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XXI

Los acontecimientos reales comenzaron a acaecer esa misma mañana. Theodora, luego de haber pasado una mágica velada con su amado, había olvidado incluso las preocupaciones implícitas. La habilidad de Anthony para asegurarle bienestar, confort y armonía solo repercutía en la joven de manera violenta, transgrediendo sus barreras y acallando cualquier signo de rechazo que antes se manifestaba. Esa habilidad tendría consecuencias, no tanto por los acontecimientos sino para el cúmulo de sentimientos que Theodora estaba vivenciando y de los cuales había sido lo suficientemente incauta para darle prioridad y no a su racionalidad.

Se había descubierto melosa con Anthony, incapaz de apartar sus manos de las suyas ni de correr la mirada de su infinita amabilidad. Y él, ante la dicha que significaba estar en contacto con ella, disfrutó cada minuto con voracidad y admiración.

Anthony no estaba preparado para desprenderse de ella de manera tan brutal, sobre todo por factores externos. El licenciado se había figurado ya varias hipótesis en cuanto a la relación que pretendía con Theodora y que eso se hiciera añicos en cuestión de horas, lo llevó a cuestionarse acerca de su capacidad para encontrarse correcto o apto.

Esa mañana de domingo Theodora estuvo inquieta, pero era a causa de su trabajo al cual le debía una responsabilidad inmerecida.

—¿Ni siquiera lo has considerado? —había mascullado el licenciado adormilado con la cabeza hundida en la almohada.

Anthony hacía rato que estaba tratando de entender por qué su musa se negaba a cambiar de empleo, pero sus respuestas esquivas solo lo confundían más y le complicaban la tarea de interpretarla.

­—Sí, pero ya ves que me he quedado aquí —había dicho ella recogiendo el tiradero de ropa que era la habitación de Anthony para luego sumergirse una vez más en el aseo. Cuando Anthony escuchó la ducha, se había levantado totalmente adormilado para prepararle el desayuno.

Si fuera por él, Theodora no trabajaría más, pero era lo suficientemente cauto para ni siquiera planteárselo. Aun así, le molestaba a gran medida que ella tuviera que derrochar sus habilidades en un sitio donde claramente la explotaban.

Había escuchado a su musa murmurar una sarta de improperios cuando salió del aseo y él, frunciendo el cejo, se revolvió el cabello preguntándose por qué era tan terca.

—Me voy —exclamó tomando su mochila de manera apresurada—. Hablamos luego, ¿de acuerdo?

Anthony reparó en ella que se había alzado el cabello rojo humedecido en lo alto de su cabeza y que se había enfundado su camiseta negra.

—Aguarda, cariño. Vendrán a traer un paquete para ti —señaló caminando tras ella con un vaso de licuado de frutas—. Y no has desayunado...

—No pedí nada y llego tarde —dijo poniéndose de puntillas para besarle la mejilla y tomar el vaso que aún tenía en sus manos para beber un gran trago.

—Te llevaré.

—¿Acaso no tienes esa reunión importante? —preguntó acomodándole el cuello de la camisa.

—Sí, pero más tarde —susurró ruborizado por su atención.

—En ese caso vamos. En veinte minutos entro, no puedo llegar tarde.

—Es domingo, Theodora. Deberías estar descansando.

—Podría decir lo mismo —puntualizó saliendo del departamento. Anthony había soltado un suspiro mientras tomaba las llaves de su coche para seguirla.

Theodora, sabiendo que portaba unas ojeras pronunciadas debido a la intensa actividad del día anterior, se había colocado los lentes oscuros en cuanto salieron al exterior. Su licenciado le cedió las llaves del coche que ya se encontraba aparcado frente a ellos y, pidiéndole unos minutos, cruzó la avenida a paso apresurado hacia la farmacia. Frunciendo el cejo, la joven se dedicó a esperarlo en el interior del vehículo y no tuvo que darle mucha oportunidad de desvarío a su mente porque su amado había regresado prácticamente de inmediato tendiéndole una pequeña caja.

—Lo siento, pero ayer no fui responsable —aclaró. Theodora reconoció la píldora de emergencia y un fiero rubor copó sus mejillas.

—Fue mi culpa —susurró tomando la píldora y él de inmediato le tendió un botellín de agua—. Comenzaré con algún anticonceptivo —dijo preguntándose cuál opción sería la adecuada para ella.

