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¿A qué me aferro tanto? ¿A unos ojos que no me miran, o a un corazón que no es mío?

Era el mantra de Raquel Murillo, todos los días al levantarse religiosamente para ir a la academia de policías.

Amaba la carrera, desde muy niña soñó con hacer de inspectora ya vaya que estaba lográndolo.

Sin embargo, desde que la vio por primera vez; pelirroja, ojos claros, piel tersa y abundantes pecas bañando su rostro, supo que el motivo de ir a la academia no sería el mismo.

Alicia Sierra, diecinueve años, clase D.

Era lo único que pudo averiguar hasta ahora, en las dos semanas que llevaba detrás de la pista.

Luego de haberse lavado la cara, los dientes y el cuerpo, se enfundó en una toalla y salió del sanitario; dejando gotas por el suelo donde caminaba.

Se miró al espejo, sonrió con timidez al ver su reflejo delgado y desmaquillado.

Sacó del closet su uniforme, y se enfundó en él lo más rápido que pudo.

Estuvo observando su reflejo, durante un tiempo y su mente se encargó de recrear escenarios que podían pasar hoy en la academia.

Sonrió con sarcasmo, mientras terminaba de amarrar las agujetas de los zapatos.

Cogió su mochila y bajó las escaleras saltándose una, para pisar otra.

—Hola, mamá —habló a la señora de cabellos negros, que estaba de espalda a ella, mirando por la ventana de la cocina.

—Buenos días, Raquel —respondió Mariví, dándose la vuelta con una taza de café entre las manos—. Vas tarde.

—No es tanto, mamá —bufó. Dejó el morral sobre la encimera, y tomó una magdalena desde la caja—. Cinco minutos. Además, hoy vienen a por mí.

—¿Quién? —preguntó, y dio un sorbo al humeante líquido—. ¿Ángel?

—Sí, se ha comprado un coche. Está monísimo, es azul marino —comentó, para luego hincar el diente a la magdalena.

—Enhorabuena —murmuró, y también empezó a degustar una magdalena—. ¿A qué hora sales hoy?

El temple de María Victoria, lograba intimidar a Raquel a niveles altos. Una mujer de cuarenta y nueve años, la cual no tuvo buena infancia, ni amigos, ni adolescencia. Se casó a temprana edad, por culpa de un embarazo no deseado. Aunque ella amaba a su familia, no era de demostrarlo demasiado, ni de dedicarse a reír todo el tiempo.

—A las tres, o eso creo —respondió, encogiéndose de hombros—. Nos vemos, mamá. Te quiero.

Compartieron un beso en la mejilla, y un abrazo que no duró más que dos segundos. Raquel le quitó la taza de café a su madre, y bebió el restante. La señora resopló, pero no dijo nada.

Mariví la acompañó a la puerta, un auto azul esperaba en la entrada; recién llegaba. Raquel se subió, y la mujer regresó a casa. Tomó asiento en el sofá, y encendió la televisión.

Dentro del coche, iba un jovenzuelo de unos noventa kilos. Cabello azabache, anteojos y un coeficiente intelectual de 120. El chico era todo un cerebrito.

—¿Hiciste la actividad de Prieto? —cuestionó Ángel, sin quitar la mirada de la carretera.

—Claro —afirmó Raquel—. Me tienes que explicar una de mates, es que; no entendí nada.

—Venga, tía, que está fácil —aseguró el pelinegro—. Pero, yo te explico.

—Gracias.

—Voy a ir a por Alberto —informó Ángel. El semblante de Raquel se contrajo. El chico la vio de reojo—. No hagas esa cara, Raquel. Me ha pedido el favor, solo por hoy.

—¿Por qué a ti? —cuestionó fastidiada—. Tiene otros amigos.

—Quizás ninguno estuvo disponible —concluyó el gordito. Comenzaron a acercarse a la residencia de Alberto, y el mal humor de la castaña incrementaba.

Afuera de una extravagante casa de tres pisos, un amplio jardín y una piscina circular con azulejos; yacía un chico de casi dos metros, moreno y corpulento. Se trataba de Alberto Vicuña, uno de los mejores jugadores de básquet y el más destacado en su clase. El morral reposaba sobre la grama crecida, y él tenía los brazos cruzados.

—Que pesado —farfulló Raquel, sin motivo alguno. Ángel rio y estacionó frente a Alberto.

El joven corrió al auto, y al instante posó la mirada en la castaña, la cual tenía el ceño fruncido desde hace rato. Alberto silbó.

—Buenos días, Murillo, Ángel —habló y abrió la puerta de atrás. Una vez estuvo dentro, el conductor continuó el camino.

—¿Hicieron la tarea? —cuestionó. Ángel le dijo que sí, y Raquel ni se inmutó.

Vicuña necesitaba empezar a conversar, conocerla. Le interesaba, y mucho.

—Alberto, creo que deberías irte de la academia —propuso la castaña, desconcertando a ambos chicos.

—¿Por qué dices eso? —preguntó al segundo.

—Porque nadie te soporta. Empezando por mí —espetó, y como Ángel aparcó el coche en el parking de la academia, ella salió y el viento le bailó entre las hebras del cabello. Digna entrada de una chica pesada.

Raquel continuó con su camino, observando su alrededor, buscando esa melena color cobrizo que la desequilibraba un poco.

—Me tienes que ayudar con Raquel —le pidió Alberto a Ángel.

—Hombre, que yo no puedo hacer nada. —Se encogió de hombros, mientras caminaban a la par—. Si la tía no te quiere, pues no te quiere y ya.

