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Un matrimonio sin peleas no es un matrimonio: es un teatro

Y con este título tan sincero inauguro un nuevo capítulo en el que lo pasaré bastante mal.

Después de aquella batalla de sexos, Gutts y yo inspeccionamos la escena durante un rato. De paso, aproveché para explicarle todo lo que había descubierto hasta entonces: la figura roja conocida como la Editora había creado seis plumas, cada una con poderes especiales, y las había entregado a seis personas, llamadas Escritores. Una de ellas, sin embargo, murió a manos de Daniel Queen, otro Escritor. La pluma del finado la había encontrado yo, convirtiéndome en un Escritor más y siendo el objetivo de los otros portadores de plumas. Hasta ese momento se habían desvelado cuatro de los seis escritores: la niña, Daniel Queen, la chica del pelo blanco y yo. También le expliqué que me había comprometido a detener tanto a los Escritores como a la Editora. Gutts decidió participar en mi misión, pues como policía no podía dejar que semejantes instrumentos causaran más estragos.

Las estacas que había lanzado la pequeña, clavadas tanto en el suelo como en el coche, se habían evaporado y sólo quedaban agujeros. La herida de mi pierna empezaba a dolerme bastante y ya me costaba disimularlo. Gutts se dio cuenta de ello.

— Venga, princesa. Vaya para casa o para el médico y descanse. Ya he llamado a mis hombres para que vengan hacia aquí, así que no se preocupe. Recupérese, que, por lo que me ha explicado, tendremos mucho trabajo a partir de ahora.

Agradecí aquel gesto, aunque todavía no estaba acostumbrado a la "faceta agradable" de Gutts. Me dispuse a abandonar el parque. Pero antes de irme, me giré y grité hacia el viejo.

— ¡Hey, Gutts! ¡Tenga, un premio por su actuación!

Le lancé un objeto que llevaba en el bolsillo derecho de la gabardina. Él lo agarró en el aire y lo inspeccionó.

— Usted es imbécil. Va, váyase de una maldita vez antes de que le acuse de haberme destrozado el coche oficial —dijo, despidiéndose.

La había dado un tampón. Siempre acostumbro a llevar alguno encima. Son unos objetos muy interesantes, así que los guardo con mucho orgullo y no aguanto que se me desmonten.

Salí del parque y rehice el camino de vuelta a casa. Esta vez, por culpa del dolor de la pierna, decidí coger un autobús. Me producían cierta gracia las caras de la gente al ver mi cojera.

Los autobuses son unos vehículos bastante interesantes. Muchas veces me da por pensar que alguno de los pasajeros me lee el pensamiento, y eso me gusta. Aunque sólo sea una fantasía, me gusta creer que a alguien le interesan mis perversas ideas.

El transporte me dejó en una parada en las afueras de la ciudad, algo lejos de donde vivo. El dolor de la pierna se había reducido, y por suerte la sangre ya había coagulado.

— ¡Papá, papá! —gritó una voz a mis espaldas.

Era Eve, venía corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Me agaché (aguantando el maldito dolor, que aunque iba disminuyendo, seguía aferrándose a mí como una adolescente celosa) y extendí los brazos para recibirla. Tras un breve y cariñoso abrazo, me levanté y le cogí de la mano. Al levantar la mirada vi a Clea, que se acercaba caminando. Como siempre, sonreía de forma discreta y huía de mis ojos.

— Hey, ¿de dónde venís? —pregunté, sonriendo.

— Ya que no podías quedarte con Eve, hemos decidido salir a pasear y ahora volvíamos de comer. ¿Tú qué has estado haciendo? —respondió Clea.

Aquella era una pregunta delicada. No podía decirle la verdad, así que en un instante tuve que inventar una excusa.

— Bueno, yo...

— ¿Qué te ha pasado en la pierna, papá? —me interrumpió Eve.

Mierda, se había fijado precisamente en la cosa que no quería que viera. La estaca que había lanzado la niña me había cortado el pantalón, así que la herida era visible. Y por si esto fuera poco, éste estaba manchado de sangre. Esperaba que me mirasen a la cara y que no se fijasen en la pierna, pero mi hija era más observadora de lo que pensaba.

— Ha sido un pequeño accidente que he tenido trabajando, ahora iba para casa a curarme la herida. No os preocupéis, no es nada grave.

Pero ya era demasiado tarde: Clea ya había empezado a sospechar y su mirada me decía que con esa sencilla explicación no había suficiente.

Nos despedimos los tres. Eve sabía que su padre era un tipo fuerte y que las heridas como aquella no eran nada para él, así que la que más me preocupaba era Clea. Su mirada cambió nada más ver la herida y estaba seguro que pediría explicaciones más adelante.

