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Prólogo

Desde que era niña, mi madre me enseñó que debía tener el control sobre todo: mis amistades, mis actitudes, mis sentimientos, mis emociones, mis debilidades, mis fortalezas y habilidades, mis decisiones, mis límites y cada pequeño aspecto de mi vida.

Mi padre me enseñó que si realmente me lo proponía, podría tener todo lo que deseara, pero que solo lo conseguiría si confiaba plenamente en mí misma. También enfatizó que nadie podría hacerme sentir inferior si nunca mostraba debilidad ante los demás y mantenía la mirada en alto siempre.

Reconozco que tales palabras pueden no haber sido las más apropiadas para dirigirse a una niña de apenas diez años. Sin embargo, entendía que sus intenciones eran motivadoras; buscaban inspirar en mí la fortaleza y valentía necesarias para enfrentar el futuro. Su objetivo era que estuviera preparada para presentarme ante el mundo y hoy puedo afirmar con certeza que he alcanzado esa preparación.

Aquel día, el calor que emanaban los rayos del sol indicaba que solo restaban cinco minutos para el mediodía, ya que el sol iluminaba los alrededores en todo su esplendor.

Yo estaba con las chicas en el campus, practicando las porras del equipo de animadoras, el cual estaba bajo mi dirección.

Llevaba el uniforme azul del equipo, que se ajustaba a la perfección a las curvas de mi cuerpo y realzaba el color de mis ojos bajo la luz del sol. Antes de empezar el ensayo, había recogido mi cabello rubio en una coleta para no sentir calor, lo que hacía que el viento se sintiera refrescante al rozar mi nuca y mi rostro.

Era consciente de que con ese aspecto llamaba la atención de todos los chicos que cruzaban el campus. Ninguno pasaba sin detenerse a mirarme, y, sinceramente, eso me llenaba de satisfacción y me hacía sentir orgullosa de la mujer en la que me había transformado con el tiempo.

Me encantaba atraer la atención de todos los chicos que asistían al internado Deerfield Academy. Cuando me veían, ninguno podía resistirse a mis encantos, incluso los más fuertes no podían evitar caer rendidos ante mí. Ellos me deseaban, me aclamaban como a una reina, me suplicaban por una oportunidad y se arrodillaban frente a mí con la esperanza de que notara su presencia, pero la mayoría no tenía tanta suerte; solo había unos pocos afortunados.

Yo decidía cuándo hablar con ellos, era yo quien elegía, marcaba el momento de salir con ellos y también decidía cuándo poner fin a nuestra relación. Los controlaba y manipulaba, tenía el control de todo.

—Vamos a repetir la parte final de la coreografía una vez más —les dije a mis compañeras en voz alta. Ellas se acomodaron en su lugar y esperaron mi señal para comenzar—. Uno, dos, tres, ¡ahora!

Todas nos alineamos en la secuencia de la porra, realizando los mismos movimientos al compás del tiempo. Ellas seguían el ritmo de mis pasos, y todas estábamos en perfecta sincronía con la música; ninguna desentonaba y cada una daba lo mejor de sí para que la porra fuera impecable.

Al finalizar la primera secuencia de pasos, pasamos a formar la pirámide de estrella, donde yo ocupaba el punto más alto y riesgoso.

Una vez que llegué a la cima, levanté los brazos y elevé mi pierna derecha, manteniendo todo mi peso en el pie izquierdo. Permanecí en esa posición durante diez segundos, y cuando llegó el momento, me dejé caer desde lo alto y, realizando una pirueta, aterricé en el suelo sin ningún inconveniente.

Las chicas deshicieron la pirámide y se colocaron en sus lugares justo detrás de mí. Se formaron en fila y, tras hacer un par de pasos coordinados, nos separamos y dimos vueltas de carro en direcciones opuestas. Al completar la última vuelta, incliné la cabeza hacia adelante y, de repente, sucedió algo inesperado.

Un chico alto caminaba a lo lejos, vestido con una sudadera blanca y unos shorts deportivos que combinaban con sus tenis deportivos negros. Poseía un cuerpo musculoso y bien tonificado, lo que sin duda indicaba que se ejercitaba a diario; su apariencia atlética y excepcional era un claro reflejo de ello.

Su cabello era largo y ondulado, alcanzando la altura del mentón; algunos mechones lucían dorados bajo la luz del sol. Sus rasgos eran marcados y bien definidos, y no cabe duda de que poseía un atractivo que parecía casi divino. Era, sin lugar a dudas, la encarnación de la belleza humana.

No obstante, su expresión era inexpresiva y sus ojos claros parecían desconectados de la realidad. Me dio la impresión de ser una persona inalcanzable y distante, un joven solitario inmerso en sus pensamientos.

Además, me resultó curioso que no mantenía la mirada fija en mí, a diferencia de los demás estudiantes; simplemente contemplaba el camino de piedra por el que avanzaba, sin prestar atención a nada más.

Observé que tenía una mano dentro del bolsillo de su pantalón y con la otra sostenía su celular. Por lo que pude ver, estaba cambiando la canción que sonaba en sus auriculares, ya que, después de unos segundos, asintió con la cabeza y guardó su teléfono en el bolsillo de su sudadera.

No tenía claro qué pensar acerca de ese chico. Era atractivo en todos los sentidos y realmente guapo, muy guapo, parecía tener una docena de admiradoras detrás de él, esperando a que les prestara atención. Sin embargo, también daba la sensación de que no quería que nadie se le acercara, ni siquiera para preguntarle la hora. Tal vez esa era la impresión que los demás tenían de él. Sus gestos serios y expresiones neutras seguramente intimidaban al más valiente.

Como si el chico hubiera intuido mis pensamientos y percibido mi mirada, él se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con los míos en un instante, como si los hubiera captado a la distancia. Mi corazón se aceleró y comenzó a latir a cien por minuto. Sentía que esos ojos profundos me atravesaban, revelando lo que guardaba en mi interior y que nadie más podía ver.

Me miraba como si estuviera desvelando todos mis secretos y leyendo mi mente, lo que me puso un poco nerviosa y afectó mi capacidad de concentración.

De repente, el chico sonrió y ese simple gesto iluminó su rostro de tal manera que su encanto me hizo contener la respiración. Fue en ese instante cuando me percaté de que las chicas ya estaban formando la segunda pirámide que habíamos practicado en los ensayos previos, mientras yo, por primera vez, había perdido la secuencia de mis pasos y me encontraba de pie, como si fuera tonta, observando al desconocido que aún no dejaba de mirarme.

Él había capturado por completo mi atención, me había hecho perderme en él de una manera que nunca había experimentado con nadie más. En ese momento comprendí que, si había alguien capaz de desestabilizarme y de hacerme cuestionar todos los principios que había establecido en mi vida, ese alguien era él.

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