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fifteen

Luego de que Alicia llegara con el equipaje a la comisaria, ella y Tamayo emprendieron viaje a Madrid. En el trayecto, el coronel le explicaba los detalles de la investigación, quienes eran los involucrados y en qué cosas debía enfocarse.

Vagamente la pelirroja prestaba atención, toda su mente estaba colapsada debido a cierta castaña que en un tiempo la volvía loca. Asentía a las palabras de su jefe como si captara las órdenes que él le daba.

El viaje fue incómodo para ella, no paraba de pensar en el reencuentro de ambas después de haber transcurrido los años.

—Hemos llegado, Alicia —anunció Tamayo, bajando del vehículo.

La ansiedad de Sierra corrió por sus venas como un rayo, sentía un miedo inquebrantable y aunque no quería admitir a sí misma el motivo de ese temor, sabía perfectamente de qué se trataba.

—Es de noche, coronel. ¿Igualmente entraremos? —Alicia intentó deshacerse del mal rato, pero fracasó. Tamayo le asintió y dejando sus cosas dentro del carro, ambos se dispusieron a entrar a la comisaría, la sede principal ubicada en Madrid.

Dentro de aquel edificio, el coronel Prieto reorganizaba los puntos estratégicos del caso. Raquel le hacía compañía, sin embargo; más que brindarle algún tipo de ayuda lo que hacía era intentar eliminar el nudo que tenía en la garganta, tragando saliva. Mordisqueaba sus uñas y el interior de sus mejillas, nunca antes sintió tantos nervios; ni siquiera cuando iba a pedirle a Alicia que fuera su novia.

Alicia.

¡Seguro ya debe estar aquí!

Pensó con desesperación.

Se levantó de manera brusca y salió pitando de la oficina.

—Ángel —titubeó, agarrando el brazo de su amigo, una vez que se lo encontró en el corredor. Él sintió la fuerza que ella ejercía en el músculo e intuyó lo que ocurría.

—Ya están aquí, Raquel.

—¡JODER! —gritó.

Raquel comenzó a caminar en círculos, hasta que entró a su despacho. Ángel fue tras ella y una vez ambos dentro, él cerró la puerta. Se cubría el rostro con ambas manos, percibiendo un temor inigualable.

—Cálmate, Raquel. —Ángel intentaba tranquilizarla, podía escuchar los latidos del corazón de la castaña.

—¿Dónde están? —murmuró mirando el suelo.

—Firmando algunos documentos, luego irán al despacho de Prieto.

—Me voy. —Dispuso a recoger sus pertenencias con afán, Ángel la observaba con tristeza. Él entendía lo que le sucedía, y nada de lo que dijera iba a calmarla.

—No puedes irte, el coronel va a llamarte en cualquier momento.

—Entonces renuncio —vociferó abrumada. Ángel la abrazó por detrás y Raquel se desmoronó. Comenzó a sollozar—. Tengo miedo —decía una y otra vez—. No estoy preparada para verla, no quiero.

Raquel permanecía inmóvil en brazos de su mejor amigo, Ángel apretaba el abrazo y con una mano sobaba su cabello. Ella dejaba caer sus lágrimas saladas sobre sus mejillas, nunca se preparó para volver a verle y ese momento ya había llegado. No tenía idea qué decirle, cómo afrontar la situación, sentía que su madurez se iba por el ducto del agua.

—No renunciarás. ¿Recuerdas todo lo que aprendiste con Sierra? —La castaña asintió—. Entonces ve a por ella. No ha pasado nada, es como si una vieja amiga está de visita en la ciudad. Venga, da la cara.

Raquel se dio media vuelta y suspiró. Ángel la soltó y le sonrió.

—Gracias. Recuérdame invitarte a comer. —Ambos rieron y Murillo logró calmarse.

Conversaron unos minutos más, sin embargo; el teléfono de la oficina comenzó a sonar y los dos se miraron con rapidez. Sabían lo que eso significaba.

—¿Sí? —Raquel contestó.

—Ven a mi oficina, pero cagando leches —ordenó Prieto y colgó.

El rostro de Raquel palideció. Miró a su amigo por breves instantes y suspiró.

—Vamos los dos —dijo, y luego de respirar profundo se encaminaron al sitio.

Mientras tanto en el despacho del coronel, una Alicia permanecía inquieta moviendo la pierna con insistencia.

—¿Todo bien, Alicia? —inquiere en un susurro Tamayo.

Ella le asintió no muy convencida.

Entonces, la puerta de la oficina se abrió y apareció una acalorada inspectora castaña. De inmediato buscó con sus orbes marrones a Alicia.

—Buenas noches —expulsó cada palabra con nerviosismo. Cargaba los pulmones llenos de aire, no se atrevía a exhalar creía que podía recaer.

