CAPÍTULO 16
Los días pasaron con una extraña normalidad. Aprendí a vivir entre los dos mundos.
Uno en el que tenía que seguir estudiando sin parar para poder sacar el semestre sin perder la beca. En el que quedaba con más frecuencia con mi hermano y evitaba a mis amigas. En el que Stu me acariciaba a escondidas y nos besábamos como si no hubiese mañana cuando me acompañaba a la residencia en las noches estrelladas. El mundo de cualquier universitaria de mi edad.
Otro que cada vez comprendía mejor. Un mundo lleno de luces de colores y de gente que tenía demasiado que esconder. Un mundo en el que me adentraba poco a poco. En el que Lily me acompañaba, Peter me guiaba y Kevin me volvía loca. Las tardes que pasaba con el club de Magia eran como pausas en la realidad. Como si me adentrase en un lugar donde no regían ninguna de las leyes de la naturaleza.
Dos mundos maravillosos. Dos mundos que no debían de colisionar.
Pero no todo iba a ser bueno. Sin darme cuenta, llegó el día de la visita de mis padres, con los que no me apetecía para nada cenar. Solo iban a estar esa noche con nosotros, pues pasaban por la Universidad Lawliet de camino para ver a nuestra tía Sophia, la hermana de mi padre. Era algo muy propio de ellos. No hacían ningún gasto extraordinario y, en este caso, si lo hacían aprovechaban para hacer varias cosas en el mismo viaje. Por eso solo les veía en vacaciones, cuando iba a casa.
Para mí era demasiado. Siempre intentando que cambiase de carrera a algo que me hiciese tener más éxito y ganar más dinero. Mi madre, Teresa, era española y había llegado al país tras mucho esfuerzo y sacrificio. Ella no quería para nosotros una vida tan complicada como la suya. Eso lo entendía, pero no me iba a pasar toda la mía en un trabajo que no me gustaba.
Mi padre, Steven, era abogado. Mi hermano estudiaba empresariales para poder hacer el doble grado con derecho, como él. Pero Rob estaba feliz con ello, era lo que quería hacer. Sabía que el fútbol no iba a ser para siempre, procuraba divertirse y trabajar duro en ello para mantener su beca. Cuando terminase entraría a trabajar en el bufete de mi padre y todos estarían contentos.
Yo me negaba. Quería seguir estudiando literatura, pues amaba los libros y las letras. Quería poder ser profesora, tener un trabajo agradable, una pequeña casita con un pequeño jardin y unos pequeños gatos. También apuntaba más alto, ser adjunta en una Universidad o catedrática, quién sabe. Pero con lo primero me conformaba.
Llegué tarde al restaurante en el que habíamos quedado para cenar, un poco despeinada y con el bajo del vestido bastante arrugado. No era algo habitual en mí, pero Stu se había empeñado en alargar más que otros días la despedida de esa tarde y, bueno, no podía negarme.
—Llegas tarde, Anna —dijo mi padre mientras se levantaba a abrazarme con cara de pocos amigos.
—Lo siento, papá. Había demasiado tráfico y el taxi no pudo ir más rápido —mentí descaradamente.
—¿Has venido en taxi? Cómo te gusta gastar dinero... —contestó mi madre mientras me sentaba al lado de Rob, que apretó mi mano debajo de la mesa intentando que me calmase.
—Ya vale, mamá —dijo mi hermano—. Tengamos la cena en paz. ¿Os gusta el restaurante? Es mi preferido.
Rob no había pisado ese lugar en su vida, pero le gustaba aparentar delante de nuestros padres. Era un sitio bastante lujoso aunque con un precio asequible para nosotros. Tenía un estilo minimalista, con muchas mesas en la sala, pero espacio entre ellas. Varios camareros volaban entre los comensales, con gracia y estilo, llevando bandejas y bebidas. El techo estaba adornado con grandes lámparas de araña de luces tenues que daban a la estancia una sensación de intimidad.
Pedimos la cena mientras conversábamos de asuntos familiares sin importancia: cómo estaba la tía Sophie después de su operación de cataratas, cuánto había crecido el huerto de mamá, lo caro que les había costado el peaje... Mis padres siempre conseguían que cualquier tema que tratábamos acabase en quejas sobre el tiempo, el dinero o los estudios. Me resultaba muy pesada esta actitud. Y cada año que pasaba iba a peor.
—Hija, ¿vas a comerte todo eso? —dijo mi madre mientras me ponían un plato enorme de raviolis de setas con salsa al pesto—. Luego te quejas de que no encuentras ropa de tu talla.
—Mamá, nunca me he quejado de eso —contesté con voz cansada.
Ilusa de mí, había pensado que podría librarme esa noche del tema del peso. Pero no era así. Mi madre era una mujer muy atlética. Nos parecíamos mucho, con el mismo pelo y tono de piel, los mismos ojos y labios, pero ella era delgada. Y muy insistente con respecto a ese tema. Aunque no lo hacía con maldad o eso quería pensar.
—Teresa, deja a tu hija que coma lo que quiera —dijo mi padre, intentando mediar en la discusión que se aproximaba.
—Si se lo digo por su bien —contestó mi madre con voz dolida.
—Por mi bien, mamá, deberías de dejar de ser tan insistente con ese tema. Estoy feliz y sana, no necesito nada más.
Pareció que me iba a responder, pero mi padre le dio un ligero codazo que pretendía ser disimulado. No lo consiguió. Continuamos unos minutos en un incómodo silencio, cenando tranquilamente mientras la música ligera sonaba de fondo junto al murmullo de los demás comensales.