—No te preocupes por eso, cariño. Yo me cuidaré —comentó guiando el vehículo por las calles poco transitadas.

—Creo que el uso de condón no será suficiente —murmuró avergonzada.

—Me refiero a la píldora. Aún no la lanzan al mercado, pero puedo conseguirla. O puedo hacerme la vasectomía.

—Pero ¿qué dices, Anthony? Además, ¿sabes todos los riesgos?

—Son tan riesgosos como para ti, cariño. Prefiero ser yo quien asuma las consecuencias. Tú no te preocupes, demasiado que debas ingerir eso —dijo señalando el empaque vacío—. Y con respecto a la vasectomía, es reversible.

Theodora había fruncido el cejo preguntándose si Anthony le hablaba en serio, pero sabiendo que era decisión de él qué hacer con su cuerpo, no emitió juicio alguno.

—Lo que decidas estará bien, lo importante es que te sientas cómodo y seguro. Por otra parte, no me molesta tomar algún anticonceptivo.

—Sé que no —dijo seguro mirándola con una sonrisa ladeada—. Pero ustedes, las mujeres, siempre deben someterse a todo tipo de riesgos que alteran sus hormonas. Asumiré la responsabilidad porque así lo deseo y porque no quiero que te veas afectada ni siquiera mínimamente por la ingesta o intervención de nada. ¿Está bien?

—Sí, me convenciste —acordó riendo.

Anthony había llegado más rápido de lo previsto y, con desazón, la contempló tratando de dejar en su memoria la agudeza de que sus sentimientos eran, sin lugar a dudas, inmensurables.

—Supongo que no te veré...

—Hasta el próximo fin de semana —susurró ella acariciándole la mejilla—. Te llamaré a diario.

—¿Irás a hablar con Bernard? —inquirió tanteando la última posibilidad para que cambie de empleo.

—Como quieras —acordó luego de soltar un suspiro—. Eres insistente, pero te advierto que no tengo esperanzas, tú tampoco deberías tenerlas.

—Confío en su buen juicio —enfatizó mirándola de lado.

—Eso dices porque eres testarudo —puntualizó acercándose para plantarle un rápido beso y marcharse.

—Lo digo porque eres brillante —había murmurado observándola ingresar con prisa al bar.

Y para Anthony todo estaba resultando perfecto, parecía que nada podía interponerse entre él y su buen estado de grandilocuencia con que observaba la vida ahora que Theodora era parte de ella. Estaba empeñado en amarla demostrándole todo el afecto el cual le arrebataron; pero él estaba tan cegado en admirarla que ignoró varios detalles que Theodora fue demostrando.

El licenciado en letras, ya en el edificio de su empresa, tenía en sus manos un documento que Marcus con insistencia le pedía que lo leyera. Con recelo lo observó, pero, restándole importancia al asunto porque lo abrumaban las consecuencias de un futuro económico riesgoso, soltó el archivo en su escritorio tomando el teléfono para marcar a su secretaria y encomendarle la simple tarea de al fin informarle qué oficina ocuparía.

—¿No piensas leerlo? —inquirió Marcus alarmado en cuanto Anthony colgó el auricular. Este lo miró y llevándose la mano a la frente se la restregó tratando de hallar la paciencia.

—Entiendo que no tiene nada que ver con la reunión de ahora.

—No, pero...

—Entonces —interrumpió—, luego.

Marcus tuvo que armarse de una paciencia que no tenía y, tremendamente enfurecido por su despreocupación ante la urgencia de su pedido, se guardó los reproches para cuando Anthony fuera en su busca por consuelo.

El moreno contempló a su amado que, con rigurosidad, firmaba todos los pendientes que en sus muchas horas de ausencia dejó de lado por estar más preocupado en lo que hacía una jovencita. Aunque tratando de contener, también, la euforia cuando al fin Anthony se desasiera de ella, se trazó un plan meticuloso para alcanzar su amor romántico.

Marcus lo había visto como contemplaba a la pelirroja y una ira aparejada con la envidia corroía en lo más profundo de su ser propagándose al exterior. Melissa le había aconsejado que se distanciara y se tomara un tiempo, pero él no se daría por vencido, mucho menos al tener ahora la prueba de sus sospechas y que ahora su amado ignoraba.

