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III

En cuanto aprendiera a silenciar, era cuando comprendería lo inadmisible de los días. El silencio, ese villano voluptuoso y ágil, había llegado a las tardes de Theodora e incapaz estaba en ella el poder soportarlo. Era por ello que se dedicó a buscar música, en especial la que tanto añoró, durante esas semanas sinuosas.

Lo ilógico estaba en aceptar que no había vaivén ni lágrimas ni circunstancias. El silencio daba esa tregua resultante, pero, contrario a lo que esperaba, nada codiciable. La joven no quería ni necesitaba el silencio y no se refería a la definición colectiva que todos entienden. Aquello se manifestó cuando tuvo la fortuna de conocer algo etéreo y que luego no habitó. Fue entonces que devino ese silencio: tortuoso y poderoso, carcelario y aclarador, hereje y gentil.

Se presentó con la misma manía del juez glotón a la espera de los culpados: era precisamente necesario que exista, pero no que se excediera. Los excesos era un continuo en la vida de Theodora; los había por doquier y cada uno de ellos tenían un mismo y claro objetivo: neutralizarla.

Pero la joven, aun sabiéndose vencida, estaba todo el tiempo rivalizando. Creía que esa cualidad era para la calma de poder decir y en realidad pensar "al menos lo intenté". Aunque ese al menos estaba bastante limitado por esa incapacidad que ella se creía portadora. Era por ello que Theodora era una contradicción constante: no podía decidirse, no podía siquiera vislumbrar algo más verdadero, no podía entender las peculiaridades y su realidad.

Visualizando, entonces, que estaba fuera de cierta reglamentación impuesta se veía limitada, incapaz y trascendente. Aceptaba los bosquejos de lo que añoraba y se conformaba siendo ella una joven de gran conocimiento sobre la pérdida. Aceptaba luego de confrontar que las situaciones así eran y así debían ser.

Pero lo que no aceptaba, bajo ninguna circunstancia, era el silencio. Su vida era un completo ruido, no conocía otra cosa, al menos hasta ese momento. Igual, ella era muy crítica de los extremos, no compartía esa dualidad. Si no que estaba en busca de un equilibrio. Y creyó, en verdad lo hizo, que ese equilibrio era Ryan con su completa despreocupación y libertad, siendo así su puerto seguro. Pero resultó no ser de ese modo, porque el silencio se exhibió cuando el sujeto misterioso desapareció.

Y ahí algo le resultó alarmante: ¿Cómo podía ser posible? No sabía nada de él. Pero extrañamente algo muy dentro allí, buscando en lo más hondo posible de su ser, encontró una singularidad que nunca se había percatado y no creía posible: la armonía.

Ese conocimiento no solo la ayudó a manifestar pesares, sino que a vislumbrar alegrías. Entonces, ¿cómo intentar siquiera vivir en un silencio? ¿Cómo ignorar ese sentimiento armonioso? Aunque no era tan necia al ignorar que también se desencadenaría un sinfín de ambivalencias, extremos y demás situaciones que se debían a las diferencias personales, espaciales y contextuales.

Por ello se encontraba allí, firme y sin un ápice de duda. Lo había buscado desmesuradamente sin perder el objetivo ni el tiempo. Parte de ella le decía que se arrepentiría, que él estaba —en muchos aspectos— ajeno al intento de acercamiento y eso solo la hacía convencerse de qué demasiadas irregularidades cargaba para tener que soportar más.

Lo que buscaba al encontrar al hombre, era acallar esa necesidad grotesca de armonía y ponerle un punto. Theodora no era ninguna ignorante al saberse que ambos estaban en extremos opuestos. Entonces, esa búsqueda y anhelo por encontrarlo se debía a que solo quería contemplarlo una vez más, acallar algunas dudas y corroborar si lo que sintió y descubrió era en efecto así o si solo fue producto de factores externos que la hizo ambicionar eso.

Pero ahí estaba él: totalmente sorprendido por las palabras brutalmente honestas que le soltó. Theodora comenzó a sentir el picor en su sien al entender cuanto se había equivocado porque era evidente que él estaba muy pasmado e incluso horrorizado por ello. Resuelta a solucionar el malentendido, se apresuró agregando:

—Lo siento —dijo riendo nerviosa—, seguramente ni siquiera me recuerdas...

—P-por supuesto q-que la recuerdo —admitió de forma amable al notar que ella no sabía cómo continuar.

Eso la tranquilizó, sabía que no le era del todo indiferente, pero temía estar equivocada una vez más.