Tardé cerca de tres cuartos de hora en llegar al bloque. Después de subir las escalerillas con cierta dificultad, conseguí llegar a casa y corrí a curarme la herida. Era un corte bastante largo, aunque no muy profundo, de forma que después de desinfectarlo bien (no sé cuántos litros de yodo gasté), lo encerré en un ataúd de vendas (y, otra vez, no recuerdo cuantos rollos usé). Me senté en la cama y eché un vistazo al reloj de la mesilla de noche: faltaban cinco minutos para las seis. Algo me decía que Gutts no tardaría en volver.

Descansé durante varios minutos hasta que el timbre del teléfono me sobresaltó. Era la llamada que no quería recibir, pero que en el fondo esperaba. Lo descolgué mientras tragaba saliva.

— Kyle, me gustaría hablar de una cosa contigo.

Ni siquiera le hizo falta saludarme: Clea sabía que yo esperaba su llamada.

— ¿Y Eve dónde está? —pregunté, ya que si íbamos a discutir no me habría gustado que ella lo presenciara.

— De camino a casa nos hemos topado con una amiga suya y sus padres. La he dejado ir a su casa y dentro de un rato la traerán —respondió, con voz seria e impaciente.

Ahora ya me sentía más tranquilo, aunque seguía asustado por cómo iba a transcurrir la conversación.

— ¿Y de qué quieres hablar? —pregunté.

— Mira, Kyle... Sé que tu trabajo es difícil, pero me prometiste que intentarías evitar los casos peligrosos. Recuerda que tienes una hija y una mujer. ¿En qué andas metido como para que te hayas hecho ese corte?

— Es un caso muy complicado y del que no puedo hablar, Clea —respondí con rabia, pues me estaba deseando contárselo todo.

— ¿Y cuál es este caso tan complicado? De verdad, Kyle, no aguanto cuando te obsesionas de esta forma con el trabajo y te pones en peligro. Yo puedo soportarlo mejor, pero no hagas sufrir a tu hija, que ya lo ha pasado suficientemente mal. Cuando nos casamos me prometiste que no volverías a aceptar casos peligrosos. ¿Por qué te metes ahora en esto, entonces? —dijo, elevando el volumen de la voz.

— No es un caso cualquiera, Clea... Me gustaría explicarte qué es lo que ocurre, pero no puedo hacerlo —respondí mientras un frío sudor caía de mis sienes.

— ¿Y por qué? Quiero saber qué ocurre, Kyle. Tengo derecho a saberlo, y no colgaré hasta que me lo digas.

Mi boca cayó durante unos segundos. No sabía qué hacer. Aunque Clea era una mujer de mente abierta y que confiaba plenamente en mí, sabía que no iba a creerme a menos que tuviera pruebas. Al contrario que yo, que soy bastante más visceral, Clea es un animal racional y escéptico por naturaleza. Incluso podría molestarle que le contara semejante historia.

Aun así, al final cedí. Mi confianza en ella era absoluta, y algo dentro de mí esperaba con todas sus fuerzas que Clea lo entendería.

— ¿De verdad quieres saberlo? Te lo contaré, pero, por favor, tómate unos minutos antes de mandarme a la mierda.

— Adelante —expresó con decisión.

Y así, se lo conté todo. Desde el asesinato del antiguo dueño de la pluma hasta la batalla contra la niña y la chica, pasando por la reunión con la Editora. Le hablé de las plumas y, concretamente, de la mía, explicándole las capacidades de ésta y que también podía comportar efectos secundarios. Me vacíe al completo y lo escupí todo. Ella me escuchaba en silencio. Un silencio que no me gustaba nada.

— ¿Y eso es todo? —dijo al acabar mi relato, con un tono sarcástico.

Yo continué en silencio mientras oía a Clea suspirar al otro lado del teléfono. No tardó en volver a hablar.

— ¿No se te ha ocurrido nada mejor? ¿Tan idiota piensas que soy como para que vaya a creerme esta barbaridad? Sabía que usarías alguna estratagema para escabullirte y no decirme nada, pero lo que acabas de hacer es ofensivo —dijo, ofendida y enrabiada.

— Clea...

— Calla, quiero hablar. Dime, ¿por qué lo haces? ¿Te has propuesto destrozarme la moral? He llamado porque estaba preocupada, pero la única cosa que haces es reírte de mí. No sé qué te pasa, pero ya no eres el mismo, Kyle.

— Clea, espera, no saques conclusiones precipitadas —intenté interrumpirla para poder explicarme.

