eleven
Veinte años más tarde...
—Listo, Raquel. Puedes marcharte —dijo el doctor Mendoza, una vez terminó de examinar a la castaña—. En unos días, puedes venir a por los resultados.
—Vale. Nos vemos.
Raquel se acomodó la camisa, abotonándola por completo. Luego, se enfundó en el blazer y tomó su placa y la colocó en medio de sus senos por fuera de la remera.
El uniforme consistía en un traje de pantalón oscuro, blazer y camisas de cuello manga larga. Al final, terminó graduándose con honores en la academia de policías y se recibió como inspectora. Llevaba más de quince años ejerciendo la carrera. Estaba cómoda con su vida, y eso no significaba que se sentía completa.
Hace muchos años algo se había quebrado en su vida; algo mucho más importante que su carrera, incluso más que su familia. Meneó la cabeza con el fin de alejar esos pensamientos que desde un tiempo no quería recordar.
Bajó por el ascensor del edificio médico y llegó a su coche. Lo primero que hacía era revisar su móvil y ver si algún caso policíaco había sido asignado para ella. En esta ocasión ninguna notificación llenaba su bandeja de entrada. Le desagradaba por completo tener que esperar por su jefe para comenzar a trabajar. Solo llevaba una semana libre y aprovechó para realizar cosas que tenía pendiente.
En unos días era su cumpleaños y como todos los años no sentía ganas de celebrarlo. A veces, le cortaban una tarta en la estación de policías o llegaban sus pocos amigos de sorpresa a su casa y le hacían pasar un buen rato. Sin embargo, cuando todos se marchaban regresaba el vacío y se instalaba en su estómago.
Vivía sola en Madrid. Dos años luego de la graduación compró un apartamento en una buena zona y desde entonces quedó tranquila. No era feliz, creía que no lo sería jamás. Y la mayoría de las veces se martirizaba pensando demasiado en el pasado y siempre acababa llorando.
Raquel se acomodó sobre el asiento de piloto, abrochó el cinturón de seguridad y partió a casa.
Durante el camino recibió un mensaje y un destello de esperanza brotó dentro de sí. Quizás era algún llamado. No obstante, cuando se detuvo en un semáforo aprovechó y revisó el teléfono. Se trataba de Ángel, que la invitaba a almorzar comida mexicana.
Respondió una rápida respuesta afirmativa y continuó manejando, ahora hacia el restaurante que Ángel adjuntó al chat. Rato después, bajaba del auto y con la seguridad que la caracterizaba caminó dentro del sitio y buscó a su amigo con la mirada. El gordito le hizo señas con la mano, y ella le sonrió hasta que llegó a la mesa. Ángel se levantó y ayudó a Raquel a sentarse en la silla frente a él.
—¿Qué ha pasado? —cuestionó ella, a punto de revisar el menú—. ¿Estás trabajando?
—Sí. Pero no es nada del otro mundo. —Se encogió de hombros, y prefirió cambiarle el tema. Conocía la tristeza de Raquel, cuando no estaba trabajando—. ¿Qué piensas hacer por tu cumpleaños?
—Nada —contestó sin verle. Se concentró en la comida que iba a pedir.
La mesera se acercó a ellos, y con amabilidad preguntó la orden de ambos.
—Unas quesadillas para mí y una cerveza —respondió Raquel, dejando el menú en la mesa—. ¿Cómo van las cosas con Mary Carmen? —Esta vez se dirigió a Ángel, preguntándole por su esposa.
—Marchan bien, gracias. Quiero tacos al pastor, y me pone una cerveza también.
—¿Algo más?
—No. Gracias, señorita —dijo Ángel, y la mujer los dejó solos.
—¿Quieres hacer algo? —Raquel negó—. ¿Por qué continúas así?, han pasado miles de años, y todavía sigues así. ¡Anda, déjalo ir!
—Ya es costumbre en mi vida, Ángel. Te pido que me comprendas.
—Lo hago, pero me preocupas, Raquel.
—Déjalo. Ya.
Los platillos llegaron poco después, estuvieron conversando acerca de algunas investigaciones que tiene que hacer Ángel. Raquel intentó concentrarse en la plática, en comentarle a su amigo lo buena que estaba la comida, hasta aportó posibles soluciones para que Ángel las dijera en la estación. Sin embargo, la mente de Raquel no estaba allí, ella viajaba al pasado cada vez que le daba la gana y hacía sufrir a la castaña.
Al caer la noche el cuerpo de Raquel descansaba sobre el sofá frente al televisor. Veía un programa policíaco, eran sus favoritos. Calzaba pantuflas y un pijama que consistía en un short de tela de durazno en color rosa pastel, y una camisa blanca oversize.
Esa vez no había luna llena. No pudo evitar pensar en Alicia. Le costaba trabajo no hacerlo, casi todo le recordaba a esa pelirroja. Las cosas que vivieron juntas no tenían precio, cada detalle de su magnífica relación lo recordaba a la perfección, tanto; que a veces se asustaba de sí misma. Una memoria inundó su psiquis, y la trasladó al año de 1998.
Flashback.
La grama era fría y húmeda, Raquel no quería sentarse. Sin embargo, Alicia enroscó su pálida mano en el brazo de la castaña y la haló hacia su lado.
—Alicia —dijo Raquel disgustada—. Se siente horrible, qué asco.
—Ya, Murillo. Por favor. ¿No lo ves? —preguntó, observando directamente al cielo nublado y oscuro.
—¿Ver qué?
—Acuéstate, ven —indicó, y la castaña no tuvo más opción que recostarse a su lado.
Entonces, apreciaron el cielo. Estaba vacío, una que otra estrella brillaba en la lejanía y no había luna llena, aparte que la niebla cubría el círculo plateado.
—Hace frío —musitó, acomodándose en el pecho de Alicia. Las cabelleras se entrelazaron, al igual que sus piernas cubiertas por ropas de invierno.
Alicia había llevado a Raquel a una pradera cerca de su casa, muchas personas concurrían el sitio de día. No obstante, la pelirroja siempre llegaba por las noches, cuando permanecía solitario y en paz.
—No hay luna llena, Raquel. ¿Sabes lo que eso significa?
—No. ¿Qué es?
—Solo recuerda esto —exigió, volteando su cuerpo, y quedando frente a Raquel. La castaña la imitó, y se miraron con fijeza—. Cuando haya luna menguante, es porque la otra mitad me la he llevado yo. Aquí. —Señaló su corazón.
—¿Por qué dices eso? —inquirió enamorada, con una mirada cálida, tranquilizadora, reconfortante—. ¿Te robarás la luna? —Bromeó.
—Porque tú eres la otra mitad, mi otra mitad; esa que está allá en el cielo. Y cada vez que la vea, sé que tú también estarás viéndola. Y juntas, dónde quiera que estemos sabremos que estaremos unidas por algo tan inefable como la luna.
—¿Eres mi luna gibosa creciente, y yo soy tu luna menguante? —Alicia asintió con una sonrisa pintada en el rostro. Raquel había entendido todo—. Eres tan fascinante. ¿Y cuando haya luna llena?
—Entonces, es porque estaremos juntas. Indiferentemente de la realidad. Nuestras almas hablarán por nosotras, y la luna nos enseñará el mensaje.
—Qué manera más bonita de explicarlo. ¡Te adoro!
—Yo te amo, Raquel. Te amo.
Acto seguido, unieron sus bocas en un beso lento y cargado de deseos.
Fin del flashback.
—Ay, Alicia; ¿estarás mirando la luna? ¿O ya lo habrás olvidado?
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