Prólogo
La policía no tardó mucho tiempo en rodear todo el perímetro del lugar. En cuanto las alarmas del banco sonaron varias patrullas se dirigieron hacia la calle donde este se encontraba, pero los atracadores habían sabido callar los incesantes sonidos que alertaban a la justicia sobre su delito. No eran idiotas. Reiner, el líder de la banda, había previsto todo.
Estaban más que listos.
—¡Abajo, las manos a la nuca! ¡Ahora, ahora, ahora! —gritó una chica alta y morena, entrando al lado de una rubia de nariz aguileña. Todos obedecieron en cuanto echaron una mirada a las armas que llevaban en mano.
En cuestión de segundos, el lugar se llenó con el resto de atracadores de la banda. No eran demasiados, pero sí los suficientes como para hacer de perros ovejeros y reunir a toda la gente del banco en una esquina del salón principal en tan solo unos minutos.
Y entre esos perros ovejeros estaba Jean Kirschtein. Un chico joven bastante bélico y despistado, pero con gran habilidad para las armas de fuego y muy eficaz para cualquier plan existente.
A pesar de su naturaleza rebelde, Kirschtein sabía cumplir bien con su parte dentro de un equipo. Por supuesto, no sin antes causar un par de inconvenientes que después debían arreglarse. Aun así, era una persona flexible, tenaz y leal. Reiner lo mantenía en la banda por eso.
Mientras él se organizaba con su mano derecha y le daban indicaciones a la que haría de negociadora, el resto de integrantes se dividieron entre revisar toda la edificación y someter a los rehenes. Sin embargo, lo último había resultado más fácil de lo que creyeron; los clientes, visitantes y funcionarios del banco no opusieron resistencia alguna a tirarse de rodillas al suelo, así que de momento la tarea de Jean estaba terminada.
Aburrido de sólo estar parado como un idiota, se giró para mirar a su compañera.
—Iré a echar un vistazo, Ymir. Regreso luego —avisó y no esperó respuesta, sólo se marchó.
Empezó a caminar lento, examinando con la mirada el lugar en el que pasarían las siguientes horas. Lucía como un establecimiento bancario común y corriente. Además de los grandes espacios no había nada demasiado impresionante por allí, aunque Jean no se dejaba engañar: tenía la certeza de que se llevaría algo estupendo de ese atraco.
Confiaba lo suficiente en Reiner como para saber que el plan no iba a fracasar. La policía no era tan inteligente como él y una vez dentro del lugar todo éxito estaba asegurado.
Los rehenes se veían débiles.
A cada paso que daba, algunos temblaban de pavor. Otros no dejaban de llorar y suplicarle a Dios por su vida... Veían a una persona con un arma en mano y era suficiente para someterlos. Casi le daba risa la situación.
Pero entonces lo encontró.
Un chico del fondo, seguramente de un par de años más que él, lo miraba con detenimiento. Sus ojos oscuros no destilaban miedo, sino respeto y precaución. Aun así, el tipo parecía ser lo suficientemente valiente como para ver a un atracador sin importarle que este lo notara y lo observara de vuelta. Ningún otro rehén podía mirar a sus captores sin echarse a llorar antes.
Jean, hastiado de ese concurso de miradas, sostuvo firmemente su metralleta —le daba más seguridad— y se acercó a paso brusco.
—Oye, tú, ¿qué demonios mirabas?
El chico no respondió.
Al acercarse se dio cuenta de que sus ojos no eran oscuros, como creyó, sino que de hecho eran muy claros. Tenían un brillo tranquilo y un color marrón bastante similar al corazón de una avellana.
Su piel morena lucía casi pintada y era decorada por numerosas pecas. ¿Cómo una persona podía tener tantos puntitos en la piel? Jean no había visto antes a alguien así. Tal vez fue por eso que su mirada se perdió analizando la curiosa estética del rehén.
Cuando dejó de contemplarlo, se percató de que en todo ese tiempo el zoquete no le había contestado. Seguía limitándose a mirarlo.
—¡Oye! —repitió un poco más cabreado, creyendo que esta vez él contestaría o al menos daría indicios de no tener una parálisis cerebral.
Pero no. Finalmente el chico se decidió por voltear la cabeza. Sin ningún gesto de miedo o vergüenza, simplemente normalidad. Aquello descolocó a Jean. ¿Es que acaso no le asustaba la situación? ¡Era un puto rehén, por todos los dioses! ¡Y ni siquiera se movió cuando un atracador armado le llamó directamente! Quizás estaba enfermo o sólo era demasiado idiota.
Fuese como fuese, esa sensación en el pecho resultaba desagradable. Algo dentro de Jean le decía que ese pecoso iba a causar bastantes problemas.
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