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P R O L O G O

           

Londres, 1250

                Sus pies no podían más.

                Su respiración cada vez más pesada, sus pulmones ardían y sentía sus mejillas abrirse por el frio.

                —Sabes, entre más corras yo más me divierto—se burló su perseguidor.

                El frio se colaba por sus pantalones de campesino. Había corrido por más de una hora y no lo perdía en ningún momento. Sólo veía los ojos carmesí llenos de hambre de su cazador.

                Tenía miedo.

                Ya no sentía sus piernas, tenía que parar o le fallarían y caería, seria comida fácil para ese... esa cosa que aún no descubría como es que corría tan rápido y sus ojos se veían así.

                Su madre le había contado miles de veces aquellas leyendas sobre seres inmortales. Ángeles demoniacos que Vivian para toda la vida, pero mataban y bebían la sangre de sus víctimas para no envejecer y perder esa belleza; belleza que era su arma más mortal y principal.

                De repente, ya no sentía sus pies. Le habían fallado a tan solo unos cuantos kilómetros de su casa. ¿Cuantas veces le dijo su madre que no se alejara? Lamentablemente, ya era muy tarde para él.

                Entonces lo sintió.

                —Tsk, tsk, tsk. Muchacho tonto—lo insulto aquella cosa—,  ¿qué tu madre no te dijo que no te alejaras?

                —¡No hable de mi madre! —Le grito el muchacho lleno de rabia y... pavor.

                —Pero mírate, aun sin aliento estás lleno de rabia y estás dispuesto a luchar—lo elogio la criatura llena de admiración, sus ojos rojos viéndolo con hambre—. Ibas a ser mi cena, pero creo que te convertirás en algo mejor que eso.

                El muchacho abrió los ojos desmesuradamente.

                «Esa cosa iba a comerme...» pensó, aun dirigiendo sus palabras.

                —No le haga nada malo a mi familia—suplico como último deseo el muchacho.

                —Yo no le cumplo nada a mi comida, pero igual, ya no eres sólo mi bocadillo de la noche. Habla muchacho, te concederé un don; pídelo y será tuyo.

                El muchacho no lo pensó dos veces, entonces le dijo su último deseo—: Amor.

                La criatura se rio de su patético deseo del muchacho, pero si algo tenia aun de su  humanidad perdida ya hace mucho, le cumplió el don.

                Pasaría demasiado para que se cumpliera.

                Pasaría demasiado para que ese don se hiciera realidad, pero por supuesto, la criatura no se lo dijo.

                Lo último que sintió el muchacho, fue el dolor abrazador de grandes agujas clavándose en su cuello.

                Y la criatura lo último que vio, fue ese azul lleno de lucha en sus ojos, tintarse del rojo carmesí que los demonios cargarían por el resto de su inmortalidad.

                Un nuevo descendiente había nacido en los hilos de sangre, que el apellido Vlad habría de mantener hasta el final de los tiempos...

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