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II

Se sintió como una tempestad.

Con la gracia sublime del interrogante, logró abastecer sentires en plena ignorancia, aunque sabiéndose una mera inquilina del espacio pero conquistadora del tiempo. El modo de desplazarse acentuaba la idea de no pertenecer a sitios tan mundanos y corrientes, pero, aun así, cabía el ápice de esperanza para saberse entendida de que la encrucijada del tiempo no tenía lugar a tan exuberante existencia.

Lo que experimentaba Anthony por ese ser incógnito podía interpretarse, para muchos, como una especie de adicción. Pero no lo era, estaba extremadamente seguro de eso. El especialista en letras no encontraba las suficientes palabras idóneas para nombrarlo. El último tiempo dedicó vergonzosamente una variante de incógnitas para tranquilizar a su mente con respuestas, pero para su mala fortuna solo fueron suposiciones y nada valedero.

La había descubierto en las primeras nieves del año que se empecinan en arrinconar el tiempo y obligar a buscar refugio. Y fue en esa búsqueda inclemente que divisó el lugar en el que ella estaba. Ni siquiera se percató donde se sumergía, solo sabía que algo fuera del entendimiento humano lo llevó a ingresar.

Ella miraba por el enorme ventanal. Miraba, aunque no veía, porque esos ojos se encontraban foráneos al espacio. Anthony solo quedó estático en la acera preguntándose sobre las irregularidades, las vicisitudes y si su corazón aún seguía funcionando porque, al menos en ese momento, no latió como debía.

En aquella mujer encontró algo más que belleza absoluta, había algo indescifrable que podía ser apreciado por el movimiento de sus manos o por la mirada lejana o por la comisura de su boca. Anthony no entendía de dónde provenía aquella extrañeza, pero estaba seguro de que era portadora.

En el momento que entró al recinto, de su boca casi escapa un suspiro melancólico mezclado con perdición y admiración. Se sabía perdedor ante semejante ser, incapaz siquiera de intentar hablarle con alguna excusa pronta y torpe, o siquiera permitirse una mirada de aquellos ojos impresionantes. Estaba fuera totalmente de cualquier intento de ser detectado, pero, para su extraño temperamento, aceptó aquello como algo obvio.

Solo entonces le quedó la admiración y fue eso lo que hizo a lo largo de varios meses.

Se convirtió en un cliente diario del resultante bar. Solía recurrir a la misma hora, ya que había descubierto cuál era el momento en que ella iría. Rara vez acudía sola y cuando eso sucedía, él no podía controlar sus impulsos de observarla.

Era una observación donde no cabían pensamientos carnales, fuera de eso. Jamás la había imaginado de ese modo, más su foco de análisis estaba en ella. Solo ella y en el modo que se presentaba al mundo.

Anthony concluyó que era un ser distante, pero táctil. Debía ser su procedimiento insistente de recordarse a cada momento que estaba en materialidad. Solía palpar las cosas con una lobreguez nunca vista. A veces notaba como sus ojos se aguaban solo por el hecho de haber rozado con delicadeza la servilleta como si se tratase de un objeto invaluable, para luego hundirse en sus pensamientos.

Rara vez ella se tocaba. Una costumbre habitual en todas las personas era la manía por acomodarse el cabello que quizá se mantenía impoluto u observarse los dedos en busca de algo extraño para el habitué. Pero ella no. Se presentaba así, dejando a la contemplación lo que era con el cabello alborotado, la sonrisa triste y el delineado a veces corrido.

Retomando esa tactilidad, su copa o taza —dependiendo de lo que estuviera bebiendo— no paraba de ser invadidas. Las movía, circulaba su contorno, contemplaba el vapor o la transpiración, dibujaba siluetas sueltas, fingía beber o bebía de más, repetía el brebaje de manera peligrosa, manipulaba la cajetilla de cigarrillos, prendía el mechero, jugaba a quemarse, observaba el pitillo, lo guardaba y buscaba otro, esparcía azúcar luego la juntaba, suspiraba, escribía en una libreta desastrosa, apretaba el bolígrafo, tensionaba la mandíbula, contenía el dolor y repetía la bebida. Estaba triste. Siempre lo estaba.

