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Capítulo 1

Varias semanas más tarde

Victoria

—¿Estás sorda, niña?

Victoria intentó no perder la paciencia con todas sus fuerzas. O, más bien, intentó contener sus ganas de lanzarle la bandeja a la cara.

Y es que ella normalmente era bastante mala ocultando lo enfadada que estaba. Su estilo era más de suspirar sonoramente hasta que alguien le preguntaba qué le pasaba y poder desahogarse. O directamente explotar y empezar a soltar maldiciones. Dependía del contexto.

Pero... eso era el trabajo. Y en el trabajo tenía que contenerse si no quería que la echaran.

—Señor —sonrió tan amablemente como pudo, y estaba casi segura de que parecía una asesina sonriente—, había pedido un Manhattan y es lo que...

—Y, desde luego, no es esta mierda que nos has traído.

Victoria miró a la esposa de ese cliente, que era la que había pedido el cóctel en realidad. Ella solo parecía avergonzada por la escenita que estaba montando su marido por una maldita bebida. La pequeña copa roja permanecía en medio de la mesa, como si nadie quisiera tocarla.

—Es Whisky con Vermut rojo —aclaró Victoria—. Es lo que había pedido, señor. Un Manhattan.

—¿Esto? Esto es una basura. ¿Si te pido una cerveza también me la vas a traer en un vaso de este tamaño?

—Es el tamaño estándar, señor. Es un trago algo fuerte. No se recom...

—¿Algo fuerte? ¿Y tú qué sabrás? Dudo que siquiera tengas la edad para vender alcohol. ¿Ahora me vas a dar clases de beber, gilipollas?

¿Gilipollas? 

¿Acababa de llamarla gilipollas?

Tengo un puño muy bonito con tu nombre pintado en él.

Victoria cerró los ojos, invocando los últimos restos de paciencia que había en su interior.

Al abrirlos, echó una ojeada a su alrededor. Ese día el bar estaba especialmente abarrotado. Vio que los ocupantes de su zona de mesas le echaban miradas de impaciencia, ¡como si ella tuviera la culpa de no poder moverse de ahí! Miró atrás y vio que sus compañeras de trabajo, Daniela y Margo, se apiadaban de ella. Pero tampoco hicieron un solo ademán de ayudarla.

No podía culparlas, la verdad. Nadie quería acercarse a ese tipo de cliente. Además, bastante trabajo tenían ya por sí solas. Solo esperaba que no saliera su jefe de la oficina.

—Es el tamaño estándar —repitió, volviendo a la conversación—. Si lo prefiere, puedo traerle otra bebida que se sirva en un vaso más grande y...

—Cállate. No sirves para nada.

Paciencia. Matarlo sería agradable pero la prisión no tanto. Paciencia.

Victoria miró a su esposa casi implorándole que la ayudara. Ella seguía con la cabeza agachada, avergonzada.

—Phil... —intentó decirle—, no pasa nada. Está bien. Me gusta así.

—No te pongas de parte de ella solo porque sea una niña. Se supone que tiene que ser competente con su trabajo.

Y lo soy, viejo amargado.

En realidad, no era tan viejo. Solo debía tener unos cuarenta años. Pero la amargura le hacía parecer mucho mayor.

—Le vuelvo a decir, señor, que si quiere que le traiga otra cosa...

—¿Otra cosa? ¿Y no voy a tener que pagar por esto?

—Bueno... ya lo ha pedido, señor. Y le ha dado un sorbo, además. No puedo devolverlo como si nada y...

—Pero ¿qué clase de incompetencia es esta? —gritó, golpeando la mesa bruscamente—. ¿También vas a cobrarme por respirar el aire de este puto antro mugriento?

Estaba empezando a alzar la voz. Victoria apretó los labios, avergonzada, cuando vio que varias cabezas se giraban hacia ellos.

—Le pediría, por favor, que no alzara la voz —le dijo ella, esta vez menos tranquila—. Hay fotos en el menú, señor. Si no le gustaba la copa, podría haber pedido otra cosa.

En su cabeza, todos y cada uno de esos señor eran un viejo amargado.

—¿Ahora la culpa es mía por no mirar un menú?

—No, señor, yo solo creo que...

—¿A ti te pagan para opinar o para traer bebidas, gilipollas?

Victoria notó que empezaba a hinchársele una vena del cuello. Estaba casi segura de que explotaría si no le decía algo a ese cretino.

—Desde luego, no me pagan para discutir con clientes por bebidas —le aseguró.

—Es que si atiendes a todo el mundo como me atiendes a mí, ni siquiera deberías cobrar.

—Por suerte, señor, no vienen muchos clientes como usted.

— Eres una inútil.