Alicia subió la mirada y la vio de pie a centímetros de distancia. Se incorporó de golpe, sin apartar sus ojos de ella. Ella. La respiración le hizo una guerra y empezó a ir más rápido, no podía controlarse, sus sentimientos renaciendo eran más fuerte que sí misma.

—Buenas —respondieron al unísono casi todos los presentes.

Ángel se había encargado de cerrar la puerta tras sí, y no se despegó de allí.

—Raquel —habló finalmente Alicia.

—Hola, Alicia —contestó inescrutable.

—Cuanto tiempo. —Soltó una risa nerviosa.

La castaña dejó salir todo el aire contenido y alzó el brazo izquierdo.

—Sí, cuanto tiempo... —Estrecharon sus manos y por los segundos que se tocaron, sintieron una ola de recuerdos empapar su psiquis, como si de un carrusel se tratase.

Alicia se despegó primero, al instante bajó la vista al cuello de Raquel.

¡El collar! Pensó.

Se mordió la mejilla con el fin de ahogar un grito.

—Coronel Tamayo, ¿cómo está? —saludó a la otra persona, distrayendo un tanto la mente.

 —Bien, gracias. Murillo y Sierra, creo que ambas saben por qué están aquí. Muy emotivo encuentro, pero ya debemos ponernos a trabajar.

—Es bastante tarde, coronel —intervino Ángel, que hasta ese momento estuvo en silencio, únicamente admirando la escena tan cliché interpretada en la oficina.

—Puedes marcharte si gustas, el asunto es con mis dos inspectoras —espetó Tamayo sin siquiera verle.

—Coronel... —siseó Raquel ofendida. No compartía la forma tan despectiva en como él se refirió a su amigo—. Ángel tiene razón. Estoy bastante cansada, creo que mi compañera también. —Paseó la mirada hacia ella.

—Sí, coronel. Se lo comenté en el trayecto —continuó Alicia. Ni con el pasar de los años, podía dejar la complicidad que sentía con esa castaña.

—Bueno, entonces vayáis a descansar —ordenó Prieto levantándose de su silla, y en el proceso acomodando su esmoquin—. Mañana os quiero a todos a primera hora en la comisaría.

Ángel, Alicia y Raquel se despidieron por su cuenta y salieron de aquel despacho.

Tamayo y Prieto estuvieron más tiempo, afinando detalles y compartiendo información valiosa sobre el caso.

—No te saludé, Ángel. ¿Qué tal? —Alicia se acercó al hombre y le palmeó la espalda.

Raquel intentaba no voltear, ella llevaba varios pasos de ventaja.

—No tan bien como tú, qué guapa estás —dijo sonriéndole. Raquel se mordió el labio inferior.

—Pues gracias.

Raquel hizo ademán de a su despacho a recoger su bolsa, sin embargo; una mano ceñida en su brazo la detuvo. El corazón terminó desbocándosele.

Giró el cuerpo por completo, al mismo tiempo que soltaba la manija.

—¿Te vas ya? —Era Ángel.

Respiró profundo y asintió.

 —Quiero dormir algunas horas —respondió y entró a la oficina.

Del escritorio cogió su cartera y apagó la lámpara de la mesita, se aseguró que todas las cosas estuvieran en orden y salió cerrando la puerta con seguro.

Creyó que al cruzar al pasillo lo hallaría solo, pero admiró una coleta pelirroja balanceándose de un lado a otro mientras un gordito le murmuraba algo.

—Pensé que se habían marchado —dijo, sobresaltando a Alicia.

—Madre mía, me asustaste —vociferó, colocándose una mano sobre su pecho exaltado.

—Perdóname, no era mi intención —se disculpó apenada.

—Vale, perdonada.

—Yo...debo irme. Mi esposa me espera. —Sin esperar que alguna refutara, le propinó un abrazo a cada una y se marchó—. ¡Buenas noches! —exclamó en la entrada principal.

Alicia y Raquel quedaron en el solitario corredor con la brisa entrando desde algún ventanal.

Ningún movimiento, ninguna palabra, nada que pudiera hacerlas sentir más eufóricas y desconcertadas se atrevieron a soltar. Una fría e intensa guerra de miradas era el medio de comunicación entre las inspectoras.

—También tengo que irme —masculló Alicia, empezando a trotar en pleno pasillo.

—¡Espera! —Una desesperada Raquel la alcanzó, tomándola por la muñeca. Apretó con ligereza y la pelirroja se vio en la obligación de detener su andar—. Estoy tan feliz de verte.

—Ja, qué triste para ti que yo no pueda decir lo mismo. —Al instante que esas palabras salieron de su boca, se arrepintió.

Raquel la soltó al acto, percibiendo un escalofrío infernal subiendo por su espina dorsal. Su respiración comenzó a fallarle.

—Lo siento, Murillo —musitó, y la dejó sola con el corazón cayéndole a pedazos.

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