Y Anthony se entristecía con ella.

Había notado también que los días temporalmente calamitosos era cuando la encontraba. Parecía amarlos porque si llovía ella no traía paraguas, sino que aparecía con su cabello rojo chorreante, las mejillas sonrojadas, las zapatillas inundadas, su mochila empapada y una sonrisa deslumbrante. Si nevaba allí estaba también con copos de nieve que se fundían en su refulgente cabellera y los labios cuarteados. De pronto, el invierno fue su estación del año preferida porque cuando había un poco de sol, ella no aparecía.

Él aprendió también a estar antes para escucharle la voz y su corazón latía desenfrenado hasta que oía la campanilla sonar. Sabía exactamente cuando era ella, había una forma en que abría la puerta que era distinta a las demás. Tenía una especie de ritual: abría desenfadadamente, se escuchaba la cremallera del abrigo ser abierta y emitía una tosecita tímida.

El licenciado se mantenía alerta y con los sentidos disparados cuando ella pasaba tras él —quien siempre prefirió posicionarse en la barra por el ángulo de su visión— y le señalaba al cantinero con sus largos y finos dedos lo que quería: "Una pinta" era mayormente su pedido, o "solo un café negro, Steve".

Ella nunca se sentó en la barra, ni cuando iba sola. Siempre ocupaba la misma mesa del ventanal con cortinado azul y desde ahí, luego de ese ritual, veía pero sin ver.

Anthony debía admitir que cuando la vio acompañada con el jovencito, no pudo evitar compararse. Eso lo llevó a cuestionar su aspecto, conducta, defectos y virtudes. Cuando vio al muchacho por primera vez lo primero que experimentó fue envidia. El joven tenía la posibilidad que él, en su terco pesimismo, jamás tendría y eso no solo lo hacía experimentar ese sentimiento tan desacertado, sino que también imaginar un torrente inacabable de situaciones que el mocoso seguramente disfrutaría con su musa y eso le producía celos.

Comenzó a experimentar antipatía hacia el jovencito cuando detectó que no la notaba. No podía entender cómo se le escapaban semejantes muestras de desespero y entonces concluyó que no la merecía. En realidad, nadie podría merecerla, ni siquiera una palabra de ella.

Anthony se convirtió en un espectador y analista de conducta corporal. El niñato no paraba con el parloteo y ella, en su infinita amabilidad, le brindaba toda su atención. O cabía la posibilidad de que fingía escuchar atentamente el torrente de palabras y solo un observador minucioso podría detectar cuanto la aburría aquello. Pero su sonrisa no desaparecía y la mirada aparentemente atenta rara vez era distraída. Nadie podía ser tan amable, pensaba.

El licenciado ya se había dado cuenta de que el niño sospechaba de él. Pero, sinceramente, le importaba poco. Su principal interés estaba en ella quien ni siquiera lo había notado, entonces estaba tranquilo de que su musa no se sentía invadida.

Solía pensar mucho en ello, pero trataba de suavizar su mente repitiéndose una y otra vez que él era un admirador. Como el oyente apreciando por segunda vez las composiciones de Chopin. O como Paris hacia su Helena. O como las esculturas poderosamente comunicativas de Bernini. Él amaba escucharla, leerla y observarla. Era su tan ansiado objetivo cuando despertaba y era su último pensamiento en la noche. Era su Beatriz.

Anthony sabía que era irregular e intrincado entender que esas declaraciones no eran al azar, pero sinceramente lo pensaba. Había concluido a eso.