—Es un alivio —exclamó—, no quiero que pienses que soy una intensa o algo así —agregó gesticulando. La joven sabía que estaba diciendo una caterva de sandeces, pero no podía refrenarse estando él tan perfecto e inmaculado prestándole toda su atención—. Es que he querido hablar contigo desde aquella vez que te acusé para disculparme. No quiero ser pedante al suponer que habías dejado de venir por mi culpa, obviamente. Y la verdad, ahora que lo digo en voz alta supongo que así parece... Pero lo he pensado y me avergüenza haberte siquiera dicho esa idiotez.

—Se-señorita, no tiene que avergonzarse ni mucho me-menos disculparse. Y es cierto, no he venido solo porque no q-quería incomodarlos aún más, no es su culpa —murmuró ruborizado.

Cuando él se mostraba avergonzado, a ella le daba ánimos y se relajaba. No es que disfrutara de su incomodidad, sino que agradecía no estar ella siempre de ese lado. Era interesante como se producía un cambio de roles. Sabía que con él así sería y eso no solo la entusiasmaba sino que la enloquecía. La joven estaba maravillada por él. Lo encontraba sumamente encantador, elegante, caballero, tímido pero elocuente.

—¡Oh! Pero lo que te dije no lo pienso, debes creerme. La verdad es que no se me ocurrió otra cosa que decir —confesó un tanto atormentada por ser vista como una tonta frente a él—. Lamento que hayas tenido que dejar de venir por mi culpa —murmuró cabizbaja.

—No se mortifique, claramente di una mala impresión. Propongo que nos olvidemos de la situación, pero, por otra parte, estoy muy agradecido y honrado que se haya tomado el tiempo para explicarme.

—Puedes tutearme. Yo lo he hecho desde el principio.

—¡Oh! No podría...

—Insisto —pidió contundente sosteniendo la taza, pero inspeccionándolo con la mirada. Él abrió levemente la boca para decir algo, al final se contuvo y solo asintió.

Ella contempló esos ojos boscosos, altamente hipnóticos, inquietantes como el otoño, pero vivaces como los prados. Las largas pestañas y sus cejas impecablemente pobladas le daban el marco perfecto para contenerlos. Con un rostro simétrico, angular, labios generosos, nariz celestial, cabello castaño y un porte extremadamente elegante. En resumen, era un hombre maravilloso.

Él solo contemplaba la mesa mientras con su índice delineaba las líneas de la madera, tenía las mejillas aun ruborizadas y parecía querer decir algo, pero se contenía. Theodora sonrió y volvió a tomar la iniciativa:

—Bien, ya que estamos de acuerdo... ¿Puedo saber tu nombre o será otra incógnita? —Él la miró atento y luego, ante la pregunta, sonrió a medias haciendo detonar un hoyuelo que a Theodora la enloqueció. Era adorable, pensó.

—Anthony —dijo para luego beber un poco de su nuevo café—. Me sorprende de sus incógnitas, pues también tengo las mías.

—¿Ah sí? ¿Y cuáles son las tuyas? —preguntó apoyando el codo en la mesa para dejar así reposar la cabeza en la mano. Ambos se contemplaban atentamente, sin ninguna prisa que los apremiara.

—Bastantes y todas derivan en usted —murmuró.

La joven comenzó a hiperventilar, fue tanta la impresión que le causó aquella declaración que tuvo que romper con el vínculo y apoyarse en el respaldo de la silla.

—Ya te pedí que me tutearas —alcanzó a mascullar.

—Lo siento; supongo que me parece un poco inadecuado.

—¿Por qué?

—Sus preguntas me dejan en evidencia —dijo ruborizado—. Hábleme de usted, por favor.

—¡Oh! —exclamó sorprendida. Pensó en qué podía decirle que fuera interesante en su vida, pero no encontró nada—. No hay mucho para saber —dijo sincera encogiéndose de hombros.

—Estoy seguro de que sí —afirmó bebiendo más de su infusión.

—Bueno, pues... Amo el café, sin embargo, insisto en dejarlo —comentó como bobería en medio de una sonrisa.

—Supongo que mucho de algo suele hacer mal —repuso un tanto serio y reflexionando en ello—. ¿Es también su convicción?

—No es eso —comenzó pensativa—. Es que el aroma me hace... languidecer. —Al notar que él la miraba con cierta extrañeza, de inmediato agregó—: O algo así. Te toca, ¿qué es lo que siempre lees?

—Usted no puede brindarme una respuesta que despierta más incógnitas —dijo riendo.

—Y tú no dejas de evadir mis preguntas —retrucó arqueando las cejas.

Touché, mademoiselle —dijo levantando ambas manos en señal de rendición—. Pues, en respuesta a su pregunta, preparo las cátedras. Se acercan las épocas de exámenes y los estudiantes están nerviosos —comentó con una sonrisa tierna evidenciando el afecto.

