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||TRE||

||03||El reencuentro de las estrellas

Granjas del este, Portorosso, Abril del 2008

Recuerda se encontraba corriendo con sus zapatos desgastados, entre largo y solitario sendero de tierra, corría con la vista nublada por las lágrimas de coraje que sentía en ese día a causa de su padre, recuerda bien como el olor del maldito cigarro que siempre fumaba; aun lo perseguía. Gracias a él repudia el olor de la nicotina hasta hoy. Él nunca lo quiso.

¿Cuántos años tenía cuando corría solo en medio de la nada, en un camino cercado con madera a medio caerse por la antigüedad de estas? ¿Tenía 9 o 10? Era muy pequeño para estar solo en un camino que no tenía idea a donde lo llevaba. Solo quería escapar y llorar mientras se abrazaba a si solo. No tenía a nadie.

Recuerda haberse caído y raspado la rodilla, eso fue su punto de quiebre. No olvidaba que aun estando en el suelo cubierto de tierra soltó un fuerte berrinche. Sin levantarse solo se sentó en el suelo y miro la sangre que desprendía del raspón de sus manos y rodillas. Gimoteando, limpio de manera brusca las lágrimas que desprendían de sus ojos verdes. Se encontraba roto como perdido. Miro a su alrededor donde campos verdes, con montañas al fondo, una gran cantidad de ovejas comiendo del pasto frente suyo junto alguno que otro árbol de frutos se lograba admirar. No sabía dónde estaba, nunca ha estado ahí antes.

Miro una oxidada lata oculta debajo de la vieja madera de la cerca, la tomo y sin pensarlo mucho la lanzo con furia hacia el rebaño. No golpeo a ninguna ese no era su objetivo: no era capaz de hacerle daño a unos animales inofensivos solo por su enojo.

Al momento que la lata callo en el césped, todas las ovejas comenzaron a alterarse. Y entre medio del pequeña colina que había; salió un niño castaño oscuro -parecía de su misma edad- se encontraba asustado como alterado, corrió hacia el rebaño e intento calmarlas antes que se dispersaran por todo el campo. Alberto lo miro sorprendido al mismo tiempo que con culpa.

El niño con su bastón trataba de tranquilizarlas y guiarlas a un punto de reunión. Observo cada de sus movimiento, era un simple niño menor a diez años que cuidaba solo a un enorme rebaño de ovejas. Estaba cautivado desde su lugar. Vio como él una vez que todo se calmó, suspiro cansado y cuando estaba a punto de irse de vuelta a su escondite bajo la sombra de uno de los árboles; noto algo en el suelo; lo más seguro que vio la lata responsable del caos tirada en medio de las hierbas. Se agacho para tomarlo, pudo ver su rostro curioso, incluso hoy en día no sabía por qué sonrió al simple lata oxidada pero ahí estaba tan embobado con cada uno de los gestos que hizo el niño pastor que no se dio cuenta cuando este giro su mirada a todos lados hasta que lo encontró.

Recuerda bien esa tarde; cuando por primera vez sus ojos se encontraron con los cafés de Luca.

{...}

Génova, Enero 2018

Era sábado, último día de Enero. Alberto lo agradecía internamente. Los adornos navideños ya fueron remplazados por querubines y corazones. Oh, como adoraba febrero. No solo por la cantidad de obsequios que él recibía por sus "admiradoras secretas", si no, porque las montañas de nieve comenzaban a disminuir a un ritmo lento, siendo remplazadas por simple escarchar en las ventanas. Al fin se podía despedir del jodido frio.

Suspiro, liberando un hilo de humo de sus labios, volvió a colocar la punta de madera de su pincel en la boca –imitando los movimientos de un cigarro–. Usaba una diadema negra para evitar que sus largos cabellos interfieran con su visión, más ahora que utilizaba sus lentes; que se empañaban con el húmedo y frio viento de esa madrugada que se escabullían por uno de los huecos que tenía la ventana de su estudio. Odiaba usarlos, lo hacían ver como un nerd, pero lo ayudaban con esos pequeños detalles que tanto le fascinaban. Con su caballete adornado de manchas aleatorias de pintura oleo: que tapaban algunas de las estrellas tallo sobre la madera oscura. Estaba inspirado. Se trataba de la obra más grande que ha hecho. Una antigua torre en lo más alto de una colina con un mar de altas hierbas y floridos como coloridos campos de flores. Recuerda cada detalle del ese lugar que con cada pincelada recuerda las risas y heridas que tuvo allí.