Cuando iba acompañada era, en cierta parte, un sufrimiento. Debía limitarse en su observación porque tenía la mirada acusatoria del jovencito sobre él. También porque el parloteo del joven no dejaba apreciar la voz de ella y todo se volvía más indescifrable. Anthony afirmaba que sentía un velo que necesitaba ser corrido para ver con claridad, lástima que muchas veces le era imposible apartar ese velo resultando que las apreciaciones que se llevara fueran muy pequeñas. Ese velo también lo imposibilitaba de escuchar el arrullo de esa voz, volviéndola baja, pequeña, pero circundante. Él sabía que estaba ahí, solo que no se manifestaba para su deleite, entonces recurría a su memoria.

Estaba categóricamente obnubilado con la voz que la acompañaba: era significativamente contundente, pero melodiosa, de esos sonidos a los cuales uno no pasa desapercibido y su apreciación era compartida porque muchas personas, de manera mecánica, la observaban cuando su tono era discernido. Se trataba de esas voces que atrapan para colmarte de verdades, pero te sueltan al abismo cuando concluyen dejando al oyente en una nebulosa de la cual era imposible escapar.

Lo notaba también en el jovencito que la acompañaba, a veces él se quedaba viéndola perdido y hasta con la boca abierta. La mujer solía suspirar de decepción cuando eso sucedía o recurría directamente a palpar la superficie con movimientos bruscos. Entonces entendió que no solo estaba triste y cansada, sino que era indiferente a su condición de musa.

Había tantos detalles que fue descubriendo en ella a lo largo de los meses que, mentalmente, los había estructurado. Nunca lo había mirado, por lo tanto, jamás se percató que tenía un inocente admirador que aprovechaba el espacio-tiempo en el que ella se encontraba.

Sobre la base de sus suposiciones e incógnitas no resueltas había pensado en intentar hablarle —le había llevado más de una semana de reflexión y preparación psicológica—, pero luego, cuando él encontró el valor, decidió desistir porque le pareció injusto hacia ella. Ella que nada de él sabía, pero, contradictoriamente, lo salvaguardaba en todo.

No quería eliminar eso, al menos vivía con la certeza de saber que el tiempo en el bar no sería para siempre y por ello debía guardar en su recuerdo cada minucioso acto, gesto y palabra que lograba capturar de ella. En un futuro sería un privilegiado porque él sí había encontrado a su musa.

Anthony le dedicaba cada soneto, poema o fragmento que recordaba y leía. Le dedicaba muchas piezas de piano y sus horas de cátedra generalmente eran pensadas en ella. Se había convertido —también— en un admirador de la belleza.

Y luego ocurrió lo que él jamás consideró. Un hecho tan desastroso y vergonzoso en su comportamiento que no podría olvidarlo: ella le habló. Sí, a él.

Ella, siendo una musa inspiradora ajena a semejante alabanza, se acercó a él y le habló. Anthony en cuestiones de segundos tuvo que digerir el hecho de que, primero, la tenía a escasos dos metros de cercanía; segundo, que era aún más bellamente perfecta de cerca y tercero, que su voz era de los mismísimos ángeles. Ninguna de las apreciaciones que hizo fueron suficientes para describir la caterva de emociones que sintió al tenerla tan cerca.

Pero lo que le dijo lo asustó tanto y sintió tanta repulsión hacia su persona que de su boca salieron solo palabras negadoras, mal pronunciadas y temerosas.

Ella sí lo había notado —o más bien el jovencito—, y decidió enfrentarlo, demostrando otro rasgo de su carácter.

Al licenciado en letras y diplomado en oratoria, se le escaparon las palabras. Pero, ¿quién podría culparlo? No se había preparado para semejante encuentro vergonzoso.

A pesar de la decepción consigo mismo, estaba feliz porque su musa lo había mirado. Se había detenido en compartir con él algo más que el tiempo: le había dedicado unas palabras. Era más de lo que se imaginó. Su musa refulgente había incluso estrechado su mano. Anthony aún comenzaba a hiperventilar al recordar el inocente roce y gesto, luego venía la vergüenza al verse tan afortunado.

