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XXIX

Theodora, enfurruñada, apretaba el mando con ahínco sin pretensión de contemplar nada y Ryan, a su lado, bebía cerveza ocultando una risa que amenazaba con escapar en cualquier momento.

El rubio se preguntaba cómo Anthony seguía con vida, sin duda la pelirroja debía amarlo. Porque a pesar de que Theodora había soportado las peores vejaciones provenientes de individuos con ética dudosa, ella se mostraba brava cuando alguien la hacía enfadar. Anthony, en pocas semanas, hizo enfurecer a la joven en diversos grados y, esa mañana, fue la fulminante.

Ryan, deseoso de hostigarla, acercó el botellín de cerveza a ella con afán de convidarle.

—Ten, así ahogas lo patética que quedaste frente a todos —dijo intentando ser serio. La pelirroja le lanzó una mirada furiosa y le arrebató la bebida ingiriendo con celeridad.

Recordó su intento fallido de mostrarse contemplativa con él cuando, en el receso, lo vio inspeccionando los salones y apuntando en una libreta tan pulcra como su persona. Theodora se había acercado ignorando la reprimenda de su amigo y, se atrevió a tocarle el brazo en pleno corredor atestado de alumnos, docentes y personal académico que podrían haber inferido cualquier cosa. Anthony, primero la miró con el cejo profundizado, pero luego con una expresión de asombro en conjunto con un rubor prominente.

—Se-señorita Anderson —había dicho y luego carraspeó apartándose de ella—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Tenemos que hablar —murmuró terminante—. Me debes una explicación —puntualizó en un siseo-

—S-sí, lo sé, pero a-aquí no es...

—Rector. —La presencia de una mujer extremadamente sofisticada, había dejado a la joven muda de la impresión—. Interactuando con los estudiantes, qué simpático —dijo evaluándola con una sonrisa—. ¿Vamos a su oficina? —señaló mirándolo con coquetería. Anthony asintió y, luego de lanzarle una breve mirada a ella y despedirse, se retiró con la morena deslumbrante que caminaba tan cerca que sus brazos se rozaban.

Theodora bufó al recordar semejante escena y se levantó del sofá dispuesto a encararlo y a acabar una vez con ese bucle sin fin.

—Voy a la biblioteca —murmuró, pues sabía que su amigo no sospecharía.

—Anochecerá pronto —señaló incrédulo.

—Hay un café literario, Dereck me invitó —mintió sin problemas, pues fue directo a la habitación a cambiar sus prendas.

—Llévate mi coche, no voy a usarlo.

Gracias a la paga prominente que Bernard le facilitó esa semana, la pelirroja pudo adquirir nueva indumentaria que la hacía ver sofisticada y adulta: una elegante falda lápiz negra que apenas le rozaban las rodillas, tacones negros y camisa blanca fueron los encargados de realzar su belleza y magnetismo. Pintó sus labios rojos y rizó sus pestañas. Decidió dejar su cabello suelto y algo alborotado, pues sabía que era como al licenciado le gustaba. Tomando su bolso de mano negro nuevo, se corroboró en el espejo del aseo y luego de aplicar un poco de su perfume favorito, salió al encuentro de Ryan quien la observó boquiabierto.

El rubio se obligó a apartar la mirada de su amiga y, atormentado, recordó que ella jamás lo amaría como hacía con Anthony. Cuando ese pensamiento se presentó, frunció el cejo confundido, pues creyó que ya la había superado. Pero verla fue su abismo y le recordó lo impactante que Theodora era, no por su increíble belleza y figura, sino que ella era el claro ejemplo de valentía, fuerza y poder que Ryan tanto admiraba.

—Gracias por el coche —dijo tomando las llaves que descansaban sobre la mesa, haciendo repercutir sus altos tacones en el suelo.

—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó fingiendo indiferencia mientras observaba la pantalla sin realmente verla.

—¡Oh! Será aburrido —murmuró. Rápido el rubio la miró y detectó que algo le ocultaba, pero para no incomodarla solo asintió—. No te preocupes, estará Dereck.

—Esta bien, te cuidas. Me avisas si necesitas algo.

—¡Lo haré! —profirió saliendo disparada.