Cuando el moreno escuchó el suspiro agotado de él, se apartó del ventanal para observarlo. Anthony tenía la manía de morder las patillas de sus anteojos cuando algo lo preocupaba y cuando se percató que analizaba el declive de personal del mes, tragó con fuerza sabiendo de un nuevo pleito.

—¿Qué significa esto? —inquirió sin mirarlo, pero, a la vez, hojeando el documento. Marcus aprovechó su pregunta abierta para acercarse a él. Se reclinó fingiendo que leía, pero lo cierto era que estaba pendiente al aroma que su cuerpo despedía. Era lo que más lo excitaba de él.

—Era inevitable —susurró apartándose antes que sus pensamientos tomaran control de su cuerpo.

—¿Inevitable? —profirió alarmado. Marcus le arqueó la ceja y, empecinado en hacerlo desquiciar, solo asintió.

Anthony cerró la boca, frunció aún más el cejo y se ruborizó redirigiendo la mirada otra vez al documento, signos de que estaba furioso, pero era demasiado amable para cederle lugar a las palabras que seguramente su mente estaba proclamando, pensó Marcus.

—Fueron solo cincuenta, no es un gran número.

—¿Hablas de números? —susurró con la mandíbula tensionada.

—Oye —dijo levantando las palmas sabiendo que se había pasado—. Debes pensarlo en términos economistas. Significaba un declive, el recorte era necesario. El servicio ya no era factible y, evidentemente, no los han podido reubicar.

—Comunícame con la oficina de California, ahora.

—Anthony...

—Dije ahora. —El licenciado estaba enfurecido y no iba a permitir que tomaran decisiones tan importantes sin antes consultarle.

—Anthony, escúchame primero —pidió Marcus sentándose frente a él. Buscó su mirada reacia y cuando al fin asintió, cuidó muy bien sus palabras—: Sabes que es innecesario que te encargues del manejo de cada una de las sedes. Es imposible y absurdo. Confía en el gerente general, él sabe qué hacer. Si ha detectado un declive en la demanda es imperativo reducir personal, es economía básica, viejo.

—¿Terminaste? —Marcus rodó los ojos y haciendo un gesto se negó a hacer lo que demandaba—. Si al menos ese estirado se contuviera en derrochar las acciones en empresas no rentables, no estaríamos con estas consecuencias absurdas y esas cincuenta personas tendrían su empleo. Si hay que hacer un recorte de personal, quienes serán despedidos será él junto a su equipo.

—No lo dices en serio, ¿verdad?

—Comunícame con California —demandó.

—¡No te comunicaré con ellos! ¡Lo que dices es una locura! ¡No puedes simplemente despedirlo!

—No quiero ejercer mi dominio, pero no me dejas opción: el dueño soy yo y se hará lo que diga.

—Te comportas como un dictador y un caprichoso. Aunque siempre lo fuiste —murmuró.

—¿Disculpa?

—¡Lo que dices es impensable! ¿Despedir a un maldito gerente por cincuenta personas que seguramente no son más que barrenderos o mucamas, que ni siquiera conoces y, que además, no es tu problema? ¿Acaso estás demente, drogado o la chiquilla te alteró el juicio?

Anthony se recostó sobre el sillón y, arrojando el documento de manera despreciativa, lo miró estrechamente. Marcus, por su parte, masculló una maldición al saber que él lo castigaría porque el maldito tenía la facilidad de hacer sentir mal a las personas cuando decían algo fuera de lugar según la percepción de él.

—Consigue la información de cada una de esas personas y te encargarás personalmente de llamarlos esta noche disculpándote en nombre de la empresa, ofreciéndole nuevamente el puesto y reintegrándole una suma que discutiré con los contadores de California por los daños emocionales.

—Estás demente. No hay duda.

—Al final de la semana, quiero el reporte del reingreso a la actividad de cada uno de los damnificados. ¿Fui claro?

—Sí, Anthony. Fuiste demasiado claro. ¿Puedo hacerte una observación?

—No. Ahora vamos, que Jack nos espera —espetó levantándose. Pero Marcus exclamó una carcajada amándolo aún más para luego agregar:

—Y supongo que será la misma discusión, pero magnánima, ya que hablaremos de cientos de empleados —dijo tras él.