—Phil... —su mujer estaba completamente roja. Ahora los miraba todo el local.

—¡Ni Phil, ni nada! ¿Dónde coño está el encargado?

—No hace falta llamar a nadie —masculló Victoria. 

—¡Ya lo creo que hace falta!

—Lo que tenga que decir, puede decírmelo a mí. O a la pared del edificio de enfrente cuando se vaya de una maldita vez.

—¡Que traigas ahora mismo al encargado, niñata inútil!

Victoria sintió que un brazo le envolvía los hombros y al instante se quedó muy quieta. 

Oh, no. 

Ya sabía quién era. Andrew, su jefe y el dueño del local. Seguramente había oído los gritos desde su oficina.

—¿Hay algún problema, señor? —le preguntó con su habitual tono empalagoso.

Victoria miró de reojo el Rolex dorado de Andrew —que ahora estaba junto a su cabeza— y se preguntó si solo tendría ese y por eso se lo ponía todos los días. Ni siquiera tenía pilas. Estaba con el tiempo congelado. Solo era para presumir. 

Definía muy bien cómo era la personalidad de Andrew.

Victoria también se preguntaba dónde lo habría robado, por cierto. Porque estaba claro que Andrew jamás había tenido tanto dinero reunido como para comprarse uno él solito.

—Sí, hay un problema —espetó el cliente—. Tu camarera está haciendo que pierda los nervios.

—¿Vicky? —sonó tan sinceramente sorprendido que estuve a punto de sonreír con triunfo, pero me contuve a mí misma—. Si mi chica es un amor.

"Mi chica"

Y la noche mejora por momentos.

Victoria no se apartó, pero las ganas estuvieron ahí. Especialmente cuando Andrew la apretujó contra sí mismo. Olía a una mezcla de tabaco, sudor y whisky, como siempre. Muy agradable.

—Pues tu chica nos ha traído esta porquería cuando le hemos pedido un Manhattan.

—¿Y no es eso lo que ha traído, precisamente?

—¿Tú has visto el tamaño de esto?

—El que pone en la carta, sí.

—Oh, entonces, ¿es mi culpa por pedirlo?

—Nadie ha dicho eso, señor. Pero, si no sabe lo que pide, siempre puede preguntar al camarero antes de hacerlo. ¿Qué culpa tiene la pobre Vicky de su torpeza?

El cliente abrió la boca de par en par, ofendido, antes de levantarse y empezar a soltar improperios. Su mujer les musitó una disculpa antes de seguirlo. Y, claro, no pagaron nada.

Los clientes volvieron a sus asuntos rápidamente y Victoria puso una mueca cuando Andrew se dio cuenta de eso y la soltó.

—Ay, Vicky, Vicky, Vicky...

Ya empezaba.

—He intentado manejarlo yo sola —le aseguró en voz baja.

—Ya lo sé, dulzura.

No supo qué más decir. Pero sabía lo que diría él. Levantó la mirada y vio que seguía sonriendo como siempre, pero sus ojos estaban completamente fríos.

—A mi despacho.

Ella abrió la boca para protestar, pero él la interrumpió.

—Pero primero limpia la mesa, al menos. Ah, y tráete el coctel.

Se alejó de ella y volvió a meterse en la puerta que había a un lado de la barra, de camino al cuarto de baño; la de su despacho. Victoria sacó el trapo del delantal y empezó a limpiar la mesa, sujetando el Manhattan con la mano libre e intentando no poner mala cara.


Caleb

¿Por qué le había tocado trabajar con él, entre toda la gente posible? 

¿Por qué tenía que ser con Axel?

Caleb suspiró y pulsó un botón de la puerta del coche. La ventanilla bajó al mismo tiempo que se encendía un cigarrillo y tiraba el humo fuera, mirando la entrada del local que estaba al otro lado de la calle.

Axel, a su lado, no dejaba de jugar peligrosamente con su pistola.

—¿Desde cuándo trabajamos mirando fijamente un bar?

Caleb no respondió.

—¿Hola? ¿Sabes mantener una conversación, al menos?

—Sí.

—¿Y me puedes explicar qué hago perdiendo el tiempo mirando un bar?

Caleb se giró hacia él, molesto.

—Se trata de hacer tu trabajo. Para eso te pagan, no para quejarte. Así que si tienes que mirar un bar hasta que te mueras del asco, lo haces y cierras la boca.

Axel pareció casi divertido. De ese tipo de diversión suicida que tanto sacaba de quicio a Caleb y tanto le gustaba a él.

—Vale, relájate —dijo—. Solo creo que podrían aprovecharnos mejor.

—Limítate a hacer lo que nos han dicho.