El joven soltó un suspiro relajando la tensión que lo consumió la mera presencia de ella en segundos y, tomando su celular, marcó a Sara necesitando distraerse.

Theodora condujo con prudencia y tardó más de lo que imaginó llegar. Las calles céntricas estaban colapsadas por todas las personas que decidían comenzar a disfrutar el inicio de un nuevo fin de semana. Los bares y restaurantes ya se veían repletos y, gracias al buen clima, los peatones eran innumerables.

Los nervios que sentía por el acto que estaba por llevar a cabo, no la amilanaron. Ella deseaba verlo, pero, lo que más esperaba, era dejarle claro que era solo de ella. Verlo con esa morena le había resultado tan chocante como revelador: Anthony podía tener a la mujer que quisiera y los celos que aquella consideración le produjeron, fueron tan grandes que olvidó todo pleito anterior.

Tuvo que aparcar a una distancia considerable, pues los vehículos eran vastos. Caminó con temor a caer, puesto que los tacones que llevaba eran altos, pero recordó que ella no era ninguna cobarde y no iba a empezar a amedrentarse por unos simples zapatos que amenazaban el bienestar de sus tobillos.

La joven no se percató de cada persona que se detuvo a admirarla. Incluso varios hombres interrumpieron su andar para contemplarla con más atención, pero ella solo tenía pensamientos en cómo iba a desarrollar la charla que pensaba tener en momento tan inoportuno y si iban a poder llevarla a cabo.

Subió las escalinatas con cuidado, pues su falda era tan estrecha que le imposibilitaba moverse con libertad. En las puertas vidriadas se encontraba el cartel donde se especificaba la disertación:

"LA CONSCIENCIA TRÁGICA. Preliminar: La irracionalidad en la cultura."

Disertación dirigida por A. Lemacks. Licenciado en Letras.

Salón 2. Viernes 21/4 - 20:00 hs.

Satisfecha por estar a tiempo, fue directo al recibidor esperando encontrar a Dereck y una sonrisa enorme se le estampó al verlo recolectar varios libros esparcidos en las mesas de estudio.

—Si me hubieras empleado, ahora estarías bebiendo café —dijo intentando mantenerse seria. Él de inmediato se dio la vuelta y, luego de observarla con el cejo fruncido, lanzó una exclamación.

­—¡¿Theodora?! —gritó dejando los libros para acercarse a ella—. ¡Oh por Dios! ¡Te ves bellísima! Hace tanto que no venías... Déjame abrazarte —pidió extendiendo los brazos.

La joven exclamó una carcajada y, feliz, se enredó en un estrecho abrazo que le recordó todos los periplos que enfrentó tiempo atrás. Parecía que había pasado una vida de eso, pensó la joven.

—¿Cómo has estado? Te ves tan bien —dijo apartándose para tomarlo de los hombros. La joven notó que tenía lágrimas en los ojos y eso la conmovió—. La última vez que viniste... Yo...

—Estoy bien —interrumpió, pues no quería recordar ese momento—. Más que bien. Tengo un trabajo hermoso, es aquí cerca, en la tienda de antigüedades y libros usados.

—¿Trabajas con Bernard? —exclamó—. Ven, tomemos un café. Quiero que me cuentes todo.

Theodora no se percató, pero pasó un largo rato hablando con Dereck. Ambos rieron a montones y el joven quedó realmente tranquilo al verla tan bien. Estaba seguro de que la Theodora que vio la última vez aquel día tan trágico, no era la misma que ahora reía con aquel semblante relajado y, quizá, feliz.

—¿Vienes a la disertación o al taller de teatro? —inquirió, aunque dudó que fuera lo segundo dado cómo estaba vestida. Ella se carcajeó por la idea de, precisamente ella, representar una escena.

—A escuchar a Lemacks. ¿Sabes a qué hora suelen venir los disertantes? Es que tengo que darle algo antes —dijo de lo más calma.

—De hecho, está aquí —dijo señalando las puertas que conducían a los salones—. ¿Quieres que se lo entregue?

—¡Oh! —clamó asombrada de que él ya estuviera en el sitio—. Iré yo, es por un tema laboral. Gracias por el café —señaló regalándole una sonrisa.

—Cuando quieras —acordó volviendo a las mesas a continuar su trabajo—. No vuelvas a perderte.