—¿Os he contado que gracias a mi tutor he conseguido aprobar estadística? —soltó Rob en un alarde de felicidad—. Ha sido gracias a Peter, tú lo conoces ¿verdad, Anna?
Asentí con la cabeza mientras mis padres felicitaban con efusividad a mi hermano. Sonreí ligeramente al pensar en él. Estos días habíamos pasado bastante tiempo juntos y era muy buen profesor en temas de luces de colores mágicas, así que entendía que Rob estuviese tan contento con su ayuda. Las pocas horas que había podido pasar con él y los demás hechiceros me habían hecho apreciarlos más como personas. Ojalá los hubiese conocido antes.
—Anna, tu madre te está hablando.
Levanté la vista del plato, volviendo a la realidad. Mi hermano negaba ligeramente con la cabeza mientras miraba a mis padres, lo que me dio una pista sobre el tema que estaban tratando. Los camareros retiraron los platos de comida para poner en el los postres, lo que me dio un momento de respiro momentáneo mientras me centraba en la conversación.
—Lo siento, mamá, estaba pensando en un examen que tengo la semana que viene —dije intentando sonar creíble— ¿Qué decías?
—Pues que el otro día leí sobre una nueva opción que tenía la universidad para que los alumnos se cambiasen de carrera sin perder su beca. Solo tendrías que hacer una entrevista para explicar los motivos por los que quieres cambiar y, si los convences, te lo conceden.
Apreté los puños por debajo de la mesa. Mi madre me miraba con una sonrisa que parecía totalmente sincera, mientras mi padre mostraba un semblante bastante serio. Él siempre había sido más firme en ese tema, quería que sus dos hijos entrasen en el bufete para que sigamos sus pasos. Los dos tenían la misma convicción, pero mi madre intentaba ser más sutil.
—Mamá, me gusta lo que estoy estudiando. No entra en mis planes hacer otras cosas en un futuro inmediato —contesté lo más educadamente posible.
—Esto no tiene que ver con lo que te guste o no, hija —dijo mi padre—. Tiene que ver con lo que serás el día de mañana. Con lo que puedes conseguir. Una profesora tiene un sueldo tan mediocre...
—Papá... —interrumpió mi hermano con voz cansada.
—Robert, deberías entenderlo tú más que nadie —contestó mi madre sin levantar el tono—. Has sabido escoger con cabeza lo que quieres estudiar. No la tienes llena de fantasías.
—Yo he escogido lo que me gusta, que da la casualidad de que coincide con vuestros planes. Anna ha hecho lo mismo que yo.
Le miré, agradecida. Siempre intentaba apoyarme en estas discusiones. Entendía lo difícil que estaba siendo para mí enfrentarme a todo esto sola, sin poder apoyarme en ellos cuando tenía problemas en alguna de las asignaturas porque cuando al principio lo hacía insistían en que lo dejase. Ni contarle mis pequeñas victorias en escritura creativa o cuando un libro que estaba estudiando me ilusionaba tanto como para estar días hablando del tema, porque decían que leer y escribir podía seguir haciéndolo mientras estudiaba una carrera de verdad.
La conversación iba subiendo de tono entre Rob y mi padre. Cuando estaba a punto de intervenir diciendo que me lo pensaría para que todo se calmase, algo en uno de los ventanales que daban a un frondoso jardín en la parte de atrás del restaurante llamó mi atención.
—¡Papá, mamá, Rob! ¡Cuidado!
Con todas las fuerzas de las que disponía empujé la mesa hacia mi izquierda, lo que hizo que mi padre se levantase del susto y mi madre cayese hacia atrás al suelo en su silla. Rob se levantó a ayudarla, alejándose justo en el momento en el que una enorme esfera de luz roja que había traspasado los cristales desde el exterior chocaba contra la gran lámpara de araña que había encima de nosotros, haciendo que se estrellase con un gran estrépito en el sitio donde justo un instante antes habíamos estado sentados.
Toda la gente del restaurante comenzó a gritar y a alejarse de sus mesas, saliendo del local, temiéndose que se estuviese derrumbando. Algunos camareros se acercaron a donde estábamos para preguntarnos si estábamos bien mientras otros ayudaban a las demás personas para que no cundiese más el pánico.
Mi padre hablaba con el que parecía el encargado, haciendo aspavientos y señalando el techo. Seguramente amenazándolo con una demanda y pidiendo los papeles de las revisiones del local. Rob se acercó a mí y me pasó la mano por los hombros. Noté como su cuerpo temblaba un poco, estaba asustado.
Mi madre se colocó delante de mí con cara de preocupación. Acercó su mano a mi mejilla y noté un ligero pinchazo. Me había quitado una esquirla de cristal que se me había clavado y no me había dado cuenta.
—¡Ay, cielo! Menos mal que te has dado cuenta de que la lámpara estaba cediendo —dijo con voz temblorosa mientras me abrazaba.
En medio de todo ese, caos sintiendo el contacto de mi hermano y mi madre, sin poder quitar la vista de la ventana, me di cuenta de que podía haberlos perdido. De que, si no llego a estar distraída mirando hacia la ventana, puede que alguno de nosotros hubiese acabado en el hospital. O en otro sitio del que no me atrevía ni a pensar el nombre.
Y lo peor de todo, no habría sabido que un hechicero intentaba hacerme mucho daño.
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