Caleb soltó el humo entre los labios, apoyando el brazo en la ventanilla abierta. Revisó a la gente que pasaba con la calle con los ojos. Nadie les prestaba atención. Solo eran un coche oscuro aparcado en el lado oscuro de la calle. Si los miraban, solo podrían ver el cigarrillo encendido y, quizá, las siluetas. Pero no le preocupaba demasiado.

—¿Puedo preguntar algo? —dijo Axel a su lado.

—¿Qué?

—¿Cómo se supone que vamos a completar el trabajo en un bar lleno de gente?

Caleb siguió mirando el bar fijamente.

—Eso déjamelo a mí.

Axel soltó una risa despectiva. Lo ignoró completamente. Estaba acostumbrando a que fuera un imbécil, solo que normalmente no tenía que aguantarlo durante mucho tiempo seguido. Solo los pocos ratos en los que coincidían en la vieja fábrica abandonada. En serio, ¿por qué le había tenido que tocar con él?

Axel seguía sonriendo cuando se inclinó hacia él.

—Desde que Sawyer te puso al mando, te noto muy seguro de ti mismo.

Caleb no respondió.

Un cliente que salió del bar dando un portazo, furioso. Apestaba a tabaco barato. Y la mujer que lo siguió a una colonia floral rancia. Los siguió con la mirada distraídamente.

—Aunque, bueno, siempre has estado al mando —Axel empezó a reírse—. No es como si fuera algo muy nuevo. Eso sí, siempre obedeciendo ciegamente a Sawyer. Eres como su perrito, ¿no crees?

—Lo que creo es que deberías callarte.

—¿O qué?

Caleb se giró lentamente hacia él. Estaba empezando a agotar su paciencia.

—Sabes lo que hay en la parte de atrás del coche por si las cosas salen mal. ¿Quieres que la use para el objetivo o para ti?

Por fin, los aires de grandeza de Axel parecieron relajarse.

—Sawyer te mataría.

—¿A mí? —Caleb enarcó una ceja—. ¿De verdad te crees eso?

Axel se empezó a reír, pero esta vez su risa sonó algo entrecortada.

—Nunca te atreverías.

—Sigue hablando y pronto sabremos si me atrevo o no.

Por fin, consiguió que se callara.

De pronto, un olor que ya conocía le inundó las fosas nasales. Cerró los ojos y frunció el ceño. Estaba lejos. No tanto como para no ver de dónde procedía, pero sí lo suficiente como para que no pudiera identificarlo a primera vista. Volvió a abrirlos y buscó con la mirada, pero no encontró su origen.


Victoria

Sus dos compañeras le echaron miradas de apoyo silencioso justo antes de entrar en el despacho de Andrew.

Él estaba sentado detrás de su mesa, mirando unos papeles. Realmente eso era todo lo que hacía, mirarlos, porque nunca leía realmente nada. Todo se lo organizaba Margo. Él era solo la cabeza visible. Y el pobre idiota se creía que todo el mundo lo veía como alguien listo e independiente.

Victoria se sentó en la silla que tenía delante, que crujió con su peso. El despacho de Andrew siempre olía a tabaco, sudor y cerrado. Nunca le había gustado. Por no hablar de la decoración, que eran unas cuantas estanterías prácticamente vacías, muebles desgastados, una lámpara que apenas iluminaba nada que no fuera la mesa y unos horribles trofeos de bolos que había ganado él unos años atrás. Estaban llenos de polvo.

Andrew se inclinó hacía ella sobre la mesa, de nuevo con esa frívola sonrisa.

—¿Qué ha pasado con el cliente, dulzura?

Victoria se lo contó tal y como había pasado. No tenía sentido mentir. Él escuchó con los codos en la mesa y los dedos entrelazados, mirándola fijamente como si estuviera esperando una mentira en cualquier momento. Ella intentó ignorarlo y seguir hablando.

—...entonces, has aparecido tú —finalizó—. Pero de verdad que he intentado solucionarlo yo sola.

—Mhm...

Él despegó sus manos y apoyó una en la mesa, repiqueteando los dedos en ella. Victoria tragó saliva cuando le dedicó otra de sus famosas sonrisas.

—Ay, dulzura... ¿qué voy a hacer contigo?

Victoria supuso que era una pregunta retórica, pero al ver que él seguía mirándola llegó a la conclusión de que Andrew ni siquiera conocía el significado de retórica.

—Yo... he intentado que cambiara el pedido —insistió—. Es lo que nos dijiste que hiciéramos en casos así.

—Pero no lo has conseguido, ¿no?