Theodora exclamó un suspiro y, alisando la falda y corriéndose el cabello a la espalda, recompuso la postura y caminó directa al salón dos. Abrió despacio la enorme puerta de madera y se encontró con el auditorio vacío: las butacas, el atril y la pantalla estaban en orden, pero no había rastros del licenciado.

Se sumergió indecisa y, tomándose las manos, recorrió con la mirada el amplio sitio. Percibió a su izquierda una puerta y, con pasos dudosos, se acercó. Pronto la voz profunda de él llegó a sus oídos y estaba por huir cuando se percató que estaba al teléfono.

Fue cuando no oyó más su voz que decidió entrar, por lo que, con unos nervios como jamás experimentó, tomó el pomo de la puerta y abrió despacio encontrándose con una escena de lo más excitante: su licenciado estaba de camisa negra, recogida hasta mitad de sus antebrazos, apoyado en la esquina del escritorio, leyendo un libro con sus gafas de marco negro y cuadradas.

Él de inmediato reparó en ella y, al hacerlo, se le cayó el libro. La joven tuvo que ocultar la carcajada y se sumergió cerrando rápido la puerta.

—Buenas noches, profesor —murmuró.

Anthony se preguntó si había muerto porque su musa era lo último que imagino ver ese día y menos encontrarla tan sensual como estaba. La observó como un absoluto patético y, como siempre le sucedía cuando estaba con ella, las palabras se le atascaron.

—¿No te alegra verme? —inquirió acercándose. El licenciado abrió la boca, pero no encontró el tono. Estaba impactado. Carraspeó y, luego de recomponer su postura, pues ella estaba peligrosamente cerca, se aflojó la corbata que ya lo estaba ahogando.

—The-Theodora... ¿Q-qué ha-haces aquí? —habló patéticamente.

—¡Oh! Pues, estoy a punto de ir a mi cita y recordé que hoy...

—Espera, ¡¿qué?! —exclamó anonadado. La joven fingió que no se deleitaba por su incredulidad y prosiguió:

—Dictabas una disertación. Estoy a tiempo, así que pasé a saludarte y desearte suerte —dijo fingiendo inocencia.

—¿Tendrás una cita? —dijo horrorizado.

—¡Oh! Sí, es un hombre genial, lo conocí en la tienda —contó haciendo un gesto con la mano—. Es lindo y amable. Obvio que no es más guapo que tú, pero es lindo...

—¿Acaso viniste a torturarme? —farfulló no queriendo creer lo que escuchaba.

—Vine a desearte éxito —espetó con el cejo fruncido—. Bueno, ya me voy. Evidentemente no debí venir.

—Aguarda, Theodora —exclamó con desesperación—. ¿No quieres quedarte? —pidió en un intento desmoralizado para que lo prefiera a él por encima de cualquiera.

—Pero no puedo —dijo en tono condescendiente—, me ha invitado a un restaurante griego, es maravilloso —contó sin inmutarse.

—¡Te llevaré a Grecia! —propuso con imprudencia. Ella lo miró con asombro—. Te llevaré donde quieras, te daré todo...

—¿Ah, sí? —inquirió aproximándose. Él asintió de inmediato.

—Elígeme a mí y... —Ella lo miró estrechamente y él, no supo por qué, pero se ruborizó—, lo que desees es tuyo. Descenderé al infierno por ti.

—Vaya, profesor. Debo admitir que me confundes —comentó posicionándose cerca—. Siéntate —ordenó, señalándole el sillón tras el escritorio. Anthony tragó con dificultad y, sin apartar los ojos de ella, obedeció.

Theodora se situó parada entre sus piernas y, reclinándose, tomó el respaldo del sillón logrando que él contuviera la respiración. Estaban a una pulgada de distancia y la joven se deleitó con su aroma mentolado que con tanto anhelo lo pensaba.

Anthony sentía el cuerpo arder por la fuerza imperativamente animal que le ordenaba tomarla y hacerla suya en ese momento. Contempló obnubilado esos carnosos labios coloreados y, ya sudoroso, se la imaginó gritando su nombre mientras se enterraba en ella con ahínco. De inmediato la apresó de la diminuta cintura marcada por su elegante vestimenta que a él solo lo excitaba más, pero solo logró que ella se apartara fuera de su alcance.