—Ángel...

El mencionado suspiró, y asintió.

—No te prometo nada, Vicuña.

—Que la convenzas de que yo soy un buen tío, me basta —dijo, y se adelantó a su clase.

Ángel tenía que pensarlo bien, Alberto era su amigo; pero no lo veía con Raquel.

O no lo quería ver a su lado.

Ladeó la cabeza y entró directo al salón.

Raquel lo esperaba en la misma mesa de siempre. La última fila, asiento número tres.

—¿Por qué te has tardado? —inquirió, dibujando garabatos en la parte trasera del cuaderno.

—Solo estaba estacionando el coche —carraspeó y por el tono de voz, la castaña supo que él mentía.

—Estabas hablando con Alberto —afirmó. Ángel no dijo nada—. ¿De qué hablabais?

—Nada importante, Raquel —aseguró en murmullos. El profesor de aquella clase, aún no hacía su aparición.

 —Está bien si no me quieres decir. Voy a ir yo misma, a preguntarle a Vicuña que hablabais los dos —concluyó.

—¡No! —exclamó. Raquel hizo una mueca y se mofó. Varios compañeros los miraron, para luego continuar en lo propio—. Prometo que te lo voy a decir, pero ahora no.

—Vale.

Varios minutos después, Mónica Gaztambide; entró disculpándose por la tardanza y comenzó su clase.

En el salón de Raquel, había un aproximado de cuarenta alumnos; la directora no quiso incluir a nadie más, porque eran demasiados. Era la mejor clase, lo decía ella misma. Desde la A hasta la E, lo más destacados luego de la clase A era la clase D, pero no les hacían la lucha a los primeros, algunos tenían una que otra rencilla entre ellos. Sin embargo, no era nada que no se podía solucionar con una conversación.

Al otro extremo de la academia de policías, se hallaba el salón de la clase D. Ahí, estudiaban treinta y cuatro alumnos, algunos de intercambio. Entre todos, estaban Alicia Sierra y Alberto Vicuña.

Los de la clase A, eran buenos en teorías, matemáticas, experimentos y exámenes. Se destacaban entre los demás por su inteligencia y capacidad de análisis. Mientras que, la clase D, era más de acción. Siempre ganaban los partidos amistosos en deportes, sobresalían en sus entrenamientos para aprender a disparar y conseguían eclipsar a todos los demás cuando se trataba de una batalla simulada entre dos bandos.

Lo que la academia quería lograr, era complementar esas dos secciones y formar un gran equipo de élite, para el funcionamiento a futuro del cuerpo policiaco.

Las clases B y C, también estaban allí, pero eran más de ver desde el estrado. No había riña entre ninguno.

—Alicia Sierra, ¿puedes venir y escupir la goma que estás mascando? —cuestionó el profesor Sergio. La pelirroja asintió, y tiró al bote de la basura el chicle.

Antes de tomar asiento, rodó los ojos y con cuidado; sacó otra bola de goma con sabor a uva y la introdujo en su boca.

Continuó anotando parte de la clase, prestando atención a la materia, puesto que iban a tener una prueba de más de cien preguntas y debía estar preparada. Casi siempre, se la pasaba conversando con la persona a su lado, pero ese día decidió sentarse casi al final y sola. Así, no tener ningún tipo de distracciones.

Alberto también escribía, no obstante, se pasaba notas confidenciales con una chica llamada Laura.

Al recibir ella el papel, leyó con rapidez y escribió una respuesta:

"que no puedo tío, que estoy liada con ella no nos llevamos bien"

Vicuña resopló y arrojó desde su asiento, aquel papelito que terminó arrugado en forma de pelota.

La mañana finalizó con tareas pendientes, abollo estudiantil alrededor de la cartelera informativa, donde cuelgan todo material que pueda ser de utilidad, al igual que las noticias de cada día, por parte del periódico académico.

—En un mes se inauguran los dormitorios —habló Alicia, con una sonrisa en la cara. Intentaba salir de la multitud, cuando alguien más secundó su comentario.

—Finalmente —dijo Raquel, sonriéndole. Ambas permanecían apretadas, por la cantidad de personas leyendo en la cartelera. Las dos querían salir, pero la multitud las encerraba aún más.

—Te me haces conocida —comentó Alicia, frunciendo el ceño. Todavía masticaba el chicle.

—No creo —negó la castaña, de pronto nerviosa—. No nos hemos visto. Al menos, yo a ti no —mintió.

—Bueno. Me llamo Alicia Sierra. —La pelirroja le extendió la mano, y Raquel se la estrechó de inmediato.

Se tu nombre, tu edad, tu curso. La voz interior le decía.

—Un placer, Alicia. —Se permitió saborear el nombre entre sus labios. Le supo a gloria.

Entonces, Raquel sintió un vacío en el estómago, causado por los nervios que la atacaron. Huyó de allí como pudo, y entró a los servicios.

—¡Me cago en la puta! —exclamó, golpeando la pared del cubículo.

—¿Qué ha pasado, tía? —inquirió Agatha desde afuera.

Murillo hizo silencio, y salió de ahí.

—Nada, nada.

—¿Segura? —insistió la chica.

Raquel asintió y Agatha, sin creerle demasiado, abandonó el cuarto de baño.

Era una compañera de su clase, que la mayoría del tiempo se preocupaba por todos.

La castaña abrió el grifo y se mojó el cuello y las mejillas.

Por su parte, Alicia captó que la chica no le dijo su nombre de vuelta. Tampoco le dio mucha importancia, y regresó a casa despreocupada.

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