two
Era viernes por la noche, y en la casa de Alberto Vicuña se llevaba a cabo una fiesta.
Religiosamente, los padres del joven tomaban el vuelo de las dieciocho horas con destino a Málaga, a fin de acudir a la convención de licores que ellos mismos organizarban, y donde debatirían con algunos catadores e intercambiarían información de suma utilidad.
Por consiguiente, Alberto aprovechaba el fin de semana, empezando por el viernes, para reunir a sus amigos en su residencia, conocer chicas y dejar las tareas y obligaciones para el domingo por la noche.
La música atestaba la casa, junto al cúmulo de personas que asistieron aun así sin invitación. La mayoría, eran chicos del equipo de Básquet, amigos de las otras secciones y toda la clase D.
Alicia Sierra apagaba el tercer cigarrillo, y caminó con el habitual contoneo en sus caderas a la cocina, para conseguir una cerveza.
—Eh, Sierra —la llamó una de sus amigas. Laura.
La chica permanecía pegada a una pared, junto a tres chicos más de la misma clase. Todos cargaban un vaso en la mano y olían a marihuana.
Alicia volteó, más no llegó a donde ella estaba. Alzó las cejas, esperando que Laura hablara. No obstante, intervino otro chico.
—Que vengas, tía —pidió.
—No me apetece, César. Aquí hace mucho calor, prefiero estar fuera.
La pelirroja sacó una cerveza de la nevera, y aunque Laura siguió insistiéndole ella salió al patio.
Miró a los lados, para luego sentarse sobre la grama húmeda y crecida.
La Oreja de Van Gogh se reproducía en el altavoz, entre tanto las chicas canturreaban y los chicos las llevaban a la parte más oscura de la casa.
También se unió al cántico, disfrutaba escuchar a la banda y su lista de hits.
Le gustaba pensar, la única mala consecuencia era que lo hacía con demasiada frecuencia y, por ende; desistía de tomar algunas decisiones y dejar pasar buenas oportunidades.
—¿Qué te parece la idea de mudarse a la academia? —preguntó una chica, que nunca reparó en el momento donde se sentó a su lado.
Alicia se sobresaltó, derramando un poco de cerveza sobre el césped y sus zapatos.
—Me asustaste —dijo, con una mano en el pecho que le bajaba y le subía. Se tomó varios segundos y después contestó—: Extrañaría a mi padre, pero espero estar temprano para ir a por la mejor alcoba.
—Opino lo mismo, Alicia —concordó la chica. Su nombre era Manila, estudiaba en la clase B—. ¿Por qué Laura y tú no estáis pasándolo juntas?
Alicia bebió toda la cerveza, y dejó la botella vacía a un lado.
—Laura está ocupada con sus otros amigos —respondió, encogiéndose de hombros—. Que yo no voy a estar ahí pegada de ella toda la noche, Manila.
—Vale.
—¿Por qué viniste a la fiesta de Alberto? —inquirió en esta ocasión la pelirroja.
—Me invitó un amigo cercano a él.
—Sí. Es que, nunca te vi por aquí.
Manila asintió y le sonrió. Alicia le devolvió la sonrisa.
No entablaron demasiada conversación, puesto que Laura llegó por Alicia y se la llevó con los demás chicos y casi la obligó a socializar con ellos. Fumaron entre todos, una cajetilla de cigarrillos y bebieron más cerveza. Se acostaron, cuando el alba saludaba la mañana. Para cuando se despertaron, la luz solar les pegaba en la cara.
Alicia cogió su suéter, y apuró en salir de la casa de Alberto; dejando a Laura a un lado de la cama, donde las dos dormían.
—¿Dónde dejaste a tu amiga? —preguntó su papá, apenas la advirtió subir las escaleras a su recámara, una vez llegó a su casa.
—Prefirió quedarse a desayunar con los demás —dijo, y le regaló una sonrisa ladeada.
—¿La pasaste bien?
—No fue lo que esperaba, papá —respondió, con esa sinceridad tan característica de ella.
—Ven a comer, Alicia —la invitó, ya que el señor yacía en el comedor con una taza de café en la mano.
La joven se negó y terminó de llegar a su habitación.
Se lanzó a la cama, y como cayó, quedó rendida hasta la tarde.
Raquel, quién sí aprovechó el día; terminaba de hacer la limpieza completa a su casa. Empezó desde temprano con la sala, luego recogió y enceró la cocina. Al final, subió a su recámara y la dejó de punta en blanco.
Cuando llegó el tiempo de darse una ducha, aprovechó y también limpió el baño, blanqueó el inodoro y el lavamanos.
Su madre, estuvo de guardia en el hospital donde trabajaba y ese sábado debía regresar al mismo horario. Por lo tanto, descansó mientras su hija hacía la labor.