Una risa ahogada salió de sus labios al escuchar la oxidada puerta abrirse detrás de él. Cerro sus ojos y retiro el pincel de sus labios. Solo existía una persona que entraba a su estudio con tanta libertad.

–Llegaste más temprano de lo normal –dijo sorprendida una voz femenina con un ligero acento norteamericano–.

Alberto sonrió con burla. Se quitó sus anteojos dejándolos junto su material en el mueble de al lado y tomo un trapo para limpiar sus manchadas manos. Y sin voltear a verla, respondió relajado:

–Que puedo decir estoy emocionado por este San Valentín.

Dio media vuelta en su banquito para mirarla. Era una mujer rubia de ojos verdes, pechos pequeños y firmes ocultos debajo de la chaqueta de un equipo de hockey, que él desconoce. Ella era tres años mayor, pero parecía mucho más joven, mantenía una sonrisa sarcástica adornando sus delgados y finos labios. Rodeo la mirada al escuchar su comentario y solo se acercó a él para extenderle uno de los dos cafés que compro en un establecimiento cerca de la bodega.

–Debes agradecerme por esa exhibición, "Mostro Marino" –expreso ella haciendo énfasis con sus dedos en su apodo–.

Rio en bajo poniendo la mirada en blanco para después con una diminuta sonrisa perderse en su capuchino; cual abrazaba con ambas manos para entrar en calor. La rubia por su lado se dirigió en silencio hacia uno de los muebles antiguos: que compro el joven de piel bronceada en el mercado de pulgas y termino arreglándolo. Tomo asiento y cruzo sus piernas como un indio para mirarlo con intriga.

–Llevo dos años siendo tu manager y aun no entiendo ¿Por qué decidiste llamarte así? –pregunto, dándole un sorbo a su propia bebida–.

Él la miro y le sonrió. Y antes de responder; se tomó su tiempo para beber de su bebida caliente sintiendo el calor del café recorriendo por su garganta. Fingió una mirada pensativa al mismo tiempo que dejaba el envase a un costado.

–Cuando era niño, los pescadores nos asustaban todos los días con historias de monstruos marinos –sonrió con melancolía y miro de reojo el enorme cuadro en cual trabajaba–. Yo era el único raro que amaba escucharlas –soltó una risa ahogada al recordar lo idiota y soñador que era de pequeño–, siempre jugaba a que yo era uno, destruía barcos y me robaba sus tesoros, el problema que mi solitario YO no tenía a nadie con esos mismos gustos, nadie quería ser un monstruo conmigo...

Hasta que apareció Luca》 lo pensó, pero no lo dijo.

–Awww –coloco una mano en su pecho fingiendo ternura para después sonreír con burla–, tampoco jugaría contigo, pero que triste.

Frunció el ceño y tomo su trapo sucio para lanzárselo en la cara, ella se quejó entre risas e intentando que su café no se derramara. Desde que se dedicó al arte, prefería mantenerse anónimo, haciéndose llamar "Mostro Marino": un anciano con años de experiencia en el arte era lo que decía sus redes sociales que eran administradas por la rubia. Él no era fan de las redes sociales –teniendo solo la aplicación de mensajes como la predilecta– o cosas por el estilo por eso contrato a Riley para ser su representante en todo evento o subasta. Como lo sería este San Valentín, será su exhibición más elegante como privada.

[...]

Con toda calma y tranquilidad se había despedido de su "socia", la pequeña bodega que tenía como estudio no se encontraba muy lejos del centro así que podía irse caminando y apreciando el ambiente fresco y húmedo que tanto detestaba.

Con sus manos dentro de su abrigo café oscuro disfrutaba aquella tarde donde la multitud de gente salía para pasar el rato y disgustar una bebida caliente. Y qué mejor de ir a la Cafetería Rivera donde trabajaba, un –no tan– pequeño establecimiento que mezcla la cultura italiana y mexicana desde 1947. La cafetería era prueba del sabor mexicano mezclado con el dulzor italiano. Cuyos colores eran oscuros pero los pequeños detalles coloridos hacían que tuviera un ambiente hogareño y acogedor para el cliente. Es muy concurrida todos los días cosa que provocaba muy buenas propinas para él y sus compañeros.

Estaba tan tranquilo en su mente que al estar a poco metros del establecimiento paro su paso de repente; al ver a la mayoría de los empleados del turno vespertino –junto con Guido– amontonados en frente del ventanal del local. Se murmuraban entre ellos con expresión de extrañes e intriga.

–¿Será ella? –Pregunto Guido sin despegar la mirada del cristal–.