Por otra parte, sumergida en una pila de trastes sucios, se encontraba Theodora que, murmurando, despotricaba palabras cargadas de ira por tener que estar haciendo trabajo extra. Su compañera había renunciado y la consecuencia fue la sobrecarga inhumana de trabajo. Agotada, se quejó apoyándose contra la fría pared esperando que alguien, quien sea, fuera en su ayuda.

Steve se encontraba en la barra despachando y cobrando, y ella no solo prácticamente debía correr por todo el bar, sino que ser lo suficientemente cuidadosa para no ejecutar algún tipo de mala maniobra que la haría terminar en un desastre.

Maldiciendo para sus adentros, tuvo que aceptar que Anthony y Ryan tenía razón. Si quería avanzar, debía cambiar de empleo y la sugerencia del licenciado tal vez no era tan descabellada, pensaba. Esa misma semana lo solucionaría, no creía poder soportar más; pero se debía, más que nada, al escaso tiempo que le restaba para hacer algo de su interés. Se la pasaba todo el tiempo trabajando o en el colegio.

—Mañana a las diez —espetó Steve recolectando unos dólares para pagarle a Theodora.

La joven, que había acabado de fregar el piso, se dejó caer extenuada sentada en la banqueta y la frente apoyada en la barra. Al escucharlo frunció el cejo, pero su fuerza de voluntad era nula para protestar con ahínco.

—Vamos, viejo, sabes que por la mañana no puedo.

—Es hasta que consiga a alguien más.

—Lo entiendo, pero no puedo permitirme más ausencias al colegio. Vendré al mismo horario de siempre —murmuró.

—Roja, los horarios los pongo yo. Si no vienes a esa hora, ya no vengas —dijo extendiéndole unos dólares.

Theodora, ruborizada por haberse atrevido a querer pasar encima de él, se limitó a asentir murmurando unas disculpas y tomó sin verificar el dinero que le tendía.

Desanimada salió del bar y la noche, con su brisa fresca, acarició su piel haciéndola estremecer. Recogió su móvil y asombrada verificó que había más de veinte llamadas perdidas de Ryan, mensajes de voz y de texto. Extremadamente preocupada, comenzó a correr hacia el departamento mientras le marcaba y fue casi al instante que respondió.

—¡¿Estás bien?! —gritó acelerando el paso.

—¡Acaba de irse una maldita pandilla de abogados! ¡Estás en serios problemas, Theodora! ¡Si vas a prisión, procura llevar loción!

—¡¿De qué mierda hablas?! —gritó asustada, deteniéndose abruptamente.

—¡De Anthony! ¡Me hicieron firmar un montón de papeles! ¡Ven rápido!

—¡Carajo! —profirió figurándose el desastre.

Cuando llegó al edificio, su amigo estaba sentado fuera en la escalera. No solo se lo notaba nervioso, sino que era obvio que fue interrumpido de su sueño.

Ryan, al verla, dejó florecer la rabia y se apresuró a encararla tendiéndole una carpeta de la copia con todos los documentos que le hicieron firmar. El joven estaba asustado, y a pasar de que siempre tomaba los hechos de manera despreocupada, no pudo pasar por alto la importancia de que cuatro abogados con impolutos trajes, maletines y una seriedad inhumana abordaran su hogar para comenzar una serie de cuestionamientos que no solo lo asustaron sino que lo intimidaron.

—¡¿Qué hiciste, Theodora?! —preguntó en cuanto ella se acercó. El rubio prácticamente la obligó a que tomará el archivo, pero ella lo miraba desencajada y anonadada—. Estamos en serios problemas...

—Esto es mi culpa —susurró la joven con lágrimas en los ojos. Tomó nuevamente su móvil y marcó al licenciado, pero este la envió al buzón de inmediato. Al parecer había apagado su teléfono.

—¡Por supuesto que lo es! Debiste ser sincera, Anthony ya sabe todo. Nos destrozará, Theodora. Nos enviará a prisión... O enviará a matarnos...

—¡Ay, por favor, Ryan! ¡Deja de decir estupideces! —gritó histérica para luego subir las escaleras para así entrar al departamento.