Al cabo rato, comenzó con las tareas que había dejado pendiente para el fin de semana, que se tenían que entregar el lunes. Se sentó en un pequeño escritorio que su padre construyó para ella, cuando cumplió los diez años. El hombre le dijo, que era para que pudiera hacer sus deberes escolares, con la privacidad y concentración que ella quisiera.
Mariví entró a la habitación de Raquel, se despidió de ella y se fue a trabajar. También le comentó, que la cena estaba en el microondas. La castaña se concentró demasiado en su tarea, que no reparó en que su estómago le pedía comida. Media hora después, se hallaba en la cocina calentando el pollo que hizo su madre.
La puerta se abrió y Laura apareció tras ella.
—Hola —saludó Raquel a su hermana mayor.
—Tengo hambre —dijo de vuelta, y abrió el refrigerador—. ¿Mamá ya se ha marchado?
—Sí.
Laura sacó un trozo de queso y esa fue su cena. Miró de reojo a Raquel, que estaba sacando su plato del microondas.
—Laura —le llamó. La mencionada no se detuvo, y comenzó a subir las escaleras—. Laura, ven.
—¿Para qué? —demandó, en la cima.
—¿Conoces a Alicia Sierra?
—Es mi mejor amiga, Raquel.
Y sin más, se encerró en su recámara.
Raquel cenó en silencio, mientras rebobinaba el instante donde se atrevió a cruzar palabra con la pelirroja.
Sonrió y negó con la cabeza.
Era demasiado tímida, como para buscarla y entablar una conversación de verdad con alguien. Y más, si se trataba de la chica que le gusta.
El lunes, todos regresaban a la rutina de la academia. En esta ocasión, Raquel cogió el metro para llegar, puesto que Ángel no podía recogerla, tenía cita con el oculista.
Iba aprendiendo una lección de matemática que le costaba. Para ese día, el profesor haría un taller rápido y no quería fallar.
—Estoy nerviosa —le comentó a Agatha, que tomó el asiento que ocupa Ángel.
La chica le sonrió, y le apretó la mano.
—No tienes por qué —contestó, soltándola de pronto—. Saldrás bien, Raquel.
La prueba finalizó, y la castaña apuró en responder las preguntas que ella estaba segura de que eran correctas. Se levantó, dejando la prueba sobre el escritorio del profesor y regresó a la silla al lado de Agatha.
—¿Vas bien? —inquirió. Ella le asintió, sin dejar de escribir sobre la hoja.
Después de cinco minutos, casi todo el salón había entregado el examen y esperaban que el profesor diera la orden para salir. Sonó el timbre, y los estudiantes huyeron de las cuatro paredes.
Al medio día, Ángel llegó en su coche y se fue directamente a la cafetería, en donde sabía iba a estar Raquel.
La halló en la mesa central, con el grupo de porristas lo que se le hizo sumamente extraño. Un tanto tímido, dio cortos pasos hasta llegar a ella y la vio rodeada y por su expresión facial, entendió que era contra su voluntad.
Carraspeó y la llamó con un tono de voz casi inaudible.
—Raquel.
Esta volteó y expandió los ojos, en señal de ayuda. El sujeto miró a los presentes, y se dijo internamente, que eso no acabaría bien.
En aquella mesa, se encontraban Laura, Alberto, Alicia y las demás porristas, amigas de Laura.
—Dejadme en paz —pidió Raquel, hastiada de la situación—. Por favor.
Laura se reía de la chica, y tocaba a Alberto para que él hablara.
Alicia veía todo en silencio, mientras masticaba goma sabor uva.
—Acepta la cita, Murillo —dijo Alberto, inclinándose hacia la castaña—. Es tan fácil decir que sí.
—¡Te dije que no! —exclamó, comenzando a sudar de la incomodidad—. Sé que no os cuesta entenderlo. Pero, disfrutan fastidiarme.
Ángel temía entrometerse, puesto que todos ellos amaban hacerle el feo también. No les importaba nada. Por lo tanto, se quedó a un lado de Raquel, agarrándole los hombros.
—Vamos, Raquelilla —alentó Laura. Los demás miraban con diversión—. Que Alberto muere por ti.
Murillo rodó los ojos, y buscó la mirada de Alicia. Sin embargo, la pelirroja tenía los ojos clavados en Laura.
—Basta —trató de defender, Ángel—. La ponéis incómoda, ¿no ven?
—Habló Don Pim Pom —espetó Laura, bufando luego. Ángel se ruborizó—. Apóyame, Alicia —buscó ayuda en su amiga. Pero, la contestación de ésta, la dejó perpleja.
—Dejadla marchar ya.
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