— He dicho que te calles. No quiero volver a escucharte.

La voz de Clea se había vuelto más melancólica, y en aquella última frase ya habían aparecido algunos tropiezos, así que supuse que había empezado a llorar. Aquello me desesperó. Lleno de impotencia porque no sabía cómo explicarme y cabreado porque Clea había empezado a malinterpretarme, alcé la voz.

— ¡Te he dicho que no saques conclusiones precipitadas! Siempre te crees capaz de leer los pensamientos de los demás, por eso es tan complicado discutir contigo. No me creas, si no quieres, ¡pero cuando veas mi cuerpo dentro de un ataúd me tendrás que creer a la fuerza! Y entonces será demasiado tarde. Es más, quizá ni siquiera encuentren mi cadáver. ¿Quieres que te diga el por qué? Pues te digo que quizá me meto en estos fregados porque no aguanto más que ni siquiera me dirijas la mirada. Tú no eres la única que sufre, y en lugar de echarme la bronca cada vez que intento concentrar mis pensamientos en otra cosa que no sea ese fatídico momento, deberías reflexionar sobre si la culpa de lo que pasó aquél día la tengo sólo yo. ¡Quizá así entenderías por qué no quiero contarte ciertas cosas!

Mierda, mierda, mierda. ¿Qué coño acababas de hacer, Kyle? Cuando me cabreaba, mi cerebro sacaba el humor más nefasto y cruel que tenía a su disposición y empezaba a rebobinar, destapando en un instante toda la mierda que guardaba. Y eso acababa de provocar que traspasara el tabú y metiera el dedo en la herida. Era lo último que quería hacer, y lo peor es que nada de lo que le había soltado a Clea lo sentía ni lo pensaba. Fue un contraataque instintivo para conseguir un silencio que me permitiera solucionar los problemas. Pero se me fue de las manos y cometí el peor de los errores.

— Kyle... —dijo Clea, con la voz quebrada.

— Clea, espera, no quería sacar este tema.

Y colgó. Me quedé unos segundos en la posición en la que me encontraba, escuchando los ruidos que iba haciendo el teléfono. Finalmente, grité y lancé el aparato al suelo.

Me maldecía y me insultaba sin parar. ¿Cómo podía haberle hecho aquello a Clea? Llegué incluso a arrepentirme de haberme casado con ella. ¿Por qué debía soportar aquella pobre chica a un sociópata asqueroso como yo? ¿Qué demonios encontró en mí? Me sentía peor que un gusano, al mismo nivel que los violadores que veía en las noticias. Cuando conseguí tranquilizarme, decidí salir fuera para despejarme.

En la barandilla me encontré un refresco, parecía que me estuviera esperando. Al lado de la lata estaba Gutts, que ya había vuelto y bebía apoyado. Hice lo mismo, tomando un largo sorbo del refresco que me había dejado el viejo.

— Ha hablado con su mujer sobre lo que estamos investigando, ¿verdad? Le he oído al llegar y me ha parecido que le iría bien tomarse algo aquí fuera.

— Qué debería hacer, Gutts? Hace mucho que intento recuperarla, pero acabo de cargarme las pocas posibilidades que me quedaban. Ella y Eve son las únicas personas que tengo en esta vida. Y no verlas cada día me mata por dentro. Quiero volver a casa y abrazarlas, pero tengo miedo.

— De qué tiene miedo, Cross?

— Tengo miedo de mí. Me aterra que el yo del pasado pueda influenciar al yo del presente. Tengo miedo de hacer de su vida un infierno. Me atemoriza quedarme solo otra vez. Es por eso que se lo pregunto: ¿qué debo hacer para recuperarlas, Gutts?

El viejo se quedó en silencio unos segundos, mirando su lata.

— Llegue hasta el final, Cross. Y, cuando por fin se haya deshecho de este maldito caso, vuelva a casa y demuéstrele a su mujer cuánto la echa de menos. Pregúntele lo mismo que me ha preguntado a mí, hágale saber que de verdad quiere una segunda oportunidad.

Mantuve el silencio y volví a beber de la lata. Miré al horizonte, que empezaba a oscurecerse. La luz de las primeras estrellas se colaba entre los edificios de la gran ciudad. Y por fin llegó el momento en el que no pude más.

— No se preocupe, Cross. Los hombres de verdad no temen llorar. Desfóguese tranquilo, que esto quedará entre nosotros —dijo Gutts.

Pero el consejo de Gutts llegaba tarde: las lágrimas ya habían empezado a salir de mis ojos y bajaban lentamente, llenando mi rostro de melancolía. Me sentía incluso peor que cuando usé la pluma para escribir "tristeza".

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