Ella no dijo nada. Especialmente cuando Andrew se puso de pie y, con mucha calma, dio la vuelta a la mesa. No se detuvo hasta que estuvo de pie a su lado y se apoyó en la mesa con la cadera. Victoria miró cualquier cosa que no fuera él cuando le sujetó el mentón con los dedos.

—No te creas que por ser mínimamente agradable a la vista voy a tolerar que me hagas perder dinero, dulzura.

Ella no dijo nada. De nuevo, tocaba morderse la lengua para no perder el trabajo.

—Ser algo decente físicamente no te abre las puertas a cualquier sitio —añadió él, congelando la caricia que había empezado en su mentón—. Y menos sin experiencia.

—¿Cuándo me firmarás el contrato? —preguntó, algo irritada.

—Pronto. Cuando me demuestres que lo mereces.

Ya hacía medio año que trabajaba ahí y lo demostraba, pero eso no parecía importarle del todo. Lo único que quería Victoria era que le firmara un contrato para acumular experiencia y poder irse a un sitio mejor, pero Andrew simplemente se negaba a hacerlo.

Él suspiró y por fin dejó de tocarla.

—Creo que hoy vas a tener que encargarte tú sola de limpiar las mesas, dulzura.

Victoria no respondió, pero por dentro estaba gritándole lo injusto que estaba siendo.

—¿No vas a decir nada, Vicky?

—Está bien.

—Así me gusta. Buena chica.

Andrew se inclinó y le quitó el cóctel de la mano. Se lo llevó a los labios y se lo terminó de un trago. Después, lo devolvió a la mano de Victoria y le hizo un gesto hacia la puerta sin siquiera mirarla.

—Esta semana te quitaré la mitad de tu sueldo, dulzura. No puedo seguir tolerando tonterías aquí dentro. Ah, y limpia ese vaso.



Caleb

—Está dentro.

Axel dio un respingo. Casi se había quedado dormido en su asiento cuando Caleb habló.

—¿Qué? ¿Quién?

—El objetivo.

—Ah —Axel se pasó una mano por la cara—. Joder, qué susto me has dado.

Caleb agudizó la mirada. Los clientes ya salían de local. Vio los uniformes de las camareras al fondo, aunque no estaban limpiando las mesas.

—¿Está seguro de que está dentro? —preguntó Axel.

—Sí. No lo he visto porque está escondido. Debe tener una sala a parte del local o algo así.

—Así que la rata se está escondiendo —Axel soltó una risita despectiva—. No le servirá de mucho.

Caleb lo ignoró al ver a las dos camareras hablar entre ellas, recogiendo sus cosas.

—Están cerrando.

—¿Entramos por atrás?

No necesitó responder. Axel ya sabía que la respuesta era afirmativa. Caleb bajó del coche y él lo siguió cuando se dirigió al otro lado de la calle. Entró sin prisa en el callejón que había pegado al edificio del bar. Cuando estuvo oculto en la oscuridad, sacó su pistola. Escuchó que Axel quitaba el seguro a la suya.


Victoria

Acababa de salir del despacho de Andrew con mala cara. Las demás ya habían recogido sus cosas para irse. La verdad es que todas sabían que ir a hablar con Andrew suponía tener que colocar mesas y sillas como castigo al terminar el turno.

—Lo siento mucho, de verdad —insistió Daniela.

—No pasa nada, no es culpa vuestra —insistió Victoria, por su parte.

A ninguna de las dos parecía hacerle mucha ilusión dejarla sola para encargarse de cerrar, pero su situación era tan complicada como la de ella, así que no le quedaba más remedio que hacerlo.

—Nos vemos mañana —Margo le dio un beso en la mejilla—. Que te sea leve, Vic.

—Hasta mañana, chicas.

Las observó marcharse y, tras suspirar, empezó a ordenar sillas. Escuchó a Andrew removiendo cosas dentro de su despacho, ruidosamente, y le puso mala cara.


Caleb

Abrió los ojos.

—La puerta principal se ha abierto y cerrado —le dijo en voz baja a Axel.

—¿Las camareras se han ido?

—Sí.

—Yo he contado dos antes de venir al callejón.

Él agudizó el oído. Intentó no escuchar el resto de personas que caminaban por ahí y se centró solo en los dos pares de piernas que se alejaban del bar.

—Dos —confirmó.

—Bien —Axel apoyó la mano sin pistola en la puerta de emergencia del bar—. ¿Está dentro?

—Está... moviendo muebles.

—Pues vayamos a ayudarle, ¿no?



Victoria

Andrew le había dicho que se marchara en cuanto terminara, así que no se molestó en decirle adiós cuando subió la última silla. Se quitó el delantal y lo lanzó a la barra, malhumorada. ¿Por qué tenían que tocarle siempre a ella los peores clientes?