—Manos quietas, licenciado —dijo haciéndolo fruncir el cejo frustrado.

—Definitivamente, has venido a castigarme —clamó con la mandíbula tensionada y apresando con fuerza el apoyabrazos.

Theodora lo tomó del mentón y, mordiéndose el labio, lo examinó lascivamente satisfecha de percatarse que presentaba una erección.

—Eres tan sexual y bello —confesó con media sonrisa y él se ruborizó por su comentario inesperado—. Dijiste que me darías todo lo que quisiera, ¿cierto? —susurró acariciándole el cuello haciéndolo respirar con dificultad. El licenciado tragó y asintió perdido en sus ojos azules—. ¿Y qué pasa si te digo que quiero que me lo hagas ahora?

Anthony la observó asombrado, pero luego una expresión determinada surcó sus facciones. Theodora aguardó una exclamación cuando sus fuertes manos la tomaron de la cintura atrayéndola a su cuerpo y, quedando sentada en sus piernas, él se apresuró en besarla en el cuello mientras le acariciaba la silueta.

—¿Sabes, profesor? —Comenzó en medio de gemidos sosteniéndose de sus anchos hombros a la vez que reclinaba la cabeza para darle mayor acceso—: No me gusta compartir —espetó apartándose con la respiración alborotada. La joven estaba segura de que presentaba un rubor evidente. Él la miró confundido y reacio.

—Y-yo n-no...

—Shhh —silenció llevando el dedo a sus carnosos labios—. Esta mañana tuve que soportar como esa morena coqueteaba contigo. Dime algo, ¿se te tiró? —inquirió. El rubor de él fue toda la confirmación que necesitó y tomándose con fuerza de sus hombros, se reclinó para susurrarle al oído—: ¿Le dejaste en claro que tienes dueña? ­—La joven sonrió gustosa al oírlo gemir y, decidida a enloquecerlo, lamió su cuello haciéndolo jadear sintiendo cómo sus grandes manos la apretaban fuerte del trasero—. ¿Se lo dijiste?

—N-no ­—confesó. Ella se apartó y tomándolo nuevamente del mentón, susurró:

—Mal hecho. —Y lamió la comisura de su boca haciéndolo proferir un gemido tan sexual que el ambiente se caldeó—. Detesto compartir, Anthony, y no pienso tolerar que nadie se te acerque con intenciones.

—Ju-juro que nada pasó, cariño —susurró avergonzado en tono de súplica—. Es una colega —explicó—, so-solo eso. —Theodora estrechó los ojos. Le creía, pero de todos modos él debía antes proclamarse suyo.

—Como digas, de todos modos, me dejaste en claro que terminabas conmigo —dijo poniéndose de pie—. Debo irme. —Pero Anthony la apresó con delicadeza atrayéndola a él.

—No te terminé, jamás podría hacer eso. Quédate —pidió con anhelo—, no vayas.

—¿Acaso piensas seguir jugando conmigo, profesor? —susurró

—N-no. Nunca jugué contigo, cariño. Te a-amo.

—En breve debes empezar, será mejor que me vaya. —Theodora, feliz de haber obtenido semejante resultado, trató de mantenerse imperturbable a su declaración.

—Quédate y luego vayamos a cenar. Elígeme a mí, por favor... —pidió con un tono de súplica. La joven lo miró altanera, no entendiendo su cambio brusco de parecer.

—No podemos ir a ningún lado, es un riesgo. ¿Y ahora por qué tan decidido? Hace unos días me pedías años y ahora...

—Vayamos a Dayton o Chicago... A Grecia. ¡Donde tú quieras! Y ya no quiero esos años, lamento haberlo sugerido... Te quiero ahora —enfatizó.

­—Veremos, licenciado —susurró depositándole un beso en la mejilla para luego retirarse.

La joven se largó de la oficina sorprendiéndose al encontrarse la sala ahora atestada; con prisa se refugió en el almacén de periódicos y archivos de acceso público de la ciudad. Se llevó una mano al pecho y expulsó el suspiro tembloroso que estaba ahogándola. Quiso gritar eufórica por semejante victoria y se preguntó qué iba a hacer ahora que obtuvo lo que quería de él. Sin duda, estar enamoradas lleva a las personas cometer actos irrisorios y fuera de normalidad. Estaba exultante por tenerlo a su merced y vislumbró varias posibilidades esa noche.

