Lo primero que llamó mi atención nada más verla en aquella foto de la revista Vogue fueron sus impactantes ojos azules. Eran hipnóticos y tentadores. Al igual que ella. No era la primera vez que la veía (ya sea en persona o en revistas), pero hasta entonces no había logrado captar mi atención, al menos no con tanta intensidad. Tal vez se debía más que nada a que era una mujer prohibida tanto para mí como para cualquier otro iluso que estuviera obsesionado con ella. El anillo que adornaba su dedo anular izquierdo y sus apariciones en público junto a su marido y en ocasiones su pequeña hija eran pruebas más que contundentes. 

Parecían la pareja perfecta. Realmente lo parecían. Durante años, nadie dedujo que detrás de todas esas muestras de afecto ante las cámaras se escondía una historia llena de desilusiones y de resquemor. Nunca existió nada parecido al amor entre ellos. Pero en aquella época yo eso no lo sabía y, como toda persona decente, preferí mantener las distancias. Al menos hasta el momento en el que nos vimos en aquel evento en San Petersburgo. No había ni rastro de su marido, pero eso no parecía incomodarla. Al contrario. Parecía más feliz y llena de vida que nunca. 

Esa fue la primera vez en la que me animé a hablarle. Y no sería la última. 

Comenzamos a hablar por teléfono casi a diario y siempre cuando se encontraba sola para no ocasionarle posibles problemas. Pronto comencé a conocerla. Pero no esa versión que había estado mostrando ante los demás, sino su verdadero yo. Ese que pocas personas conocían de verdad y que era muy diferente de la imagen que había creado de sí misma. Descubrí que su sueño frustrado desde que se había casado era el de convertirse en bailarina de ballet profesional, pero no porque no tuviese los recursos o la capacidad para conseguirlo sino porque a su marido le parecía una tontería. Y aunque no conocía a aquel hombre, lo odiaba. Lo odiaba por privar a aquella maravillosa mujer de hacer aquello que la hacía realmente feliz por muy tontos que sus sueños pudieran parecer. Por ello me juré que yo no sería igual que él. Yo nunca obligaría a la persona con la que compartiría el resto de mi vida a dejar de lado sus metas solo porque a mí no me gustaran. 

Y estaba más que seguro de que ella sería esa persona. 

Estaba más que dispuesto a conquistarla y demostrarle que aquel inepto al que llamaba «marido» no merecía ni su tristeza ni su tiempo. Quería demostrarle que yo sí podía ofrecerle todo lo que el otro no podía. Y aunque sabía que se trataba de un viaje de no retorno, estaba dispuesto a intentarlo. Porque desde que comenzamos a hablar para mí todo lo que tuviese que ver con ella valía la pena. Siempre.

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Futuro proyecto en el que se basa este relato:

Neshamá shelí