuenta la próxima vez que desees enviarme un ramo al trabajo? —Le quito el paquete de las manos—. Porque de antemano te digo que no deberías malgastar tu dinero. La próxima vez acabarán igual que hoy: en el contenedor de basura. —Observo sus labios separarse, pero de su garganta no sale ni una sola palabra. Una pequeña sensación de victoria me hace sonreír—. ¿Sabes? No creí fueras en serio la otra noche con todo eso de hacer las cosas diferentes conmigo y comportarte como un chico cursi y bueno. No te pega nada.
—Será porque no lo soy —consigue decir al fin, frunciendo ligeramente las cejas—. Y sean cuales sean las flores que has tirado a la basura, no te las había enviado yo.
El alma se me cae a los pies.
—Pero tú... las flores... el regaliz... tus palabras... yo... yo pensé... —balbuceo como una estúpida antes de obligarme a cerrar la boca—. ¿Sabes qué? Olvídalo.
—Estás delirando si crees que voy a olvidarlo. —Apoya las manos en el borde del carrito, tensando los músculos de sus brazos—. Veamos si lo he entendido bien: ¿esta tarde recibiste flores en tu trabajo y sin pensarlo dedujiste que quien te las había enviado era yo?
—¿Y quién si no...? —Me callo, cierro los ojos, y maldigo para mis adentros.
Cuando los abro de nuevo, su mirada está carente de expresión.
—Al parecer el chico bueno sigue teniendo ganas de luchar por tu amor, Granger —intenta que parezca una broma, pero la tensión en su mandíbula delata lo poco que la idea le agrada.
Por mi parte, no lo tengo muy claro.
Ezra estuvo ignorando mis llamadas y mensajes de disculpas durante toda la semana. A pesar de que técnicamente ya no somos pareja, haberle hecho pesar que existía la posibilidad de retomar la relación para luego besarme con otro en sus narices, se parece bastante a una traición. Así que me disculpé por ello. De todas las formas posibles.
Pero no fue hasta esta mañana que finalmente me desperté con un mensaje suyo donde me ponía: «No lo sientas, Emma. Aún seguimos siendo tú y yo».
Supuse que esa era su forma de decirme que seguíamos siendo amigos. Él y yo. Pero ahora...
Comienzo a rebuscar en mi bolso, sintiendo que el corazón late frenético contra mi pecho. Una vez que doy con la pequeña tarjeta dorada que traía el arreglo, retrocedo dos pasos en busca de privacidad.
Desdoblo la cartulina y comienzo a leer:
«Me siento usado, pero todavía te echo de menos. Y no puedo ver el final de esto, solo quiero sentir tus besos contra mis labios. Te odio, te amo, odio quererte, pero no puedo poner a nadie más por encima de ti. Tú lo deseas a él, lo quieres a él, y yo nunca voy a ser él... Yo nunca te dejaré, amor. No lo olvides la próxima vez que te toque escoger. —Ezra».
—Dios mío... —la voz me sale baja y estrangulada por un remolino de sentimientos.
Reconozco la primera parte de la nota como parte de la letra de la canción «I hate you, I love you» de Gnash, pero lo última es absolutamente cosa de él.
«Yo nunca te dejaré, amor. No lo olvides la próxima vez que te toque escoger».
Madre mía. ¿Eso es en lo él cree que esto se ha convertido? En una competencia donde al final yo tendré que escoger un ganador.
Porque de lo contrario, no habría tomado ventaja al recordarme que su competencia ya fue capaz de dejarme una vez... y que, no dudará en hacerlo de nuevo al final del verano.
Ni siquiera recordaba haberle hablado a Ezra sobre mi infancia con él, pero está claro que no le tomó mucho atar los cabos después de presentarlos el sábado pasado a la salida del bar. Tampoco tardó en descubrir sus verdaderas intenciones después de haberlo encontrado besándome esa misma noche.
Y, sin embargo, no piensa retirarse sin luchar... por mí.
Como si me lo mereciera. Como si estar conmigo valiera las heridas de una guerra que no ha debido ni de empezar.
No sé si sentirme abatida o halagada. No sé si Ezra está siendo estúpido o mucho más valiente de lo que alguna vez podría llegar a serlo yo.
No sé qué hacer con sus palabras y mucho menos con mis sentimientos.
—¿Estás bien? —La voz de Oliver consigue sobresaltarme—. Te has puesto muy pálida.