Estuvo por mucho tiempo encerrada en aquel habitáculo intentando encontrar cordura, pero al no hallarla y solo conjeturar más desvaríos que certezas, reacomodó su apariencia y volvió otra vez al auditorio esperando encontrarse con un sensual licenciado. Nuevas ansias nacieron al percatarse que sería la primera vez que lo presenciaría dar una especie de clase.

—Creo que todos necesitamos unos minutos. —Escuchó su voz profunda por los altavoces y las risas en la sala se hicieron presente. Theodora, extremadamente curiosa, abrió con cuidado las puertas y, sigilosa, se posicionó en una de las últimas filas del ala derecha entendiendo que allí se ubicaban los estudiantes o personas no pertenecientes al cuerpo académico.

La joven se preguntó qué era tan gracioso, pues solo se veía el título de la disertación en las pantallas. Verlo a él le resultó fascinante, ya que estaba extremadamente atractivo vistiendo todo de negro con el cabello alborotado y los anteojos que llevaba puesto. Parecía relajado, pero la joven notó por el modo en que tomaba el micrófono que estaba ansioso. No corrió la mirada de él esperando no perderse absolutamente nada que dijera.

—Lo que verán a continuación —dijo apretando un botón de un control remoto, lo que hizo que apareciera un tríptico de una pintura sublime que a Theodora maravilló—. Son representaciones de cómo el arte ha, en cierta forma, trasmutado el concepto. Facilitaré el archivo, tranquilos —dijo riendo cuando una gran mayoría de estudiantes comenzó a murmurar.

Todos exclamaron aliviados y se sorprendió al hacerlo ella también, como si fuera parte de la clase; la joven frunció el cejo por eso. Varias imágenes comenzaron a pasar y Theodora no podía dejar de alternar la mirada de la pantalla y de él.

—Como verán, las pinturas buscarán encontrar la impronta de la conciencia, aun en el matiz religioso. —Continuó mientras comenzó a caminar por el pasillo que había en el medio del recinto. La joven, al ver que se acercaba a donde ella estaba, procuró fingir calma y mantenerse serena, pero lo cierto es que ardía por él y sus reacciones corporales eran muy evidentes, solo esperaba que las personas a su alrededor no se dieran cuenta—. Los artistas, según en la época en que se encontraban, han dejado la huella de... —Theodora soltó un suspiro y cerró los ojos cuando él se detuvo, al fin se atrevió a mirarlo y al notar que la contemplaba asombrado le hizo una señal para que continuara porque varios presentes comenzaron a murmurar y mirar a ambos. Anthony carraspeó y se aflojó el nudo de la corbata para luego continuar con su andar, agradeció que el lapsus fuera de tan solo segundos—... de cómo se percibía la locura— dijo finalmente con la voz afectada.

La joven se maldijo por haber interrumpido así en su clase y se preguntó si no era mejor irse, pero necesitaba oírlo y luego estar con él, además que le estaba interesando sobremanera el tema.

—En Historia de la locura en la época clásica, Foucault hace un recorrido preponderante, deteniéndose de manera minuciosa en los términos y relaciones de encierro y poder. Buscará plasmar con maestría minuciosa las irregularidades que ocurrieron en la historicidad para objetivar y subyugar el concepto de locura. Es decir, nos va a mostrar cómo se articulan a lo largo de la historia discursos diferentes sobre la locura con prácticas de encierro, de exclusión y que las concepciones de la locura cambian; para ello va a periodizar tres tiempos y tres modos de conceptualizarla. —Theodora observó como todos tomaban notas con determinación y empeño y Anthony continuaba paseándose mientras hablaba con esa voz majestuosa que tanto amaba.

» En un primer momento, a fines de la edad media, hubo una experiencia trágica de la locura que deriva de la postulación trágica del hombre. La locura era relacionado con lo sagrado, tenía un tinte religioso referenciados con figuras de otro mundo. Pero es en esa religiosidad que el loco es asociado a un saber oscuro, diabólico —manifestó señalando la pantalla con el visor para apretar un botón y hacer aparecer una imagen de lo más trágica.