Theodora estaba tan inmersa en la nube que habían formado, que aquella respuesta volátil, pero cargada de significancia, tardó en hacer el efecto. Era imposible, absolutamente irreal, que él fuera un profesor. Las circunstancias no podían ser tan injustas.

Por ello reacomodó nuevamente su postura, bebió más de su té negro y quiso llorar. Pero contrario a eso, su cuerpo manifestó una risilla nerviosa para nada esperada.

—Entonces eres profesor —dijo riendo.

—¿Por qué es gracioso? —preguntó francamente confundido, pero a la vez sonriente. Y ella solo quería escapar y refugiarse para no ser descubierta.

—Es que creí que eras un modelo o esos agentes que buscan venderte un vehículo —dijo una verdad a medias—. Aposté mi paga semanal con Ryan —comentó a modo de confidencia queriendo solucionar su desliz.

—¿Mo-modelo? ¿Yo? Con el debido respeto, dista a la verdad.

—No pareces un profesor, eso es todo —dijo encogiéndose de hombros y recostándose en el respaldo de la silla.

Anthony la miró por un minuto exacto para luego sonreír de lado haciendo lucir nuevamente ese hoyuelo. La joven suspiró al corroborar que la armonía se encontraba en esos pequeños, casi imperceptibles, momentos de contemplación. No supo qué hacer con eso porque se encontraban, claramente, en extremos opuestos. Sonrió por la ironía.

—Supongo que debería decirle ¿gracias? —continuó con su sonrisa imperturbable.

—Pensé que te enfadarías.

—¡Oh! Por supuesto que no. Son supuestos, basándonos en ellos no hay que reaccionar de mal modo.

—¿Seguro?

—Claro —afirmó con un ademán—. ¿Le gustaría probar...?

—Espera, espera —pidió ansiosa al caer en la cuenta de algo esencial—. Dime qué clase de profesor eres.

—¿Disculpe?

—Sí... me refiero a qué nivel o qué tipo... No sé cómo se dice —apremió gesticulando y rogando para que la entendiera.

—¡Oh! Pues este año estoy como suplente en la cátedra de Literatura Inglesa I en la Universidad de Artes y Ciencias, aquí en la ciudad. No es mucho, pero es un trabajo honesto —comentó alegre.

—¿Me jodes? ¿Eres un profesor de universidad?

Theodora intentó ocultar el asombro que aquello le causó, pero debía admitir que estaba en problemas. Si le confesaba que ella apenas era una futura egresada del bachillerato, él no dudaría en ignorarla. Y claro está que con justificación. Además de que el destino parecía burlársele al centralizar su atención en una persona con una de las profesiones que más detestaba. Quiso reírse por las jugarretas de las circunstancias.

Por otra parte, Anthony parecía muy joven para estar impartiendo clases en la universidad y se preguntó si no le estaría también mintiendo.

—Señorita, está usted inquieta... ¿Sucede algo?

—No, no —dijo apresurada, pero el nerviosismo del que era portadora era muy evidente—. Solo que aún no puedo quitarme el asombro.

—Lamento decepcionarla —masculló fijando su mirada nuevamente en la mesa. Ese rubor que a ella tanto la enloquecía volvió a aparecer. Se mordió el labio maldiciéndose por haberlo hecho sentir mal, pero él volvió a fijar la mirada en ella y le dedicó una sonrisa ladeada que no alcanzó sus ojos—. ¿Y usted?

—No ingresé a la uni por cuestiones personales si es lo que te preguntas. Supongo que en algún momento aplicaré.

­—Estoy seguro de que lo hará brillantemente. ¿Cuáles son sus intereses?

—El dibujo —dijo nerviosa de ser el centro de atención—. De todos modos, tengo que primero procurar mantener mi empleo. Prometen un ascenso muy importante.

Theodora odiaba mentir, odiaba ser una persona tan poco grata, una persona que ni siquiera tenía nada bueno para contar, que no tenía siquiera un buen trabajo, ni una casa decente, ni ingresos que le permitieran comer como una persona normal. Odiaba a gran medida quien era y eso había aprendido a aceptarlo, pero ahora, viendo a Anthony como una persona en toda su categoría, ese sentimiento reapareció. Ni siquiera se merecía estar sentada en el mismo sitio que él.

Conteniendo el llanto, fingió una sonrisa y se apresuró en terminar su té. Necesitaba algo fuerte, agradecía que en su casa, Susan, siempre tuviera bebidas con alto porcentaje de alcohol.

—Algo me dice que ese asenso lo obtendrá rápidamente —comentó observándola con detenimiento—. Si su interés es el arte, en la Universidad, el comité de estudiantes suelen organizar muestras. Usted podría inscribirse, es abierto al público...