Su musa ya tenía un nombre. ¡Y que nombre tan apropiado! Theodora... Suspiraba con una sonrisa de solo recordar presentación tan amable, relajada y divertida. Nombre griego, de aquellos antiguos que alababan tanto la belleza y con una etimología tan hipnótica como verdadera.

Pese a encontrarse en una felicidad desbordante, también experimentaba cierto recelo hacia su comportamiento. Incluso llego a sentirse detestable por haber puesto a Theodora en un lugar poco grato. Era obvio que no iba a decirle semejante conjunto de declaraciones porque terminaría denunciado por acoso. Torció el gesto al saber que visto desde fuera, era lo que parecía. ¿Pero cómo le explicaba que no era así sin quedar en evidencia? Lo mejor que se le ocurrió fue dejarla tranquila, por lo tanto, dejar de frecuentar aquel bar.

Anthony siguió con su rutina y trabajos, pero ella siempre estuvo presente cada día. Incluso cuando pasaron muchas semanas sin ella.

Comenzó a preguntarse sobre la desazón y en conjunto con aquella incógnita devino el cambio de humor. Se sentía angustiado, triste, desanimado y anhelante. Su madre muchas veces lo llamó preocupada al notar ese cambio repentino, sus amigos optaron por ignorar su mal humor, sus empleados tuvieron que tolerar varios altibajos que afectaban a la empresa y sus alumnos ya no querían participar activamente de las cátedras.

Eran muchas consecuencias que solo podían remediarse yendo al bar. Pero optó por ir en un horario distinto, al menos se conformaría con saber que ella estuvo ahí. Se sentaba en la mesa que sabía que ella ocupó y pedía su whisky a las rocas. Miraba por el ventanal y esperaba. Esperaba olvidar la tristeza y alcanzar la aceptación.

Esa noche, estaba reacio a ir al bar. Solo quería dormir luego de tan larga jornada, pero se animó sabiendo que un cambio de aire haría que su sueño fuera placentero. Era por ello que ya estaba en el lugar habitual bebiendo un café negro y subrayando algunas líneas que serían de utilidad en su clase.

Comenzó a relajarse y a disfrutar la lectura luego de unos momentos de pensamientos penosos. Porque eran esas constantes preguntas las que lo acosaban al no saber qué rumbo tomar a partir de lo que había descubierto con sus sentires. Francamente, creyó que el haberla conocido le sería suficiente, pero no fue así. Ansiaba muchas cosas y en todos esos divagues estaba ella. Se había convertido en un tonto y patético sujeto que se conformaba con estar en el mismo lugar que estuvo ella.

Se preguntó si de ahora en más viviría con pena y anhelo. Al saber que seguramente así sería se preocupó por su psiquis, entonces, sabiendo esas condiciones, comenzó a intentar estructurar su conducta de ahora en más. Sabía que jamás podría olvidarla, pero tenía que hacer una especie de despedida porque debía continuar con su ordenada vida, de lo contrario grandes consecuencias habría.

—¿Puedo?

Anthony hizo un desastre con la infusión. Escuchar esa voz inesperada lo llevó al desequilibrio visto desde todos los ángulos y quedó estático sin atreverse a mirar para corroborar lo que sus sentidos le decían que era verdadero.

El café se había derramado sobre el libro y varias notas, incluyendo su teléfono y ropa. Se levantó de inmediato y solo entonces la vio tan maravillosamente exquisita y perfecta como la soñaba.

­—¡Ay! ¡Lo lamento tanto! ¡No quise asustarte! —exclamó Theodora mientras recogía varias servilletas e intentaba limpiar el desastre que él había hecho—. Es que todas las mesas están ocupadas y como esta suele ser la que ocupo, creí que no te importaría compartir el lugar...