—¿¡Y qué demonios significó todos esos abogados que envió!? ¡Ni siquiera fue en un horario normal! ¡Creo que no nos asesinaron porque tú no estabas! ¡Si vinieron a media noche es porque claramente no tenían buenas intenciones!

—¡Ya, Ryan! —gritó dándose la vuelta alarmada. Su amigo estaba asustado y era por su culpa. Pero solo pensar que Anthony sería capaz de enviar a alguien para asesinarlos era una locura sin precedentes—. Vamos a calmarnos y a pensar con raciocinio.

—¡Tú pensarás! ¡Yo me largo al taller! Deberías hacer lo mismo... aquí no estamos a salvo.

—¿En serio crees que les será difícil encontrarte si lo que quieren es asesinarte? Deja de decir idioteces y cuéntame qué pasó exactamente —pidió ocupando una de las sillas. Ryan, luego de lanzar un suspiro dramático y maldecir estrepitosamente, tomó asiento para informarle los hechos.

Theodora dejó de escuchar su parloteo sin sentido luego de diez minutos donde comenzó a contarle qué había cenado y justificando su elección. La joven sabía que no lo hacía a propósito y que debió ser específica al pedirle que le contara exactamente todo. Soltando un suspiro, pero asintiendo mientras él gesticulaba enumerando cada minuto de su accionar, tomó el archivo y comenzó a leer los documentos que su amigo firmó.

La pelirroja arqueó las cejas estupefacta al leer que Anthony no solo era rico, sino que millonario y que cada una de las especificaciones redactadas y que su amigo firmó era que guardaría silencio confidencial acerca de la relación amistosa que mantuvo con el empresario Anthony S. Lemacks MacLeòîd.

—Tomaré tu laptop —susurró con el corazón latiéndole a prisa. Ryan asintió, pero ni se inmutó porque continuó en su parloteo siguiéndola por todo el departamento.

Pero, Theodora, necesitaba antes de dar lugar a la furia, corroborar lo que su sapiencia le alarmaba como cierto. Con templanza encendió la laptop y, esperando que se configure, se dedicó a preparar café. Ryan ahora le hablaba de cuanto le había costado conciliar el sueño y las cosas que tuvo que hacer para lograr dormirse.

—¿Escuchaste el apellido MacLeòîd? —susurró. Ryan la miró arqueando una ceja, enfadado por su interrupción.

—¿Quién no?

—¿Y qué es lo que sabes? —preguntó sosteniéndose de la encimera.

—Que prácticamente esa familia es dueña de todos los condominios. ¿Tienes que hacer un trabajo de ellos? Porque no entiendo la maldita pregunta. ¿Podrías concentrarte en lo importante?

—S-sí. Lo siento —masculló.

Ryan bufó negando y retomó su historia en donde había quedado. Theodora, no escuchándolo, sirvió café y se dirigió a la laptop que estaba en reposo a la espera de ser la generadora de descubrimientos. Tecleó con determinación el nombre completo del licenciado en el buscador y, recostándose en el respaldo de la silla, bebió la infusión con rabia planeando cómo vengarse del maldito, engreído y mentiroso hombre que la pantalla lo mostraba tan hermoso como ella lo conoció.

—Ahí lo tienes. Por eso vinieron todos esos putos abogados —musitó. Ryan, frunciendo el cejo, se asomó a la pantalla para luego inspirar bruscamente.

—¿¡Te acostaste con el empresario más codiciado de Cincinnati!? ¡¿Soy el amigo de Anthony MacLeòîd?! —gritó haciéndola sobresaltar—. ¡Oh, por Dios! ¡Esto es jodidamente genial! ¡Le pediré un Lamborghini!

—¡¿Podrías cerrar la puta boca y entender lo que pasa aquí?! ¡Nos mintió!

—Y nosotros a él —señaló el rubio mirándola confundido.

—Mentir con la edad no es equivalente a esto... Es... ¡Es inhumano!

—Theodora, deja el drama una vez en tu vida. Leamos esos putos documentos y veamos qué tan jodidos estamos.

—Habla por ti —aclaró—. Yo no fui tan necia al firmar algo.

—¿Estás diciendo que no tendré mi Lamborghini? —inquirió preocupado.

—¡Dios! No entiendo cómo carajos soy tu amiga —exclamó Theodora frustrada. 

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