—¿Acaso eres un tipo de doctor, especialista o algo así? —interrumpió.

Él la miró confundido y, según la percepción de Theodora, decepcionado. Claro que iba a estarlo de ella, pero la joven ya se había rendido. Solo quería hundirse más en la miseria con nueva información abrumadora.

—No, lejos estoy aún de lograrlo. Solo soy licenciado —declaró.

—Licenciado... joder.

—Lo la-lamento, pero siento que la he de-decepcionado, he notado que quizá usted se ha formulado ciertos conceptos so-sobre mi persona y que evidentemente no logro cumplir —manifestó totalmente avergonzado—. Lo siento, la estoy incomodando nuevamente...

—Anthony, nunca me incomodaste, no pienses así —expresó extendiendo la mano pero sin tocarlo. Se odiaba por haberlo hecho creer poca cosa, era hora que terminara el catastrófico encuentro—. Pero ahora debo irme.

—¡Espere! Dígame si dije algo mal, por favor —pidió con cierta desesperación.

—No, solo olvidé que tengo cosas por hacer.

—¿Volveré a verla? —preguntó en un murmullo poniéndose de pie cuando ella lo hizo.

—Quizá, aunque los horarios se me están complicando bastante...

—Entiendo ­—murmuró apesadumbrado—, no la retengo más.

Theodora tomó valor y se permitió tocarle, efímeramente, la mejilla. Esa electricidad esperada volvió a sorprenderla por la gran magnitud que manifestaba. El rubor de Anthony se acentuó de manera pronunciada y observó cómo expulsaba el aire trabajosamente. Eso la hizo sonreír a medias y lamentó muchísimo tener que despedirse de esa manera. Anthony era un ser increíble, se podía apreciar al instante que era carente de maldad. Su bondad era ajena para Theodora y decidió que gratamente fue un honor haber descubierto que sí existían personas apreciables en grandeza.

—Adiós, Anthony.

Meglio dire a presto —murmuró.

***

El humo del pitillo circundaba el marco del barrio dando opacidad a lugares ya opacos. La noche alta reclamaba sueño y las vislumbres de Theodora estaban apartadas de ensueños. Conjeturó varias premisas, pero ninguna resultó posiblemente legítima.

A esas alturas, la precoz mujer se encontraba dubitativa, confundida y apática. Su temperamento le recordaba a cada instante quién era y quien jamás podría ser. Eso la martirizaba. Estaba lejos de poder desfallecer de confort, de mirar las hojas revolotear mientras se columpiaba en el gran parque del centro, o siquiera leer un libro propio. Sonrió sin ganas y limpió la revoltosa lágrima que se figuró justiciera. Caló el cigarrillo dejando un hilo de saliva que se adecuó a sus quejidos no controlados.

Le dolía el pecho y era una costumbre que así fuera, pero nunca le había dolido tanto como hasta ahora.

Theodora era un torrente de sentimientos. Había intentado a gran escala modificarlo, pero no podía dejar de sentir tanto. Hacía suyas situaciones ajenas y mal sanaba sentidos propios. No era indiferente a nada que la construyera, estaba creada a base de palabras y se sostenía por los gestos.

—Ten, límpiate. Mancharás tu camiseta —dijo Ryan tendiéndole una servilleta de un restaurante.

Theodora calaba el cigarrillo mientras observaba con los ojos entrecerrados la nebulosa del humo y el precario panorama que se presentaba ante ella.

—No sabía que las cosas estaban así —continuó—, mañana iremos a primera hora con el rector. Él sabrá qué hacer ante...

—Ryan —interrumpió—, no pasa nada —murmuró con la voz neutra.

—¡No puedes dejar pasar esto! ¿Acaso no ves que se sobrepasó?

La joven entrecerró los ojos, tiró el pitillo y tomó la servilleta que descansaba laxa en la madera. De manera mecánica la llevó a la boca donde de inmediato se tiño de rojo. Bufó al saberse un desastre y, recordó, que de igual manera debía estar el living.

—Sabes que a estas horas no debes venir. Es peligroso.

—No respondías mis llamadas, algo me decía que no estabas bien.

—Estoy perfecta, un estúpido golpe no demuestra lo contrario —murmuró sin apartar la mirada de la ancha calle vacía de tránsito.

—Vayamos a mi casa...

—No, estoy bien.

—¡No lo estás, es claro, Theodora! Debes largarte de aquí... Te arruinarán.

La joven lo miró y leyó la preocupación sincera en su rostro cincelado. Sonrió de lado y le revolvió el cabello antes de levantarse de las escaleras del porche y enfilar para su vivienda.

—Ya lo hicieron. Te veo mañana. 

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