» La concepción va a cambiar y es cuando comienza en el siglo XVII la práctica del encierro —dijo presionando nuevamente el botón, donde una pintura asemejada a una fotografía denotaba a un ser humano en deplorables condiciones tras unas rejas en un ambiente oscuro y decadente—. Si bien no se considera una amenaza ese otro, sí es necesario apartarlo de la sociedad y cultura preponderante. Comienza, entonces, un encierro masivo, porque la suerte de vagabundos, criminales, desocupados, prostitutas, locos, pobres y otros que se consideraban "desechos" eran sometidos al encierro en los grandes internados sin tener nada que ver con lo médico sino más bien a una instancia de ordenamiento vinculada con la justicia burguesa.

» Es en el siglo XVIII cuando se inserta un miedo colectivo al loco, no solo porque deviene el encierro, sino que también porque se lo considera un mal que es contagioso. Un mal que puede transmutarse por las calles y por el aire contagiando a la sociedad, queja que se arraigó y repercutió tanto que comienza una persecución hacia la locura. Este miedo a la locura es muy importante subrayar porque de aquí se la comienza a vincular con la sociedad y como producto cultural; es decir que, elementos mismos del medio social conducen a la locura y esto se entiende por un exceso de libertad, por el fanatismo religioso o en el estudio mismo de entenderla.

» Al comenzar el siglo XIX, se evalúa que los criminales y los dementes no podían compartir el mismo espacio. Y esta conclusión no fue desarrollada por el interés del bienestar del loco, sino que es en respuesta a las revueltas que se sucedían en las diversas instituciones. Los locos no son más que un mal ejemplo para aquellos descarriados de moral, no se los consideran personas capaces de recuperarse, es entonces que sucede otra exclusión y encierro general: los asilos. Allí solo estarán los irracionales para que no puedan alentar desórdenes, revueltas y trastornos en los demás excluidos: locos por un lado, criminales por otro. Es aquí donde se produce otro tipo de encierro, el encierro de la conciencia.

—El profesor puede encerrarme todo lo que quiera —dijo una joven a una compañera, cerca de Theodora. Ambas estallaron en risillas y la pelirroja en celos al percatarse que era obvio que él iba a tener a muchas personas pendientes de su irremediable atractivo.

—Es increíble que un profesor pueda estar tan bueno, ni siquiera quedan cupos en sus clases —murmuró la otra.

—¿Pero estás oyendo? Deberían dejarlo a él a cargo de las cátedras, son dinámicas y siempre presenta ponencias.

—Además de que está buenísimo.

—Podríamos decir, entonces, que la categoría locura deriva de la pérdida de facultades encajonadas en la razón. —Continuó Anthony—. Este último término, discutido a lo largo de la historia por diversos académicos, es institutivo de múltiples teorías, sobre todo, filosóficas que hasta el día de hoy es cuna, vértice o eje erigido de la coherencia interna y, por lo tanto, de la racionalidad.

» Por otra parte, si partimos de esta suerte de preliminar de la razón como base de la cultura, nos encontramos con que la sociedad está en completa búsqueda para compartir en espacios comunes de lo que por cultura se entiende, demarcando, de este modo, límites que esperan encerrar desviaciones incongruentes que no se compartan. Claro está, que estos límites son rebasados, creando así no solo conflictos, enriquecimiento en la conciencia y amplitud en la razón, sino que también, exclusión.

» En esa brecha fina, pero claramente demarcada, se encuentran lo que la sociedad moderna va a denominar como loco. Loco es aquel que no hace distinción entre lo aceptado como lógico y razonable para las culturas. El loco es otro. Sin saber que ser otro, es, trágicamente, una de las causas de la exclusión. Esa otredad es condena para el "regulado" funcionamiento social, se va a buscar desde la antropología que exista una coexistencia: la igualdad dependiendo de la diferencia y a la inversa. Esa otredad intenta ser asumido como una consecuencia de la cultura, por lo tanto, debe ser incluyente asumiéndonos como parte o propio, pero con la brecha bien sostenida de esos límites.

»El otro, nosotros, somos resultado de la cultura. En consecuencia, ese otro excluido, aún sin pretensión, es también nosotros. ¿Qué merezco que me pase por ser de este modo? Pregunta Socrática donde la respuesta fue la ejecución. Sin detenernos en este trágico resultado, llevado a la actualidad, hay un resultante que engloba, de cierto modo, esta suerte. No habrá ejecución, pero sí encierro y exclusión. Exclusión incluyente. Ambigüedad unilateral, donde la metáfora abarca sola.