Daniela siempre tenía a los adolescentes que... vale, sí, eran algo molestos, pero al menos no solían dar muchos problemas, y Margo siempre tenía los grupos de amigos que intentaban ligar con ella —cosa que le encantaba, claro—. Pero Victoria... ella solo tenía lo demás. Personas solas, malhumoradas, algunas parejas que tenía que esperar que se despegaran para preguntar qué querían, babosos... siempre le tocaba lo peor.

Había pedido a Andrew que redistribuyera el orden de las mesas varias veces, pero nunca le hacía caso. Ella era la que tenía menos, pero le daban tanto trabajo que siempre era la última en terminar. Y más de una vez había vuelto llorando de frustración a casa porque algún cliente se había pasado de la raya y la había empezado a insultar.

Era un trabajo realmente agotador. Y no lo parecía.

Agarró las llaves y dio la vuelta a la barra para cerrar la caja. Después, las escondió debajo de la jarra amarilla, donde siempre. Por fin había terminado. No podía esperar para volver a casa, ponerse el pijama, beber un té y mirar una película o una serie con Bigotitos tumbado encima de ella, ronroneando para que le acariciara la cabecita.

Justo cuando se agachó tras la barra para recoger su chaqueta, pensando en sus maravillosamente ordinarios planes, escuchó un ruido tan repentino como estruendoso que la dejó clavada en su lugar.

¿Eso había sido... la puerta de atrás?

Sin saber por qué, su instinto le gritó que se quedara quieta ahí, tras la barra, oculta. Y Victoria le hizo caso enseguida.

Si habían entrado a robar, no iba a jugarse el cuello por cien dólares que ni siquiera eran para ella. Que se arreglara Andrew solito.

Escuchó un revuelo en el despacho de Andrew al mismo tiempo que unos pasos bastante pesados se acercaban a su puerta. Y fue en ese momento cuando se dio cuenta de que podrían verla al llegar al despacho porque la barra se abría por ese lado. 

Ahogó un gimoteo asustado y miró a su alrededor. Al final, su mejor opción fue esperar, aterrada.

Miró en dirección al despacho. Dos hombres vestidos de negro, con chaquetas de cuelo y botas pesadas, se detuvieron en la puerta de Andrew. Uno tenía el pelo más oscuro que había visto en su vida. El otro lo tenía teñido de blanco.

Y los dos iban armados.

Oh, no, no, no...

Un escalofrío le recorrió la espalda, dejando una capa de sudor frío en su piel.

Justo cuando contuvo la respiración, le dio la vaga sensación de que el del pelo negro giraba un poco la cabeza hacia ella, pero volvió a centrarse tan rápido en la puerta que no le dio importancia.

No la habían visto. Por ahora, estaba a salvo. Menos mal.

El teñido fue, precisamente, el que abrió la puerta de una patada tan fuerte que Victoria pudo sentir el cerrojo temblando por el impacto. Ninguno de los dos se giró hacia ella cuando entraron en el despacho.

—¡No...! —escuchó gritar a Andrew, desesperado.

—Cállate —le espetó uno de ellos.

Victoria dudó un momento, pero entonces se dio cuenta de que no podía volver a tentar a la suerte. No podía quedarse ahí. Volverían a salir y esta vez sí que podrían verla. 

Se puso de pie, temblando, y escaló la barra para saltar al otro lado sin hacer un solo ruido. Justo cuando iba a salir corriendo en dirección a la salida para llamar a la policía y ponerse a salvo, escuchó los pasos saliendo del despacho y tuvo que pensar a toda velocidad.

Al final, su única alternativa fue esconderse en el rinconcito que había entre la barra y una mesa, oculta del resto del restaurante.

Solo le quedaba la esperanza de que ninguno de ellos se acercara a ese rinconcito.


Caleb

El objetivo estaba llorando y ni siquiera lo habían tocado todavía. Puso los ojos en blanco.

Cuando Axel lo arrastró hacia el restaurante y lo tiró sobre una mesa, Caleb le apuntó a la cabeza con la pistola y él gimoteó, aterrado. Axel se acercó a las ventanas frontales del restaurante y movió la mano delante de ellas antes de volver con Caleb.

—¿Asegurado? —preguntó.

Axel asintió con la cabeza.

Caleb se apartó y dejó que fuera él quien hiciera el trabajo sucio. Axel estuvo más que encantado con la idea. Agarró al pobre idiota del cuello y lo tumbó en una de las mesas, boca abajo. Tardó un segundo más en sujetarle el brazo doblado por encima de la espalda.

—¿Sabes quiénes somos? —le preguntó en voz baja.