–No lo creo, está completamente diferente a la última vez que la vimos –contesto Ciccio–, aparte se muestra calmada estando a su lado.

Alberto carraspeo su garganta llamando la atención de todos los chicos. Los cuatro casi se caen del susto y solo giraron su mirada con pena hacia él. Los miro con los brazos cruzados y ceja arqueada.

–Hey, Beto –hablo primero Miguel, uno de los meseros en un intento de actuar lo más normal que podía. Obviamente fallando en el intento–.

Ciao, Alberto –hablo Russell, el repostero, alguien amable como responsable y generoso, todo lo contrario a los demás idiotas (incluyéndose) que trabajaban allí–.

Ambos eran mayores teniendo la casi la misma edad que Ercole. Russell era un joven que vino de intercambio mientras que Miguel si había nacido en Italia, pero tenía claras raíces mexicanas de las cuales se orgullecía y presumía, al igual que toda su familia.

Todos se hicieron a un lado para que él mismo viera lo que sucedía. El local se encontraba cerrado y por el cristal pudo notar que solo había tres personas dentro; una de ellas era la dueña actual, quien era la menor de las nietas de los propietarios originales y la abuela de Miguel. Ella se encontraba hablando con Ercole y lo que pudo apreciar una chica con larga y suelta cabellera pelirroja.

–¿Quién es ella? –pregunto extrañado mirando a sus compañeros–.

–Es la nueva mesera –respondió Ciccio.

–Mi abuelita conoce a su mamá –agrego Miguel–. Ella misma la contrato hoy, ya que no conseguíamos a un mesero apropiado.

–El problema: es que no sabemos si se trata de Giulietta Marcovaldo –comento Guido mirando devuelta a la joven–.

–¿Marcovaldo? –expreso con la mirada abierta, hace mucho que no escuchaba ese apellido. En cierta forma lo entristeció–.

Miro de nuevo por el empañado cristal, observando cada una de las facciones y movimientos de la joven, ella se mostraba tranquila y parecía ignorar por completo la presencia de Visconti mientras le sonreía a la anciana.

–¡Oh, cierto! Tú no sabes quién es ella –comento Ciccio y Alberto lo miro confundido, pero no dijo nada– Marcovaldo es la enemiga de la infancia de Ercole. Ellos dos junto con Guido crecieron en la misma zona residencial.

–Ella y Ercole siempre discutían y competían en cualquier concurso desde que ella tenía cuatro y Visconti ocho años; así que imagínate –completo Guido–. Se tratan peor de lo que se trataron mi abuela y el oso ruso cuando huían juntos en una camioneta robada mientras que la policía los perseguía.

–Oh –expreso ignorando por completo lo último que dijo. Lo demás explicaba esa tensión que había en ambos.

–No me sorprendería que ella lo atacara de repente con la escoba –comento Miguel–.

Todos se quedaron en silencio cuando vieron que los tres se dirigían hacia la salida, en pocas palabras los cuatro entraron en pánico al ver la mirada molesta de Visconti. Por otro Alberto se quedó mirando por última vez a la joven pelirroja, quien giro a verlo al sentir su mirada sobre ella, parecía sorprenderse al toparse con él. Se reconocieron al instante y con melancolía ambos desviaron la mirada.

Elena fue la primera en salir, les sonrió a los muchachos quienes no dudaron en acercarse a saludarla con un abrazo y un beso en la mejilla. Era su jefa pero llegaron a quererla coma una abuela, ella ha tenido mucha paciencia –demasiada– con ellos. Al terminar, como niños bien portados. La saludaron con respeto y cariño en el idioma preferencial de la mujer:

Buenos tardes, señora Elena.

Ella les sonrió.

–Mira que grandes están todos –exclamo con dulzura– Excepto tu Guido, te veo más flaco mijo. No comes o ¿qué?

–No me alimentan, mama Elena –dramatizo el castaño agachándose para abrazar a la mujer–.

–Ay, mijo –le dio unas palmaditas en su espalda y miro al único rubio– Ciccio, mi vida, prepárale un emparedado con una malteada para mi muchacho la casa invita.

Él asintió ante la orden, mirando con enojo a su mejor amigo. Él solo sonrió mostrando los dientes antes de volver a mirar a la anciana como un niño pequeño.

Gracias, mama Elena –agradeció en un tono infantil–.

–Todo por mi niñito –beso su frente con cariño–.

–Yo también tengo hambre, abuelita –expreso Miguel mirándola con "tristeza"–.

Ella lo miro con seriedad.

–Te dije que comieras todo lo de tu plato antes de salir, espérate hasta la casa –le regaño–.