Sus ojos lucen preocupados cuando se encuentran con los míos, aunque su mandíbula sigue estando muy tensa.
—Estoy bien —consigo decir, guardando la tarjeta nuevamente en el interior de mi bolso.
—Entonces, ¿las flores? ¿Eran de él? —Se lleva las manos a los bolsillos, balanceándose ligeramente sobre sus talones.
—Ese no es asunto tuyo.
Sus labios se separan, pero la llegada de Edward lo obliga tragarse las palabras que estuviera pensando decir.
—Eh, princesa, mira lo que me encontré. —El moreno le estampa un panfleto en la cara antes de dejar caer otro montón de comida chatarra en el carrito—. El primer concierto pueblerino al que podremos asistir.
—No es un concierto, es un bazar en pro de la caridad —aclaro de súbito, como un robot que no piensa, no razona, y solo actúa acorde a su programación.
Los ojos verdes de Ed se muestran sorprendidos cuando me ve, pero rápidamente su aturdimiento se transforma en una sonrisa cálida y afligida.
—Chica independencia, hola —su voz no se escucha tan alegre esta vez—. No tenía idea de que estabas aquí.
—He llegado hace poco —le digo en tono cortante. No es que eso me haga sentir mejor, pero tampoco lo puedo evitar.
Sé que Ed no forzó a Lisa para que lo besara, pero quiéralo o no, formó parte del desenlace final de una relación que ha dejado a mis mejores amigos destrozados. No puedo pretender que estoy bien con eso, por mucho que me agrade. Además, detesto cuando los citadinos se refieren a las actividades de nuestra comunidad como «pueblerinas».
No tienen idea de todo lo bien que sabemos divertir por aquí.
—Ya. Pues estabas perdidísima. —Apoya el codo sobre el hombro de amigo en un gesto muy cómo y casual, como él—. La princesa ya tenía miedo de no volverte a ver.
Miro a Oliver con las cejas alzadas.
—Dudo que esa posibilidad consiga asustar a tu amigo, Ed.
—Más de lo que te imaginas, créeme. —Oliver le pega un codazo que lo hace jadear y reír a la vez—. Vale, vale. ¿Entonces tú sabes de qué va todo esto? —Señala el panfleto que le ha entregado a su amigo.
—No será un concierto como tal —respondo con un suspiro—. Los grupos solo estarán tocando mañana para mantener animadas a las personas que se acerquen a comprar en el mercadillo. Todos los fondos recaudados irán destinados a la familia Morgan, cuya hija requiere de una quinta operación después de un accidente que sufrió tras nuestra graduación. Por solidaridad, ningún establecimiento del pueblo abrirá sus puertas mañana, de modo que todos los locales y turistas no tengan más opción que ir a gastar su dinero en nuestros stands.
—¿Nuestros stands? —repite Oliver tras mi explicación, mirando con nuevos ojos los ingredientes que llevo en el carrito—. ¿Entonces de eso se trata? ¿Estarás mañana aquí vendiendo tus dulces? —Señala la dirección en el panfleto.
—Cupcakes —lo corrijo con una mueca—. Y sí, ahí voy a estar.
No era mi intención revelarle mis planes, pero a él parece complacerle mucho la información.
—Estaremos, Granger —dice entonces, y la idea me sobresalta—. No tienes por qué hacer esta obra de altruismo tu sola cuando me tienes a mí.
Contengo el impulso de pones los ojos en blanco por miedo a que me entre una convulsión.
—No estaré sola. Y tampoco te necesito. Tengo a Lisa.
—En ese caso —dice Ed, interviniendo nuevamente en la conversación—. Las ayudaremos los dos. Ocho manos trabajan mejor que cuatro, ¿no lo crees, pecosa?
Sus ojos me miran expectantes. Un par verde. El otro azul.
Dos chicos ricos de ciudad, obsequiados con rostros atractivos, cuerpos perfectos, sonrisas desvergonzadas y un aura de peligrosa atracción.
«¿Cómo voy a creer que algo relacionado con ellos podría terminar bien para alguna de las dos?».
No tengo idea, pero antes de ser consciente de lo que estoy a punto de hacer, me escucho pronunciando las palabras:
—Mañana a las ocho en mi casa. No lleguen tarde.
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N/A: Ajaaa ¿Se ilusionaron con las flores?
Opiniones AQUÍ
¿Qué creen que va a pasar ahora en el parque?
Besitos ♥
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