Él no respondió. Solo gimoteó. Axel sonrió, complacido. Caleb apartó la mirada, negando con la cabeza.

A Axel le gustaba que la gente se resistiera. Eso le daba la excusa perfecta para sacar su lado más cruel de dentro. Y Caleb odiaba tener que estar presente cuando eso ocurría.

—Te he hecho una pregunta —dijo Axel en voz baja, doblando un poco más el brazo. El hombre gritó de dolor—. ¿Sabes a quién le debes dinero?

—¡N-no... no lo tengo...!

—¿No lo tienes? —Axel puso una mueca triste—. Es una lástima. Porque él lo necesita. Y lo necesita ahora.

—Por favor... p-por favor... solo... solo necesito unos días p-para...

—Unos días —repitió Axel, riendo cruelmente—. Ya te dieron unos días y sigues sin devolverlo, por eso estamos aquí.

—P-por favor... te-tengo... tengo una familia y tengo que m-mantenerla y...

Caleb ni siquiera parpadeó cuando Axel dobló el brazo del hombre hacia arriba. Un horrible crujido inundó la habitación. El brazo quedó en una posición horrenda. Y los alaridos de dolor empezaron a resonar.

Pero Axel no había tenido suficiente.

—Eso ha sido por mentirme —le espetó en voz baja—. ¿Te crees que no te hemos investigado antes de venir?

El hombre solo podía llorar y llorar. Caleb apretó los labios, en silencio.

—Si no puedo irme de aquí con dinero, me iré contigo gritando de dolor —continuó Axel, disfrutando de cada segundo—. ¿Lo entiendes?

Caleb se dio la vuelta y miró a su alrededor mientras Axel seguía encargándose de la parte que parecía ser su favorita. Volvió a escuchar gritos, pero los ignoró y se quedó mirando el gran número de botellas de colores que había encima de la barra. Se acercó, aburrido, y su mirada se quedó clavada en un punto concreto.

Un delantal.

Enarcó una ceja y solo necesitó acercarse un poco más para saber que seguía caliente. Alguien lo había usado hacía muy poco. ¿Una de las camareras? No. Ellas ya se habían marchado. Ese delantal acababa de ser usado.

Lo recogió y lo desplegó, buscando algún nombre. No lo tenía. Parecía viejo. Lo que sí tenía... era un olor.

Un olor que le resultaba muy familiar, igual que el que había sentido en el coche.

Acercó el delantal a su nariz e inspiró con fuerza. Sí. Reconocía ese olor. A lavanda. Lo había notado antes, en algún momento, pero no recordaba en cuál.

Frunció un poco el ceño y volvió a dejar el delantal en la barra. Todavía podía sentir la calidez en sus dedos cuando se apartó de él y revisó el local con la mirada. El hombre seguía llorando, pero ya no se acordaba de él. El olor... seguía presente. Cerró los ojos y concentró todas sus fuerzas en saber de dónde procedía exactamente.

Al abrirlos, clavó la mirada en el rincón de la barra.


Victoria

Tenía una mano sobre la boca. Estaba intentando no gritar. Los alaridos inhumanos de dolor habían hecho que sus ojos se llenaran de lágrimas que estaban cayendo por sus mejillas. Se encogió más sobre sí misma, aterrada. Tenía que escapar de ahí como fuera.

Cada vez que escuchaba un alarido, un escalofrío le recorría el cuerpo y le entraban ganas de vomitar. Nunca había escuchado a alguien gritar así. Era como si le ardiera la garganta. Como si quisiera destrozarse las cuerdas vocales. Se abrazó las rodillas y no pudo evitar que más lágrimas cayeran por sus mejillas.

¿Qué hacían ahí? ¿Había oído algo de dinero? Ella había oído a Margo decir algo sobre un prestamista, pero no se lo había tomado en serio. Quizá Andrew... oh, no. Se había metido en un buen lío. Y ahora estaba pagando las consecuencias.

Se encogió bruscamente cuando otro grito llenó la habitación y estuvo a punto de acurrucarse y echarse a llorar otra vez, pero no pudo hacerlo, porque alguien se acercó a ella.

Ni siquiera estaba segura de cómo lo había sabido, pero... simplemente lo sabía.  Y también sabía que no podía quedarse en el rincón de la barra. Aterrada, retrocedió hacia la mesa más cercana y se quedó justo debajo, escondiendo las piernas tan cerca de su cuerpo como pudo. Desde ahí, la barra la tapaba de la gran parte del restaurante, pero si alguien doblaba esa pequeña esquina...

Y fue justo lo que pasó.

Victoria dejó de respirar cuando vio unas piernas enfundadas en unos pantalones negros y unas botas pesadas doblando la esquina de la barra. Sintió que el mundo se detenía.