Miguel hizo un puchero mientras que se cruzaba de brazos. Elena se separó de Guido y miro a Visconti con tranquilidad.

–Ercole, mijo, ahí te encargo en presentarles a tu compañerita –él asintió en silencio y ella miro a los demás–. Ya me voy, espero que les vaya bien.

Se despidieron y la miraron subirse a su auto con ayuda de su nieto. Por otro lado Alberto y Giulia intentaban no mirarse todo ese momento. Cuando Visconti abrió la tienda y espero que todos entraran. Guido, Ciccio y Russell tomaron asiento en la barra mientras que Alberto se sentó despreocupadamente en una de las sillas de las mesas, la pelirroja y el moreno se mantuvieron parados esperando las órdenes del gerente. Un gruñido salió de los labios de Ercole, obteniendo la atención de todos.

–Creo que recuerdas a Ciccio y a Guido –hablo mirando con molestia a la única chica–.

–Cómo olvidar a tus dos perros fieles –expreso ella con burla y sarcasmo–.

El rubio iba a reclamarle pero el castaño lo detuvo colocando su mano en su hombro y negando con la cabeza, no tenía caso.

–Ciccio es nuestro cocinero y Guido...–lo miro y obtuvo una sonrisa tierna del castaño– es como nuestro apoyo emocional –dijo dudoso al no encontrar una explicación de ¿Por qué diablos estaba ahí?– Es el único que tiene permitido estar aquí.

–¿Trabaja aquí? –pregunto confundida.

Negó y continúo:

–Miguel es el nieto de Elena y mesero, mientras que Russell es nuestro repostero. Casi no lo veras fuera de la cocina.

–Este hombre de aquí –exclamo con alegría Miguel abrazando a su amigo–; es un ángel y prepara los mejores postres mexicanos e italianos de todo el país.

El pelinegro se sonrojo ante la vergüenza, los halagos eran su debilidad y claro que el mexicano –como se consideraba el moreno– lo sabía.

–Rivera te ayudara en todo lo que se te dificulte y no me sorprendería que fuera mucho –explico con una sonrisa burlona–.

Ella lo miro con odio y él la ignoro.

–Y por último tenemos a Scorfano nuestro otro mesero –dijo apuntando con fastidio al Alberto quien seguía relajado en su asiento–.

–¿Scorfano?

La sonrisa relajada del joven de ojos verdes se borró y solo desvió la mirada con incomodidad.

–¿Se conocen? –pregunto Russell–.

–No en persona...–susurro ella– él trabajaba para mi padre en el puerto.

Alberto suspiro, sin muchas ganas se levanto de su lugar y se acercó a ella.

–Lo la-

Ella lo interrumpe de manera brusca.

–No hablemos de eso, no ahora...–desvió su mirada con dolor– espero llevarnos bien como lo quería mi padre.

Él asintió y extendió su mano en frente de ella. Miro su mano y dudando un poco, pero al final la estrecho. Ambos sonrieron con tristeza e incomodidad. Guido y Ercole compartieron miradas, cada vez conocían menos a su amigo. El mayor dejo salir un suspiro y cansado ordeno:

–A trabajar idiotas, no tenemos todo el día.

[...]

En un momento se quejaba del frio y cansancio junto con el dolor insoportable de espalda, y solo contaba los últimos minutos de su turno para irse a dormir a su departamento; pero todo cambio en un solo instante, en un solo parpadeo, se sentía como si se perdiera en las mismas estrellas que brillaban en aquellos ojos marrones.

Él estaba ahí, ya no podía huir. Luca, se encontraba ahí parado en la entrada dejando a simple vista su mirada asombrada. El verde y el café se volvieron a mezclar. Dejo de limpiar, podía asegurar que estaba hundiéndose un océano de emociones que hace años dejo de sentir. Parecía que estuviera viendo un fantasma. No tenía idea como describir ese momento, todo paso tan... ¿espontaneo? No sabría responder.

El castaño oscuro bajo la tela morada de su bufanda dejando ver aquella sonrisa que alguna vez había olvidado. Logrando en solo segundo que su estómago se llenara de un cardumen de peces –como el prefirió describirlo–. Los mismos sentimientos que experimento tarde en la que se perdió en aquellos ojos en medio del campo lo volvieron a invadir, volvía a sentirse como un niño.

Los demás quedaron en otro mundo para él. En ese momento solo existían ellos dos y sabía que Luca sentía lo mismo.

Ciao, Alberto...–susurro él, sin borrar su sonrisa ni apartar su mirada–.

–Lu...

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