El guardia de la universidad.
Un par de chicos que fumaban en la explanada.
El encargado del estacionamiento.
Una señora y su hijo que volvían de la escuela.
El tipo al que le compraste un pay de queso.

Las cámaras del C4 en tu fraccionamiento.
El despachador de la gasolinera,
en la que pagaste con tarjeta,
por lo que el banco te rastreaba.

Tenían tu recorrido hasta las cinco,
cuando saliste de casa a comprar un vestido.
No era para ti, sino para tu hermana,
que quería ser reina en el baile del estudiante.

La dejaste sin vestuario y sin voluntad,
preguntándose cuándo volverás.
Me dejaste cuestionándome,
si podré tener otra oportunidad.

Dijeron que volviste con él y escapaste de la ciudad.
Nadie dejó de buscar.
Las chicas con las que saliste a protestar
no dejaron que las autoridades estuvieran en paz.

Encontraron tu camioneta afuera de la tienda de vestidos.
La llevaron al corralón.
Tu padre la recogió después de denunciar tu desaparición.

Entonces comenzó la recopilación.
Las preguntas a los testigos y conocidos.
Buscaron la mejor versión,
forjada con los testimonios de los últimos en verte.
Quien diría que fui uno de ellos
y no pude detenerte.

Supongo que fui demasiado ingenuo.
No entendí tu última sonrisa
y jugué a ser el bueno.

Fui de los últimos en verte.
¿Podría haber detenido tu muerte?
¿Encontrar una manera de ser tu héroe?

No éramos Romeo y Julieta,
pero podíamos intentarlo.
Eso es lo malo de los romances de época.
Se encuentran obsoletos.
Y la ciencia ficción no es lugar para el amor.