Se quedó mirando esas botas con los ojos vidriosos y aguantando la respiración tan fuerte que sintió que empezaban a palpitarle las sienes. Tenía los músculos agarrotados por la tensión.

Las botas se detuvieron lentamente delante de su mesa. Solo podía ver al chico hasta la cintura, pero eso alcanzaba para ver la pistola que tenía en la mano. Una pistola real. No había visto ninguna en toda su vida, pero no lo necesitaba para saber que era real. Seguía sin respirar cuando la pistola ascendió, desapareció, y solo quedó una mano de chico, algo grande, que tensó y destensó los dedos con tranquilidad.

El chico ya sabía que estaba ahí. Victoria era consciente de ello, pero no sabía qué se suponía que tenía que hacer al respecto.

Fue entonces cuando él empezó a empujar la mesa lentamente, sin siquiera hacer ruido.

La figura del chico fue revelándose poco a poco hasta que llegó a su cuello, entonces dio un último empujón a la mesa y pudo verlo completamente.

Victoria se quedó completamente congelada. Era el del pelo negro. Sus ojos también eran negros. Los más negros que había visto en su vida. Y no pudo ver nada más que eso, porque se quedó tan hipnotizada en ellos que, de no haber sido por el grito de Andrew, probablemente se habría olvidado de la situación en la que estaba.

Cuando reaccionó, estuvo a punto de retroceder, asustada, pero algo en la mirada de él le indicó que se quedara justo donde estaba. Y eso hizo.

 Esperó y esperó, pero él no dijo nada. Solo la miró de arriba abajo sin ningún tipo de prisa. Incluso en la situación en la que estaba, pudo sentir perfectamente qué centímetro de su cuerpo estaba mirando exactamente a cada segundo que pasaba.

Le dio la sensación de que había pasado una eternidad cuando, por fin, el hombre hizo un gesto. Y no fue sacar la pistola, hacer una seña al otro o incluso ponerle mala cara. No.

Se llevó un dedo a los labios y le indicó que guardara silencio.

Después, se dio la vuelta y volvió a la esquina de la barra para alejarse de ella.

Como... como si no la hubiera visto.

Victoria estaba tan sorprendida que se permitió respirar y llevarse una mano a la cabeza.

Error.

Su mano chocó con la mesa.

Muy sonoramente.


Caleb

En cuanto escuchó el golpe, Axel dejó en paz al objetivo para girarse en dirección a la chica.

Maldita sea.

Caleb no pudo hacer otra cosa que cerrar los ojos un momento, frustrado, antes de abrirlos y girarse de nuevo hacia la chica con olor a lavanda.

Ella estaba aterrorizada. No hacía falta ser ningún experto en comportamiento humano para saberlo. Le temblaba el cuerpo entero, estaba pálida y tenía rastros de lágrimas por las mejillas. Además, podía escuchar su cuerpo bombeando sangre a toda velocidad. 

De hecho, iba tan rápido que la posibilidad de que le diera un ataque no pareció muy descabellada.

Cuando la había visto ahí tumbada, no sabía muy bien por qué no la había arrastrado fuera de su escondite del pelo. Tampoco estaba muy seguro de por qué la había perdonado. Pero lo había hecho. ¿Cuándo había sido la última vez que había perdonado a alguien?

Pero ahora no le quedaba más remedio que arrastrarla consigo. Porque, si no lo hacía él, lo haría Axel. Y ella no quería que lo hiciera Axel, de eso podía estar seguro.

Se acercó a ella, que retrocedió gateando hacia atrás, atemorizada. Negaba frenéticamente con la cabeza, con los ojos muy abiertos. Caleb se centró en su objetivo para que no le afectara y finalmente la agarró del brazo y la puso de pie de un tirón. Ella ahogó un grito e intentó apartarse, pero le sirvió de poco.

—¡No! —empezó a gritar—. ¡No, por favor! ¡Por favor, suéltame!

Caleb hizo como si no la oyera. Le dio la vuelta cuando intentó forcejear para liberarse y pegó su espalda contra su pecho. Su cabeza quedó justo a la altura de su clavícula. Le vino una oleada de olor a lavanda que casi hizo que se olvidara de lo que estaba pasando. Reaccionó cuando ella intentó apartarse y volvió a pegarla a su cuerpo de un tirón, rodeándole el cuello con un brazo. Cuando volvió a intentar forcejear, perdió la paciencia, sacó la pistola y la clavó en su sien con la mano libre.

Ella se quedó congelada. Él se inclinó hacia delante para hablarle directamente a la oreja.

—¿Vas a seguir molestándome? —le preguntó en voz baja.