»Considerando los términos patológicos y estudios que especialistas realizan de manera continua, hay que también considerar que enloquecemos social y culturalmente. La locura va a ser asignada de acuerdo a lo establecido como "normal" y "anormal" al no tener cómo enunciar algo que encaje en los términos y concepciones de "bien" o de "mal".

»Es decir, que esto va a depender de lo patológico y lo biogenético del hombre, pero también de qué conductas y expectativas se tienen fijas para que ese hombre actúe de acuerdo a lo que la sociedad establece, y ese establecimiento no puede ser dado de otro modo que deviniendo de la cultura. La locura va a necesitar siempre de un análisis histórico, social y cultural, además del científico. Entonces nos podemos preguntar: ¿Qué sucede cuando es la misma sociedad y cultura lo que produce ese estado de incoherencia? ¿Podemos hablar de la locura en términos individualistas? ¿O debemos afirmar que enloquecemos porque la sociedad así lo designa?

»Nos enfrentamos al "ser" social de la locura, donde los límites de lo "adecuado" se infringen y es en los márgenes culturales donde la locura queda arraigada. Y, a su vez, es desde la misma cultura que tratamos de comprender a la locura. Es una metamorfosis constante que responde a los límites que cada cultura marca en las fronteras de su normalidad.

»¿Se escucha el delirio? ¿Somos todos, a veces, delirantes y excluidos? ¿Hay una otredad en nosotros? En esta posmodernidad, contemporaneidad o modernidad, de acuerdo a cómo quieran posicionarse, hay un desplazamiento eficiente con una búsqueda de individualizar no solo cuerpos, sino que también sentires, pensares y la consciencia. —Anthony se paró frente al estrado e hizo una breve inclinación de cabeza—. Muchas gracias por tan grato auditorio.

Hubo un silencio contundente en donde luego devinieron los aplausos e, incluso, vitoreó. Theodora no solo aplaudió con énfasis, sino que limpió una lágrima que se fugó sin que ella se percatara. Pronto Anthony fue acechado por una multitud de personas y la joven lo perdió de vista. Una mujer con micrófono en mano pidió orden y silencio en la sala de conferencia, pero los jóvenes estaban extremadamente ansiosos y eufóricos como para hacer caso.

—Licenciado —pidió la mujer con voz enfadosa en el micrófono—, pídale a sus estudiantes que aguarden en sus asientos. Estamos disertando, ¿o usted no explica los protocolos? —Theodora sonrió al escuchar el regaño que le dieron y como los jóvenes comenzaron a apartarse enfurruñados para tomar nuevamente sus asientos.

—Ya oyeron, jóvenes. A sus lugares.

—Bueno, considerando que los iniciados han hecho ya sus preguntas —dijo la mujer mirando el ala derecha de la sala con cara enfadosa—. Señores, ¿alguna cuestión? —Theodora sonrió al ver a Anthony con la cabeza baja, sonriendo y las manos cruzadas al frente.

—Aquí —dijo un hombre poniéndose de pie—. Noto su perspectiva pedagógica en su discurso, ¿cree que es conveniente teniendo en cuenta que los estudiantes no serán docentes sino, que, quizá, críticos de arte?

—Por supuesto. La pedagogía se encuentra en todas partes y el sentido crítico del discurso soslayó más que el sentido pedagógico. Al menos los estudiantes sí lo inquirieron —dijo mirándolos con afecto, llevándose nuevos aplausos y un nuevo reto de la rectora—. La pedagogía es reflexionar sobre un hecho educativo, no veo el error en entender que la consciencia y la cultura son productos de la educación.

Se hicieron unas cuantas preguntas más que buscaban incomodar a Anthony, pero él se limitaba a responder seguro y educadamente. Todos los jóvenes aún apuntaban todo lo que se iba diciendo. Cuando las preguntas terminaron, se dio por terminada la conferencia y se los invitó a otra dictada por una profesora, pero Theodora ya no escuchó porque estaba buscando a Anthony, quien, a su vez, la buscaba a ella.

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