—Por favor, no se dis-disculpe —dijo desesperado al notar la vergüenza en ella—. Tome asiento —agregó mientras se concentraba en apartarle la silla para que se sentara—. Fue m-mi torpeza, ya me o-ocupo.

Pero ni bien concluyó la frase, una de las mozas se acercó para terminar de limpiar el desastre. Anthony quería golpearse por ser un tremendo idiota y si bien quiso ocuparse él para no atosigar a la empleada, esta no se lo permitió y declinó su ayuda de manera amable y con una sonrisa.

—En verdad lo lamento —decía Theodora mientras intentaba secar los objetos—. ¡Por Dios! Qué vergüenza —murmuraba mientras el rubor se acentuaba más en su piel de porcelana.

—Fui ta-tan necio...

—Estabas muy concentrado, me llevó varios minutos decidir acercarme —dijo acongojada.

—Admito que estaba en plena dis-discusión con el texto, aun así, no es excusa. Permíteme invitarle lo q-que prefiera, p-por favor.

Theodora le sonrió y Anthony se ruborizó al encontrarse con el pulso acelerado, bajó la mirada para que no se percatara de su fascinación por ella y fingió ocuparse en recoger su libro y notas.

­—Solo vine por un té negro, estaba de paso y se me apeteció.

—Entonces, con su pe-permiso —murmuró inclinando levemente la cabeza.

Era tanta la pena que estaba seguro de que no había entendido una palabra de lo que le dijo, solo fue un intento de oración. Y con esa vergüenza se dirigió a la barra en busca del pedido.

Esperó la infusión porque debía recuperarse de semejante encuentro. El licenciado se preguntaba si estaba en una especie de nebulosa o sueño, ya que no podía percibirse tan afortunado, sobre todo porque ella aún continuaba ahí después del desastre que había hecho.

Esta era su oportunidad para interactuar —en el caso de que ella así lo quiera— y responder aquellas incógnitas que lo frecuentaban. Pero primero debía aniquilar su nerviosismo, controlar el tartamudeo, el tono y mantener un porte seguro. ¡Él no era así, demonios! Se reprendía.

Hizo un trabajo de respiración que no le sirvió de mucho y luego aceptó el hecho de que con ella estaba perdido. Jamás podría comportarse normal. Esperaba que ella no lo encontrara tan patético, pensó suspirando mientras tomaba el pedido.

Ella estaba contemplando por el ventanal en la misma postura que él tanto conocía, su bello perfil era oculto por su exuberante cabellera y su mochila descansaba laxa desde el asiento.

Observarla era simbólico, toda ella representaba un cúmulo de verdades solo que estaban desdibujadas. Anthony sonrió imperceptiblemente al entender, también, que ella era la representación física de lo que él siempre buscó.

—Aquí tiene —manifestó bajo para no asustarla. Pero ella lo miró con una sonrisa hipnótica y él solo pudo admirar semejante deleite.

—¿Ya te vas? —­preguntó con el ceño fruncido al seguramente notar que él no podía moverse.

—N-no, a-a no ser que q-quiera estar sola...

—Por supuesto que no —dijo haciendo un gesto con la mano—, acompáñame. Además, fui yo quien te usurpó el lugar —agregó con una risilla.

—Me atrevo a decir que es al contrario —destacó con media sonrisa tomando su lugar.

—El lugar, sin embargo, fue el medio. Porque el punto es que al fin te encuentro —enfatizó sin apartarle los ojos lapislázuli.

Anthony, que ya le estaba costando un trabajo sobrehumano mantener un poco de compostura, con semejante declaración lo dejó no solo anonadado sino que petrificado. Le llevó varios segundos recuperar el habla, pero su atención no se apartó de ella.

Ella, que con su sonrisa refulgente, sus ojos atentos y su delicadeza suprema, no tenía idea que aquella declaración era el conjunto de significantes que Anthony ansió desde que tenía razón de ser. 

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