La chica negó casi imperceptiblemente con la cabeza. Caleb notó que su corazón se había detenido por un segundo al apuntarla, pero volvía a latir a toda velocidad.

Empezó a caminar hacia Axel y ella obedeció. Tenía dos manos pequeñas clavadas en el brazo con el que le rodeaba el cuello, pero ni siquiera estaban ejerciendo presión. Estaba demasiado aterrada como para reaccionar, probablemente.

Si tan solo no hubiera hecho ruido...

—Mira lo que tenemos aquí —Axel se olvidó completamente del objetivo y se acercó a la chica, sonriendo ampliamente—. ¿Dónde estabas escondida? Debes ser muy buena, porque ni siquiera mi amigo te ha oído hasta ahora.

Caleb notó que la chica se encogía de miedo contra él. De hecho, se pegó tanto a él que el agarre del cuello ya prácticamente no ejercía ningún tipo de presión sobre ella. Bajó la pistola y la escondió de nuevo.

Axel lo miró al instante en que lo hizo, horrorizado.

—¿Qué te crees que haces? Apúntala.

—No se va a mover. ¿Verdad?

La chica asintió al instante. Parecía que era mejor opción estar pegada a él que al psicópata de Axel.

—Bueno —Axel levantó la mano y Caleb vio que un rolex de oro brillaba en su muñeca—. Creo que es más que suficiente para cubrir la deuda, ¿no?

Caleb asintió una vez con la cabeza. Era de oro de verdad. No necesitaba acercarse a mirarlo para saberlo.

—A saber dónde lo habrá robado —Axel se echó a reír mirando al hombre inconsciente por el dolor que yacía en la mesa—. Bueno, ¿qué hacemos? ¿Nos deshacemos de ellos?

Notó que la chica se encogía contra él al instante, aterrada.

—Sin muertos —le recordó Caleb tranquilamente, sujetando a la chica. Le daba la impresión de que si la soltaba iba a caerse al suelo.

—Pero nos han visto las caras. El gilipollas de la mesa no dirá nada, creo que ya ha tenido suficiente como para saber qué le conviene. Pero... ¿ella?

Axel la miró de arriba abajo y Caleb casi pudo sentir cómo la chica dejaba de respirar.

—Bueno, hay otras formas de tortura —concluyó Axel.

La chica soltó un sollozo sonoro cuando él hizo un ademán de desabrocharse el cinturón.

Caleb no pudo evitarlo. Había ciertos límites. Incluso para Axel. Sacó la pistola de nuevo, pero esta vez apuntó a Axel en el pecho. Él se detuvo de golpe. La chica se quedó muy quieta.


Victoria

El del pelo blanco se quedó helado cuando el que la sujetaba lo apuntó. Victoria dejó de intentar moverse y se apoyó en el brazo del desconocido. Podría matarla en cualquier momento, pero por ahora era el único que no había intentado hacerle nada malo en esa habitación.

—¿Qué cojones haces? —le espetó el teñido.

—Eso no —advirtió el que la sujetaba.

—No iba a hacerlo, era por asustarla, imbécil.

Incluso Victoria supo que eso no era verdad.

El que la sujetaba debió pensar lo mismo, porque ella notó que el brazo que tenía en el cuello se tensaba un poco.

—He dicho que eso no.

Tenía una de esas voces roncas y bajas que solo con susurrar podían hacer que una sala entera se quedara en silencio. Y lo consiguió, porque el chico teñido frunció el ceño, pero al menos se calló por unos segundos.

Entonces, ambos empezaron a hablar en el idioma más raro que había oído en su vida. Ni siquiera pudo intentar adivinar cuál era. Victoria no se movió en absoluto, esperando, y finalmente sintió que el brazo que tenía alrededor del cuello desaparecía.

Casi le dio la sensación de que volvía a la vida.

El chico del pelo teñido se marchó toqueteando el reloj que había robado a Andrew y lo vio cruzar la calle hasta un coche oscuro que estaba al otro lado.

El del pelo oscuro todavía tenía la pistola en la mano. La rodeó apuntándola a la cabeza hasta que se quedó delante de ella. Victoria no se atrevió a levantar la mirada, así que se limitó a mirar su pecho fijamente, muy quieta, temblando.

—Una sola palabra de esto, a quien sea —le dijo en voz baja—, y vas a terminar peor que el de la mesa.

Ella no dijo nada. No fue capaz. Y él tampoco esperó una respuesta. Fue directo a la puerta y, justo antes de abrirla, la miró por encima del hombro.

Ambos se acordaron del otro al instante, pero ninguno hizo un solo ademán de decirlo en voz alta.

Finalmente, él se marchó y Victoria sintió que podía volver a respirar.


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